Capítulo 10
Peyton no lo entendía, pensó Virgil. No sabía que ni su amabilidad, ni su belleza, ni siquiera el refugio que estaba ofreciéndole en su casa, podían ayudarlo. En realidad, eran algo memorable que echar de menos cuando volviera a entrar en la cárcel, el próximo martes. Sin embargo, no esperaba que ella lo entendiera. Las personas que no habían pasado por lo mismo que él no podían comprender lo necesario que era mantenerse distante y frío. Sus encuentros con Peyton hacían que deseara ablandarse, y él no podía permitirse algo así. Sus primeros días en la cárcel iban a ser muy difíciles, y marcarían lo que iba a pasar después.
Debería haberse negado a ir a su casa, por aquel motivo y por muchos otros. Sin embargo, no se había negado. En vez de pasar las horas en su motel, estaba paseándose por la casa de Peyton a oscuras, lamentando que pasaran los minutos. Aunque estaba muy cansado, permaneció en pie, estudiando atentamente lo que podía ver de sus fotografías y de sus muebles, catalogando todos los detalles y fingiendo que no se moría de ganas de entrar en su habitación.
Tenía aquella noche en su casa, y otras dos. Después, perdería la libertad de nuevo. Sin embargo, los recuerdos de aquel lugar, y de ella, iban a alimentar sus sueños durante días, semanas, meses... ¿Quién sabía durante cuánto tiempo?
Detrás de él, el suelo crujió. Virgil se dio la vuelta y vio una sombra oscura. Era Peyton, en pijama, a la entrada de la habitación. Él había apagado las luces y había sido sigiloso, así que no sabía qué era lo que la había despertado.
—¿Sabes que son las tres de la mañana? —le preguntó ella.
Virgil notó que se le hundían los pies descalzos en la gruesa alfombra de su despacho mientras seguía caminando por la habitación. Le gustaba aquella sensación, y le gustaba el olor de la cera de muebles que impregnaba el ambiente. La casa de Peyton era cálida y confortable, exactamente lo contrario a las paredes y suelos de cemento a los que él estaba acostumbrado.
—¿Es tan tarde? No me había dado cuenta.
Ella entró y encendió una lámpara.
—¿Quieres tomar una pastilla para dormir?
Ahora que podían verse, él tomó conciencia absoluta de dos cosas. Él no llevaba camisa. Ella no llevaba sujetador.
Como lo habían obligado muchas veces a desnudarse por completo para los registros, sentía indiferencia por su propia desnudez. Sin embargo, hubiera preferido ocultar sus cicatrices y sus tatuajes para que Peyton no los viera. Los tatuajes de la cárcel no eran como los demás. Para empezar, no eran de colores bonitos. La suya procedía de residuos de carbón de plástico quemado mezclados con loción de afeitar. Todos sus tatuajes eran negros o azules, y algunos de los símbolos eran típicos de la vida carcelaria.
—No, gracias. Voy por una camisa y...
—No te molestes. He visto antes el pecho de un hombre.
Sin duda eso era cierto. Sin embargo, no quería ser como la población reclusa, y no podía imaginar que ella viera las pruebas de su historia de un modo positivo.
—Te ayudaría a relajarte.
—¿Qué es lo que me ayudaría a relajarme? —le preguntó Virgil a Peyton. Claramente, no era lo que estaba viendo. Eso le ponía difícil incluso el mero hecho de pensar.
—Una pastilla para dormir.
Él intentó concentrarse en cualquier otra cosa, en su título de la universidad, que estaba enmarcado y colgado en la pared, en un búho tallado en madera que había sobre una mesilla, en la pila de documentos que esperaban la atención de Peyton sobre su escritorio... En cualquier cosa, salvo en los suaves montículos de su pecho, que actuaban como imanes para sus ojos y sus manos. Virgil carraspeó.
—No quiero relajarme.
—¿Por qué no? ¿Es que no estás aquí para eso?
—No estoy seguro de por qué me has traído aquí —replicó él—. Todavía estoy intentando averiguarlo. Pero si te he despertado...
Él hubiera vuelto a la pequeña habitación de invitados, pero Peyton estaba entre él y su única vía de escape.
—No, no eres tú quien me ha despertado. Ya estaba despierta.
Cuando ella pasó la mirada por su cuerpo, él volvió a echar de menos la camisa, pero no iba a insistir en aquel detalle. Era quien era, y no iba a esconderse de nadie, ni siquiera de la mujer que hacía que deseara ser más.
—Me ha sorprendido encontrarte en mi despacho.
Él examinó una caracola marina que servía de pisapapeles.
—¿Y por qué?
—Porque no hay nada interesante aquí.
—A mí me parece que esta habitación dice mucho de ti.
—¿Más que el resto de la casa?
