HANNAH respiró hondo y se apretó el cinturón de la bata antes de abrir la puerta.
—¿Estáis listos? —preguntó Russ, sin molestarse en saludar.
Hannah miró al hombre con el que había vivido y dormido durante doce años. Su estilo de vida empezaba a pasar factura. Se estaba dejando perilla, que ayudaba a ocultar la redondez de su cara, pero también le daba aire de malo. Y ese día además debía de tener resaca.
—Brent sí.
El niño salió directamente hacia el Jeep.
Russ la miró de arriba abajo.
—¿Dónde está Kenny?
—Dile que se dé prisa.
—Dale un minuto.
—Vamos a llegar tarde —protestó él—. Te dije que los tuvieras preparados.
—Tienes suerte de que los deje ir —señaló ella, molesta por su tono—. Este fin de semana están conmigo.
—Sí, claro, tú eres una santa. Demasiado buena para mí, ya lo sé.
Hannah se mordió la lengua, consciente de que el antagonismo entre ellos empeoraría aún más cuando viera la cara de Kenny.
—Si quieres esperar en el Jeep, no tardará en salir —dijo.
—Ya estoy aquí.
La mujer respiró hondo.
—¿Qué te ha pasado? —gritó Russ en cuanto vio a su hijo.
El señor McDermott, el vecino de enfrente, estaba fuera regando el césped y levantó la vista, pero Hannah fingió no verlo. Se clavó las uñas en las palmas y habló en voz baja.
—Se peleó anoche.
—¿Con quién?
—Con Sly Reed.
—¿Con Sly? —Russ parpadeó varias veces. Apretó los labios —sube al Jeep —dijo al chico.
Hannah se enderezó sorprendida. ¿Ya se iba? ¿Así de fácil?
Entendió de pronto que ella no disponía de toda la información. Era la primera vez que Kenny se metía en una pelea seria y su padre no mostraba preocupación ni sorpresa, sólo rabia. ¿Por qué?
Kenny la miró de soslayo antes de subir al coche. Ella levantó la mano para despedirlos, pero la dejó inmóvil en el aire. Antes había asumido que él quería quedarse en casa porque no le gustaba tener que oír la reacción de su padre a la pelea y quizá tampoco quería que lo vieran en público con esa cara. Ahora se preguntó si no habría algo más.
Lamentó su decisión de permitir que Russ se llevara a los chicos y se adelantó para impedírselo. Pero él hizo como si no la oyera llamarlo. Puso la radio a todo volumen y se alejó.
Hannah sintió tentaciones de subir al coche y perseguirlo, pero ya lo había intentado una vez y había pagado un precio muy alto.
Se dijo que los chicos pasaban muchos fines de semana con su padre y que un día más no iba a suponer mucha diferencia. Volverían esa noche.
Pero eso no le impedía preocuparse por Kenny. Hacía más de una semana que a su hijo le pasaba algo y ahora estaba segura de que ese algo tenía que ver con Russ.
Cuando Gabe iba al pueblo a comprar comida para el perro y para él, normalmente no tardaba mucho en conseguir lo que buscaba. Una vez al año compraba media vaca y el carnicero se la cortaba y empaquetaba para el congelador. Cultivaba casi toda la fruta y las verduras y consumía poca comida envasada. Pero Hannah le había pedido cosas que no eran fáciles de encontrar. Como caviar.
Dudaba de que lo hubiera probado nunca y estaba seguro de que no le gustaría, pero le parecía divertido darle lo que había pedido.
Como no sabía dónde buscarlo, se acercó a la zona del champán del supermercado y empezó a leer las marcas. En su casa tenía vino de sobra, pero nada de champán.
Eligió una botella y se acercó a Marge Finley, la dueña del supermercado.
—¿Tenéis caviar beluga? —preguntó.
—No, pero podemos pedirlo si quieres. Sólo tardará unos días.
—No, lo necesito hoy. ¿Y fresas cubiertas de chocolate? ¿Eso sí tenéis?
