Capítulo 16

Eddie Glover se sentía como un muerto viviente. Como su esposa acababa de empezar a trabajar por las tardes en una tienda de manualidades, él había pedido el turno de noche en ADX Florence. Alguien tenía que estar en casa para atender a las niñas por la tarde, cuando volvían del colegio. Sin embargo, solo había pasado una semana desde el cambio, y su cuerpo todavía no se había adaptado. Después de pasarse ocho horas de pie durante aquel tiempo en el que normalmente dormía, se sentía atontado y falto de capacidad de reacción.

Era evidente que no tenía capacidad de reacción, ni tampoco de observación. No se dio cuenta de que un coche iba acercándose por su calle. El vehículo se detuvo ante el césped de su casa, y de él bajaron tres hombres blancos, que llevaban jerséis de algodón muy grandes y gorros de lana ceñidos. Cuando entendió lo que estaba ocurriendo, se quedó boquiabierto, mientras el más alto de los tres blandía una pistola ante su cara.

—¿Glover?

Eddie ni siquiera se molestó en ocultar su identidad. Aunque llevaba un abrigo, su uniforme tenía una etiqueta de identificación, y sería muy fácil comprobarla.

—¿Qué ocurre?

Con la ayuda de los otros dos, el hombre que se había dirigido a él lo arrastró hacia el porche de su casa. Eddie no podía permitir que entraran. Su esposa y sus niñas estaban dentro.

La adrenalina barrió las telarañas de su cerebro, pero de todos modos no podía hacer mucho por evitar que aquellos tres matones armados entraran si querían. Tenía el teléfono móvil en el bolsillo, pero sabía que le pegarían un tiro en cuanto intentara sacarlo. Solo contaba con la cerradura de la puerta y con la capacidad de hacerles razonar.

En cuanto se dieron cuenta de que la puerta estaba cerrada, el más alto de los tres, que tenía una línea de pelo que le recorría la mandíbula, y una barbilla ligeramente puntiaguda que le recordaba a la imagen con la que se representaba al diablo, lo empujó.

—Saque las llaves.

Las llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no hizo ademán de sacarlas.

—No.

—¿Está de broma? —preguntó Diablo.

—No, en absoluto. No voy a dejar que entren en mi casa.

Ellos se quedaron sorprendidos. Sin embargo, Eddie no entendió por qué. Si aquellos hombres pensaban que iba a dejar que entraran, no tenían ni idea de lo mucho que quería a su familia.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Diablo.

—No puedo permitir que entren. Pueden hacer lo que quieran conmigo, pero eso no va a cambiar.

—¿Eres idiota? —le preguntó otro de ellos. Era un hombre mucho más bajo, cubierto de tatuajes incluso por la cara. Tenía una mirada salvaje que le puso nervioso. Había visto muchas veces aquella mirada en personas que consumían drogas, y a menudo precedía a la violencia.

Hizo un esfuerzo por mantener la calma. Respiró profundamente. El pánico no iba a servirle de nada. Sin embargo, sería más fácil desactivar aquella situación si entendía por qué estaba sucediendo. Él llevaba diez años trabajando en la cárcel, y nunca había tenido un incidente.

—No soy tan tonto como para dejarles pasar.

—Entonces, te pegaremos un tiro aquí mismo —dijo Ojos de Loco, y le clavó el cañón de la pistola entre las costillas.

Ojalá sus vecinos fueran madrugadores. Sin embargo, nadie había encendido la luz todavía. Y los que se hubieran levantado estarían duchándose, no mirando por la ventana para ver si él había llegado a casa sano y salvo. Incluso su casa estaba a oscuras.

—Si me dicen lo que quieren, tal vez pueda ayudarlos —dijo—. Tengo la cartera. Está aquí. Podemos ir a un cajero.

Por los tatuajes que llevaban aquellos hombres, supo que pertenecían a una banda mafiosa. El tercero de los hombres, de estatura media y complexión normal, tenía tatuado en la mano un trébol con las letras AB. Eddie lo identificó. Era un tatuaje de la Aryan Brotherhood, la Hermandad Aria. Pensó que querían dinero. Tenía que ser eso. La Hermandad Aria no tenía ningún motivo para acosarlo. Él tenía buenas relaciones con los reclusos de Florence. Eso no significaba que perdonara sus actos, pero en su opinión, alguien que esperaba que lo trataran como a un ser humano debía tratar a los demás del mismo modo.

Diablo apartó a su amigo de un codazo.

—Si no quiere entrar a casa, vamos a meterlo al coche.

