Capítulo 7

Myles sabía que no debía presionar a Vivian; ella era demasiado tozuda. Perseguir a alguien tan misterioso y tan reservado era buscarse problemas. Y, sin embargo... ella lo atraía como ninguna otra mujer. Al principio no lo esperaba, o por lo menos, no sabía que las cosas fueran a ocurrir así. Pensaba que saldría con ella y comprobaría si las cosas iban a alguna parte y, seguramente, seguiría buscando otra candidata. No tenía muchas esperanzas de encontrar a alguien a quien pudiera querer tanto como a Amber Rose.

Parecía que Vivian no iba a dejar que el interés que sentían el uno por el otro se desarrollara de un modo relajado, normal. Era muy distinta a las otras mujeres que él había conocido, y completamente opuesta a su mujer. Amber Rose era confiada, afectuosa, luminosa. Vivian era complicada y estaba llena de sombras. Eso conllevaba muchos riesgos, y él no tenía derecho a correr riesgos en aquel momento de su vida, con una hija adolescente que había perdido a su madre...

Entonces, ¿por qué no era capaz de alejarse de su vecina?

Porque la deseaba demasiado, así de simple. Él hubiera querido relacionarse con ella sin profundizar demasiado, conocerla mejor antes de decidir si bajaba o no bajaba las defensas. Ese era el motivo por el que la había rechazado la noche anterior, aparte de que ella hubiera tomado bastante vino. Pero Vivian no le iba a permitir ir a lo seguro. Tendría que tirarse de cabeza a la piscina si quería mojarse.

Lo cual era bastante estúpido por su parte, ¿no?

Por supuesto que sí. Debería llamarla y cancelar la cita.

Sin embargo, sabía que eso no era posible. Por primera vez, desde la muerte de Amber Rose, sentía cosas positivas sobre la vida en general y sobre aquella vecina en particular: emoción, entusiasmo, excitación y curiosidad. Si Vivian le daba otra oportunidad como la noche anterior, la aceptaría. Aunque terminara arrepintiéndose, por lo menos escaparía del vacío y el entumecimiento que habían sustituido al dolor de perder a Amber Rose.

Miró el reloj. La autopsia de Pat estaba prevista para las tres, y como había estado demasiado tiempo en casa de Vivian, y la comida con Marley se había alargado, tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo para presenciarla.

Al igual que la comisaría, la morgue estaba en Libby, a media hora de camino. Cuando le quedaban solo unos ocho kilómetros para llegar, vio un vehículo averiado en la cuneta.

Como estaba tan decidido a llegar a tiempo a la morgue, estuvo a punto de dejar al conductor que se las arreglara solo. En realidad, eran dos hombres. Sin embargo, no tenían cobertura de móvil, así que no podían llamar para pedir ayuda. Al ver que uno cojeaba al rodear el vehículo para revisar el motor, aminoró la velocidad.

Los andares de aquel hombre eran extraños, como si tuviera una pierna más larga que la otra. Tal vez el segundo, el que estaba sentado al volante, pudiera moverse incluso menos que su acompañante, y por eso ni siquiera había salido.

Myles se detuvo detrás de la pequeña furgoneta y apagó el motor. Después consultó la matrícula, que era de California, pero recibió la respuesta de que el sistema informático estaba fuera de servicio, y que llevaba así veinte minutos.

—Bueno, no importa —murmuró. Aquellos chicos necesitaban que les echara una mano. Si lo hacía rápidamente, llegaría a tiempo a la autopsia.

Justo cuando Myles salía del coche patrulla, el hombre discapacitado se inclinó sobre el capó.

—Buenas tardes, oficial.

—Parece que tienen problemas —dijo Myles. Se fijó en la furgoneta. Posiblemente era de los noventa.

—Se ha quemado el radiador —respondió el hombre.

El asiento trasero estaba lleno de equipo de acampada y de aparejos de pesca, cosa que no era extraña en aquella época del año. La persona que estaba dentro de la furgoneta lo miró a través de la ventanilla, pero no se movió. Parecía que era joven. No tan joven como para ser hijo del hombre discapacitado, pero sí su hermano o su sobrino, quizá.

El discapacitado se apoyó con dificultad en ambas manos, como si le doliera soportar su propio peso. Llevaba unos pantalones vaqueros, una camiseta de manga larga y una gorra de béisbol, pero Myles se dio cuenta, al acercarse a él, de que estaba cubierto de tatuajes, incluso en la cara. Las imágenes de serpientes y gárgolas hicieron que Myles deseara haber podido comprobar la matrícula. Él trataba con muchos turistas, sobre todo hombres, y algunos de ellos eran bastante toscos. Sin embargo, aquel tipo era distinto a cualquier otra persona que hubiera visto desde que trabajaba en Phoenix. Su aspecto, y también el hecho de que no hubiera dado muestras de alivio ante la perspectiva de contar con su ayuda, por no mencionar la forma en que el chico del interior del vehículo se hundió en el asiento, despertaron el instinto de policía de Myles.

Inmediatamente, pensó en el asesinato de Pat. Ojalá pudiera averiguar si aquella furgoneta era robada, o si había alguna orden de arresto contra ellos.

