HACÍA años que Gabe no besaba a una mujer. Al verla, la furia que lo había invadido por dentro desde que saliera del supermercado subió en su interior como una marea imparable. Cuando ella separó los labios y recibió encantada la invasión de su lengua, esa furia pareció encenderse y chocar con la pasión sorprendente de la respuesta de ella. Por un segundo, quiso morderla, que sufriera como sufría él, castigarla. Pero eso paso casi inmediatamente y la furia y todo lo demás dieron paso a un impulso muy primitivo y ya sólo pudo pensar en enterrarse en su interior. Se imaginó poseyéndola una y otra vez, casi podía sentir cómo le temblaban los músculos por la tensión, los nervios vibrando de deseo...
En algún lugar de su mente supo que su reacción era medio salvaje. Hasta Lazarus, que les ladraba en ese momento, parecía sentirlo así. Pero Gabe miraba el mundo desde una ventana distinta a la de antes. Ya no podía tratar a una mujer con la indiferencia de antes, ya no podía dar por sentado el sexo ni ninguna otra cosa de la vida. Respirar significaba más que nunca antes. Las cosas sencillas en las que apenas se había fijado en más de treinta años tenían ahora un significado importante.
Hannah deslizó los dedos en su pelo y lo acercó más a sí. El abandono que captaba en ella lo impulsaba a dejarse llevar. Ella sabía a helado y chicle y besaba mucho mejor de lo que él habría podido imaginar. Quería chupar los pechos que tanto había observado la noche anterior, llevarla a su habitación...
Pero sabía que ella haría lo que fuera por matar sus remordimientos. Y Gabe nunca le pediría que hiciera el amor con él.
Cuando Gabe se apartó, Hannah se agarró a la viga de apoyo. Se sentía casi demasiado débil para permanecer en pie por sí misma. También se sentía estafada. Quería que volviera a besarla y tocarla... sentir su aliento en la piel y sus labios en el cuello... No sabía qué parte de su respuesta se debía a la necesidad de asegurarle que todo iba a ir bien, pero sabía que nunca antes había besado así a un hombre. Y, sin embargo, estaba lejos de sentirse satisfecha.
Se sentía obligada a romper aquel silencio incómodo, pero no sabía qué decir.
—No pretendía hacer eso. Si te he puesto incómodo, lo siento.
—¿Incómodo? —Gabe soltó una risita—. Hannah...
—¿Qué?
—No creo que «incómodo» sea la palabra correcta.
—¿Y cuál es?
—En primer lugar, no creo que sea inteligente que estés aquí. No deberías cocinar para mí ni limpiarme los cristales.
—¿Y por qué no? Tú me das una silla que seguramente costaría dos mil dólares en una galería. Yo salgo ganando. Y los cristales... No me importa ayudar.
—Pero no me debes nada. ¿Crees que yo nunca he hecho un adelantamiento indebido? Fue un accidente. Podría haberle pasado a cualquiera. ¿Por qué no quieres entender eso?
—A lo mejor estoy aquí porque quiero estar. Y con todas las mujeres que te han perseguido en el pasado, no sé por qué te sorprende tanto.
—No me lo creo. Estás aquí por el accidente.
En aquel momento ella no estaba tan segura. El accidente tenía algo que ver con aquello, sí, pero sabía que había otros temas en juego.
—No creo que... sea tan sencillo.
—Exacto. Nada es ya tan sencillo. Mis sentimientos son confusos. Tan pronto estoy furioso como... Gabe se pasó una mano por el pelo—. ¿Y si no llego a parar ahora?
Hannah lo miró a los ojos.
—¿Qué?
—Que estaríamos dentro, en mi cama.
El comentario casi la dejó sin aliento.
—¿Haciendo el amor? —preguntó con suavidad.
Gabe la miró.
—Desde luego, no estaríamos durmiendo.
—¿Y tan malo sería eso?
Él dio un respingo.
—Hannah, tú no sabes dónde te metes. No me conoces en absoluto.
Tal vez no hubieran pasado mucho tiempo juntos, pero a ella le había gustado en la época del instituto, y no había dejado de pensar en él desde el accidente. En cierto modo, era tan parte de su vida como Kenny y Brent.