El coche no era menos peligroso para él, pero al menos, alejaría aquella amenaza de su familia.

Diablo se puso al volante y arrancó el motor. Ojos de Loco empujó a Eddie al interior y entró tras él. Trébol, que no había dicho una palabra, ocupó el otro asiento.

—¿Vamos al banco? —preguntó Eddie, mientras salían a toda velocidad hacia la calzada.

Nadie respondió. Tomaron varias curvas a toda velocidad, y cuando se dio cuenta de que iban hacia las afueras de la ciudad, Eddie supo que aquello no era un robo.

Al cabo de un rato, encontraron un camino de tierra que entraba en el campo. Por cómo conducían, aquello debía de ser un coche robado. Sin embargo, no estaba muy estropeado...

Y olía a coche de alquiler.

Aquellos hombres no eran de la ciudad.

Eso aumentó su confusión. ¿Qué ocurría?

Cuando, por fin, llegaron a una zona boscosa, el coche se detuvo, y todos salieron. Caminaron hacia la espesura, y una vez ocultos entre las ramas de los árboles, lo apoyaron contra un tronco y alzaron sus pistolas.

A él comenzó a latirle salvajemente el corazón. Observó a sus secuestradores y se preguntó si era así como iba a terminar su vida. Tenía la impresión de que iban a matarlo sin darle, tan siquiera, una explicación.

Sin embargo, el tipo más alto de los tres se adelantó.

—¿Se da cuenta de lo grave que es esto?

—Sí, señor —respondió Eddie.

—¡Sí, mejor que lo llames «señor»! —gritó Ojos de Loco.

Eddie lo ignoró. Él siempre llamaba «señor» a los reclusos; lo hacía desde que había comenzado a trabajar en la cárcel. Había decidido que podía juzgar y odiar a los hombres a los que custodiaba, o podía tratarlos con amabilidad, como enseñaba su iglesia.

—Si le pegamos un tiro y nos vamos, nadie lo encontrará aquí, señor Glover —dijo Diablo, devolviéndole la cortesía con la que él lo había tratado.

—Puede que tenga razón en eso —dijo Eddie.

—Entonces, ¿por qué no nos ayuda?

—Si me dicen lo que pasa, veré lo que puedo hacer.

—¿Qué sabe sobre Virgil Skinner?

Oh, Dios... no tenía nada que hacer. Aquello tenía que ver con la vida de un amigo.

Intentó pensar rápidamente. Después, empezó a hablar con la esperanza de parecer colaborador y profesional.

—Cumplió unos años de condena en USP Tucson. Lo trasladaron a ADX por un problema de conducta. Estuvo con nosotros durante casi un año, pero no causó ningún problema. Pasó unos meses en Florence, sin altercados, hasta que se demostró su inocencia y fue liberado, la semana pasada.

—Muy bien —dijo Diablo—. Y ahora, dígame dónde podemos encontrarlo, y lo dejaremos marchar.

Eddie estaba sudando tanto que se le pegaba el uniforme al cuerpo.

—No sé dónde está.

Diablo dio un paso hacia él.

—No creo que sea amable por su parte mentir. Y usted es un tipo amable. ¿Por qué no lo intenta de nuevo?

Trébol intervino.

—Es un guardia de la cárcel, tío. No puede saber mucho. Skin no se relacionaría con un apestoso guardia.

Diablo escupió al suelo.

—Eso era antes de que supiera que iban a exculparlo —dijo. Agitó el arma y se dirigió de nuevo a Eddie—. He oído decir que era muy amigo suyo. ¿Es cierto?

Skinner era el hermano que él siempre había querido tener. Nunca había sentido tanta admiración por nadie. Sin embargo, era extraño que hubieran tramado amistad, y él solo podía aferrarse a eso.

—No sé si éramos muy amigos. A mí me caía bien. Me parecía horrible que lo hubieran tratado de una forma tan injusta. Pero... era solo un interno más, ¿sabe? Uno no puede hacerse amigo de todos.

—Entonces, ¿no mantiene el contacto con él?

—No, señor.

Pensaba mucho en él, echaba de menos sus conversaciones, pero no se había puesto en contacto con él. Sabía que no podía hacerlo.

Ojos de Loco le echó tierra en los zapatos a Eddie.

—¿Quién lo recogió cuando lo soltaron?

—Supongo que su hermana. Creo que solo la tiene a ella. Yo no estaba allí.

—No, no fue su hermana —dijo Diablo.

—¿No? Entonces no lo sé.

Devil no quedó conforme.

—No me lo trago. Usted lo conocía demasiado bien como para no estar presente en el gran día.