—Claro. Aquí es donde pasas la mayor parte de tu tiempo —dijo él, y señaló las estanterías llenas de libros—. Has leído mucho. Psicología, libros de medicina forense, de autoayuda, clásicos y... novelas policíacas.
—Así que estás cotilleando —le dijo ella con una sonrisa.
Estaba coqueteando con él.
—Básicamente, sí.
Aquello hizo reír a Peyton.
—Supongo que eso significa que no te importa que pueda molestarme.
Él arqueó las cejas.
—¿Te molesta?
Ella se apartó el pelo de la cara, y él pensó que no podía estar más atractiva de lo que estaba en aquel momento. Se le aparecieron en la mente imágenes fugaces de cómo sería desnuda, y se le aceleró el pulso.
—No pensaba ponerte un cuchillo en el cuello, como hiciste tú conmigo, pero... —Peyton se encogió de hombros— es un poco invasivo.
—Lo siento —respondió Virgil. Sin embargo, en realidad no lo sentía. Ella era la que lo había llevado allí, y además, había registrado sus cosas en el motel, ¿no?—. Perdí la sensibilidad hacia lo invasivo después del enésimo registro corporal.
—Esa es una indignidad que no quisiera sufrir.
—Para llegar adonde estás ahora, alguna vez tuviste que ser oficial de prisiones, ¿no?
—Lo fui durante diez años. He realizado muchos registros corporales, si es lo que me estás preguntando.
—¿Alguna vez le hiciste una insinuación a alguien a quien hubieras registrado?
Ella se quedó espantada.
—No, nunca.
Él fingió que estudiaba los títulos de los libros de la estantería e intentó que su siguiente pregunta tuviera un tono de despreocupación.
—¿Alguna vez has tenido una relación con un preso?
—No.
—¿Y con otro oficial?
—Tuve una aventura breve con uno, pero él iba a dejar su puesto, ya lo había notificado. Ahora tiene un bar de desayunos.
—¿Has estado casada alguna vez?
—No.
Virgil tomó un National Geographic y lo ojeó, preguntándose por qué tendría ella aquella revista en el despacho. En la portada aparecía una familia polígama.
—¿Y prometida?
—Dos veces.
—¿Y qué pasó? —preguntó mientras dejaba la revista en su sitio.
—La primera vez que dije sí a una proposición de matrimonio estaba en octavo curso. Para el verano ya se nos había pasado el enamoramiento.
Él sonrió al imaginársela haciendo semejante promesa con tan pocos años.
—¿Y la segunda vez?
—Estaba en la universidad, y me había enamorado de un músico. Él pensaba que éramos el uno para el otro, pero quería que yo esperara hasta que él se hubiera abierto camino en el negocio musical. A mí no me apetecía demasiado seguirlo en sus viajes, tener que estar siempre esperando a que él terminara sus actuaciones y tuviera energía para dedicarme a mí después de haber atendido a todos los demás. Así que seguí mi camino.
Las puntas de sus pechos se habían endurecido. Virgil veía los bultitos bajo el algodón de su pijama. ¿Estaba tan excitada como él, o acaso tenía frío?
—¿Y dónde está ahora él?
—Le perdí la pista.
—No ha debido de tener mucho éxito.
—No, creo que no. Que yo sepa, sigue tocando por los bares.
¿Se había acostado con el músico? ¿Había hecho el amor con aquel oficial con el que había tenido una breve historia? Quería preguntárselo, pero no iba a hacerlo. No sabía si podría tolerar más tensión sexual.
—¿Quién es esta? —le preguntó, tomando una de las fotografías que había sobre su escritorio.
—Mi madre. La llevé al Napa Valley uno o dos años antes de que muriera. Me dijo que era su viaje favorito.
Peyton se sentó en una silla, subió las piernas y se las abrazó contra el pecho. Por suerte, ocultó lo que él ya no podía dejar de mirar.
—¿La oficial de prisiones, esa mujer que te hizo una proposición, es alguien que te hizo un registro corporal? —le preguntó a Virgil.
Él estaba mirando fijamente a su madre. Peyton tenía el mismo cutis perfecto, los mismos ojos castaños.
—Sí.
—¿Te disgustó?
Él alzó la vista con una expresión confundida.
—¿Por qué iba a disgustarme?
—Porque no estuvo bien. Ella estaba en una posición de autoridad, lo cual convierte esa proposición en acoso sexual.
A él se le escapó una suave carcajada.
—No sé de muchos tipos a los que les importe el acoso sexual, al menos por parte de una mujer. Ellos siempre pueden decir que no.
—A menos que sientan que negarse puede afectar negativamente a su situación.
A él no le pareció un gran problema. Ojalá solo tuviera que preocuparse de eso.
