22
Carrick sigue mi mirada. La sombra se mueve, como si supiera que estamos pendientes de ella. Carrick da un salto y abre la puerta. No hay nadie. Corre por el balcón, sus botas resuenan contra el metal.
Me tumbo en la cama. Vuelve sin aliento.
—No he visto a nadie.
—No importa. No hablabas en voz alta —digo inexpresiva, mirando al techo, sintiendo que todo lo positivo que me transmite este lugar se va desvaneciendo. Pero Carrick tiene razón, no puedo quedarme aquí para siempre. Añoro a mis padres, a Juniper, a Ewan. Añoro la vida. Y no es solo eso: este lugar ya no me parece seguro. Carrick echa un vistazo al pasillo y cierra la puerta.
—¿Estás bien?
—Declaro oficialmente desinflado mi nuevo mundo pacífico y feliz. Así que, no, no estoy bien.
Se acerca a mí y se tumba en la cama de costado, apoyándose en un codo para mirarme. Me da un beso, largo, lento, maravilloso. Suave pese a su fuerza. Después se aparta y vuelve a preguntarme:
—Y ahora ¿estás bien?
—Casi —susurro.
Por fin, sonríe.
—¿Por dónde iba? —Coge mi mano y le da un beso en la palma—. Una. —Besa mi sien derecha—. Dos. —Me hace abrir la boca, me besa la lengua—. Tres. —Coge mi camiseta por el borde y me la quita por la cabeza, descubriendo la cicatriz del pecho entre las copas de mi sujetador. Hace lo mismo que yo, recorriendo con sus dedos el dibujo antes de besarlo con suavidad—. Cuatro. —Luego desciende lentamente, me besa el ombligo, que no está marcado, pero no me quejo, y me quita los zapatos y los calcetines. La planta del pie derecho «por conspirar con los imperfectos, por acercarte a ellos y, por lo tanto, alejarte de la sociedad». Me besa el pie, le oigo susurrar, con los labios contra mi piel—. Cinco. —Oigo en mi mente las voces, los gritos, la furia, el golpear del martillo del tribunal. Casi me mareo al revivirlo.
Se arrodilla y me mira.
Estoy nerviosa. El corazón se me acelera. Juré que nunca dejaría que nadie la viera.
—Vuélvete —dice.
Me coge por las caderas con sus enormes manos y hace que me vuelva. Me muevo con él para ponerme de costado. Se tumba a mi lado, detrás de mí, posa una mano en mi cintura. Si le desagrada lo que ve, no lo demuestra. La sexta marca no estaba prevista, fue sin anestesia y me la hizo Crevan con sus propias manos, furioso y descontrolado. Me sobresalté cuando sentí la quemadura en la piel. La «I» es borrosa, poco definida, tiene un aspecto tan brutal como el dolor que sentí.
Empieza por el cuello con la lengua y recorre toda la columna vertebral hasta abajo. Una vez allí, besa mi marca más dolorosa, la que considera la más poderosa de todas.
Puedo oír a Crevan entre el revuelo de la Cámara de Marca. «Marcadle la columna vertebral. Ella es imperfecta hasta la mismísima médula…» Hasta que su voz se apaga y ya no lo oigo. Ha desaparecido de mi mente.
Purgado.
—Seis —susurramos Carrick y yo al unísono.