Capítulo 28
Rick estaba sentado en la terraza de Peyton, con la silla pegada a la pared, para protegerse de la llovizna bajo los aleros. Tenía puesta su gabardina, con el cuello subido, y estaba mirando al mar gris mientras esperaba. Se había pasado la mayor parte de la tarde en reuniones con el director, tratando varios asuntos, pero ya habían terminado, y no tenía excusa para permanecer allí un día más.
En cuanto el director se marchó a su casa, después de la jornada de trabajo, Rick había tomado su coche y se había puesto de camino a Sacramento. Entonces había cometido el error de contestar a una llamada de Mercedes. Se habían gritado el uno al otro por las niñas, por la casa, por sus posesiones y por quién tenía la culpa del fracaso de su matrimonio, hasta que él no había podido soportarlo más y había colgado. Acto seguido había recibido una llamada de su madre, y había descolgado pensando que iba a contar con su comprensión. Mercedes y ella nunca habían estado demasiado unidas. En vez de eso, su madre le había expresado su tristeza por las niñas y le había rogado que luchara por su matrimonio, que buscara apoyo psicológico y que aguantara a toda costa.
«Mercedes es una buena esposa y una buena madre. No dejes a una mujer así. ¿Dónde vas a encontrar a alguien que quiera dedicarse así a las niñas y a ti?».
Él no quería oírlo, ni tampoco quería oír lo mucho que ella lamentaba su propio divorcio. Ya era tarde para cambiar las cosas. Él odiaba a Mercedes, y creía que llevaba años odiándola sin saberlo. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Por qué había tardado tanto en pensar que Peyton podía ser una alternativa, en vez de una tentación extramatrimonial? Ojalá se hubiera dado cuenta antes de que ella conociera a Virgil...
Había llegado hasta Trinidad, a cien kilómetros, antes de darse la vuelta. Por mucho que quisiera ver a sus hijas, no podía volver a casa. Sabía que las cosas se pondrían muy desagradables con Mercedes. También sabía que, si se marchaba de Crescent City ahora, perdería a Peyton para siempre.
Miró el reloj. Eran las nueve. ¿Dónde estaba ella? ¿Iba a quedarse en la cárcel toda la noche?
Pensó en acercarse a Pelican Bay para ver qué estaba sucediendo, cuando sonó su móvil. El código de zona le dio a entender que la llamada provenía de Los Ángeles, pero no reconocía el número.
—¿Diga?
—¿Hablo con Rick Wallace, del Departamento de Prisiones de California? —preguntó un hombre de voz ronca.
—Sí...
—Me alegro, porque tengo una oferta que hacerle.
—¿Quién es? —preguntó él con desconcierto.
—Podría ser su mejor amigo. O su peor enemigo. Usted decide.
Rick se puso en pie.
—No sé qué significa eso.
—Tal vez esto le sirva de ayuda. Queremos a Virgil Skinner. Díganos dónde está, y se lo recompensaremos.
—¿Es usted de La Banda? —preguntó él. Nunca lo hubiera previsto.
—Es obvio que he dado con la persona adecuada.
Sabían que él estaba involucrado. ¿Cómo? ¿Cómo habían conseguido aquella información?
—¿Quién le ha dado este número?
—La niña con la que acabo de hablar en su casa. Por motivos de seguridad, le aconsejo que su número no aparezca más en la guía.
Al oír su risa, Rick se imaginó a una de sus hijas recitando los siete dígitos del número de teléfono a aquel tipo, sintiéndose muy orgullosa de sabérselo de memoria. La gente que había matado a la niñera de Laurel, los que habían intentado matar a Eddie Glover, ¡habían hablado con su hija!
Sintió náuseas.
—Será mejor que no hayan...
El otro hombre lo interrumpió.
—Solo ha sido una llamada. Por ahora.
¿Qué significaba eso? ¿Acaso estaba en peligro su familia? ¿Iba a convertirse en objetivo de La Banda? Él nunca hubiera imaginado que ocurriera algo así. Estaba en el lado administrativo de las prisiones. Nunca se había relacionado con presos y nunca había recibido una amenaza.
