Capítulo 22
—Creo que deberíamos poner algunas normas —dijo Buzz.
Virgil se estiró en su camastro. No había mucho que sacar de la bolsa cuando a uno solo le permitían tener ciento sesenta y ocho decímetros cúbicos de pertenencias.
—¿Como por ejemplo...? —preguntó Virgil, y volvió la cabeza hacia su compañero, que estaba mirando malhumoradamente hacia la galería.
—En realidad, solo es una norma. Tú me dejas en paz a mí, y yo te dejo en paz a ti. Así de fácil.
Pese a todos los tatuajes de demonios que llevaba en la piel, Buzz no era especialmente aterrador. No era grande, y no parecía que tuviera mucha fuerza. Sin embargo, eso no significaba que no fuera peligroso. Hacía mucho tiempo que Virgil había aprendido que no debía subestimar a nadie, al menos hasta que no supiera cómo era esa persona por dentro. Algunos de los hombres más malos con los que había luchado Virgil pesaban menos de ochenta kilos. Y algunos de los otros, de los que eran enormes, no valían para nada a la hora de dar puñetazos.
—Vamos a simplificarlo todavía más —dijo Virgil—. Tú me dejas en paz, y si no, yo haré que te arrepientas.
Quería empezar a recabar información. Ahora que estaba allí, solo podía pensar en salir, y no podía salir hasta que tuviera algo para Wallace. El olor de aquel sitio, que era diferente, pero a la vez tan parecido al de otras cárceles en las que había estado, le resultaba asfixiante. Sin embargo, para conseguir la información tenía que ganarse la credibilidad ante Buzz. Si intentaba hacerse amigo suyo antes de conseguirlo, malgastaría la oportunidad. O peor todavía; conseguiría exactamente lo contrario de lo que deseaba.
Primero tenía que vender su imagen, y hacerlo bien. Para infiltrarse en la Furia del Infierno necesitaba un padrino. Esperaba que su compañero de celda le ayudara, pero Buzz necesitaba un motivo para confiar en él, para admirarlo. Si no lo tenía, no iba a mover un dedo por él. Virgil se había relacionado lo suficiente con el mundo mafioso como para entenderlo bien.
—Así que eres un tipo duro, ¿eh? —le preguntó Buzz.
Era evidente que no creía las cosas por un mero acto de fe. Eso era algo que tenían en común.
—No tienes por qué aceptar mi palabra —dijo, y se sentó en la cama para ver si su compañero de celda quería ponerlo a prueba.
Sin embargo, Buzz apartó la mirada. No iba a lanzarle ningún desafío, al menos por el momento.
—No quiero problemas —murmuró—. Salgo en menos de un mes. Si me causas alguna dificultad, tendrás una sorpresa en el patio, por muy duro que seas. Y eso es una promesa.
Se refería a que iban a apuñalarlo cuando menos lo esperara.
—Tú eres el que me estás molestando —le dijo—. Si no quieres tener problemas, deja de pedirlos.
—Es que estoy cabreado. No tengo por qué aguantar esto.
—¿Qué es lo que no quieres aguantar?
—A ti, tío.
—Entonces, no me aguantes. Creía que ya habíamos resuelto eso.
Buzz miró de nuevo hacia la galería, en la que había algunas mesas de cemento y un par de teléfonos. Había otras diecinueve celdas que se abrían a ella. Los presos podían jugar a las cartas y socializar cuando no había orden de aislamiento en celda.
Virgil pensó que la conversación había terminado, así que volvió a tumbarse y cerró los ojos. Después de la semana que había pasado en el mundo real, estaba agotado. Sin embargo, Buzz no podía callarse, porque estaba muy nervioso.
—¿Qué hiciste? —le preguntó a Virgil—. ¿Por qué te han metido en la trena?
—Eso no es asunto tuyo.
—Déjame ver tus papeles.
Buzz quería saber si estaba afiliado a alguna banda. Eso era muy normal.
—No.
—De acuerdo. Por lo menos, dime dónde estuviste cumpliendo condena antes de venir aquí.