—Tal vez sea una cosa de la cárcel, pero si una mujer quiere tirarme los tejos, para mí es un halago.
Ella estiró las piernas, pero se cruzó de brazos inmediatamente.
—Y sin embargo, dijiste que no.
—¿Te has acostado tú con todos los que te han hecho un cumplido?
—Por supuesto que no.
—¿Lo ves? —comentó él. Dejó la fotografía y continuó su exploración—. De todos modos, puede que fuera una cualquiera, pero no era tan mala. Me pasaba papel extra, libros que pensaba que podían gustarme, chocolate, cosas de esas. Y algunos disfrutaban de cosas más personales con ella. No era fácil disfrutar del lujo de estar con una mujer.
Ella ladeó la cabeza al verlo examinar una pila de carpetas.
—Si crees que ahí tengo un expediente tuyo, te equivocas.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué estás tan interesado?
Porque, por mucho que deseara lo contrario, sentía interés por ella. Peyton tenía que haberse dado cuenta ya. Si no se había dado cuenta, él no iba a decírselo.
—Estas cosas... —dijo él, y señaló un armario en el que había varios objetos hechos a mano, algunas cestas, pinturas expuestas en pequeños caballetes, joyas, piezas de cuero...
—¿Qué?
—¿Son regalos?
—Sí —dijo ella con orgullo.
—¿De reclusos?
—La mayoría sí.
Eso era fácil de adivinar. Muchos de los reclusos a quienes él había conocido hacían aquel tipo de manualidades. Eran intentos de conseguir que su vida tuviera importancia, cuando no importaba en absoluto.
—¿Y por qué los conservas?
—Porque son algo especial para mí.
—¿Son como trofeos de algún tipo?
—¿Trofeos?
—Recuerdos de la admiración y la devoción de quienes han creado esos objetos. Pruebas de cuántos hombres te han deseado.
Ella se puso en pie de un salto.
—¡Ya está bien!
—¿Soy demasiado directo? —le preguntó Virgil, alegrándose de que ella se hubiera enfadado. Quería conseguir que se enfadara, porque él también se había enfadado de repente.
—¡Me molesta lo que estás insinuando! Es la segunda vez que me acusas de engañar a los hombres.
—¿Y no es así? —inquirió Virgil.
De lo contrario, ¿por qué estaba siendo tan amable? Solo se le ocurría que a ella le gustara el riesgo, o que disfrutara del hecho de poner de rodillas a hombres endurecidos y amargados, como él.
Peyton se le acercó y le clavó el dedo en el pecho, justo debajo de la medalla que le colgaba del cuello. Era una moneda de ocho reales española, de mil setecientos treinta y nueve. El único objeto que su padre se había dejado en casa al hacer las maletas para irse. No lo había dejado exactamente para él; se le había olvidado al recoger sus cosas.
—Tú no tienes ni idea de cómo soy, ni de lo que soy —le soltó Peyton.
Aquel contacto con ella le provocó una descarga eléctrica y estuvo a punto de desencadenar la reacción que él quería evitar. Estuvo a punto de estrecharla contra sí, pero sabía que iba a asustarla mucho, y causarle miedo no era precisamente lo que tenía en mente.
Así pues, le apartó la mano de su pecho.
—Entonces, ¿por qué los conservas?
—Porque significan algo para mí, como las personas que los crearon. Son la prueba de que se puede encontrar la belleza donde menos se espera, y de que todo el mundo tiene algo bueno dentro. La cantidad de talento que se pierde en una cárcel es una tragedia.
Ella estaba demasiado cerca, y él no podía pensar. Deseaba abrazarla y apartarla de sí al mismo tiempo, lo cual no tenía sentido.
—¡Eso es un cuento! Los hombres que hicieron esos objetos no significan nada para ti. Solo son un puñado de almas perdidas que se aferran a cualquier cosa con tal de sentir que valen algo. Y tú te crees que eres mejor persona por seguirles la corriente. Sin embargo, nunca les has abierto de verdad el corazón, y lo sabes.
Cuando terminó, estaba casi gritando. Se dio cuenta de que Peyton palidecía, y se arrepintió de su exabrupto. Sin embargo, estaba muy afectado por sus propias emociones, demasiado como para pedir disculpas. Era mejor así. Era mejor que ella lo odiara. Era mejor que lo llevara otra vez al motel y lo dejara allí. Así no habría ocasión de convertirse en el siguiente hombre que contribuyera a aumentar su colección. Lo que menos deseaba era darle un objeto que lo representara y que ella pudiera poner allí, con los demás. Que sintiera compasión por los pobres desgraciados que le habían hecho aquellos objetos. Él no quería su compasión.
Lo que quería de verdad era su cuerpo.
Pero, en lo más profundo de su ser, sabía que quería mucho más que eso. Quería su respeto.