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La persona que yo creo que debería ser: Celestine North, hija de Summer y de Cutter, hermana de Juniper y de Ewan, novia de Art. Hace poco que debería haber terminado los exámenes finales y ahora tendría que estar preparándome para la universidad, donde estudiaré Matemáticas.
Hoy es mi decimoctavo cumpleaños.
Debería estar celebrándolo en el yate de Art, con veinte de mis familiares y amigos íntimos, y puede que hasta con fuegos artificiales. Bosco Crevan prometió que mi regalo sería prestarme su yate para este día, mi gran día. A bordo habría una fuente de chocolate caliente donde la gente mojaría fresas y malvaviscos. Imagino a mi amiga Marlena con un bigote de chocolate y la expresión muy seria; oigo a su novio, tan grosero como siempre, amenazando con meter partes de su cuerpo en la fuente; a Marlena poniendo los ojos en blanco, y a mí, riendo, mientras ellos simulan pelearse, como siempre, disfrutando con su actuación, para luego poder hacer las paces.
Papá intenta lucirse en la pista de baile ante mis amigos, bailando funky e imitando a Michael Jackson. Mi madre modelo, quieta en cubierta con un floreado vestido veraniego, la larga y rubia cabellera agitada por la brisa, como si hubiera un ventilador estratégicamente colocado. Aparentaría estar en calma, pero su mente funcionaría a toda velocidad, calibrando todo lo que le rodea, lo que debería mejorarse, quién necesitaría rellenar su bebida, quién parece quedar marginado en las conversaciones, y, con un chasquear de dedos, flotaría hasta allí con su vestido para solucionarlo.
Mi hermano, Ewan, estaría engullendo una sobredosis de malvaviscos y chocolate, y correría de un lado para otro con su mejor amigo, Mike, rojo y sudoroso, bebiéndose los restos de los botellines de cerveza, y volvería pronto a casa con dolor de estómago. Veo a mi hermana, Juniper, siempre alerta, observándolo todo desde un rincón, analizándolo con una sonrisa tranquila y satisfecha, y comprendiéndolo mejor que nadie.
Me veo a mí misma bailando con Art. Debería ser feliz. Pero algo no va bien. Lo miro y no es el mismo. Está más delgado; parece más viejo, cansado, sucio y desaliñado. Sus ojos me miran, pero su mente está en otra parte. Su tacto es mustio —el susurro de un roce— y tiene las manos pegajosas. Como la última vez que lo vi. No es como debería ser, no es como siempre fue: perfecto. Pero ni en mis fantasías consigo recuperar esas viejas sensaciones. Esa época de mi vida queda ahora muy lejana. Hace mucho tiempo que dejé atrás la perfección.
Abro los ojos y vuelvo a estar en la casa del abuelo. Tengo ante mí una tarta de manzana comprada en una tienda, con su bandeja de papel de estaño y una única vela en ella. Esa era la persona que creo que debería ser, aunque ya no puedo soñar con ella como es debido sin que se interponga la realidad, y esta es la persona que soy ahora de verdad.
Esta chica que huye, pero que está paralizada mirando una tarta de manzana fría.
Ni el abuelo ni yo simulamos que las cosas vayan a mejorar.
El abuelo es real, no hay nada ficticio en él. Me mira con tristeza. Sabe que no debe evitar el tema, que la situación es demasiado grave de por sí. Hablamos a diario de un plan, pero ese plan cambia a diario. He escapado de mi casa, he escapado de mi soplona, Mary May, una guardiana del Tribunal que debe vigilar todos mis movimientos y asegurarse de que acato la reglas de los imperfectos, y del alcance de cuyo radar he conseguido alejarme. Soy oficialmente una «fugitiva». Pero cuanto más tiempo me quede aquí, mayores son las probabilidades de que acaben encontrándome.
Mi madre me dijo hace dos semanas que huyera, una orden susurrada con urgencia a mi oído que sigue poniéndome la piel de gallina cuando la recuerdo. El juez principal del Tribunal, Bosco Crevan, estuvo en nuestra casa, exigiendo a mis padres que me entregasen. Bosco es el padre de mi exnovio y hacía diez años que éramos vecinos. Apenas unas semanas antes estábamos todos juntos cenando en nuestra casa. Ahora mi madre prefiere que yo desaparezca a que vuelva a estar a su cargo.
Construir una amistad puede llevar toda una vida, crearse un enemigo solo requiere un segundo.
Cuando hui, solo necesité llevarme conmigo un objeto importante: una nota que le dieron a mi hermana Juniper para que me la entregase. La nota era de Carrick, que había sido mi vecino de celda en Highland Castle, sede del Tribunal. Contempló mi juicio mientras esperaba el suyo, y presenció cómo me marcaban. Vio todas mis marcas, incluyendo la sexta, la secreta, la de la columna. Es la única persona que puede llegar a comprender cómo me siento ahora, porque está pasando por lo mismo.
Mi deseo de encontrar a Carrick es inmenso, pero va a ser muy difícil que lo logre. Se las ingenió para escapar de su soplón en cuanto lo sacaron del castillo, y supongo que mi situación tampoco le facilita que pueda encontrarme. Lo consiguió antes de que yo huyera, y me rescató de una revuelta en un supermercado. Me llevó a casa, pero yo estaba inconsciente, por lo que nuestra reunión, largo tiempo ansiada, no fue precisamente como la había imaginado. Me dejó la nota y desapareció.
Pero yo no podía buscarlo. Temía que me reconocieran y no tenía manera de moverme libremente por la ciudad, así que llamé al abuelo. Sabía que su granja sería el primer sitio donde el Tribunal me buscaría. Debería haber buscado otro, uno más seguro, pero el abuelo tiene ventaja en estas tierras.
Al menos esa es la teoría. No creo que a ninguno de los dos se le ocurriera que los soplones podían ser tan constantes en la búsqueda de mi persona. Desde que llegué a la granja han realizado incontables registros. Por ahora han fracasado, pero siguen volviendo, una y otra vez, y sé que en algún momento mi suerte acabará y descubrirán mi escondite.
Algunas veces, los soplones han estado tan cerca de mi guarida que apenas conseguía respirar. He oído sus pasos, en ocasiones incluso su respiración, mientras estoy embutida, encajada, en espacios reducidos, por arriba y por abajo. Unas veces, en lugares tan evidentes que no se les ocurre mirar; en otras, tan peligrosos que no se atreven a hacerlo.
Pestañeo y alejo esos recuerdos.
Miro la única llama que titila en la tarta fría de manzana.
—Formula un deseo —dice el abuelo.
Cierro los ojos y pienso con fuerza. Tengo demasiados deseos y siento que ninguno está a mi alcance. Pero también creo que es en el momento en que dejamos de formular deseos cuando somos de verdad felices, o cuando nos rendimos.
Bueno, no soy feliz. Pero tampoco pienso rendirme.
No creo en la magia, pero sí que formular deseos es un modo de aceptar la esperanza, el reconocimiento del poder de la voluntad, la admisión de un objetivo. Puede que pensar firmemente en lo que deseas sea lo que lo convierte en real, lo que te proporciona un objetivo a alcanzar, lo que te ayuda a hacerlo realidad. Canaliza tu pensamiento positivo: piénsalo, deséalo y luego haz que suceda.
Apago la llama.
Apenas he abierto los ojos cuando oímos pisadas en el vestíbulo.
Dahy, el fiel capataz de la granja del abuelo, entra en la cocina.
—Vienen soplones. Hay que moverse.