Eddie estaba presente, por supuesto, cuando Virgil salió de la cárcel. Sin embargo, tenía que negarlo.

—Yo quise ir, pero no pude. Tenía a mis hijas, y mi mujer no me permite que las lleve cerca de la cárcel.

—Tu mujer lleva los pantalones en tu casa, ¿eh? —le dijo Ojos de Loco.

—¿Qué clase de amigo es usted? —le preguntó Diablo.

—Yo hago mi trabajo y me voy. No me lo llevo a casa.

En eso había algo de verdad. Tratar a los presos con respeto era una cosa, pero convertirlos en parte de su vida era otra. Eddie había hecho una excepción con Virgil porque Virgil era un hombre excepcional.

Diablo escupió otra vez.

—No lo entiende, señor Glover. Sabemos dónde vive.

A Eddie le flaquearon las rodillas. Tenían que creerlo. Tenía que decir algo para conseguir que lo creyeran.

—Les ayudaría si pudiera, pero no puedo. Se lo juro.

—No me va a dejar salida. Mire a este hombre —dijo Diablo, señalando a Ojos de Loco—. ¿Lo ve?

—Sí, señor.

—Está loco. Está dispuesto a matar a cualquiera. Mujeres, niños... No le importa. Ya sabe a qué me refiero. Los habrá conocido como él, trabajando donde trabaja.

—Nunca he tenido problemas con un preso.

—Pues va a tener problemas con mi amigo, porque nosotros necesitamos darle algo de información a nuestro jefe. Tenemos que averiguar a dónde ha ido Virgil. No es mago, así que no ha podido desaparecer. Ha tenido que ir a algún sitio. Y creo que usted sabe dónde.

Eddie recordó el día en que Virgil le había dicho que el Departamento de Prisiones de California, junto al Departamento Federal de Prisiones, le había ofrecido un trato. Querían que les ayudara a desmantelar una de las bandas mafiosas más fuertes de Pelican Bay, y él iba a hacerlo. Eddie respetaba su decisión. Respetaba a Virgil.

—¿Y por qué cree que yo lo sé?

—Usted no es el único que tiene amigos en Florence. Sabemos que eran amigos, por mucho que usted sea uno de los guardias. Virgil y usted estaban juntos todo el tiempo posible.

Él no había mantenido en secreto su amistad con Virgil. Nunca había pensado que tuviera motivos para hacerlo. En aquel momento, lo único que podía hacer era intentar minimizarlo.

—Nos llevábamos bien, sí, pero no he vuelto a verlo ni a hablar con él.

—Eso no resuelve nuestro problema.

—No puedo ayudarlos. Yo solo soy un guardia que conoció a Virgil Skinner. No es de mi familia, ni nada por el estilo.

Diablo chasqueó la lengua.

—No quería que llegáramos a esto —dijo, y le hizo un gesto a Ojos de Loco para que disparara.

Eddie cerró los ojos y comenzó a rezar.

Trébol intervino.

—Si lo matáis, no conseguiremos nada.

—De todos modos no quiere hablar. ¿De qué nos sirve? —replicó Diablo.

Eddie continuó rezando. No quería traicionar a su amigo. Sabía que, si Virgil estuviera en su lugar, preferiría morir antes que traicionarlo. Estaba seguro de ello.

—La última oportunidad —dijo Diablo—. ¿Va a decirnos dónde está Virgil, o no?

—Lo dejaron libre...

—¡Sabes algo más que eso! —gritó Diablo, y de repente, le dio una patada tan fuerte que Eddie se dobló hacia delante, aunque no sintió el dolor. Estaba entumecido a causa del terror.

—Esto no funciona —dijo Trébol—. Vamos a dejar a este tipo en paz. Larguémonos.

Ojos de Loco se giró como si fuera a pegarle un tiro a su compañero, pero después se detuvo.

—Voy a conseguir que este desgraciado hable.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Diablo.

—Esto —dijo Ojos de Loco. Se acercó a Eddie y bajó la voz—. Dinos dónde está Virgil Skinner, o te llevaré a tu casa y te obligaré a mirar mientras violo y mato a todos los que encuentre allí. Niños, niñas, no me importa. ¿Lo entiendes? No se salvará nadie.

A Eddie se le cayó una gota de sudor de la frente.

—¿Vale tanto Virgil como su familia, señor? —le preguntó Ojos de Loco burlonamente.

A Eddie se le derramaron las lágrimas. No. Por mucho que quisiera a Virgil, quería más a su mujer y a sus hijas. Y por eso, finalmente, les dijo lo que querían saber.