Capítulo 24

Myles miró por las ventanas delanteras. No vio ningún vehículo aparcado frente a la casa de Vivian, salvo el de ella. Tampoco había luces en la parte delantera de su casa, ni ningún coche patrulla pasaba por allí. Todo era exactamente igual que las otras noches. Las casas estaban oscuras y silenciosas, el lago brillaba plácidamente bajo la luna y las estrellas oscilaban como adornos de Navidad en el cielo.

Seguramente Ink y Lloyd habrían entrado a casa de Vivian por la puerta trasera, así que él atravesó rápidamente su cocina y salió a la terraza. Allí se detuvo a escuchar. Oía los latidos de su corazón, pero no podía oír voces ni movimiento.

¿Ya se habían marchado?

La luz del piso de arriba no le permitía ver el interior por las ventanas. Tal vez, al ver que Vivian no estaba en casa, ellos se habían ido sin molestarse en apagarla. O tal vez estuvieran saqueando la casa en aquel momento, buscando pistas o dejando sorpresas...

No. Seguramente estaban tan decepcionados y furiosos por no haberla encontrado allí que no se habrían ido sin más. Atravesó rápida y silenciosamente el jardín de Vivian. Aunque no había tenido tiempo de ponerse el uniforme, sí se había puesto el chaleco antibalas encima de la camiseta. Sabía que seguramente estaba ridículo, pero el chaleco era lo más necesario.

Al descubrir que la puerta estaba rota y entreabierta, y que había cristales en el suelo, se alegró de haberse puesto los zapatos.

Alguien había estado en casa de Vivian, desde luego.

Myles abrió un poco más la puerta, pisó los pedazos de cristal y se detuvo a escuchar nuevamente. No oía nada, no veía nada. No había ni la más mínima iluminación en aquella parte. La luz de la luna entraba por las ventanas delanteras de la casa, pero no llegaba al fondo. Myles se había llevado la linterna, pero todavía no se atrevía a encenderla. Quería encontrar a Ink y a Lloyd antes de que ellos se dieran cuenta de que estaba allí, así que fue palpando la pared en medio de la oscuridad, con cuidado de no tirar nada.

Ni siquiera había salido del cuarto de la lavadora a la cocina cuando oyó pasos por las escaleras. Parecía que el intruso bajaba para marcharse.

Sin ver adónde iba no podía moverse muy rápido, así que encendió la linterna y se lanzó contra las puertas batientes que separaban la cocina del salón.

El haz de luz de su linterna iluminó la espalda de un hombre que estaba abriendo la puerta. Ink. Se giró en aquel instante, y Myles pudo verle la cara. Después, vio a un segundo intruso; era Lloyd, que estaba detrás de Ink, en el umbral.

Lloyd tenía un arma. Myles se parapetó detrás del sofá y gritó:

—¡Alto o disparo!

Ellos no se detuvieron; de todos modos, Myles no esperaba que lo hicieran. Ink empujó a Lloyd a un lado e intentó cerrar la puerta tras él, así que Myles apretó el gatillo, rezando por darle a alguien. Estaba asomándose por un lado del sofá para mirar, cuando alguien abrió la puerta de nuevo y la hizo chocar contra la pared con un ruido que resonó por toda la casa, justo antes de que se oyera un segundo disparo. En aquella ocasión era de los intrusos.

Ink se había hecho con el control del arma. Estaba cegado por la linterna de Myles y había disparado a la oscuridad, pero se había acercado mucho. Cuando Myles oyó el silbido de la bala junto a su oreja, lanzó la linterna hacia el centro del salón para que no revelara su situación, y disparó la Glock una, dos, tres veces.

Y le dio a alguien. Oyó un gruñido de dolor y una imprecación.

Con la esperanza de que el coche patrulla llegara ya, esperó unos segundos. Sin la linterna ya no podía verlos.

—¿Ink? —gritó—. ¡Tira el arma!

—¡Vete al infierno! —respondió el gangster. Entonces, alguien echó a correr.