—¿Qué quiere decir, exactamente?
—Que usted va a encontrar a Virgil Skinner, de un modo u otro. Si nos hace este favor, le daremos unos cuantos billetes por las molestias, y no volverá a saber de nosotros.
Rick se llevó una mano al corazón, para poder calmar sus latidos.
—¿Por qué cree usted que yo puedo hacer eso?
—¡Vamos! No se trata de un juego.
Mentir no iba a servir de nada. Ellos ya sabían demasiado. Y era una pérdida de tiempo pedirle a aquel hombre que le revelara su fuente, porque no iba a hacerlo.
—¿Qué dice, señor Wallace? Le gusta su vida, ¿no? Le gusta sentirse a salvo por las noches.
Rick recordó cómo había aterrorizado La Banda a Laurel antes de que él la sacara de Florence. Después, pese al hecho de que ella estuviera bajo protección, habían conseguido dar con ella. Aquella banda estaba bien organizada y contaba con más recursos de los que él hubiera supuesto. Y ahora, después de matar a Trinity Woods y al alguacil Keegan, de herir a Eddie Glover y de intentar matar a Laurel y a sus hijos, ¡estaban en su casa!
Al idear la Operación Interna, le había parecido que podía ser una buena solución, algo que podía ayudarle a ascender. Ahora temía que todo acabara mal. Peyton había intentado advertírselo, pero él no la había escuchado. Había cometido un error al llevarlo allí. Tal vez, con el tiempo, Virgil pudiera conseguir las pruebas necesarias para condenar a quien hubiera ordenado el asesinato del juez García, pero no había garantía de ello. Y de todos modos, no merecía la pena arriesgar la vida de sus hijas por eso. Ni pasarse el resto de su existencia mirando hacia atrás por encima del hombro. Ni perder a Peyton por un hombre que no era digno de ella.
Aunque no estuviera con él, no quería que se quedara con Virgil.
—Necesito una respuesta —dijo el tipo.
Rick cerró los ojos con fuerza. Con solo dos palabras, Pelican Bay, Virgil ya no sería un problema para él, y la amenaza que suponían los amigos de Virgil desaparecería. Sería casi como si nunca se hubiera visto involucrado en aquello.
—Cinco mil dólares, señor Wallace. Piense en las vacaciones que le podrá pagar a su familia.
—No quiero su dinero —le espetó él. Y era cierto. Aquello solo serviría para crear vínculos entre La Banda y él, unos vínculos que los demás podrían descubrir.
Si le contaba a aquel tipo lo que quería saber, ¿quién iba a enterarse? Y después, todo lo que había salido mal desde el comienzo se arreglaría al instante.
De todos modos, no tenía otra opción. Iban a encontrar a Virgil de todos modos, y era mejor que ocurriera antes de que alguien más resultara herido.
—Está en Pelican Bay.
—¿Y qué está haciendo allí?
Aquella respuesta era más difícil. Rick sabía que la Furia del Infierno tenía mucha más facilidad para alcanzar a Virgil que La Banda...
Sin embargo, recordó a Virgil en el despacho, con Peyton, alto y orgulloso pese a sus cadenas, y supo que estaba tomando algo que él le había advertido que no debía tomar. Rick se dio cuenta de que tenía la oportunidad de vengarse, y la aprovechó.
—Lo infiltramos allí para que investigara a la Furia del Infierno y nos dijera quién había matado al juez García en Santa Rosa —dijo, y colgó.
«Si es tan buen luchador, que salga de esta...».
Shady sonrió al colgar el teléfono.
—¡Lo tenemos! —le dijo a Horse y a Meeks.
Don Mechem, Meeks, estaba sentado en el garaje, junto a Horse. Era un miembro mayor de la banda. Tenía cuarenta y cinco años y el pelo canoso, aunque se mantenía en forma. De no haber sido por la muerte de Pointblank, seguramente no habría solicitado una reunión. No aparecía en los eventos de la banda, normalmente; sin embargo, Pointblank había sido como un hermano pequeño para él, y no estaba dispuesto a dejar aquel asesinato sin castigo.
