Capítulo 5
Virgil estaba seguro de que iba a perder más de lo que iba a ganar. Volverse loco deseando algo que no podía tener no era inteligente por su parte. Durante su vida en prisión, había visto a otros hombres torturarse echando de menos esto o aquello, y él se había propuesto no ser tan estúpido. Sin embargo, era humano, y mientras subía los escalones que conducían hacia la entrada de la casa de la subdirectora jefe de la cárcel, su trasero quedaba al nivel de sus ojos. Él no podía evitar admirarlo.
Había tenido su última relación sexual a los diecisiete años, con una chica a la que había llevado al baile de comienzo del año escolar en el instituto. Habían estado saliendo unas semanas, habían perdido juntos la virginidad y habían seguido experimentando el sexo durante un mes, más o menos. Eso era todo. Seguramente, no habían sido las mejores relaciones sexuales del mundo, pero él no hubiera podido decirlo con seguridad. Tres meses después lo habían arrestado.
Ella se llamaba Carrie. Él había soñado con sus muslos y su pecho en muchas ocasiones desde entonces, pero a medida que cumplía años, aquellos sueños se habían vuelto algo antiguo y gastado, y ciertamente, no resultaban tan estimulantes como una mujer de carne y hueso, sobre todo una mujer como Peyton Adams...
En cuanto llegaron al rellano de la entrada, desde el que se veía el océano Pacífico, él la rodeó para no ver todo el rato algo que le producía una erección inmediata. Algo como la barbacoa, la mesa de exterior, los árboles que rodeaban la casa y los móviles que había colgados del alero del tejado y que tintineaban suavemente al viento.
—Es muy bonito —dijo él, y se concentró en el sonido rítmico de las olas del mar—. Sereno.
—A mí me gusta mucho.
La casa tenía una cristalera enorme que ocupaba toda la fachada. Virgil estaba impaciente por entrar, pero solo porque quería saber más de aquella mujer que parecía tan fuera de lugar en el sistema penitenciario.
Una vez que hubo reconocido cuál era la razón de su interés, supo que sería una estupidez seguir alimentando su curiosidad. Se dirigió hacia la barandilla, en vez de permitir que ella lo condujera directamente al interior de la casa. No tenía sentido conocerla más. Aunque Peyton Adams terminara cayéndole bien, ella nunca sentiría lo mismo. Él era un antiguo recluso, y el hecho de que lo hubieran condenado injustamente era irrelevante. Había perdido los años más importantes de su vida, los años durante los que la mayoría de los hombres construía las bases sobre las que mantener una familia. Y él, aparte de las clases a las que había asistido durante su encarcelamiento, no tenía educación ni carrera profesional, solo tenía unas cuantas experiencias que le provocaban insomnio por las noches.
Lo más inteligente, lo más fácil, lo mejor sería descartar lo que su cuerpo consideraba algo factible.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —le preguntó.
—Desde que comencé a trabajar en Pelican Bay, hace seis meses.
—Entonces, Crescent City es un lugar casi nuevo para ti.
—Sí.
—¿De dónde eres?
—Me crié en Sacramento. Estuve trabajando en Folsom Prison durante quince años.
—¿Tienes familia allí?
Ella se abrazó a sí misma para protegerse del frío y de la niebla, y dio una patadita a una piña para lanzarla de la terraza al terreno.
—Un poco. Una tía y unos cuantos primos.
«Deja de hacerle preguntas. Ninguna de esas cosas es importante».
—¿Y hermanos?
—Soy hija única.
Él cerró los ojos e inhaló la fragancia del bosque.
—¿Dónde están tus padres?
—Ya murieron.
La tristeza que Virgil percibió en su voz hizo que su determinación flaqueara.
—Lo siento.
—Esas cosas pasan.
Por un momento, ella se quedó absorta en sus recuerdos. Permaneció inmóvil, mirando hacia el mar, y a él le recordó a la figura de proa de un antiguo velero. Bella y solitaria, pero serena. Una mujer con el pecho desnudo, que supuestamente debía avergonzar a la naturaleza y calmar los mares. Lo había leído en alguna parte. También había leído que llevar una mujer a bordo causaba mala suerte.
Se sintió como si acabara de descubrir a un polizón en su barco. ¿Sería Peyton una bendición o una maldición?
Tal vez el hecho de verla con el pecho desnudo le ayudara a decidirse...
—¿Cómo los perdiste? —le preguntó, al ver que ella no daba más explicaciones.
—Mi madre tuvo cáncer de ovarios. Pasó muchos años curada, pero al final... volvió. Murió hace veintinueve meses.
