Capítulo 8
Iba a ser una noche muy larga. Mientras pasaba un par de horas a la orilla del mar, Virgil se había comido un sándwich mirando al horizonte, después volvió al hotel y se puso cómodo, con la televisión encendida y los expedientes que le había dado Peyton en las manos. Pensó en estudiar hasta que estuviera demasiado cansado como para continuar y, por fin, pudiera conciliar el sueño. Sabía cómo sobrevivir a una noche interminable. Había soportado muchas noches así en la cárcel, porque hasta que consiguió ganarse el respeto de los demás, estaba demasiado aterrorizado como para cerrar los ojos.
Si había podido adaptarse a un entorno así, podía adaptarse a cualquier cosa, ¿no? Cualquiera pensaría lo mismo. Sin embargo, no todas las estrategias de supervivencia que había desarrollado durante aquellos años iban a servirle en su nueva experiencia. Salir de la cárcel le había dado demasiadas esperanzas. Había pensado que podría escapar de las garras de La Banda, que podría olvidar el pasado y construirse una vida normal. Había creído que su hermana estaría a salvo, que podría criar a sus hijos en paz.
Y desde que había conocido a Peyton, eso no era lo único que quería. No había podido dejar de pensar en su piel suave en su pelo y sus curvas tentadoras. Y en su decencia. Ella no era como los demás oficiales de prisiones que había conocido. Algunos eran buena gente, sí. Eddie Glover le había ayudado mucho en Florence. Sin embargo, Peyton tenía cierta sensibilidad que nadie más poseía...
Deseaba más. Deseaba más de su tiempo, de su atención. Sin embargo, sabía que eso no sería inteligente para ninguno de los dos.
¿Cómo era posible que se hubiera vuelto loco por ella tan rápidamente?
Tal vez eso no fuera tan raro. Incluso Wallace decía que era atractiva; había mencionado que era muy guapa antes de llegar a la biblioteca donde se habían reunido, y había hecho una broma acerca de lo mucho que desearía acostarse con ella. Seguramente, había pensado que hablar tan groseramente era el mejor modo de relacionarse con un exconvicto, pero a Virgil le había impresionado...
Sonó el teléfono.
Con la esperanza de que fuera su hermana, o Wallace para darle alguna noticia sobre Laurel, descolgó el auricular.
—¿Diga?
—Hola, ¿podría hablar con Hal Geribaldi, por favor?
—¿Con quién?
—Con Hal.
Virgil intentó reconocer aquella voz. No lo consiguió, lo que le proporcionó algo de alivio.
—¿Quién le dio este número?
—¿No es la habitación número catorce de Redwood Inn?
—No.
—Disculpe.
Virgil colgó. Después se quedó mirando al teléfono. ¿Se habían equivocado de verdad, o habían llamado para comprobar que él estaba en la habitación?
Se imaginó al tipo que había llamado junto a Pointblank Thompson, un hombre que, entre otras cosas, le había disparado a un policía a bocajarro, o de Pretty Boy McCready, a quien habían apodado «Chico Guapo» debido a su físico. Se imaginó al extraño con el auricular en la mano y a Pretty Boy, que había sido compañero suyo de celda, asintiendo una vez para dar a entender que lo habían encontrado. Y se preguntó si alguien de La Banda iba a ir a llamar a la puerta de su habitación.
¿Iban por él? ¿Tan pronto?
Era posible. Llevaba cinco días fuera de la cárcel, y todavía no había establecido contacto. Ellos habrían pensado que existía algún problema y habrían comenzado a buscarlo. Se habían puesto nerviosos mucho antes, cuando surgió la posibilidad de que lo exculparan. Era entonces cuando habían empezado a vigilar a Laurel, por si acaso él decidía desligarse del grupo. Tenían miedo de que eligiera vivir en la legalidad. También tenían miedo de lo que sabía, y de lo que podía contarles a las autoridades.
Sin embargo, ellos no tenían nada que temer. Hasta aquel momento, Virgil se había negado a delatar a nadie. Entendía los argumentos para denunciar a aquellos a quienes había considerado sus amigos. Debido a sus actividades criminales, estaría haciéndole un gran favor a la sociedad, etcétera. A él no le importaba. Las autoridades iban a tener que encontrar a otro para que les informara sobre La Banda. Aunque sus antiguos hermanos harían todo lo posible por liquidarlo, él tenía un código ético personal que le impedía convertirse en un traidor.
Pronto estaría transmitiendo información sobre la Furia del Infierno, pero para él, no era lo mismo. A ellos no les había hecho ninguna promesa. Tal vez esa distinción no sirviera para justificar lo que iba a hacer, pero era el único modo que tenía de salvar a Laurel, salir de La Banda y poder vivir consigo mismo cuando todo aquello terminara.
Si La Banda le hacía daño a Laurel, no obstante, olvidaría aquel delicado equilibrio que quería alcanzar. Dejaría a un lado sus buenas intenciones de redención y se dedicaría exclusivamente a destruirlos.