—Y ahora, Skin lo va a pagar caro —dijo.
Horse alzó su copa para hacer un brindis.
—Por Pointblank.
—Y por Ink —dijo Shady.
Aunque a nadie le caía bien Ink, su muerte también era un motivo de venganza. En cierto modo, Pointblank había sido el más afortunado de los dos. Según los médicos de Ink, no iba a ser el mismo cuando saliera del hospital. En aquel momento estaba entubado en una camilla y había estado dos veces al borde de la muerte. Si sobrevivía, no podría volver a caminar. Además, lo juzgarían por lo que les había hecho a aquellas prostitutas, y por otros crímenes violentos. Eso significaba que le impondrían cadena perpetua.
Lo que había ocurrido en aquella casa protegida era lamentable. Sin embargo, había tenido algunos puntos positivos. Había servido para unir más a La Banda y para reforzar su autoridad. Todo el mundo quería atrapar a Virgil y a Pretty Boy. Todo el mundo estaba moviendo sus contactos y consiguiendo información, porque todos querían castigar a Virgil y a Pretty Boy por haberlos traicionado.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Horse, después de apurar la copa.
—Iremos a Crescent City y tendremos una reunión con Detric Whitehead. Formaremos una alianza con la Furia del Infierno —dijo él.
—Mierda, ¿es que no sabes lo lejos que está eso? ¡Es un viaje de catorce horas! —se quejó Horse.
—¿Es que te preocupa tanto el tiempo? —gruñó Meeks—. ¿Sabiendo que Ink está en el hospital, y que podría morir en cualquier momento? ¿Y que a Pointblank lo van a enterrar esta semana?
Horse miró al suelo.
—No, no lo decía por eso. Claro que estoy de acuerdo con el plan.
—No es necesario que vayamos los tres a Crescent City —intervino Shady—. Alguien tiene que quedarse aquí, a cargo de las cosas. Además, todavía tenemos que encontrar a Pretty Boy. Seguramente, él vendrá a Los Ángeles.
—Entonces, ¿quieres que me quede? —preguntó Horse.
—Sí. Encuéntralo mientras nosotros estamos fuera.
—Haré lo que pueda.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Meeks.
—¿Te parece bien esta noche? —le respondió Shady—. Con suerte, podemos estar allí antes de la hora de visita, por la tarde.
Meeks se puso en pie.
—¿A quién vamos a ir a ver?
—A Detric Whitehead —contestó Shady—. Como ya he dicho.
Cuando Peyton vio el coche de Rick junto a su casa, se enfadó. En aquella ocasión iba a decirle que tenía que marcharse. No le importaba las repercusiones que pudiera tener en su trabajo; ningún jefe tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo él. Si era necesario, lo denunciaría por acoso sexual.
Sin embargo, antes de llegar a la terraza y enfrentarse a él, lo vio bajar apresuradamente por la escalera. Él le dijo que tenía que marcharse a casa.
—¿Vas a Sacramento? ¿Tan tarde? —preguntó ella.
Él abrió la puerta del coche y dejó el maletín en el asiento.
—Sí. Escucha, quería hablar contigo, y te he estado esperando un rato. Sé que me he comportado como un idiota últimamente, y lo siento. De verdad. Mañana podemos hablar por teléfono. Acabo de acordarme de que... tengo que hacer una cosa.
—No hay problema —respondió ella.
Tenía tantas ganas de que se marchara que no se preguntó por el motivo de su prisa, hasta que él se hubo marchado. Entonces, se extrañó. ¿Qué habría estado haciendo durante aquellas cuatro horas? No tenía ni idea, pero tampoco le importaba, en realidad.