—Los dos crecimos aquí, fuimos juntos al colegio, nos besamos en un baile hace veinte años. Conozco a tu familia, a muchos de tus amigos. Te conozco mejor de lo que piensas.
—Algún día saldré de esta silla, Hannah —dijo él—. No busco una relación cómoda para sentarme a lamerme las heridas o dejar que otra persona cuide de mí.
—Yo no te ofrezco cuidar de ti. No tengo intención de meter a otro hombre en mi vida familiar. Hay muchas cosas a tener en cuenta.
—¿Ése es otro sacrificio que haces por tus hijos?
—No es un sacrificio, es una decisión sabia y bien informada.
—Pues ya que tomas decisiones bien informadas, hay algo que deberías saber.
—¿Qué?
—Mi cuerpo puede fallarme. Hacer el amor puede resultar frustrante y desagradable. Serías una tonta si te arriesgaras a eso. Y yo sería un tonto si te lo permitiera —se frotó la mandíbula—. Ni siquiera he tocado a una mujer desde el accidente. No tengo ni idea de lo que podría ocurrir.
—Eso no me asusta —repuso ella.
Gabe tragó saliva. Movió la cabeza.
—Tú no sabes lo que pides.
Desde el accidente, había un algo de peligro en él que antes no estaba allí. A pesar de sus palabras y su deseo de ayudarlo, la ponía un poco nerviosa. Si por fin se decidía a acostarse con alguien, quizá debería buscarse un amante con el que pudiera mostrarse objetiva. Pero nadie la excitaba tanto como Gabe.
—¿Quién tiene miedo de no poder lidiar con lo que pase? ¿Tú o yo?
La franqueza de su pregunta pareció sorprenderlo. La miró unos segundos.
—Se acabó —dijo—. Ven aquí.
Hannah se acercó con el corazón golpeándola con violencia en el pecho.
—Desabróchate la blusa —dijo él.
La mujer miró a Lazarus, que se sentaba expectante a los pies de Gabe.
—¿Aquí?
Él asintió.
—Tú no crees que vaya a aparecer Mike otra vez, ¿verdad?
—Es sábado, está con su esposa. Y aquí no viene nadie más.
Ella tragó saliva para aliviar la garganta seca. Él no comprendía que hacía media vida que no hacía nada semejante. Necesitaba una habitación oscura, no aquella luz del día.
Intentó desabrocharse el primer botón de la blusa, pero le temblaban mucho las manos.
—Creo que estoy nerviosa —confesó—. Tengo una estría y...
Gabe enarcó las cejas.
—¿Una estría? ¿Yo estoy en silla de ruedas y a ti te preocupa una estría?
—Pero tú has estado con muchas mujeres y seguro que todas parecían modelos. No, seguro que eran modelos.
—Creo que tú eres hermosa —repuso él—. No importa lo que pasó antes. Yo ya no soy el mismo hombre.
Ella asintió con la cabeza y empezó a desabrocharse la blusa de nuevo. Gabe se acercó más, pero no la tocó y ella no podía mirarlo a los ojos. Tenía miedo de perder el valor. Era una locura hacer aquello. Y más en ese momento, en que tenía problemas con Kenny y muchas otras cosas en la cabeza...
Tenía que irse. Abrió la boca para decirle a Gabe que había cambiado de idea. Pero él eligió aquel momento para tocarla por fin. Sus manos grandes cubrieron las de ella.
Ella parpadeó rápidamente y le miró la cara.
—¿Qué?
—Tranquila, ¿de acuerdo? —desabrochó él mismo el último botón.
La mujer seguía pensando aún echarse atrás... hasta que él abrió la blusa. El agrado que captó en él envió un diluvio de hormonas a rescatarla y ya no habría podido alejarse. Nunca un hombre la había mirado así.
—Última oportunidad para cambiar de idea — murmuró él. Pero sus manos se aferraron a la cintura de ella como si quisiera impedirle que se marchara.
La respuesta de ella fue dejar caer la blusa y besarle la cabeza. le echó Los brazos al cuello, los apoyó en los hombros grandes de él y pensó en las muchas veces que había deseado hacer eso.
—No quiero que te arrepientas luego —musitó Gabe—. Dime que no pasará eso.
—No pasará eso.