Tenía que ser Lloyd. Myles no creía que Ink pudiera moverse tan rápidamente debido a su discapacidad. Eso significaba que, aunque Lloyd consiguiera escapar, él podía atrapar a Ink. Sin embargo, no iba a conseguirlo si se quedaba quieto. Tenía que sacrificar la protección del sofá para conseguir algún avance.

Primero, recargó el arma. Después, se puso cautelosamente en pie.

Su linterna abandonada dibujaba un círculo luminoso en la pared. Fue lo único que pudo ver antes de lanzarse hacia la puerta. Llegó hasta ella sin problemas, pero en cuanto la atravesó, oyó otro disparo.

Tampoco era de su propia pistola.

Entonces, sintió el dolor.

El ruido de los disparos despertó a Laurel de un sueño muy profundo. Pestañeó en la oscuridad, sin saber si había estado soñando. ¿Había revivido aquella noche funesta de Colorado, como le ocurría a menudo?

No, no lo creía. Después de unos segundos de intentar recuperar el aliento, oyó otro disparo. Entonces, supo con seguridad que todo era real.

—¿Myles?

No obtuvo respuesta. Tenía la impresión de que estaba completamente sola en la casa, pero sabía que él nunca la dejaría sin que hubiera alguien más allí. Al menos, si no tenía una muy buena razón para hacerlo.

—¿Myles? —repitió.

Entonces, sintió una descarga de adrenalina muy familiar. Estaba ocurriendo algo malo, algo horrible.

¿Dónde estaba su arma?

Tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo. Estaba en su bolso, pero ella no se lo había subido a aquella habitación. Lo último que recordaba era que lo había tenido junto a ella en la cocina de Myles, mientras él preparaba la cena.

—Dios, por favor —murmuró.

No estaba rezando por nada en concreto. Estaba rezando por todo. Por la seguridad. Por sí misma, por Myles, por todos los habitantes de Pineview. Por Virgil, por Rex y por los niños. No quería encontrar muerto al sheriff. No podría soportarlo.

Sonaron más disparos. Lo que estuviera ocurriendo, fuera lo que fuera, no había terminado. Tenía que salir de allí y ayudar, si podía. Sin embargo, ni siquiera tenía puestos los pantalones vaqueros. Después de que Myles la hubiera metido en la cama, se los había quitado para estar un poco más cómoda, y se había acurrucado bajo la manta de Marley.

¿Dónde estaban? Seguramente en el suelo, en alguna parte, pero ella ya había salido al pasillo y no iba a perder el tiempo buscándolos.

Bajó las escaleras y entró en la cocina para tomar su arma. Vio una luz encendida en el piso superior de su casa, pero eso no la sorprendió. Lo que la sorprendió fue no oír sirenas ni ver actividad policial fuera.

¿Dónde estaban el resto de los policías? ¿Acaso Myles había ido allí solo? ¿Y por qué?

Sacó la pistola del bolso, que estaba sobre la mesa, y salió corriendo por la puerta principal. No se habían oído más disparos, pero tampoco había oído a Myles haciendo ningún arresto, ni volviendo a casa.

—¿Myles? ¿Dónde estás?

—¡Vuelve a... entrar en casa, y... cierra con llave!

Al reconocer su voz, sintió un alivio abrumador, pero no le obedeció. Parecía que él estaba herido, que apenas podía hablar, y menos gritar.

Se lo imaginó desangrándose en su porche.

Miró a su alrededor en busca del peligro, pero no vio nada y echó a correr. Se vio rodeada por unas sombras oscuras y amorfas, pero se dio cuenta de que aquellas formas eran su coche, sus mecedoras, su hibisco y las columnas de su porche. Lo que hubiera ocurrido ya había terminado.

—¿Myles?

—¿Es que... no me has oído? —le preguntó él con la voz ronca—. Viene uno de mis... ayudantes. Él... me ayudará. ¡Vete!

Si Ink y su amigo estaban por allí, volverían a disparar, pero eso no la detuvo. Tenía que llegar hasta Myles antes de que fuera demasiado tarde; eso era lo único que le importaba. Bajó la pistola y corrió hacia su porche.

Lo encontró tendido sobre su felpudo, solo.

