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—¡Eh, eh! ¡Guarda eso, Mary May! —grita Art—. ¿Qué… qué diablos haces con esa pistola?

Ella lo ignora, como si no pudiera verlo u oírlo, como si pensara que solo estamos ella y yo frente a frente. Da unos pasos adelante y yo retrocedo otros tantos. Pienso en las puertas abiertas de las celdas de abajo. Espero que cuando despierten, sea cuando sea, comprendan la situación y sean capaces de escapar.

—Estuviste en mi casa —repite—. Te sentaste en la cama de mi madre, junto a ella.

—Tú también estuviste en la mía —replico, notando el temblor en mi voz—. Y me robaste mis cosas, ¿te acuerdas? Solo quería recuperarlas.

—¿Qué le hiciste a mi madre? —pregunta, como si no hubiera escuchado ni una sola palabra, como si solo oyera la voz que le habla dentro de su propia cabeza.

Vuelve a avanzar hacia mí y yo retrocedo, sintiendo la mano de Art en mi hombro. No quiero darle la espalda a Mary May, no deseo descubrir si es capaz de dispararme. Me tiemblan las piernas y un vértigo delirante crece dentro de mí, la sensación de que nada de esto puede ser real, de que después de tanta lucha todo termine así, en un episodio psicótico a manos de una mujer triste y solitaria.

—No le hice nada a tu madre —balbuceo nerviosamente.

—Sigue retrocediendo —me susurra Art, guiándome por un pasillo. Caminamos hacia atrás, siempre encarados a Mary May y su pistola. En cuanto doblamos una esquina y desaparece de nuestro campo de visión, damos media vuelta y corremos.

Llegamos a la puerta de salida. Art pasa su tarjeta de seguridad por el panel que hay junto a ella, pero no se abre. Todo ha sido cerrado automáticamente para impedir que los manifestantes entren en el edificio.

—Necesitas una llave de verdad —le digo.

Maldice. Tiene un manojo de llaves y prueba la primera en la cerradura con manos temblorosas.

Mary May aparece, caminando siempre a la misma velocidad: lenta, con pasos medidos, premeditados, el brazo extendido y sosteniendo la pistola en la mano.

—Me dijo que te sentaste en su cama —continúa, como en trance—. Te llamó su ángel. ¿Por qué diría eso, Celestine?

—Yo no… no sé… —Apenas puedo formular un pensamiento coherente con la pistola apuntándome.

Art sigue probando llaves, buscando la correcta. Las puertas son viejas y las llaves enormes. Art siempre ha usado su tarjeta de seguridad, no está familiarizado con las cerraduras normales. Mi espalda está contra la suya, pero Mary May sigue avanzando hacia mí.

—Me dijo que quería ver a los otros, y yo me negué. Alice no merece ver a mamá, no después de lo que hizo. Ninguno de ellos lo merece. Todos sabían lo que había entre ambos. Mamá dijo que me perdonaba. ¿Perdonarme por qué? —pregunta, sin esperar respuesta—. Todo el mundo recibe lo que se merece. A mí nadie debe perdonarme. Ellos tuvieron su merecido. Alice me lo robó y todos lo sabían. Todos. Pero perdoné a mamá. Y tú estuviste en mi casa. ¿Qué le hiciste a mi madre?

—Ya te he dicho que no le hice nada, solo recuperé lo que era mío, lo que robaste de mi habitación. Encontré la grabación que estabas buscando y la emitimos por televisión. Todo el mundo la ha visto. Todo el mundo lo sabe. Se acabó.

Intento que recupere la razón, traerla al aquí y ahora.

—Esta mañana se despertó a las ocho y diez, y no quiso tomar su desayuno. Dos huevos hervidos y dos espárragos. Es lo que come cada día. Pero esta mañana no quiso. Qué raro.

A pesar de la situación, se me escapa una risita. Los nervios, supongo.

—Yo no hice nada para que no quisiera comerse los huevos —le digo.

Art maldice detrás de mí, mientras prueba otra llave.

—Sí, lo hiciste. Porque ahora está muerta.