—Eso tampoco es asunto tuyo —dijo Virgil. Cuanto menos hablara sobre sí mismo, menos tendría que recordar después para no contradecirse, y más les costaría a los demás demostrar que estaba mintiendo.
—Va a ser un mes muy largo —suspiró Buzz.
Virgil se echó a reír.
Por la manera en que Buzz se giró hacia él, Virgil supo que aquel tipo tenía un arma escondida en algún sitio. De lo contrario, teniendo en cuenta la diferencia de estatura que había entre ellos, se habría movido con más cautela.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—Deja de lloriquear. Por lo menos, tú vas a salir —dijo Virgil. Y después, para demostrar que desdeñaba cualquier amenaza que pudiera proferir Buzz, se tumbó de costado y le dio la espalda.
—Podría matarte en dos segundos —gruñó Buzz, que evidentemente, se sentía ofendido por el hecho de que Virgil no le tuviera miedo.
Por mucho que tuviera la libertad condicional al alcance de la mano, Buzz podía agredirlo por varios motivos: para dar una buena impresión a sus amigos de la Furia del Infierno, o para desahogar su ira y su odio. Sin embargo, Virgil tenía que dejar clara su superioridad, y la manera más rápida de hacerlo era obligarlo a luchar, o a que se retirara desde el principio. Esa forma de abordar la situación también iba a revelarle ciertos aspectos de la personalidad de Buzz: si era una persona volátil, si realmente actuaba cuando estaba acorralado, y no solo se dedicaba a fanfarronear, y hasta dónde estaba dispuesto a llegar por orgullo.
Virgil esperó atentamente cualquier movimiento que pudiera ponerlo sobre aviso. Sin embargo, Buzz prefirió mitigar la tensión.
—Esos tatuajes que llevas...
Virgil se giró hacia él de nuevo.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Perteneces a La Marca?
—No.
Buzz se refería a la Hermandad Aria, la banda mafiosa más peligrosa que había en las cárceles. Era un grupo pequeño, pero despiadado. Apenas aceptaban nuevos miembros. Virgil había oído decir que Tom Mills y Tyler Bingham, dos de sus líderes más poderosos, estaban encarcelados en Pelican Bay. Seguramente, en el Módulo de Aislamiento.
—Entonces, eres de otra banda. Lo sé.
Virgil no llevaba tatuada ninguna insignia reconocible de La Banda. No estaba tan adoctrinado. Era la mejor sociedad que había en UPS Tucson, y en el pasado, Pretty Boy, Shady y un tipo al que llamaban Tucker, que había muerto en un tiroteo con la policía, se convirtieron en sus hermanos. Le había resultado duro separarse de ellos. Echaba de menos a Pretty Boy, y un par de ellos más. Sin embargo, sus tatuajes no eran de la misma calidad que uno podía hacerse en el exterior, y cualquiera que supiera eso se daría cuenta de que representaban algún tipo de afiliación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Virgil.
—Que lo mejor que puedes hacer es unirte a un grupo rápidamente.
—¿Por qué?
—Va a pasar algo —dijo Buzz con el ceño fruncido—. Yo tenía la esperanza de poder salir de aquí antes de que ocurriera, pero... Creo que no va a tardar mucho.
—¿Y qué es? ¿Algún problema con Nuestra Familia?
—¿Qué sabes tú sobre Nuestra Familia?
—Son los que mandan aquí, ¿no?
—¡Pues claro que no! ¿Quién te ha dicho esa idiotez? Ellos nos temen.
—¿Y quiénes sois vosotros? ¿El Enemigo Público Número 1?
Buzz se remangó el brazo y le mostró el tatuaje de una horca.
—La Furia del Infierno, esos somos nosotros. Los que dirigimos este lugar.
—¿Y qué es lo que va a pasar?
Buzz agitó la cabeza.
—No sabría decirte.
Virgil le concedió unos segundos para pensar antes de hablar de nuevo.
—¿Y con quién debería unirme?
—Con alguien en quien puedas confiar, tío.
—¿Y si no puedo confiar en nadie?
—Eso es problema tuyo.
