YA SÉ lo que puedes hacer para compensarme. Iban de vuelta a casa y Hannah se sentía llena por la cena y relajada por el vino. Miró a su acompañante.
—¿Compensarte por qué?
Unos faros iluminaron un instante el rostro de él y lograron que le brillaran los ojos como trozos de cobalto.
—Por el accidente.
¿Adónde quería ir a parar?
—No hay ningún modo de compensarte por eso. Ahí está el problema.
—Eso no significa que no debas intentarlo.
Hannah suspiró.
—Te gusta jugar conmigo, ¿verdad?
—Sí. Tus remordimientos te convierten en una presa fácil.
—No tan fácil —repuso ella. No se molestó en negar la parte de los remordimientos—. Me has picado la curiosidad. ¿Cómo puedo compensarte?
Él bajó la radio, donde sonaba una canción de Shania Twain, No es sólo una cara bonita.
—Necesito limpiar los cristales de mi casa. Desde que he empezado a entrenar, no tengo tiempo.
La mujer parpadeó.
—¿Quieres que vaya a limpiarte los cristales?
—Sólo si así te sientes mejor.
Notaba que él reprimía una sonrisa.
—¿Y si no lo hago?
Gabe soltó un suspiro exagerado.
—Pues tendré que hacerlo yo como pueda.
Ella se echó a reír.
—No parece que se te dé mal hacer cosas. Excepto, quizá, las relaciones personales.
—Eso se me da bien —repuso él—. Mira lo bien que me llevo contigo.
—La venganza no es una buena base para la amistad —observó ella.
—Muchas mujeres considerarían un regalo que las emparejaran con Race.
—Lo siento, pero a mí me cuesta interesarme por una conversación sobre si alguien ha perdido o no su bronceado.
Gabe la miró un momento.
—¡Vaya, que exigente! ¿Ahora buscas a alguien joven, rubio, guapo y buen conversador?
—¡Yo no busco a nadie!
—Race no es mi único amigo, ¿sabes?
—Basta ya —ella levantó las manos—. No quiero más citas a ciegas. Ya te he dicho que no volveré a casarme.
—¿Y el sexo qué?
Hannah se negó a mirarlo.
—¿Qué pasa con él?
—¿Estás dispuesta a renunciar a él de por vida? La joven suspiró.
—Todo esto es culpa mía, ¿verdad? Esta noche, esta conversación...
Gabe sonrió.
Hannah sintió un calor inesperado en su respuesta y supo que se había acercado un poco más a él. Decidió que era por la sonrisa. Nunca antes le había sonreído así.
—Teniendo en cuenta lo que pasó hace tres años, es sorprendente que quieras mirarme a la cara — musitó.
—¿Lo ves? Ya estás otra vez con el accidente. Decididamente, tienes que lavarme los cristales.
—Y suponiendo que te los lavaras, ¿cuándo querrías que lo hiciera?
—¿Qué haces mañana? ¿Están los chicos en casa?
—Les toca estar conmigo, pero ha llamado Russ. Quiere llevarlos a una carrera de coches.
—Y tú, que eres muy amable, le has dicho que sí, ¿no?
—Los chicos querían ir —se defendió ella—. ¿Cómo iba a decirles que no?
—No podías —asintió él.
Pero Hannah sospechaba que se burlaba de ella y no le gustaba que la tomara por una blanda. Ella no era débil. No podía permitírselo. Había soportado la pérdida de su padre, la muerte de su madre y la desilusión del divorcio. Y había aprendido un oficio, montado un negocio y creado un hogar para los chicos.
Tenía una buena vida, aunque estuviera un poco sola.
—A las mujeres débiles no se las respeta.
—Yo no he dicho que seas débil.
—Has insinuado que soy demasiado débil para decir que no.
—He insinuado que eres demasiado buena para decir que no. Hay una diferencia. Y en cualquier caso, parece que mañana estás libre.
—Tengo trabajo.
—¿Y no puedes dedicarme un par de horas?
Hannah sabía que podía y sabía también que lo haría, pero no quería ceder tan fácilmente.
—Tal vez.
—Estupendo —la sonrisa de satisfacción de él la habría irritado... de no ser porque estaba decidida a tener claras sus prioridades. Verlo sonreír era algo bueno. ¿Cuántas veces había yacido despierta por la noche esperando ver eso mismo?—. ¿Y puedes traerme un trozo de tarta de manzana del restaurante cuando vengas?
—No he dicho que vaya seguro.
—Ya sé que eres una mujer moderna y dura, pero algo me dice que contigo «tal vez» siempre significa «sí».
Hannah lo miró de hito en hito.
—Se acabó.
—¿No vienes?
— No hay tarta.
Él sonrió con malicia.
—Eres muy dura.
—Mis remordimientos tienen límites.
Viajaron un rato en silencio.
—¿Qué quieres comer? —preguntó él.
—¿Por qué?
—Porque si tú lavas los cristales, yo haré la cena.
