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Siempre que me siento confusa, repaso lo que sé. Quién está conmigo y quién contra mí, en quién puedo confiar y en quién no, y cómo utilizarlos a ambos. Generalizando: ¿quién está conmigo? Los imperfectos. ¿Quién está contra mí? Los noimperfectos.
No podemos arriesgarnos a usar el coche de Leonard o el Mini de Raphael tan tarde, tan cerca del toque de queda, ni utilizar cualquiera de los vehículos de Enya Sleepwell. Por ahora, relacionarla tan claramente conmigo podría destruir todo lo que ha hecho para ganarse la confianza del pueblo. Debemos camuflarnos entre nuestra propia gente, así que el mejor medio de transporte que podemos utilizar con seguridad para ir hasta la casa de Mary May es el autobús de los imperfectos.
Mary May vive fuera de la ciudad, pasados los suburbios y cerca de un lago. La imaginaba como una mujer de campo, quizá con caballos u otra clase de animales que la detestan. Ellos tienen sentidos especiales para detectar a gente como la soplona. Pero nunca me hubiera imaginado el lago. El lago es hermoso, mágico, rodeado de montañas decoradas por las sombras de las nubes y la bruma de las cumbres. La familia de mi amiga Marlena tiene cerca de allí una segunda residencia. Ella solía ir muchos fines de semana, y a veces yo la acompañaba. Mamá daba largos paseos por la orilla del lago, le gustaba ver el atardecer. Hasta que Juniper y yo empezamos a quejarnos de lo aburrido que nos resultaba, y dejamos de ir. Ahora me siento culpable de haber actuado así.
Carrick y yo no estamos seguros de que Mary May tenga la grabación, pero es la única pista que tenemos, así que decidimos arriesgarnos. Juniper me dijo que Mary May había revuelto mi habitación y se había llevado todo lo que quiso y pudo en su coche personal, y que cuando lo hizo no llevaba uniforme, sino ropa de civil. Ni siquiera puedo imaginar qué clase de ropa era o que tuviera otra aparte del uniforme de soplón. Pero sí sé que Crevan debe de estar sometiendo a Mary May a una inmensa presión para que encuentre la grabación y me encuentre a mí. Ella era responsable de ambas y nos escapamos de entre sus dedos. Si se llevó mis cosas, debió de guardarlas en su propia casa, donde poder estudiarlas y revisarlas con tranquilidad. Solo son objetos, por eso creo que las tendrá en su casa: fotografías, libros, ropa, objetos personales… Todo aquello que consideraba mío.
Juniper me pasó una gorra y mantengo la cabeza baja, dejando que el pelo tape la cicatriz de mi sien. Llevamos brazaletes que nos han dado en las oficinas de Enya, para asegurarnos de no destacar entre los demás. Alguien imperfecto en un autobús de imperfectos, sin un brazalete, causaría sorpresa y alarma. Hace semanas que no llevo ninguno, y colocármelo nuevamente en el brazo es como añadir un peso extra a mi cuerpo. Estoy segura de que Carrick tiene la misma sensación, ya que su conducta cambia completamente cuando se lo pone, pero supongo que esa es la intención, que nos sintamos diferentes, atormentados, humillados, aislados de la sociedad.
Al menos a Carrick le ahorraron el tener que mostrar su cicatriz día tras día. Cuando esa ventaja les pareció injusta a los imperfectos cuyas marcas sí eran visibles, crearon los brazaletes para eliminar ese pequeño privilegio.
Llegamos a la parada de autobús, atestada de imperfectos. De nuestra gente. Carrick se ajusta la gorra y agacha la cabeza permaneciendo a mi lado. Yo le doy la espalda a los demás.
Una vez en el autobús, los imperfectos muestran sus carnets de identidad y toman asiento.
—No tenemos carnets de identidad —susurra Carrick.
—Sí, los tenemos —digo, buscando en mi mochila y sacando los que me prestó el equipo de Enya.
Carrick los mira con sorpresa, y ríe admirado ante mi previsión. Aunque resulta que yo soy Harlan Murphy, analista, de treinta años, y él es Trina Overbye, una bibliotecaria de cuarenta y tantos. Intercambiamos los carnets con una sonrisa.