No hubo tiempo de hablar más. Se oyó un timbre fuerte, y las puertas se deslizaron para abrirse. Era la hora de comer.
Virgil estaba sentado solo en una mesa del comedor, con la espalda contra la pared, para poder defenderse si era necesario. Observaba a los demás presos. Era importante saber quién iba con quién, dónde se sentaba cada grupo, cómo interactuaban. Los próximos días iban a ser los más peligrosos de su vida, más peligrosos incluso que cuando ingresó en prisión por primera vez. Ahora era más capaz de defenderse, pero eso podía empujarle a correr riesgos innecesarios. O, como esperaba poder cambiar su vida y tenía planes para el futuro, tal vez tuviera el problema contrario. Puede que titubeara cuando no debía, que demostrara su reticencia ante la lucha, o a la hora de matar, y destruyera cualquier posibilidad de ganarse el respeto que necesitaba. Aunque no podía ser demasiado temerario, tampoco podía ser demasiado cauto, no podía perder el impulso que le había proporcionado siempre la ira. Los que tenían el poder, a ambos lados de la ley, querrían encasillarlo en un lugar de su jerarquía, y el único modo de determinar quién era y lo que podía hacer era ponerlo a prueba.
Virgil no quería tener que demostrar todo eso. Aunque consiguiera sobrevivir y convencer a Buzz para que lo apadrinara, tendría que agredir a un enemigo de la Furia del Infierno para su iniciación, y hacerlo de manera brutal, para que resultara creíble y decisivo. Eso sería difícil de orquestar sin hacerle daño a nadie. Tendría que hablar de los detalles con Peyton, si querían que un apuñalamiento falso pareciera real. Él no estaba seguro de que pudiera representarse algo así.
Además, coordinarse con ella no iba a ser fácil. Cuanto más contactara con Peyton, más peligro correría de que lo descubrieran. No podía llamarla, a menos que les permitieran salir a la galería. Y, si había tanto nerviosismo entre los presos como decía Buzz, tal vez no tuviera ocasión de utilizar el teléfono. En Pelican Bay podían dar la orden de aislamiento en celda y permanecer así durante meses. Aquel centro penitenciario aplicaba aquel tipo de medidas a menudo. Wallace se lo había dicho durante el viaje desde Sacramento a Crescent City. Además, todas las conversaciones por teléfono eran grabadas. Virgil ya lo sabía, por supuesto, pero el subdirector se lo había advertido de todos modos. Wallace le había contado muchas cosas... incluyendo lo mucho que deseaba a Peyton.
Virgil intentó quitársela de la cabeza. Le costaba un gran esfuerzo, pero pensar en ella le ponía más nervioso de lo que ya estaba. Sobre todo, sabiendo que Wallace estaba decidido a hacer realidad sus deseos, y que él no iba a estar allí para impedírselo.
Mientras bebía un poco de leche, pasó la mirada por el comedor. Los negros comían en una esquina, y los mexicanos en otra. En medio había algunos rezagados, homosexuales, inadaptados y travestidos.
Buzz estaba comiendo con un grupo de blancos al otro lado de la habitación. No todos tenían tantos tatuajes como Buzz, pero la tinta que se les veía asomar por debajo de las mangas y del cuello de la camisa aumentaba el efecto de intimidación. Ellos contaban con eso. En parte, ese era el motivo por el que se hacían tantos tatuajes.
Mientras Buzz hablaba con los que estaban a su alrededor, señaló a Virgil con la cabeza. Cuando el grupo se dio cuenta de que les estaba mirando, varios de ellos se levantaron y se dirigieron a él.
—Te crees que eres un tipo malo, ¿eh?
Virgil quería ignorarlos y seguir cenando, pero no podía hacerlo. Un comportamiento tan agresivo era el equivalente a dar el primer puñetazo. Le estaban faltando el respeto para ver cómo reaccionaba. Si no se vengaba, después sería mucho más difícil ganarse su consideración. Tal vez fuera imposible. Y, si no podía conseguir ningún poder allí, no tendría ningún sentido que se quedara. Todo habría terminado, para Laurel, para los niños y para él.