¿De verdad la estaba invitando a cenar en su casa? ¿No sería que al fin ansiaba tener compañía? Fuera como fuera, sí que parecían hacer progresos.
—Champán, caviar, cordero al horno, puré de patatas con ajo y fresas con chocolate para el postre.
—¿Champán? —repitió él.
—Si te parece demasiado, puedes buscarte otro limpiacristales.
—Pero yo sólo intento hacer lo mejor para ti — protestó él.
—Sí, claro.
Gabe sonrió.
—Algún día me darás las gracias.
—Oye... —preguntó ella cuando casi estaban ya en su casa.
—¿Sí?
—¿Por qué no te interesa más Ashleigh o alguna de sus amigas?
—Son muy jóvenes para mí.
—No se oye a menudo decir eso a un hombre.
—Y no había química —añadió él.
—Pues creo que ellas sí la sentían.
—Race también. Quería irse contigo esta noche.
Hannah lo miró sorprendida.
—No es cierto.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Me ha preguntado si tenía probabilidades.
—¿Y qué le has dicho?
—Que tienes dos hijos. Pero me ha dicho que no buscaba nada a largo plazo y que eso no le importaba.
—¿Qué? ¡Qué superficial! ¿Lo ves? Estoy mejor sola.
—¿Nunca has tenido una aventura de una noche?
—¿Te has acostado con alguien aparte de Russ?
Hannah se cruzó de brazos.
—¿Tú qué crees?
—A mí me parece que no.
La mujer no quería hablar de aquello con Gabe.
—¿No te parece un tema peligroso para alguien que protege su intimidad tanto como tú? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—¿Y si yo te pregunto algo que no quieras contestar?
—¿Qué quieres saber?
La intención de ella había sido espantarlo, no que aceptara el reto.
Carraspeó y apartó la vista. Quería saber lo evidente, si todavía podía hacer el amor, pero no se atrevía a preguntarlo. Temía que la respuesta fuera negativa. No quería que se sintiera avergonzado y no quería tener que asumir también la responsabilidad de aquello.
—Nada.
Ella lo miró.
—¿Qué?
—Las partes importantes funcionan todavía.
Aquello era una buena noticia. Por lo menos no lo había privado de eso. Sonrió.
—Me alegro.
Su entusiasmo hizo enarcar las cejas a Gabe.
—Y yo.
A la mañana siguiente, Hannah tarareaba mientras preparaba el desayuno. Se sentía más libre que en mucho tiempo.
—¡Mamá! —Brent entró en la casa con su exuberancia habitual.
Ella le dio un beso y dejó la espumadera con la que daba la vuelta a los huevos.
—Hola, guapo. ¿Patti está ahí todavía? Pregúntale si quiere entrar a desayunar.
—Ya se ha ido. Ha dicho que no quería llegar tarde a la iglesia.
Su ex cuñada no solía ir a la iglesia. Hannah se preguntó si habría sido una excusa para no entrar.
—¿Te divertiste anoche?
—Sí. El tío Joseph jugó conmigo al Acorazado y gané yo.
—Me alegro —Hannah reprimió un bostezo. Esa noche había estado mucho rato despierta pensando en Gabe—. Dile a tu hermano que se levante.
—No me hará caso.
—Pues dile que se dé prisa o se perderá la carrera.
Brent salió de la cocina, pero volvió casi enseguida.
—Está levantado, pero tiene algo raro en la cara.
—¡Cállate, mutante!
Hannah miró hacia la puerta... y dejó caer el huevo que estaba a punto de echar en la sartén.
—¿Qué te ha pasado?
El chico se sentó en una silla.
—Nada. ¿Cuándo llega papá?
Ella no contestó. Seguía mirando fijamente el labio hinchado y el ojo morado de su hijo.
—¿Cómo te has hecho eso?
—¿Tú qué crees? En una pelea.
La noche anterior ella había comprobado que dormía en su cama, pero no había encendido la luz, por lo que no había visto las heridas.
—Tú no te peleabas desde la guardería. ¿Con quién te peleaste?
—Con un idiota del equipo.
—¿Cómo se llama ese idiota?
—Reed.
—¿El sobrino de Blaine?
—Sly siempre está peleando —intervino Brent—. Es malo.
Hannah estaba empeñada en llegar al fondo de aquello.
—Empezó él
—No —Kenny hizo una mueca—. ¿Podemos dejarlo ya?
—¡Por supuesto que no! Cuéntame lo que pasó.
El chico se cruzó de brazos y la miró de hito en hito.
—Tuck y yo fuimos al Arctic Flyer. Sly estaba allí, empezó a decirme estupideces y le pegué. Eso es todo.
Hannah se tapó la boca.
—¿Empezaste tú la pelea? Sabes que no debes hacerlo.
Entre las heridas y la mueca de la boca, Kenny estaba horrible.
—Se lo merecía, mamá.
—¿Y eso pasó en el Arctic Flyer? —insistió ella.
—En el aparcamiento, detrás del edificio.
—¿Paró alguien la pelea o...?