Contaba por meses, no por años. Su dolor todavía estaba a flor de piel.
Él se sentó junto a la mesa de la terraza. Se había dejado el sombrero y las gafas de su disfraz en el coche de Peyton. Allí no los necesitaba. Ella no tenía vecinos.
—¿Y tu padre?
—Murió en la cárcel.
Entonces, Virgil se levantó y se acercó a ella.
—¿Tu padre era un preso?
—Se pasó cinco años entre rejas.
—¿Por qué?
—Es una larga historia.
En otras palabras, no quería entrar en eso.
—¿Cómo murió?
Ella siguió mirando al horizonte.
—¿Cómo muere la mayoría de la gente en la cárcel?
—¿Lo apuñalaron?
Ella asintió ligeramente para confirmárselo.
Virgil hubiera querido acariciarla, consolarla, pero no sabía cómo hacerlo. Salvo lo que le había dicho a su hermana en las cartas, no sabía mucho de la ternura. No la había experimentado durante los últimos catorce años. Y, como había entrado en la cárcel a los dieciocho años, con una sola relación sentimental, una madre poco fiable y cuatro padrastros, no tenía demasiados ejemplos para guiarse.
—¿Cuántos años tenía?
—Treinta y uno.
Un año menos que él. Peyton lo había perdido muy pronto.
—Es demasiado pronto para morir —dijo él. Sin embargo, lo había visto demasiadas veces.
—Era un buen hombre.
¿Un preso que también era un buen hombre? Virgil no creía que hubiera manera de ser ambas cosas a la vez. Él lo había intentado. Sin embargo, que Peyton creyera eso de su padre le hizo pensar que tal vez su hermana lo recordara a él de la misma manera.
—¿Tu padre es el motivo por el que decidiste trabajar en prisiones?
Peyton sonrió brevemente.
—Sí. Y también, porque pensaba que podía ayudar a mejorar las cosas.
Él contuvo la respiración, con miedo a que ella pensara que se le estaba insinuando cuando puso su mano sobre la suya.
—Y tal vez lo estés haciendo —dijo. Después hizo un esfuerzo, la soltó y se alejó de ella—. Bueno, lo mejor será que empecemos ya, ¿no?
—Este es Buzz Criven —dijo Peyton, y puso la fotografía sobre la mesa de su comedor.
En vez de sentarse a su lado, Virgil se había colocado frente a ella. Desde que la había tocado cuando estaban en el porche, había tenido cuidado de guardar las distancias y no volver a rozarla.
Peyton debería sentirse agradecida, porque él estaba siendo muy respetuoso. Sin embargo, aquella actitud de Virgil le producía el efecto contrario: el hecho de que él se negara a tocarla hacía que ella deseara el contacto físico.
Virgil tomó la fotografía y la estudió.
—Rosenburg lo mencionó en la reunión de ayer. Va a salir pronto.
—Sí, pero todavía va a estar dentro treinta días. Estoy pensando que lo más inteligente sería ponerte en su celda. Tal vez, como no le queda mucho tiempo de estancia, esté más dispuesto a reclutarte, a ayudarte, a hablarte de sus actividades. Ese tipo de cosas.
—¿Tiene poder dentro?
—Un poco. Al igual que Nuestra Familia, la Furia del Infierno se ha estructurado con una jerarquía militar. Buzz es un capitán.
Él dejó la fotografía en la mesa.
—¿Quién es el general?
—Creemos que Detric Whitehead. Lo hemos tenido los diez años pasados en el Módulo de Aislamiento para intentar acabar con sus actividades, pero de algún modo consigue transmitir sus órdenes cuando necesita que los demás obedezcan. Este hombre —prosiguió Peyton, mostrándole otra foto— es Weston Jager, o Westy, y ocupa un lugar alto en la jerarquía de mando. Está con los presos comunes, así que lo conocerás cuando entres. Si no fue Whitehead quien ordenó matar al juez García, puede que fuera Weston.
Virgil se frotó la barbilla con los nudillos de la mano izquierda.
—¿Estos tipos son cabezas rapadas?
—En realidad, los de la Furia del Infierno son un poco de todo. Son cabezas rapadas, son banda callejera y son una banda carcelaria. Estos últimos años no se han preocupado tanto de su supremacía racial como de sacar provecho de sus actividades ilegales. Sin un liderazgo fuerte, y con la competencia de Nuestra familia, yo pensaba que iban a dividirse en dos bandas, por un lado los racistas y por otro los delincuentes, como ocurrió en el Enemigo Público nº 1 hace años. Sin embargo, no ha sido así. Whitehead los mantiene fuertes y centrados.