—Se ha calentado el motor, ¿no? —preguntó.

—Sí. Demasiado caliente como para aguantar sin romper el radiador —dijo su interlocutor. Había una jarra de agua en el suelo, junto a la rueda. Era evidente que el hombre había hecho todo lo posible por remediar el problema.

A juzgar por el olor a quemado, Myles pensó que era demasiado tarde como para salvar el motor.

—Si ese es el problema, no arrancará. ¿No quiere que llame a la grúa? Harvey vendrá enseguida y los llevará al pueblo junto a su vehículo.

El hombre de los tatuajes miró el dinero que llevaba en el bolsillo. Después lo miró a él.

—¿Cuánto cuesta la grúa?

—No lo sé con certeza, pero supongo que unos ochenta dólares.

—¿Lo oyes? —le preguntó al chico del volante—. Por tu culpa necesitamos una grúa.

La puerta del coche se abrió, y el muchacho asomó la cabeza. Tenía las cejas muy negras y los ojos muy azules.

—¡Yo soy el que dijo que teníamos que parar!

—¡No es verdad!

—¡Sí es verdad!

—Si necesitan una grúa, no hay nada que hacer —dijo Myles, interrumpiéndolos. No parecía que se llevaran muy bien. El chico estaba de muy mal humor, y el tipo de los tatuajes apenas podía contener la irritación.

—Sí, adelante. Llame —le dijo a Myles.

Myles sonrió ligeramente.

—Lo haré, pero primero necesito ver su carné de conducir, la documentación del vehículo y el seguro.

El chico se irguió en el asiento.

—¿Por qué? No hemos hecho nada malo.

Como estaba en desventaja numérica y no sabía si aquellos hombres iban armados, Myles mantuvo un tono y una expresión calmados. No quería ponerlos nerviosos.

—No hay nada de qué preocuparse —dijo—. Es solo el procedimiento normal.

El chico no podía tener más de diecinueve o veinte años, y aunque parecía que no se había duchado desde hacía varios días y llevaba la ropa arrugada y sucia, no era feo. Era alto y delgado, y tenía una buena constitución. Lo que inquietaba a Myles era su actitud furtiva y el sudor que brillaba en su frente.

—¿Solo porque se haya roto el radiador?

Aquella reticencia a mostrarle la documentación hizo sonar otra alarma en la cabeza de Myles. No quería estar en aquella situación sin refuerzos, porque no tenía ni la menor idea de si aquellos hombres eran ciudadanos que respetaban la ley. Aquel día, además, no había apenas tráfico por la carretera, y eso era otro punto a favor para ellos. Si quisieran, podrían pegarle un tiro, arrastrar su cuerpo al bosque y robarle el coche patrulla.

—Como he dicho —dijo Myles, y bajó la mano por si necesitaba sacar el arma reglamentaria—, es el procedimiento normal.

—Dáselo —dijo el tatuado, gruñéndole a su compañero, como si fuera él quien tomaba las decisiones.

Myles se puso muy tenso. Aquel era el peor momento de cualquier parada de tráfico: cuando el conductor se inclinaba hacia el otro asiento para abrir la guantera. En vez de sacar la documentación, podía sacar una pistola. Cuando trataba con la gente de Pineview, a él no le preocupaba eso, pero aquellos dos sujetos eran perfectos extraños.

Por suerte no hubo disparo. Myles sintió un inmenso alivio al ver que el joven le entregaba la documentación y el seguro. Todo ello estaba a nombre de un tal Quentin J. Ferguson.

—¿Y su carné?

El chico se quitó la gorra y volvió a ajustársela en la cabeza.

—Lo siento, señor. Perdí la cartera en el río, ayer mismo.

Aquel tipo de cosas ocurrían a menudo, pero Myles no pudo creérselo del todo. Se giró hacia el otro hombre.

—¿Y usted?

—Yo no me he traído el carné de conducir. Teniendo en cuenta mi discapacidad, es mejor que no conduzca.

¿Ninguno de los dos podía darle una prueba de su identidad?

—¿Por qué no comenzamos con sus nombres? —le preguntó Myles al hombre tatuado, que sonrió de oreja a oreja al responder.

—Ron Howard.

Myles se irguió.

—¿Como el director?

—¿Qué director?

¿Lo decía en serio? No, no era posible. Aquel tipo sabía exactamente quién era Ron Howard.

—¿Cómo se lesionó, señor Howard?

—Me caí de un andamio cuando trabajaba en una obra. Me rompí la espalda.

A Myles le dio la sensación de que iba a tener que arrestarlos. Había algo que le daba muy mala espina...

—Espero que sea algo temporal.

—Me temo que no.

Parecía que sufría dolores de verdad.

—Lo lamento.

La expresión del supuesto Ron Howard se volvió amarga, y las gárgolas que tenía tatuadas en la cara se le movieron como si bailaran.

—Sí, yo también.

Aquel hombre resultaba tan fascinante como repulsivo. Con esfuerzo, Myles apartó la vista de él y señaló la furgoneta Toyota.

—¿Es usted el propietario del vehículo?