—Salió el señor Campbell y dijo que iba a llamar a la policía.
Harvey Campbell era el dueño del restaurante Arctic Flyer y se quejaba a menudo de la cantidad de adolescentes que paraban por allí los fines de se mana. Ensuciaban mucho, distraían a los camareros y dejaban poco dinero.
—¿Y salisteis corriendo?
—¿Corriendo? Tiffany Wheeler estaba allí. Yo no me fui corriendo.
—¿Cómo acabó?
—El señor Robinson me separó de Sly y me trajo a casa.
—¿El señor Robinson estaba allí?
—Su esposa y él hacían cola en el restaurante al aire libre.
—¡Menos mal! O quizá habría tenido que ir ella a buscarlo a la comisaría.
—No puedo creerlo —musitó—. ¿Le hiciste algo a Sly?
—Se llevó la peor parte —declaró Kenny, triunfal.
—¡Kenny se ha peleado, Kenny se ha peleado! —canturreó Brent.
— ¡Cállate! —gruñó su hermano.
Hannah se llevó una mano a la cabeza, que le dolía de pronto.
—Brent, por favor —miró a su hijo mayor— ¿Qué te dijo Sly para enfadarte tanto?
—Le dijo a Tiffany que íbamos a perder el viernes.
—¿Nada más?
—Le dijo que íbamos a perder por mi culpa, porque yo iba a jugar mal.
—Entiendo que eso no te guste, pero no es para pegarle. Sólo tienes que demostrar que se equivoca.
Kenny hundió los hombros y miró al suelo.
—Tú no lo entiendes.
Hannah no lo negó.
—Déjame ver tus manos.
El chico las extendió de mala gana y ella miró los dedos despellejados y los nudillos hinchados.
—¿Crees que tienes algo roto? ¿Que necesitas una radiografía?
Kenny flexionó los dedos.
Aquello era una buena noticia, pero Hannah estaba segura de que el asunto no terminaría allí.
—¿Qué voy a decirle a Sandy Reed cuando me llame?
—Dile que su hijo me deje en paz.
Hannah se acercó al armario a buscar una aspirina... para los dos.
—¿Qué hacía Tuck mientras tanto?
Kenny se tragó la pastilla con agua.
—Intentó pararnos. Pero ya conoces a Tuck. No es el chico más fuerte del mundo.
—¡Mamá, se queman los huevos! —gritó Brent.
La mujer se volvió, tomó la espumadera e intentó salvar los huevos que había echado en la sartén antes de la entrada de Kenny. Pero era demasiado tarde, pues ya estaban negros. Los tiró a la basura, apartó la sartén del fuego y abrió la ventana. Pero antes de que pudiera continuar la conversación con su hijo, sonó el timbre.
—Si es papá, dile que yo ya no quiero ir —dijo Kenny.
Hannah sabía que no iba a ser tan fácil. Si intentaba lidiar con aquella situación delante de Russ, su ex marido diría lo contrario de lo que dijera ella. O que intentaba convertir a su hijo en un niñito de mamá o que, en caso de que le diera la razón, quería ganar puntos con el chico a costa de no ser una buena madre.
—Ven aquí —dijo—. Seguro que se enterará de la pelea, pero podemos ganar un par de días.
—¿Dónde está mi comida? —preguntó Brent, que se ataba ya los zapatos.
—En la encimera —Hannah le dio la bolsa. Quizá pudiera despedir al pequeño sin tener que invitar a Russ a entrar en la casa. Y después pensaría lo que iba a hacer con Kenny.
—Gracias, mamá —Brent tomó la bolsa de la comida.
—Un momento —Kenny lo garró por la camiseta—. ¿Adónde crees que vas?
Brent intentó soltarse.
—A la carrera de coches.
—No irás sin mí.
—No me la voy a perder porque tú no quieras ir.
—¡Kenny, suéltalo! —dijo Hannah.
—¿Por qué? No se divertirá nada. Ya conoces a papá. Estará hablando y bebiendo cerveza con sus amigos y no le hará ningún caso.
Hannah lo miró a los ojos.
—¿Me estás diciendo que no es seguro dejarlo ir?
Kenny no contestó.
El timbre volvió a sonar.
—¿Estáis levantados? —preguntó la voz de Russ.
—¿No lo es? —preguntó la mujer.
Su hijo le devolvió la mirada de mala gana.
—No es eso, ¿pero por qué no puede quedarse?
—Porque quiero ver los coches —dijo Brent.
Había conseguido soltarse de Kenny, pero ahora lo sujetaba Hannah.
—Ya le dije que podía ir —dijo ella—. ¿Hay alguna razón concreta por la que tenga que cambiar de idea?
Pensó que Kenny le contaría al fin cómo había ocurrido lo del vídeo porno. Sabía que quería hacerlo, pero el chico desvió la mirada al suelo.
—No importa. Dame un minuto para vestirme y yo también voy.
Él se puso en pie.
—No pasa nada, mamá. Todo está bien. Abre la puerta antes de que papá pierda los nervios y empiece a gritar.