—¿Te han dado?

—Solo... en la pierna. Estoy bien.

Estaba bien si la bala no le había cortado una arteria importante. Pasó por encima de él para encender la luz del porche y comprobó que, en realidad, le habían dado dos veces, una en la pierna y otra en el cuello.

—¡Apaga eso! —gruñó él.

Ella no obedeció. A lo lejos se oía una sirena. El ayudante estaba a punto de llegar, e Ink y su compañero se habían marchado. Ella tenía que cortar la hemorragia.

Mientras entraba en su casa para tomar una sábana limpia, se le caían las lágrimas. Aquello era exactamente lo que temía. Había atraído a La Banda al pueblo, y, ahora, ellos estaban haciéndole daño a la gente que más le importaba.

Volvió al porche justo cuando aparecía una caravana de coches patrulla por su calle. Los vecinos de las casas de al lado se habían despertado y habían salido al porche, frotándose los ojos y bostezando, para ver qué sucedía. Unos cuantos empezaron a acercarse, pero ella los ignoró. En situaciones como aquella, los segundos eran preciosos.

Con unas tijeras cortó la sábana y le vendó el muslo a Myles. La herida de la pierna parecía peor que la del cuello, que era nada más un arañazo. Estaba limpiándole la sangre cuando notó que él deslizaba la mano bajo sus braguitas y le apretaba la nalga.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella entre las lágrimas. La barandilla del porche impedía que los vecinos y la policía que se acercaba los vieran, pero eso iba a cambiar dentro de unos segundos.

Él sonrió.

—Eh, no tendría tantas ganas de acariciarte si me estuviera muriendo.

Ella se echó a reír y le apartó la mano. Posó la cabeza sobre su pecho. El chaleco antibalas no era lo más cómodo del mundo, pero nunca había sentido algo mejor que la ternura con la que él le acarició el pelo.

—Todo va a salir bien —le dijo Myles—. No me ha pasado nada.

Entonces fue cuando Vivian lo supo. Tal vez Myles estuviera resistiéndose, tal vez tuviera miedo de enamorarse. Sin embargo, no podía evitar que ella le importara tanto como él le importaba a ella.

—¿Qué demonios te pasa? ¡Corre! —susurró L.J. con dureza.

No tenían tiempo de que Ink se dedicara a cojear. Si no salían rápidamente de Pineview, estaban muertos. Parecía que la policía salía de todas partes. Las luces del techo de los coches patrulla mareaban a L.J. con su efecto estroboscópico.

Se adentraron en el bosque y se refugiaron entre los árboles, pero L.J. tenía la sensación de que el rojo de aquellas luces se reflejaba por todas partes, y las sirenas eran ensordecedoras. La poli estaba demasiado cerca...

—Ya... voy —respondió Ink, jadeando.

Sin embargo, no estaba haciendo grandes progresos, y él no quería esperar. ¿Por qué iba a esperarlo? Ink no era nada salvo un asesino y un psicópata. Aquel desgraciado sin alma lo había metido en un gran problema, y al final todo había salido mal, tal y como él esperaba.

No iba a dejar que lo detuvieran con aquel chiflado, si podía evitarlo.

L.J. aceleró el paso para aumentar la distancia que había entre ellos. Sin embargo, él tampoco podía correr mucho. Le habían disparado en el hombro izquierdo. No sabía si su herida era grave, pero sí sabía que le dolía más que nada que hubiera experimentado en la vida. El dolor se extendía en ondas por todo su pecho, y la sangre le había empapado toda la pechera de la camisa. La tela se le pegaba a la piel. Si seguía perdiendo sangre, no podría continuar; entonces, Ink lo alcanzaría y lo mataría por intentar huir. Su compañero ya estaba haciendo amenazas guturales tan alto como podía.

—No se te ocurra dejarme atrás, idiota, o te mataré, te lo juro. Te mataré aunque tenga que buscarte por todo el país. Te encontraré cuando menos te lo esperes.

