56

La jueza Sanchez les ordena que también pongan bajo custodia a Raphael. A pesar de su profesión y de nuestro contrato de representación, lo han descubierto ayudando a una fugitiva.

Nos llevan en una furgoneta hasta un almacén de la zona portuaria, donde se alinean los autobuses del toque de queda.

—¿Qué va a pasar? —le pregunto a Raphael, pero no me responde. Está demasiado ocupado mirando por la ventanilla, intentando averiguar algo.

—¿Te informaron de que tenías que presentarte hoy ante tu soplón? —me pregunta por fin.

—¿Cómo iban a hacerlo? Soy una fugitiva. Estaba viviendo con una gente que nunca se presenta ante sus soplones.

—¿Puede alguien informarme, por favor? —pregunta Raphael, inclinándose hacia delante para hablar con un soplón.

—Todos los imperfectos tienen que estar aquí reunidos a las nueve de la mañana.

—¿Por qué?

—Órdenes del Tribunal.

—¿Y qué piensan hacer conmigo? No soy un imperfecto.

—Lo llevaremos al castillo.

—El juez Crevan se dirigirá a los imperfectos para anunciar algo —añade otro soplón más amable.

—¿En persona? —Raphael frunce el ceño—. ¿A todos los imperfectos de todo Humming?

—No a todos a la vez. El país tiene zonas designadas. ¿No se han enterado de nada? —se extraña un soplón, mirándome como si creyera que he estado viviendo en otro planeta.

—Fugitiva. —Me señala Raphael—. No sirve de mucho tener esa información si estás huyendo. Saberlo habría sido de ayuda.

—Lo siento, Raphael.

—No te disculpes. Sabía el final, ¿recuerdas? Me siento extrañamente libre. Quizá mi refugio de la montaña fue mi prisión autoimpuesta. Yo soy así. ¿Estás bien?

Asiento y me encojo de hombros. Intenté derrotarlos, intenté mantenerme un paso por delante de ellos, pero ahora estoy aquí y no sé lo que va a pasar.

—Me lo tomaré como un sí, no soy muy bueno consolando a la gente.

La furgoneta se detiene, y contemplo los almacenes que se alinean en los muelles. En un estrecho callejón que separa dos de las naves, veo a un par de mujeres fumándose un cigarrillo. Llevan monos blancos cubiertos de manchas rojas. Sus brazos también tienen las mismas manchas, que les llegan hasta los codos.

—Raphael… —balbuceo con voz temblorosa.

—Tripas de pescado —dice rápidamente—. Usan los almacenes para destripar y empaquetar la pesca.

Me gustaría creer que es eso lo que ocurre allí dentro, pero no puedo.

La puerta se abre y un soplón ordena a Raphael que baje. Apenas podemos despedirnos, solo le da tiempo a gritar: «Buena suerte, niña», antes de que la puerta se cierre.

Cuando vuelve a abrirse, me sacan de la furgoneta. Dos soplones me escoltan, uno a cada lado. Veo que meten a Raphael en un coche, seguramente para llevárselo a Highland Castle.

La puerta de un almacén se abre, deslizándose a un lado. La entrada tiene una máquina de rayos X por la que me obligan a pasar, y otra que me identifica inmediatamente. Colocan a los hombres a la derecha, a las mujeres, a la izquierda. El hedor a pescado podrido que despide el edificio me produce arcadas. Mientras entro en el recinto de las mujeres aparece otra trabajadora con su delantal manchado, como si hubiera destripado a alguien. Nuestros ojos se encuentran, y su mirada se suaviza.

—Lo siento —susurra, y corre para reunirse con una amiga, otra trabajadora con delantal ensangrentado, como si llegaran tarde a alguna cita.

Entro en el recinto de las mujeres y me enfrento al infierno.