Subimos al autobús manteniendo la cabeza agachada y nos sentamos en la última fila. No sé si alguien me mira porque yo no los miro a ellos.
Debería sentirme a salvo en un autobús lleno de imperfectos, son mi gente, pero tengo miedo. Aparece un mensaje en la pantalla de la parte delantera del vehículo. Es un anuncio patrocinado por el Tribunal, como todos los que emiten los transportes para imperfectos. Veo la foto de Carrick. Mi corazón se acelera y le doy un codazo para atraer su atención.
La fotografía fue tomada en Highland Castle, cuando los soplones lo llevaron allí. Reconozco el fondo, es el de una foto policial, y Carrick mira al objetivo de la cámara, lleno de odio y veneno. Tiene todo el aspecto de un ser asocial y agresivo, con su grueso cuello y sus musculosos hombros de levantador de pesas.
Bajo la foto se lee la palabra: FUGITIVO.
Y se oye la voz de la alegre sustituta de Pia Wang.
—Carrick Vane es un preso que se ha fugado junto a Celestine North. Es su cómplice. Si alguien los ve, que llame a este número y será recompensado.
Que ofrezcan una recompensa a un imperfecto es como dejar suelto a un niño en una tienda de golosinas.
—Juniper —le digo a Carrick—. Saben que no soy yo. Nos hemos quedado sin tiempo.
—No, apenas te han mencionado —me advierte—. Mira.
Tiene razón. El anuncio solo habla de él. Crevan sigue pensando que estoy en el hospital, y ahora necesita silenciar a Carrick. Por la mañana, mi madre y su gente irrumpirán en las Barracas Creed y este sabrá que he vuelto a escapar.
Pedirá mi cabeza en una bandeja.
La mujer sentada frente a nosotros se vuelve para mirarnos. Y no es la única que lo hace.
—No pasa nada —dice Carrick, manteniendo la cabeza agachada.
Pero sí pasa. Al final, todas las personas del autobús nos están mirando. Algunas teclean algo en sus teléfonos móviles.
De repente, el vehículo se desvía hacia el arcén y mi corazón deja de latir. Carrick y yo nos cogemos de la mano. Estoy junto a la ventanilla y él en el asiento del pasillo. Su pulgar traza círculos en la palma de mi mano, pero no sé si es siquiera consciente de ello. Es como si acariciara mis heridas, como si abrazara todo aquello que el mundo rechaza.
El chófer deja el volante y se levanta para hablarnos.
—Necesito que todo el mundo baje del autobús un momento. Pueden aprovechar para tomar un café, ir al lavabo, lo que quieran.
Eso provoca gruñidos y preocupación en muchos rostros.
—¿Qué sucede? —susurro.
Carrick se encoge de hombros.
—No, no, no. No pienso aceptarlo —grita un hombre—. Es la tercera vez esta semana que retrasan mi autobús y no puedo permitirlo. Nos hacen bajar del autobús, y luego no nos dejan volver a subir. Que si problemas con el motor, que si los neumáticos… y al final resulta que incumplimos el toque de queda y nos castigan. No pienso bajarme. —Y se cruza de brazos, inflexible.
Algunos aplauden su discurso.
—Esto es una trampa —grita otro. Y también es aplaudido.
Pero la mayoría no quiere problemas y se dirige hacia la salida. Media docena de viajeros se quedan en sus asientos.
—Escúchenme, solo cumplo órdenes —suspira el chófer—. Me han informado por radio de que tengo que aparcar el autobús y esperar al mecánico. Solo hago lo que me ordenan.
Los pasajeros que siguen a bordo le gritan y mueven despectivamente las manos. Ninguno se levanta.
—Deberíamos bajar —sugiere Carrick empezando a levantarse, pero tiro de su mano y vuelve a sentarse.
—Espera.