Aquellas palabras aterrorizaron a L.J., que aceleró más aún. Ya había visto lo que era capaz de hacer Ink, con cuánta despreocupación mataba a quien se interpusiera en su camino. Ink era la maldad personificada.

Tuvo ganas de darse la vuelta, mandarlo al infierno y seguir corriendo para alejarse de él. Sin embargo, a medida que dejaban más atrás la autopista y las luces, cada vez estaba más oscuro, y L.J. no sabía si iba a tropezarse o a caer en alguna grieta. Ya le estaban fallando las piernas.

Además, Ink tenía las llaves del coche, y el coche era una necesidad absoluta. No podían escapar a pie. Aunque la policía no los encontrara, no podrían viajar lo suficientemente deprisa; tampoco tendrían agua y comida para llegar a un sitio seguro, y menos con él desangrándose. No podían ir a una gasolinera a pedir que les dejaran usar el baño para limpiarse, ni a un hospital. Su futuro bienestar dependía de que pudieran llegar al coche antes de que los polis lo descubrieran, y volver a su cabaña, donde tenían la suficiente privacidad como para recuperarse y vivir hasta que todo volviera a la normalidad.

Ink lo tenía bien agarrado. Si seguía corriendo, seguramente moriría en mitad del bosque, o lo encontraría la policía y lo enviaría otra vez a la cárcel. Su única esperanza de sobrevivir era llegar al coche con Ink y volver a la cabaña.

Se detuvo y se inclinó hacia delante para recuperar el aliento. Le dolían los pulmones y tenía el corazón acelerado. Estaba temblando.

—¿En qué demonios estás pensando? —le preguntó Ink cuando lo alcanzó—. ¿Creías que podías dejarme tirado?

—No... Solo quería alejarme de la poli. Me han pegado un tiro. No sé cuánto tiempo más podré seguir corriendo.

Ink también estaba jadeando, pero aquello lo aplacó.

—¿Te han dado? ¿Dónde?

—En el hombro.

Ink no dio ninguna indicación de que le importara. Agarró a L.J. por la parte trasera de la camisa y lo empujó hacia delante.

—Tenemos que seguir.

—¿Sabes dónde... estamos?

—Sí —dijo Ink—. El coche no está lejos. Vamos —añadió, y volvió a empujarlo.

Una nueve milímetros, no era precisamente la pistola más potente que había, pero era lo único que había podido conseguirle el amigo de Rex en tan poco tiempo. Y podía ser letal desde una distancia corta. Para acabar con Horse, Virgil tendría que acertarle en el lugar exacto. Sin embargo, aquella arma no le serviría de mucho si tenía que enfrentarse a un ejército de mafiosos.

Virgil alquiló un coche en el aeropuerto y se dirigió hacia el club ilegal que Horse regentaba en el cruce de la dieciséis con Vermont. Al bajar del avión tenía la esperanza de llegar antes de que las actividades nocturnas estuvieran en su apogeo, pero tardó mucho en recoger el coche y comprar el arma con el amigo de Rex. Intentó conseguir también un silenciador, pero no fue posible. Después tuvo que pasarse una hora en carreteras que estaban tan congestionadas de noche como de día.

Cuando por fin llegó, el club estaba abarrotado. Había coches, camionetas y motos aparcados a ambos lados de la calle, y grupos de hombres y prostitutas congregados en las aceras. Algunos fumaban hierba y otros estaban comprando sustancias más duras. Virgil sabía que dentro del local había habitaciones a las que aquellos hombres podían llevarse a las chicas para cualquier cosa que quisieran hacer, incluso orgías. También habría máquinas tragaperras y mesas de apuestas, venta de armas... Todo lo que un tipo pudiera desear.

Había llamado a Rex hacía unos minutos para pedirle el número de Mona. Ella todavía andaba enredada con La Banda. Sin embargo, estimaba a Rex, y Rex confiaba en ella. Virgil esperaba que aquella confianza tuviera una buena base, porque había accedido a que ella fuera sus ojos y sus oídos aquella noche. Según su último mensaje de texto, él había llegado antes que ella al club, pero cuando Mona llegara, se suponía que iba a inspeccionar el local, decirle quién estaba dentro, a quién más esperaban, qué estaban haciendo, dónde estaba Horse y en qué momento Virgil tendría más oportunidad de encontrarlo a solas.