Marge no se molestó en ocultar su sorpresa.
—¡Vaya! ¿Celebra algo?
—Soy goloso.
La mujer se metió un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Pues me temo que tampoco tenemos fresas cubiertas de chocolate. Desaparecen muy pronto.
Gabe empezaba a alegrarse de tener bistecs en el congelador.
—Gracias de todos modos.
—Siempre puedes hacerlas tú —comentó la mujer.
—¿Cómo?
—Lavas las fresas y derrites una bolsa de trozos de chocolate en el microondas. Pero no lo dejes mucho tiempo o se quemará el chocolate. Luego sólo tienes que mojarlas y poner las fresas cubiertas de chocolate en papel encerado. Y si les vas a añadir algo raro, lo haces antes de que se asienten.
—¿Algo raro como qué?
—Bueno, puedes echarles nueces picadas o coco o trocitos de caramelo, o echar chocolate blanco por encima. Lo que quieras.
Aquella mujer parecía entender de postres. Gabe pensó que no debía de ser tan difícil.
—¿Tenéis fresas?
—Por supuesto.
Gabe se alejó en su busca y, más tarde, cuando se disponía a pagar, miró los cubos de flores que había al lado de la caja y se preguntó cuánto tiempo haría que nadie regalaba flores a Hannah, pero no estaba seguro de querer comprar un ramo. Su intención era ayudar a Hannah a superar el accidente, no hacer que el pueblo entero hablara de ellos.
—¿Algo más? —preguntó Marge.
—Dame ese geranio rojo de ahí.
Una maceta no era como media docena de rosas, pero Marge enarcó las cejas de todos modos.
—¿Quieres comprar flores?
—¿Los geranios son flores?
—Sí, pero... Está bien. Ciento veintitrés dólares —dijo la mujer.
Gabe sacó su cartera y le dio dos billetes de cien.
Una caja de condones atrajo entonces su atención.
—Y un paquete de eso —añadió de corrido, porque no quería darse tiempo a pensarlo mucho.
Marge vaciló con el dinero en la mano y miró lo que señalaba él. Abrió mucho los ojos.
—No sabía que todavía podías hacer eso.
—Tengo más de dieciocho años —comentó él—. Puedo enseñarte el carné si quieres.
—No, no —la mujer se ruborizó. Tendió la mano hacia el estante detrás de la caja registradora—. Ya te los doy.
—Parece que tienes una cita, Gabe.
Deborah Wheeler acababa de ponerse a la cola detrás de él. Gabe casi lanzo una maldición en voz alta. Seis meses atrás, se había encontrado con ella en la gasolinera y ella se había acercado para decirle que habían ido juntos al instituto. Él apenas se acordaba, pero me mostró atento con ella y no lo negó. Charlaron un rato de fútbol y después él se alejó. No se le ocurrió pensar que aquel sencillo intercambio la alentaría a llamarlo, pero ella lo acosó a llamadas e invitaciones durante varias semanas.
Al fin él tuvo que decirle que no le interesaba salir con ella, y Deborah no se tomó bien la noticia. Le colgó el teléfono y le envió un par de cartas en las que lo acusaba de creerse mejor que nadie y le decía que rechazarla había sido el mayor error de su vida.
No era la clase de persona que quería que lo viera comprando condones por primera vez desde su accidente.
—O, teniendo en cuenta tu estado —ella le miró las piernas—, deben de ser para los chicos del equipo de fútbol, ¿no?
Gabe se sintió furioso y humillado, pero no quiso darle el placer de ver que lo afectaban sus palabras.
—Es un placer verte, Deborah.
Marge frunció el ceño.
—No se los vas a dar a los chicos, ¿verdad? No tienen edad. Por eso los guardamos aquí detrás.
Gabe mantuvo su sonrisa amable, aunque hervía de rabia por dentro.
—No te preocupes por eso —dijo—. Esta caja no durará más allá del fin de semana.