Así pues, en vez de terminar su cena, apartó la bandeja de un manotazo y, con una sonrisa, les mostró el dedo corazón.
Por suerte, Peyton no se había marchado todavía de la cárcel. Se había quedado trabajando hasta tarde, y después había permanecido en su despacho, intentando dar con la manera de ver a Virgil antes de irse a casa. Sin embargo, antes de que pudiera organizarlo, recibió la llamada del oficial George Robinson, que la avisó de que había habido un altercado en el comedor del Módulo A. Cuatro hombres habían atacado a uno solo, a Simeon Bennett, que estaba herido. Robinson le dio también los nombres de los demás, y ella supo que se trataban de miembros de la Furia del Infierno. Virgil había entrado en escena nada más llegar y había creado un problema, porque eso era lo que tenía que hacer.
O conseguía lo que quería, o moriría en el intento.
Ella temía que ocurriera lo segundo.
—¿Está grave? —preguntó.
—¿Cuál de ellos? —quiso saber Robinson.
—El nuevo, Simeon Bennett.
Peyton sabía que era extraño que se interesara por uno recluso en particular, pero no le importó. Tenía que saber que él estaba bien.
—No sabría decirle —respondió el oficial—. Está cubierto de sangre. Sabremos más cuando lo hayamos limpiado.
—Ahora mismo voy —dijo ella, intentando mantener un tono de voz frío, pese a que tenía el corazón acelerado y un nudo en la garganta.
El guardia ni siquiera se molestó en responder, y colgó el teléfono.
Peyton salió al pasillo y comenzó a recorrerlo apresuradamente, hasta que oyó que el director de la cárcel la llamaba.
—¿Peyton?
Ella no quería parar, y pensó en ignorarlo, pero no pudo hacerlo. Era evidente que podía oírlo.
—¿Sí? —dijo, volviéndose hacia él.
—¿Puedo hablar un momento contigo?
—Me temo que tengo prisa, señor. ¿Podríamos dejar la conversación para mañana?
Su expresión le dio a entender que el director no apreciaba demasiado su respuesta.
—¿Adónde vas?
—A la enfermería.
Él abrió mucho los ojos.
—¿Por qué? ¿Hay algún problema?
—Ha habido una pelea en el Módulo A, señor —dijo ella, sin poder evitar que su voz tuviera un tono de acusación. Ella había intentado advertirle al director que Virgil no estaría seguro en Pelican Bay. Se lo había advertido a todos.
—¿Cuántos han participado?
—Cinco, por lo que he podido saber.
Él agitó la cabeza.
—¿Y ha sido muy grave?
—No lo sé. Los guardias lo tienen bajo control, pero hay varios hombres heridos. Simeon Bennett es uno de ellos.
A Peyton le pareció que Fischer podría mostrar un poco de preocupación yendo a la enfermería con él. Virgil ni siquiera se merecía estar en la cárcel. Estaba arriesgando la vida para salvar a su hermana y a sus sobrinos, y para acabar con la Furia del Infierno. Sin embargo, a Fischer no le importaba eso. A nadie le importaba.
—Si todo está bajo control, entonces no hay nada que tú puedas hacer.
—Quería... ver qué tal... están.
—Dale al médico la oportunidad de hacer su trabajo. De todos modos, no voy a tardar mucho. ¿Te importa?
Sí le importaba, pero sabía que no tenía más remedio que escuchar. Apretó los puños y lo siguió hasta su despacho.
—¿Sí, señor? —preguntó en cuanto él cerró la puerta.
—Hoy me ha llamado Rick Wallace.
—¿De veras?
—Sí. Me ha contado que su esposa y él van a divorciarse.
—Sí, señor. A mí también me lo dijo. Es una lástima.
—Eso depende de cómo lo mires.
—¿Disculpe?
—¿Es que no sabes que está interesado en ti?
Oh, demonios. ¿Rick ya había hablado con el director? Ella le había pedido que esperara hasta que hubieran terminado con la Operación Interna, antes de abordar sus asuntos personales.
—Por supuesto, tenía cierta idea, pero le dije que no iba a funcionar, y que el departamento no iba a permitirlo.