Bajó de la cama, se acercó a su bolsa de viaje y sacó una hoja de papel de uno de los compartimentos. En ella había un número de teléfono garabateado. Era el número de Pretty Boy desde que había salido de la cárcel. Virgil tuvo la tentación de llamarlo y decirle que, si Laurel no sufría ningún daño, él no delataría a nadie. Podía conseguir que Pretty Boy se lo tragara. Sin embargo, aunque Pretty Boy consiguiera convencer a Horse y a Shady, el hombre que manejaba los hilos, la banda no le permitiría que se alejara de ellos. Eso era una falta de respeto que le costaría cara.
Por si acaso ellos estaban todavía dudando y no sabían cómo reaccionar ante su repentina desaparición, Virgil no llamó. De hacerlo, quizá los empujara a acosar a Laurel más deprisa de lo que pensaban hacerlo. Virgil quería darle a Wallace todo el tiempo posible para que pudiera ponerla a salvo.
Suspiró, dejó el número sobre el escritorio y se acercó a la ventana. Apartó las cortinas y miró hacia el aparcamiento. Aunque había niebla, vio un coche con el motor encendido. Le pareció sospechoso, aunque en realidad, todo le hacía desconfiar. Llevaba demasiado tiempo viviendo sin confianza, y había perdido la capacidad de sentirse seguro.
Volvió a sonar el teléfono. Se colocó a un lado de la ventana mientras respondía.
—¿Diga?
—¿Virgil?
Era Peyton. Él soltó un suspiro y se tendió en la cama.
—¿Sí?
—¿Estás bien?
Él pensó en aquel coche y se preguntó si tendría motivos para preocuparse.
—Sí, ¿por qué?
—Pensaba que estarías durmiendo.
—¿Estabas intentando despertarme?
—Como nos hemos hecho amigos, sabía que no te importaría.
Estaba bromeando, y ahora que estaba a una distancia prudencial, Virgil agradeció la distracción. Le sirvió para relajarse, y se dijo que La Banda no le estaba esperando fuera.
—¿Debo pensar que te has arrepentido de tu última decisión?
—¿Qué última decisión?
—La de traerme al motel.
—Eso ha sido decisión tuya. Yo te habría invitado a cenar con gusto.
—Pero yo estaba más interesado en el postre.
Ella hizo caso omiso de aquel comentario.
—Acabo de hablar con Wallace.
Él agarró el auricular con fuerza.
—¿Está bien Laurel?
—Él estaba subiendo a un avión, y no me ha dicho nada de Laurel. ¿Debería haberlo hecho?
—Se supone que tiene que ocuparse de su seguridad.
—Entonces, a eso era a lo que iba. Hazme caso, no quiere fastidiarlo. Tiene grandes planes para su propio futuro.
Recordó los comentarios que le había hecho Wallace sobre Peyton. «Ya verás cuando la conozcas. Está tan buena... Lo que no daría yo por un poco de eso».
—En más de un sentido.
—¿Qué significa eso?
—Nada.
—¿No te agrada Wallace?
—No especialmente.
Virgil se levantó de la cama y se acercó a la ventana. El coche seguía en el aparcamiento. Seguramente, sus ocupantes no tardarían más que unos minutos en reservar una habitación...
—¿Por qué no?
—Por varias razones. Pero no me importa lo que sea ese hombre siempre y cuando cumpla su palabra. La cumplirá, ¿no?
—No puedo prometerte lo que no está en mi mano, Virgil.
—Por eso te preocupa esta operación, ¿verdad? Sabes que ellos no esperan que yo salga con vida.
No hubo respuesta.
—En realidad, es un plan muy inteligente. Si muero, no tendrán que pagar el dinero que me deben. Es un modo sencillo de ahorrarse un buen dinero sin arriesgar a su propia gente.
—Estoy segura de que eso no es cierto. Nadie piensa tal cosa. Y, aunque lo estén pensando, tú vas a cobrar ese dinero.
En otras palabras, él no iba a morir. Virgil se dio cuenta de que ella estaba decidida a que sobreviviera. Sin embargo, no estaba seguro de que Peyton pudiera conseguirlo. Lo que ocurría en la prisión solía suceder muy rápidamente, y no precisamente delante de los oficiales o de los subdirectores de las cárceles.
Sin embargo, no dijo nada. Tener a alguien de su lado hacía que se sintiera mejor. Por algún motivo, tenía la sensación de que Peyton se preocupaba de verdad por su bienestar, y no solo por lo que podía beneficiarle a ella.
—A propósito, se lo he dicho a Wallace.
—¿El qué?
—Que sé quién eres en realidad.
Él miró de nuevo por la ventana. El coche seguía allí.
—¿Y por qué?
—Quería conseguir más información.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti.
—¿Y la conseguiste?
—Creo que sí.
—Y ahora conoces mis secretos más ocultos.
—Sé lo principal.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Porque al principio me dije que iba a guardármelo, pero después me pareció justo informarte de que he cambiado de opinión.
Sonaron unos pasos fuera, en el pasillo. Eran los pasos de varias personas que se movían con rapidez.
—Vamos a tener que seguir hablando más tarde.
—¿Ocurre algo?
Virgil no tenía tiempo de dar explicaciones. Dejó caer el auricular y tomó el cuchillo que había robado en el restaurante. Un cuchillo de carne no era un arma muy efectiva contra dos hombres armados, pero solo podía usar lo que tenía.
Con la espalda pegada a la pared, esperó para ver si alguien tiraba la puerta abajo de una patada.