Su plan era muy sencillo y parecía factible. Sin embargo, no podía estar completamente seguro de que Mona le diera una información fiable. Tal vez se colocara y se olvidara de todo su trato. Tampoco existía la garantía de que quisiera el dinero que él le había ofrecido, antes que lo que podía ofrecerle Horse si se lo entregaba. Tal vez Mona decidiera decirle al mafioso que él estaba sentado en un coche fuera del local, y La Banda le tendiera una emboscada.

El hecho de confiar en ella era una aventura de alto riesgo. Sin embargo, tenía que confiar en alguien; sin aquella ayuda no tendría ni la más mínima oportunidad.

No se molestó en agachar la cabeza ni en girar la cara cuando pasó junto a aquellos hombres de la acera. No era probable que ninguno de ellos lo reconociera. Él se había criado en Los Ángeles, pero no había formado parte de ninguna banda mafiosa hasta que había entrado en la cárcel. Y, debido a que lo habían juzgado en el sistema federal, que imponía penas más duras, él había cumplido su condena en cárceles de Arizona y Colorado, y no en su propio estado. Tal vez algunos de los miembros de La Banda a quienes él conocía hubieran vuelto a Los Ángeles para vivir con los hermanos y formar parte del imperio criminal, pero si él se comportaba de un modo sospechoso, llamaría más la atención que si actuaba como si aquel fuera su sitio.

Mientras torcía una esquina y aparcaba, miró la fotografía de Peyton y de Brady que había puesto sobre el salpicadero del coche. Estaba tan ansioso que no quería esperar a Mona. Peyton podía ponerse de parto en cualquier momento, y él no quería que estuviera sola cuando, además, estaban enfrentándose a tantas cosas...

Si ella perdiera el bebé...

Ni siquiera quería pensarlo. Tenía que calmarse; no podía actuar apresuradamente si quería volver a verla.

Tomó la pistola del asiento del copiloto y miró el cargador mientras llamaba a Laurel. Había comprado un teléfono móvil de prepago para tener un medio de comunicarse, algo que no tuviera en la memoria todos sus contactos, por si caía en las manos equivocadas. No quería marcar el número de su hermana. Eso significaba que tendría que destruir el teléfono antes de dejar el coche. Sin embargo, tal vez si hablaba con ella consiguiera nueva información que le ayudara a reunir valor. Si tenía que matar a Horse, esperaba que eso la salvara a ella, al menos.

Respondió su contestador automático.

—Este es el contestador automático de Vivian Stewart...

¿Dónde demonios estaba? Eran las dos de la mañana. Debería estar en casa.

Se le formó un nudo de angustia en el estómago. ¿Acaso Ink había dado con ella? ¿Era demasiado tarde?

Si había sucedido algo así, La Banda no sabía lo que iba a ocurrirle. Porque, una vez que él hubiera desatado su rabia...

Sonó el pitido que le indicaba que debía dejar un mensaje. En realidad, no sabía qué decirle a Laurel. ¿Qué podía decir, después de todo lo que había ocurrido?

Algo. Aquella podía ser su última oportunidad de comunicarse con su hermana, que había estado a su lado en todo momento, incluso cuando parecía que el mundo entero, incluso su madre, estaba decidido a destruirlo.

—Eh, hola. Soy yo... —dijo—. Quería decirte que... que lo siento. Ojalá nunca te hubieras visto implicada en nada de esto. Ojalá hubiera encontrado una manera de gestionar mi vida que no te hubiera afectado a ti. Pero... esto no sirve de mucho, ¿verdad? Somos lo que somos. Solo quiero que sepas que te quiero. Siempre te he querido.

Cuando colgó, recibió otra llamada, y después de comprobar el número, respondió:

—¿Diga?

—Soy yo. Estoy a una manzana del club.

Mona. El juego había empezado. O ella le daba la información que necesitaba para matar a Horse, o le daba la información que Horse necesitaba que le diera para matarlo a él.