—Pues yo no estoy muy seguro de eso. Yo estoy completamente a favor. Trabajas demasiado. Has permitido que tu trabajo ocupe toda tu vida, cuando hay muchas más cosas. Creo que vosotros dos haríais la pareja perfecta.
Peyton se preguntó si también pensaría lo mismo de Virgil, pero no iba a preguntárselo. Tampoco iba a hablar de Rick con él.
—Dudo que salga nada de todo esto, señor. Pero de todos modos, gracias.
—No te des demasiada prisa en rechazarlo. Ese chico va a llegar muy lejos.
Y, seguramente, le había pedido a Fischer que intercediera por él, lo que irritó a Peyton más todavía. Tal y como le había dicho a Rick, aquel no era el momento más propicio para solucionar sus asuntos personales.
—Lo tendré en cuenta —dijo, y miró el reloj para recordarle que tenía prisa—. ¿Hemos terminado?
—Por ahora sí.
—Entonces, será mejor que me vaya a la enfermería. Eh... señor...
—¿Sí?
—Si Simeon Bennett sobrevive a esto, ¿tengo su permiso para trasladarlo fuera de aquí?
—Eso es cosa del Departamento de Prisiones, no mía.
Sin embargo, Wallace no iba a permitirlo.
—Nosotros deberíamos oponernos a esta operación.
A Fischer no le gustó su tono de voz, y se lo hizo saber con el tono de la suya.
—Ya te he dicho que eso es cosa del Departamento de Prisiones —dijo. Después, sonrió forzadamente y se despidió—: Buenas noches.
Virgil no tenía buen aspecto. Tenía los ojos cerrados y estaba inmóvil, mientras una enfermera, que ya le había quitado la camisa, le limpiaba el torso manchado de sangre. La enfermera trabajaba demasiado deprisa como para tener delicadeza, y eso molestó a Peyton. Sin embargo, Virgil no reaccionaba, pese a su brusquedad.
Peyton esperaba que no estuviera gravemente herido, tal y como parecía. Era evidente, por la hemorragia, que lo habían apuñalado en el estómago. Además, tenía la mano izquierda cerca del cuerpo, como si le doliera.
Al oír abrirse la puerta, la enfermera se volvió hacia ella.
Era Belinda, una mujer joven y guapa, madre de dos niños, que debía de estar esperando al médico. Al ver a Peyton, se irguió de la sorpresa.
—Subdirectora. Eh... ¿puedo hacer algo por usted?
Virgil abrió los ojos y la miró. Ella, que estuvo a punto de lanzarse hacia él, se quedó junto a la pared.
—No se detenga —le dijo Peyton a la enfermera—. No quiero interrumpirla.
—Esta noche estamos un poco cortos de personal —dijo la enfermera—, pero el médico vendrá en cuanto pueda.
Virgil había recibido una puñalada, ¿y el médico no estaba allí?
—¿Dónde está?
—Con el otro recluso, en la sala de al lado.
—¿Quién?
—Weston Jager. Y hay otros dos al final del pasillo. Todos estaban en la pelea.
—¿Las heridas de Weston son más graves que las de este interno?
—No...
—Entonces, ¿por qué está el médico con él?
—Eh... Jager pidió que lo atendieran primero. Y era más fácil que aguantar sus insultos —admitió la enfermera.
Peyton no estaba dispuesta a tolerar el autoritarismo de Weston.
—Él puede esperar, y sus amigos también. Llámelo.
La enfermera titubeó.
—¿Quiere que atiendan primero a este interno?
—Se llama Simeon Bennett, y sí, eso es exactamente lo que quiero —dijo, y después buscó una excusa para explicar su interés—. Es el hermano de una amiga mía.
—¡Ah! ¿Lo conoce? —preguntó la enfermera, que parecía aliviada de haberlo entendido, por fin.
—Personalmente no —dijo Peyton—, pero le he prometido a mi amiga que su hermano estaría bien aquí, y quiero cumplir esa promesa.
—Por supuesto, por supuesto. Voy a avisar al doctor Pendergast.