Al darse cuenta de que por fin tenía la casa para ella sola, suspiró de alivio. Subió las escaleras con ligereza. Ya había cenado, así que se daría una buena ducha caliente y se acostaría. No sabía si podría dormir, porque estaba muy preocupada por Virgil, pero tenía que intentarlo.
Cuando estaba bajo el chorro de agua caliente, el teléfono sonó en la encimera del lavabo. Salió, empapada, para responder a la llamada, porque recordó que Virgil había usado un teléfono de contrabando para ponerse en contacto con ella.
—¿Diga? —respondió, casi sin aliento por la esperanza y la impaciencia.
No respondió nadie.
—¿Diga? —repitió.
—¿Quién es? —le preguntó un hombre.
¡Era Buzz! El corazón estuvo a punto de parársele. El miedo la impulsó a colgar el teléfono, pero no lo hizo. Eso no sería bueno para Virgil. Volvió a la ducha para que el ruido del agua amortiguara el sonido de su voz, y fingió que era alguien más ronco, y más enfadado.
—¿Quién es usted? —espetó.
No obtuvo respuesta, pero Buzz todavía estaba escuchando. Ella notaba su presencia al otro lado de la línea.
—¿Dónde está Simeon? —preguntó.
—Durmiendo —dijo Buzz, y colgó.
Peyton se quedó temblando, en la ducha, hasta mucho después de que Buzz hubiera colgado. ¿Se había creído su actuación, o la había reconocido por la voz?
¿Qué iba a hacer?
Rex no tenía respuestas. Había vuelto a Los Ángeles porque era la única ciudad a la que podía llamar su hogar, pero no podía pasar por ninguna de las casas ni de los bares que le eran familiares. La Banda era la propietaria de esos lugares, o los frecuentaba, y él sabía lo que iba a ocurrirle si lo encontraban. Sin duda, ya habían dado la orden de que le pegaran un tiro si alguien se cruzaba con él.
Tenía una cosa a favor: odiaba a su familia y todo el mundo lo sabía, así que era improbable que los miembros de la banda los amenazaran. Virgil era su única familia, y La Banda ya estaba persiguiéndolo antes de que él los traicionara también. Lo que había hecho no iba a afectar para nada a la situación de su amigo.
Tal vez fuera el momento de pasar a la legalidad. ¿Debía cambiar su vida? Llevaba años dándole vueltas a aquella idea. Eso tenía que ser lo que estaba haciendo Virgil. Sin embargo, Virgil tenía la ventaja de que su pasado estaba limpio. Él no. Además, no tenía ningún medio para ganarse la vida legalmente. Llevaba un coche robado. Acababa de matar a dos hombres de su propia banda, y seguramente, lo acusarían de complicidad en el asesinato del alguacil y en el tiroteo de Eddie Glover. En su opinión, no tenía ninguna posibilidad de conseguir una vida nueva y alejada del crimen.
Por eso, cuando anocheció, pasó por delante del club ilegal que regentaba Horse en el cruce de la calle Sixtieth con la calle Vermont. No era por las drogas, ni por las prostitutas, ni por las máquinas tragaperras ni por las armas de fuego. Era por la familiaridad del lugar. Se había sentido muy solo desde Gunnison, muy perdido, y eso le hacía comportarse de una forma temeraria. No dejaba de pensar en entrar al club de Horse y enfrentarse con él y con todos los demás. Sabía que no saldría vivo de allí. Todos estarían armados. Pero por lo menos, moriría como un hombre, y tal vez incluso pudiera llevarse por delante a algunos de aquellos desgraciados. Estaba seguro de que no quería pasarse el resto de la vida huyendo...
Estaba sentado en el coche, al otro lado de la calle, con el motor del coche encendido, pensando en si lo hacía o no, cuando paró un Honda Civic y dejó salir a la novia de Shady. Rex reconoció a Mona al instante. Siempre le había dado pena aquella mujer. Shady la pegaba, se la pasaba a sus amigos y la insultaba de una forma horrible.