—¿Hay algún miembro del Enemigo Público nº 1 en Pelican Bay?
—Hubo algunos, pero hace varios años. La mayoría han sido absorbidos por la Furia del Infierno y por otras bandas más pequeñas.
—¿Se dedican a traficar con drogas?
—No se limitan a eso. Agresiones, asesinatos, prostitución... Incluso delitos como el fraude, la falsificación de moneda y el robo de identidad.
—¿Dónde empezaron?
—En el sistema penitenciario de Texas, a mitad de los años ochenta. Desde entonces han crecido mucho.
Él alzó la vista y la miró a los ojos, pero apartó la mirada rápidamente.
—No puedo creer que se hayan hecho fuertes aquí, precisamente. Según Wallace, todo el mundo sabe que esto es territorio de Nuestra Familia.
—En parte, ese es el motivo por el que la Furia ha crecido tan rápidamente. La Operación Viuda Negra hizo mella en Nuestra Familia. Desde ese momento, cualquiera que quiera contenerlos o que necesite protección de ellos, se une a la Furia del Infierno.
—¿Y cómo ha sido la reacción de Nuestra Familia ante ese desafío?
Ella se fijó en la cicatriz que tenía Virgil en el brazo. Era larga e irregular, y parecía de una herida defensiva. No pudo evitar preguntarse cómo se había hecho aquella herida.
—No están contentos, como puedes suponer. Estas dos bandas siempre están al borde de la guerra. Los mantenemos lo más separados posible, pero sigue habiendo violencia. Casi todos los días hay alguna agresión entre ellos.
—¿Cuántos muertos ha habido?
—¿Este año? Pocos, teniendo en cuenta que se han producido casi un centenar de agresiones desde enero. Eso habla muy bien de nuestro personal médico.
Entonces, se miraron el uno al otro. Ella no estaba segura de qué estaba pensando él, pero de repente, se quedó hipnotizada por sus ojos. El dolor que vio reflejado en ellos era inquietante, pero sin embargo, añadía a su mirada una profundidad que le hacía aún más misterioso.
Virgil se aclaró la garganta y volvió a las fotografías que había extendidas en la mesa.
—¿Qué símbolos usan?
—Como la mayoría de los grupos de supremacía racial, verás la esvástica. La Furia del Infierno usa también las letras FI, o una horca —respondió Peyton, y le señaló a uno de los hombres de las imágenes, que tenía las legras FI tatuadas en uno de los pectorales—. También pueden llevar la palabra «furia» tatuada en los nudillos, o en la espalda —añadió, y se lo mostró también—. Pero el símbolo que más se repite es una «ese» satánica con forma de rayo —dijo. Como no pudo encontrar ninguna en las fotografías, se la dibujó—. Oí decir a uno de ellos que representa al Destructor.
—También es el arma de Zeus —musitó Virgil.
—¿Conoces la mitología griega?
—He consultado algunos libros.
—No me esperaba que te gustara leer eso.
—No tenía mucho donde elegir. Si caía entre mis manos, lo leía. ¿Cuáles son sus colores?
—Naranja y negro. Morboso, ¿eh?
Se estaba haciendo tarde, y Peyton tenía hambre. Podría llevar a Virgil al motel y dejarle los expedientes para que terminara aquello él solo. O podía invitarlo a cenar, y continuar estudiando juntos.
—Iba a hacer espaguetis con pesto para cenar. ¿Te gustaría quedarte?
Ella esperaba una respuesta afirmativa, e incluso entusiasta, pero él la sorprendió al levantarse rápidamente.
—No, gracias. Tengo que volver ya.
Virgil respondió con sequedad, como si tuviera una reunión importante, pero Peyton sabía que no tenía nada programado. Nada, hasta el martes.
—¿Es que prefieres lo que tienes en la bolsa del supermercado que te dio Wallace antes que mis espaguetis?
—No tienes por qué molestarte.
—Cocinar para dos es lo mismo que cocinar para uno.
—Yo no tengo hambre, gracias.
Virgil se negaba a bajar la guardia. Ya había empezado a caminar hacia la puerta.
—¿Estás intentando demostrar algo, Virgil?
Él se detuvo.
—¿Qué iba a querer demostrar?
—¿Que no necesitas a nadie? ¿Que no quieres a nadie cerca? ¿Que estás perfectamente solo?
—Estoy perfectamente solo.
Ella frunció los labios.