Belinda le dio a Virgil un pedazo de gasa para que se tapara la herida que tenía junto al ombligo y se marchó.
—Buena historia —murmuró Virgil.
—¿Qué historia?
—La de que soy... el hermano de una amiga tuya. Buena excusa para explicar... nuestra asociación.
¿Asociación? El pánico que sentía Peyton iba más allá de lo que le hubiera suscitado una mera asociación.
—Ah, sí. Espero que se lo haya creído.
Él consiguió sonreír.
—No te preocupes más, ¿de acuerdo? Todo va bien.
—¿Esto va bien? —preguntó ella, señalando sus heridas—. Tienes muy mal aspecto.
—He conocido días mejores. Y peores también —dijo Virgil. Su sonrisa se convirtió en un gesto de dolor al recolocarse sobre la mesa.
—¿Y los otros tipos? Espero que estén peor que yo.
—No he ido a verlos. Quien me preocupa eres tú.
Su venda ya estaba empapada en sangre. Ella tomó una nueva e intentó contener la hemorragia, pero él le apartó la mano antes de que pudiera tocarlo.
—No llevas guantes.
—¿Crees que podría contagiarme de alguna enfermedad?
—¿Y para qué vas a correr el riesgo?
—Es un poco tarde para eso, ¿no?
Él volvió a hacer un gesto de dolor.
—No me preocupa mi sangre.
—¿Qué ha pasado?
—¿Es que no es evidente?
—Te has metido en una pelea. Eso es evidente, sí. ¡Pero solo llevabas dentro unas horas!
—Tuve que superar el primer obstáculo. Cuando haya conseguido establecerme, creo que tendremos menos oportunidades de vernos aquí.
La nueva gasa estaba tan saturada como la primera. Como Virgil apenas tenía fuerzas, ella misma le apartó el vendaje y se lo colocó sobre la herida.
—Te he dicho que no toques...
Ella no le permitió que la detuviera.
—Lo tengo. Tú relájate.
Él cerró los ojos, y Peyton temió que su estado fuera peor de lo que Virgil quería hacerle ver. Le costaba mucho hablar, pero siempre y cuando estuviera despierto, ella se sentía más tranquila. Por eso, siguió hablando con él.
—¿Los atacaste tú? —le preguntó.
—¿A cuatro hombres? —preguntó Virgil. Quería reírse, pero no pudo—. Ellos me atacaron a mí. Yo solo... los invité a que lo hicieran.
—Muy buen modo de comenzar las cosas.
—Cálmate. Estoy bien.
—Estás bien, ¿eh? ¿Por cuánto tiempo?
—Por ahora.
—Por favor, dime que has conseguido lo que querías conseguir con esto.
—Es demasiado pronto para saberlo.
—Así que esto puede pasar otra vez. Y otra.
—Tal vez. Eso depende.
Ella examinó la herida, y frunció el ceño al ver que continuaba sangrando. ¿Con qué le habían apuñalado? ¿Le habían clavado un cepillo de dientes afilado? ¿Alguna pieza de metal que habían sacado de los talleres y que habían afilado durante días? ¿Y dónde estaba aquel maldito médico?
—Dios, dime que no es profunda.
—No lo sé. No esperaba que tuvieran... un arma. Al principio nadie la tenía. Creo que debió de pasársela Buzz.
—¿Buzz estaba metido en esto?
¿El hombre a quien ella había seleccionado cuidadosamente para que fuera su compañero de celda?
—Él se retiró cuando la pelea se puso seria. Está empeñado en salir de la cárcel, y no quiere echar a perder su oportunidad. Pero sí... el fue el instigador, y el único que no... resultó herido.
—Entonces, te cambiaré a otra celda.
Él negó con la cabeza.
—Es la única forma de que estés seguro.
—No.
—Si no te cambio de celda, quiero que salgas de la cárcel.
—No, por supuesto que no.
—Pero...
—Peyton, ya basta.
Peyton miró hacia atrás para asegurarse de que seguían solos.
—No puedo parar.
Él le cubrió una mano con la suya.