El conductor del Honda no se dio cuenta de que él estaba allí. Estaba gritándole a Mona que sería mejor que no le hubiera contagiado el herpes, o que volvería y le exigiría que le devolviera los veinte dólares. Después le tiró la ropa interior por la ventanilla, junto al dinero, y se marchó a toda velocidad.
Mona intentó recoger los billetes, pero se cayó al agacharse, y no pudo levantarse. Se quedó sentada en medio de la carretera, mirando al cielo como si quisiera que se la tragara. Entonces empezó a llorar.
Shady la había dejado. De lo contrario, ella no estaría en el club de Horse. Sin embargo, tampoco iba a durar mucho allí. Tenía una adicción demasiado fuerte a las drogas como para ser una buena prostituta.
Había tocado fondo. Era lo más patético que Rex hubiera visto en su vida. Se dijo que no tenía por qué mirarla, que debería irse de allí y olvidarse de Mona, de Shady y de Horse, y de todos los demás. Sin embargo, los sollozos eran tan desgarradores que no pudo hacerlo.
Bajó la ventanilla y silbó para llamar su atención.
Ella alzó la cabeza y lo vio.
—Deberías largarte de aquí —le advirtió al reconocerlo—. Horse te va a matar si te ve.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Por lo mismo por lo que tú estás aquí.
No tenía ningún otro sitio al que ir. Era la historia de su vida. Siempre había buscado su lugar, siempre, desde que tenía uso de razón.
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
Empezar de nuevo. Salir. Como Virgil. Ojalá supiera cómo...
—Sube. Te llevo a un refugio.
—¿Y si no quiero ir a un refugio?
—Tienes que ir a alguna parte, ¿no? Aquí no vas a sobrevivir mucho tiempo más.
Ella también lo sabía.
—Tengo una hermana —admitió después de un largo silencio.
—¿Y querrá ayudarte?
—Puede que sí. Nunca le he dado la oportunidad.
—Entonces, ¿no crees que ya es hora de pedírselo?
Ella se puso en pie lentamente, y se acercó al coche.
—¿Dónde está su casa? —le preguntó él, cuando ella entró y se puso cinturón.
—En Beverly Hills.
Él arqueó las cejas.
—¿De verdad?
—De verdad —respondió ella con una sonrisa.
Les costó encontrar la dirección. Ella no la recordaba bien. Sin embargo, finalmente encontraron la casa de su hermana, y él esperó hasta que ella fue a la puerta. Cuando la mujer que abrió abrazó a Mona, él supo que todo iba a salir bien. Al menos por el momento. Estaba a punto de marcharse cuando ella volvió al coche.
—¿Quieres quedarte a dormir esta noche? —le preguntó a Rex—. Mi hermana te dejará el sofá.
—No, gracias —dijo él.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Bueno. Te agradezco mucho que me hayas traído. Buena suerte —le dijo ella—. ¿Sabes? No estoy segura de si debería contarte esto... Llevo pensándolo todo el camino, pero...
—¿Qué es?
—Han encontrado a Skin.
Rex no podía creerlo.
—¿Qué has dicho?
—Es cierto. He oído a Horse hablando de ello hace un rato.
—¿Cómo?
—Un pez gordo del Departamento de Prisiones se lo ha dicho todo. Rick Walrus, o algo así. Todos se estaban riendo de lo rápidamente que entregó el pescuezo de Skin.
Qué desgraciado...
—¿Y dónde está Skin?
—En Pelican Bay. Está informando sobre la Furia del Infierno. Nadie sabe por qué. Supongo que la poli le ofreció algún trato. Pero al final... no va a conseguir nada. Shady y Meeks van hacia Crescent City en este momento —dijo Mona, y se estremeció—. Sé que respetas a Skinner, así que esto no es una buena noticia para ti. Pero de todos modos, pensé que querrías saberlo.
—Gracias —dijo.
No tenía palabras para transmitir lo que estaba sintiendo. Se imaginó a Virgil, en Pelican Bay, sin saber que uno de los tipos buenos del gobierno, en quien se suponía que él podía confiar, acababa de venderlo.