Marge se ruborizó y soltó una risita. Deborah arrugó los labios.
Él tomó su bolsas y las colocó en sus rodillas.
—Buenos días, señoras.
—¿Para quién son las flores? —preguntó Deborah a sus espaldas.
Pero Gabe no contestó. Ya se arrepentía de haberlas comprado.
Cuando Hannah llegó a la cabaña, el reloj del salpicadero del coche marcaba las tres y media. Pensó que era posible que sus hijos llegaran a casa esa noche antes que ella. No quería que ocurriera, pero con Russ podía ocurrir que llevara a los chicos tarde o que los devolviera demasiado pronto. Era impredecible.
Paró el motor con un suspiró y salió del coche. Tendría que haberse ido del pueblo cuando murió su madre. Tendría que haberse esforzado por ir a la universidad. Podía haber pedido préstamos estudiantiles o intentado conseguir una beca.
Y en vez de eso, se había casado con Russ.
Llamó a la puerta con fuerza, pero no oyó ladrar a Lazarus y no abrió nadie.
Volvió a llamar y decidió ir al jardín. Al acercarse, oyó el ruido de una sierra eléctrica. Gabe trabajaba en su taller.
Vio a Lazarus tumbado en el porche, a una distancia relativamente segura del ruido. Se levantó como para saludarla, pero cambió de idea cuando vio que ella se dirigía al taller, donde Gabe cortaba un trozo de madera con unas gafas de protección en los ojos.
—¡Gabe! —gritó ella, pero él no podía oírla.
Cuando le pareció que no había peligro, le tocó el hombro.
Él apagó la sierra y se quitó las gafas.
—Las cosas de limpiar están en la casa —dijo—. La puerta está abierta.
Hannah vaciló. Algo iba mal. Después de haberlo visto de buen humor la noche anterior, aquel cambio resultaba desconcertante.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Claro que sí.
Pero no era verdad. La tensión de su cuerpo casi resultaba palpable.
—Estás enfadado —dijo.
Él empezó a ponerse las gafas de nuevo, pero ella lo detuvo con una mano en su brazo.
—¿Por qué?
Gabe achicó los ojos.
—Ni idea.
—Anoche estabas bien. ¿Qué ha pasado?
—Nada nuevo.
—¿Tiene que ver con tu padre?
Sintió los músculos del brazo de él tensarse bajo su brazo.
—Vete a casa —dijo—. Lo de los cristales y la cena... Hoy no es un buen día.
—Quizá para la cena no, pero puedo lavar los cristales.
—No quiero que lo hagas.
—¿Por qué?
—No he tenido tiempo de hacer la cena —sacó un billete de veinte dólares e intentó dárselo—. Cómprate algo en el pueblo.
Hannah le apartó la mano.
—No quiero tu dinero.
—Está bien.
Él dejó el billete en una mesa cercana y empezó a serrar de nuevo.
A pesar del ruido, Lazarus se acercó a ella y le puso el hocico en la palma. Miró a Gabe como si percibiera su mal humor.
Hannah quería ayudarlo, pero no sabía cómo.
—No pienso irme —dijo—. Y te pido que no me hagas sufrir más con tu infelicidad.
La sierra se detuvo.
Gabe la miró con ojos llenos de furia, pero ella no se arrepentía de sus palabras. Si no salía de aquel estado de ánimo por él mismo, tal vez lo hiciera por otra persona.
—¿Por favor? —musitó.
Él movió la cabeza como si lo que le pedían fuera demasiado.
Hannah quería calmarlo como podía haber calmado a Kenny o Brent. Necesitaba que creyera, y creer también ella, que podían superar las consecuencias de aquel maldito accidente. Si él se abría, podrían hacerlo juntos. Pero cuando inclinó la cabeza para besarlo con gentileza en la frente, se encontró de pronto con sus labios. No supo si ella había cambiado el blanco o si él se había movido, pero lo siguiente que supo era que lo besaba en la boca como si prefiriera morir a parar.