—Sí, sí puedes. Esta es... mi única posibilidad.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Pensaremos en otra cosa.
—Es demasiado tarde. Wallace no me lo permitiría. Dejaría a Laurel sin protección si yo hiciera algo en contra de su voluntad. Está esperando cualquier excusa.
—No debería habérselo dicho. No quiero que estés aquí.
—Pero no puedo marcharme.
Ella se secó las lágrimas de la cara con la mano libre.
—¿Crees que Wallace permitiría que le hicieran daño a Laurel? ¿Es así de vengativo?
—Sí, estoy seguro. Cualquier hombre se vuelve vengativo si tiene suficiente motivación.
—Yo no soy suficiente motivación para Wallace. Ni siquiera entiendo por qué está tan interesado, de repente.
—Porque sabe que yo también te deseo. Es por la competitividad, por el hecho de que piensa que tiene más derecho que yo.
—¡Pues sal de aquí y protege tú mismo a Laurel!
—¿Y cómo voy a poder hacerlo si... me acusan de otro crimen? ¿Y si me encierran para siempre?
—¿Pueden hacerlo?
—Pueden intentarlo.
—¿Qué ocurrió cuando mataste a esos hombres, Virgil?
Él tragó saliva con un gesto de dolor.
—Más o menos... lo que ha pasado aquí.
—¿Te atacaron cuando estabas en UPS Tucson?
Él asintió.
—Entonces fue cuando me trasladaron a... Florence. Fue por eso. Pero... ellos no querían solo pelea. Todo ocurrió muy deprisa. Yo... hice lo que tenía que hacer para sobrevivir.
Ella lo creyó.
—Entonces fue en defensa propia.
—Solo es defensa propia si puedes demostrarlo.
—¿Y por qué tú no puedes demostrarlo?
—Porque los otros dos hombres que participaron en la pelea dijeron lo contrario.
—¿Y qué? Es tu palabra contra la de ellos. Nunca podrían demostrar los cargos.
—Si pudiera estar seguro de que iba a tener un juicio justo, tal vez me arriesgara. Pero... no tengo mucha fe en el sistema judicial. Además, tengo reputación de pendenciero y pertenecía a una banda mafiosa. No quiero seguir esa vía. He llegado muy lejos, y quiero terminar esto. Déjame terminar.
—No me estás dando ninguna opción.
Él le apretó suavemente los dedos de la mano.
—Te necesito. Necesito tu apoyo.
—¿Y si mueres?
—Entonces, moriré. Pero tengo que... hacerlo.
—¿Lo dices en serio? ¡Esto es una locura! Yo tenía miedo de que sucediera algo así.
—Y... dejaste bien claras tus objeciones. Tienes la conciencia tranquila.
—¡No es la conciencia lo que me molesta!
Él abrió los ojos y la atravesó con la mirada.
—Ten cuidado...
Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Sabía que estaba angustiada, pero no sabía cuánto, hasta aquel momento. Se sintió frustrada por su propia reacción, y le espetó a Virgil:
—¿Cuidado con qué?
Él sonrió.
—Estás comportándote como si te importara.
—¡Y me importa!
—Como si te importara yo —matizó él, y se puso serio.
Aquellas palabras eran una pregunta. Le estaba preguntando si su preocupación iba más allá de lo que sentiría por cualquier otra persona que estuviera en aquella situación. ¿Y era cierto? Peyton estaba casi segura de que sí. Sin embargo, ¿hasta qué punto iba más allá? ¿Y qué debía responderle?
—Lo único que sé es que no puedo dejar de pensar en ti —le dijo—. Cada vez que cierro los ojos, tú estás ahí.
Ella no esperaba admitirlo así. Sin embargo, una vez que lo hizo, pensó que iba a agradar a Virgil. Sin embargo, él frunció el ceño como si acabara de cambiar de opinión.
—No podemos hacer esto. Solo vamos a conseguir que sea mucho más difícil para los dos.
La enfermera debía de haberle dado un analgésico, porque de repente, le costaba menos hablar, pero estaba empezando a arrastrar las palabras.