El problema para el Tribunal es que, en un autobús para imperfectos, todo el mundo es imperfecto. Para la gente a la que se le prohíbe formar grupos de más de dos personas, durante el toque de queda le es imposible cumplir con dicha norma. Al principio, cada autobús llevaba un soplón, pero eso demostró ser demasiado costoso, así que el soplón hizo de chófer. Sin embargo, ante la inminencia de la campaña electoral, los conductores tradicionales fueron a la huelga, alegando que les estaban robando sus puestos de trabajo. El gobierno había prometido crear empleos, no suprimirlos, y terminó devolviendo sus puestos a los civiles, pero instalaron cámaras en los autobuses para asegurarse de mantener controlados a los pasajeros.
Una anciana nos mira indignada.
—¿No podéis hacer nada vosotros dos?
Los demás se vuelven hacia nosotros, incluido el chófer.
—Mierda —susurra Carrick.
—Sí, ¿qué pensáis hacer? —insiste el chófer al reconocernos.
—¡Como si fueran a decírnoslo…! —escupe la anciana—. Son jóvenes, tienen el tiempo de su lado. Están haciendo exactamente lo que debimos hacer todos desde el principio.
Le sonrío agradecida.
—Mirad, tengo un pariente que ha sido declarado imperfecto —dice el chófer—. Antes de que lo acusaran, no podía ni veros. Supongo que eso me abrió los ojos.
Silencio.
—Yo no quiero estar en este autobús con esos dos —grita otra mujer—. Puedo meterme en un lío solo por viajar con ellos. Ya nos han hecho sufrir bastante. ¿Por qué no hacéis lo que os dicen, Celestine North? Dejad de causarnos problemas a los demás.
Me levanto para hablar. Siento que me tiemblan las piernas.
—Estoy de vuestra parte, ¿sabéis? Intento demostrar que no somos imperfectos. O que, si lo somos según unas reglas injustas, no hay nada malo en ello. Hemos cometido errores, sí, pero hemos aprendido de ellos. Solo necesitamos más tiempo para que todos nos unamos.
—Es la única que habla por nosotros —asegura otra mujer—. La única que no utiliza la violencia, al menos. Esos violentos que organizan algaradas no ayudan a nuestra causa. Celestine lo hace de forma pacífica.
—Tiene razón. La gente la aprecia, ¿saben? Se sienten confusos, pero ella les gusta. Discuten si su juicio fue justo o no. ¿Acaso antes se podía hablar así de una imperfecta?
—No conseguiremos nada bueno con esto —dice un hombre—. Todo quedará en meras palabras, como siempre.
—¿Qué palabras? —corta la anciana—. Los imperfectos nunca hemos tenido tanto apoyo. Necesitamos que ese apoyo siga creciendo.
—Ese apoyo no disminuirá —le aseguro al hombre—. No dejaré que eso suceda.
El chófer parece meditar sobre lo que se ha dicho, sopesar los argumentos cuidadosamente, como si fuera juez y jurado en su propio vehículo.
—¿Puedes conseguir que mi pariente vuelva a ser libre? —pregunta.
—Haré todo lo que pueda.
Vuelve a asentir, antes de mirar a Carrick.
—¿Vas a ayudarla?
—Ella nos está ayudando a todos.
—¿Adónde vais?
Le doy la dirección, y la estudia.
—Supongo que es importante para vosotros.
—Para todos nosotros —añado, asintiendo.
—Bien, todo el mundo se quedará aquí esperando mientras llevo a estos dos a su destino. ¿Alguien tiene algo que decir al respecto?
Los que antes dudaban no abren la boca.
—Si alguno comenta lo que ha pasado aquí, me encargaré de que lo acusen de mentiroso, ¿entendido? —amenaza el chófer.
La mujer del asiento frente al mío nos estrecha las manos y nos desea suerte.
—Quiero que sepáis que me bajo del autobús por ellos —asegura el hombre que empezó la protesta. Me mira a los ojos—. Haced todo lo que podáis por nosotros, Celestine. —Señala con el dedo al chófer—. Y tú será mejor que los lleves donde necesitan ir.
Mis ojos se llenan de lágrimas de gratitud por su gesto. Lo haré por todos ellos.
El chófer vuelve a situarse tras el volante y cierra la puerta, impidiendo que nadie de los que se habían bajado vuelva a subir. Miran furiosos cómo enciende el motor y el autobús se aleja.
Iba en un autobús cuando perdí la fe en la humanidad. Voy en otro autobús cuando la he recuperado.