Gabe la sentó en sus rodillas y bajó los labios por su cuello, hasta los pechos. Y Hannah sintió carne de gallina en toda la piel y un deseo intenso de arrancarle la ropa.
—Quítate tú la camisa —dijo. Y se sentó más recta para que él pudiera usar los dos brazos para sacársela por la cabeza. Gabe tiró la prenda a un lado y Lazarus la siguió con los ojos y soltó un ladrido de aliento.
Hannah se echó a reír.
—¿Qué? —murmuró él.
—Tu perro nos está mirando.
—No te preocupes. Seguro que se divierte.
Hannah rió de nuevo. Se sentía pequeña en contraste con el cuerpo poderoso de Gabe. Le besó el cuello y pasó los dedos por la piel cálida.
—¡Qué agradable!
Él le quitó el sujetador y Lazarus dio otro ladrido de aliento cuando cayó al suelo al lado de la camisa.
Hannah esperaba nerviosa la reacción de él. La osadía de estar desnuda en el jardín en vez de en la cama añadía un elemento de miedo a la experiencia, pero habría sido todavía más erótica de no haber estado ya aterrorizada. Desde luego, nunca podría olvidar ese momento.
—Eres exactamente como había imaginado — declaró él con una sonrisa.
—¿Imaginado cuándo? —preguntó ella.
—En tu casa, en el restaurante, en el coche y siempre que cerraba los ojos anoche después de volver a casa.
Acercó su boca a uno de los pezones de ella y Hannah se estremeció.
Gabe confundió aquel estremecimiento.
—Tienes frío —dijo—. Vamos a la casa.
Gabe nunca había sentido nada tan maravilloso como hacer el amor con Hannah. A pesar de las dificultades potenciales que había anticipado, no tardaron en descubrir qué posiciones eran más fáciles y cómodas. Y le gustaba verla sentada a horcajadas sobre él y observar las emociones que se reflejaban en su cara.
Hannah hacía el amor con el corazón más que con el cuerpo, lo cual cambiaba la experiencia, la llenaba de significado. Y aunque él no podía sentir mucho con las piernas, el resto de su cuerpo parecía más sensible que nunca. Sentía cada susurro de la mano, de los labios o de la lengua de ella en su piel como si hubiera tomado alguna droga de las que amplían las sensaciones.
Había oído que el Viagra ayudaba a algunos parapléjicos. Su médico se lo había comentado con tacto en una de sus revisiones. Pero como Gabe no había pensado hacer el amor con nadie, no lo había encargado. Y por suerte, pudo hacer lo que quería con Hannah sin él, aunque sí se alegró de haber comprado los preservativos. Sólo usaron uno, pero hicieron el amor mucho tiempo y los dos quedaron satisfechos.
Cuando empezaba a atardecer, acarició el brazo de Hannah, que dormitaba satisfecha a su lado. Odiaba que los días empezaran a ser más cortos por la proximidad del otoño. En invierno le resultaba más difícil desplazarse, pero le gustaba la caída de las hojas y los olores asociados con la estación. Por alguna razón, el otoño le provocaba la esperanza de que, si se empleaba a fondo, quizá en primavera hubiera vuelto a andar de nuevo.
Hannah se movió y apoyó más trozo de espalda en su pecho. Su suavidad, la promesa de más compañía como la de ese día... quizá eso era lo único que necesitaba. Tal vez había llegado la hora de mostrarse realista sobre sus probabilidades de recuperación. Tal vez nunca fuera a andar y debiera concentrarse en ser feliz con alguien a quien no le importara que la miraran porque estaba con él y no le importara que susurraran a sus espaldas si podían o no hacer...
Bloqueó aquellos pensamientos, tapó a Hannah con la sábana y se acercó al borde de la cama, donde había dejado la silla. Siempre se había enorgullecido de su fortaleza atlética y sabía que no debía pensar en entrar en una relación cuando tenía tan poco que ofrecer.
—¿Gabe? —murmuró Hannah, cuando él se acercaba a la puerta.
—Duérmete. Voy a hacer la cena.
—Ha sido maravilloso —musitó ella.
Él sonrió. Era cierto. Había sido maravilloso. A decir verdad, esa tarde habían creado juntos el único recuerdo que quería conservar de los tres últimos años.