—Tengo que hacer esto, Peyton. No puedo cambiarlo. Y aunque pudiera, aunque ya tuviera una nueva vida, no tengo nada que ofrecerle a una mujer como tú.
Ella volvió a mirar hacia fuera. El pasillo estaba vacío.
—¿Como yo? ¿Crees que tienes que ofrecerme? Yo no estoy buscando que me aseguren el futuro.
—Entonces, ¿qué estás buscando? ¿A un tipo que ha pasado catorce años en la cárcel?
—Tú no tienes control sobre lo que hicieron tu madre y tu tío...
Él no le permitió que le interrumpiera.
—¿O es el hecho de que haya pertenecido a una mafia lo que te resulta atractivo? ¿Y si no puedo librarme de La Banda? ¿Y si van por ti, a causa de tu asociación conmigo? El hecho de que te preocupes por mí te hace correr riesgos. ¿Es que no lo entiendes? Y a mí me da mucho más que perder.
—Tú no tienes miedo de perderme. Lo que te da miedo es sentir algo.
—No puedo permitírmelo. Ahora no.
Peyton recordó la ternura con la que la había acariciado el sábado por la noche. Tal vez él no quisiera sentir nada, pero lo sentía. Era tan susceptible de sentir amor, miedo y dolor como cualquier otro hombre.
—Ya. Buen intento —le dijo.
Aunque lo que él acababa de decirle fuera cierto, Peyton no sabía qué hacer al respecto. Se sentía muy atraída por él, y el deseo no desaparecía. Por muy repentino e inoportuno que fuera, ella quería estar con Virgil. Su pasado no podía cambiar lo que ella sentía, porque la lógica no tenía lugar en todo aquello.
En aquel momento se oyeron pasos que se acercaban, y el médico y la enfermera entraron en la estancia. Peyton se fue hacia el lavabo para lavarse las manos, como si solo hubiera estado ayudando en ausencia de la enfermera.
El médico reconoció a Virgil durante varios minutos, mientras ella miraba. Sin embargo, cuando el doctor Pendergast comenzó a coserle la herida, ella tuvo que apartar los ojos. Se mareó, aunque normalmente la sangre no le causaba reparos.
—¿Se va a recuperar? —le preguntó ella.
El médico continuó suturando mientras respondía.
—Va a quedar como nuevo.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. Dígale a su amiga que puede estar tranquila. Él va a tener una cicatriz más, y seguramente terminará en el Módulo de Aislamiento por haber participado en una pelea, pero sobrevivirá.
Ella se cruzó de brazos.
—No, no va a ir al Módulo de Aislamiento. Nadie empieza una pelea de uno contra cuatro.
—Él les ha hecho tanto daño como ellos a él.
—No importa. Él no comenzó la pelea. Y no era el que tenía el arma.
—Pues eso no es lo que dicen los demás. Dicen que fue él quien empezó, y que ellos le quitaron el cepillo de las manos.
Porque el que tenía el arma tendría más problemas que los demás. Era un buen motivo para acusar al contrario.
Peyton no contradijo al médico. No era asunto del doctor Pendergast. Ella misma se encargaría de aquel caso.
—Llegaré al fondo de la cuestión —prometió.
Después se marchó a ver qué les había ocurrido a Weston y a los otros dos. Buzz no tenía más que unos cuantos moretones. Si él había comenzado aquella pelea, se merecía tener más, pero por lo menos, Peyton sintió cierta satisfacción al visitar a los demás. Westy tenía la nariz hinchada, un labio roto y un corte en el ojo, un corte que iba a necesitar un par de puntos. Ace Anderson, el compañero de celda de Westy, tenía la mano hinchada sobre el regazo. Y Doug Lachette juraba y perjuraba que tenía las costillas rotas, además de la boca ensangrentada y varios dientes partidos.
—Bien hecho —murmuró entre dientes Peyton, aplaudiendo silenciosamente a Virgil mientras salía de la enfermería.
Sin embargo, sabía que la próxima vez que hubiera una pelea, alguien podía salir hacia la morgue metido en una bolsa.
Y ese alguien podía ser, fácilmente, Virgil.