—¿Y una simple cena amenaza tu soledad? ¿Te amenaza a ti?
—Tal vez. De todos modos, ya te lo he advertido.
—Que me lo has advertido —repitió ella. Se refería a que le había dicho que tuviera cuidado con las señales que le enviaba. Peyton agitó la cabeza y se echó a reír—. Seguramente, tengo muy buen aspecto para un hombre que acaba de salir de la cárcel. Pero no te engañes, cualquier mujer te parecería bien.
—Deja de hablarme como si yo no supiera distinguir entre ti y cualquier otra persona, como si no tuviera la capacidad de discernir. He tenido más oportunidades. En cuanto dejé bien claro quién era yo, y lo que era, la única persona que se me insinuó en la cárcel fue una mujer. Se hubiera abierto de piernas con que yo hubiese chasqueado los dedos.
—¿Y cómo es posible, si estabas en una prisión masculina?
Él se metió las manos en los bolsillos.
—No era una presa.
—¿Un miembro de la plantilla?
—Una oficial.
—¿Y aceptaste lo que te ofrecía?
—No. Se acostaba con todos los hombres que podía. ¿Quién sabe todas las enfermedades que podía tener? Yo no estaba tan desesperado como para acostarme con ella.
—¿Quién era?
—Eso no tiene importancia.
—Va contra la ley mantener relaciones sexuales con los reclusos.
Él se encogió de hombros.
—Yo no pienso delatarla.
—¿Por qué no? No parece que le tengas mucho afecto.
—No, pero vivo y dejo vivir, a menos que no tenga otra opción.
Las reglas de la cárcel. Lo que quedaba de los valores que él había adquirido en la prisión. Peyton lo reconoció con facilidad.
—Bueno, y si no me necesitas, ¿por qué quieres huir?
Él se rio en voz baja y recorrió su cuerpo con la mirada.
—¿Y a ti qué te importa si me voy? ¿Es que no tienes suficientes admiradores en Crescent City?
—Déjalo. Yo no estoy intentando... No importa —dijo Peyton. Se levantó y tomó de la mesa las llaves del coche—. Si prefieres cenar solo en el motel, muy bien. Te llevo.
Entonces, pasó por delante de Virgil hacia la puerta, pero él la tomó del brazo, y cuando ella alzó la vista y lo miró a la cara, se dio cuenta de que no era tan indiferente como intentaba aparentar.
—Ya sabes lo que quiero de ti —le dijo—. Si tú también lo deseas, no necesitas hacerme la cena. No tienes por qué mirarme como si fuera tu igual. Demonios, no tienes por qué hacer nada. Solo pedirlo.
Parecía que estaba decidido a llevar las riendas, por lo menos en cualquier interacción personal que sucediera entre ellos. Sin embargo, él no entendía que ella no podría justificar una relación sexual tan vacua. Nunca lo había hecho antes, y no iba a empezar ahora. Por algún motivo, lo que quería era un encuentro honesto con aquel hombre.
—No estoy interesada en un revolcón rápido.
—¿Y quién ha dicho que tiene que ser rápido? —preguntó él, con una sonrisa perezosa—. Tenemos todo el fin de semana. Y, a pesar de mi pasado, estoy limpio, si es eso lo que te preocupa. Me hicieron pruebas antes de que saliera de la cárcel.
—Me alegro de saberlo, pero no puedo aceptar tus condiciones. Aunque no por las razones que tú piensas.
Él frunció el ceño.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres de mí?
Su proximidad hacía que Peyton se sintiera... extraña, excitada.
—¿Por qué tiene que ser tan complicado? Quiero que te quedes a cenar. Te invitado a eso, ¿no?
Cuando vio que él bajaba la mirada hasta su pecho, se dio cuenta de que Virgil no sentía indiferencia.
—Si me quedo, no será para cenar.
Sus ojos se encontraron de nuevo, y ella vio algo que no había sido capaz de percibir antes. Bajo un escudo de orgullo masculino había confusión. El hecho de que Virgil detestara sentirse tan vulnerable hacía que ella quisiera acariciarlo y consolarlo por todo lo que había sufrido. Sin embargo, no podía ceder a aquellos impulsos. Apenas lo conocía, y tenía que trabajar con él. Quería mantener a toda costa su profesionalismo en aquel mundo de hombres. Y de todos modos, ¿cómo podía desearlo tanto?
—Entonces, te llevo al motel —le dijo.
—Eso era lo que yo pensaba —respondió Virgil.
Peyton no se dejó engañar por su sorpresa, y supo que él que se había quedado muy decepcionado.
Como ella.