—No. El dueño es su hermano —respondió él, señalando al muchacho.

—¿Y cómo se llama usted? —le preguntó Myles al conductor.

—Peter Ferguson —dijo, señalando la documentación—. Quentin es mi hermano. La jota es la inicial de Joe —añadió, y miró la placa de identificación de Myles—, sheriff King.

Ojalá pudiera creerse lo que le habían dicho. Y ojalá no tuviera que darles la espalda a aquellos dos para volver a su coche. Sin embargo, no podía quedarse allí todo el día.

El crujido de sus botas en la gravilla sonó muy alto, seguramente porque él era muy consciente de cada uno de los pasos que daba. El asesinato de Pat, unido a la aparición desconcertante de aquellos dos individuos, le había hecho asustadizo, tan asustadizo como los demás habitantes de Pineview. Intentó escuchar cualquier movimiento que se produjera detrás de él, cualquier señal de peligro, pero llegó al coche patrulla sin problemas.

Dejó la puerta abierta, para poder salir rápidamente si era necesario, y llamó a la centralita para preguntar por la matrícula, en vez de entrar en el ordenador. La respuesta fue la misma: la División de Vehículos de Motor de California no estaba disponible.

—Llámeme en cuanto tenga alguna noticia —le dijo a la encargada de la centralita.

Después llamó por radio a Harvey’s Tow, la empresa de grúas. Cuando terminó la llamada permaneció en el coche, estudiando la documentación que le habían dado. La dirección indicaba que el propietario de la furgoneta vivía en un lugar llamado Monrovia, en California. ¿Estaba aquella localidad al sur, o al norte de California?

Myles no tenía ni idea. Solo había estado una vez en Disneylandia con Marley, y eso era todo.

Ron Howard comenzó a caminar hacia el coche patrulla. Myles había estado retrasándolo todo con la esperanza de tener noticias de la centralita antes de volver a la furgoneta, pero ya habían pasado diez minutos. Sabiendo que la puerta abierta de su coche serviría de escudo si había algún problema, se puso en pie, pero permaneció tras ella.

—La grúa viene de camino.

—No tendrá una botella de agua, o algo de beber en el coche, ¿no? —le preguntó el hombre tatuado.

Myles no tenía ni comida ni bebida.

—No, lo siento.

El hombre asintió y se dio la vuelta para volver a su furgoneta. Sin embargo, no había dado diez pasos cuando se dobló hacia delante y soltó una maldición.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Myles. Parecía que sufría un fuerte dolor, y él no pudo evitar preocuparse—. ¿Quiere que llame a una ambulancia?

—No. No pueden... hacer... nada —dijo el hombre tatuado, hablando con dificultad.

—¿Necesita aspirinas, o algo por el estilo? Yo no tengo, pero tal vez el conductor de la grúa sí.

—La aspirina tampoco me sirve de nada.

—Entonces, tendrá una receta para analgésicos más fuertes.

—Se me cayó... al río... con la cartera de Peter.

Myles estaba a punto de dejar la seguridad de su coche para ayudar al hombre a volver a su furgoneta, cuando la radio dio aviso. Estaban intentando ponerse en contacto con él desde la centralita.

—Un momento —dijo. Se agachó y entró en el coche, y tomó el micrófono—. ¿Tienes alguna información? —le preguntó a la encargada.

—La matrícula que me dio está registrada a nombre de Quentin J. Ferguson, de Monrovia, California —dijo Nadine Archer.

Myles había hablado con ella tantas veces desde que trabajaba en aquella zona que reconocía su voz.

—¿Hay alguna denuncia sobre su robo?

—No, señor.

Myles alzó la vista. Ron había conseguido erguirse y caminaba con dificultad hacia su furgoneta.

—¿Tiene Quentin J. Ferguson, de Monrovia, alguna orden judicial pendiente contra él?

—No, ni una.

—¿Y cuándo nació?

—En 1964 —respondió Nadine.

Eso significaba que Quentin, el hermano de Peter, tenía cuarenta y seis años; era bastante mayor que Peter. Sin embargo, era posible. Incluso cabía la posibilidad de que Quentin fuera su hermanastro.

Ron subió a la furgoneta e inició otra discusión con el muchacho, pero dadas las circunstancias, eso tampoco estaba fuera de lo normal. Hacía calor, estaban sin coche bastante lejos de casa y uno de ellos sufría muchos dolores y había perdido la receta de sus analgésicos.

—¿Podría darme información sobre un tal Ron Howard?

—¿También de Monrovia?

—Seguramente. Inténtelo.

Tuvo que esperar varios minutos hasta que ella volvió a la línea.

—Hay varios Ron Howard, pero ninguno tiene órdenes judiciales pendientes.

—Está bien. Gracias.

—A su disposición, sheriff.

—Bueno es saberlo —murmuró Myles, mientras colgaba el micrófono en la radio. Parecía que su intuición estaba un poco confusa aquel día. Tal vez. Sin embargo, aquellos dos seguían sin gustarle.

Los hombres dejaron de hablar en cuanto se acercó a su furgoneta. Él percibió algo de inquietud, pero podía haber muchas razones para eso. Tal vez hubieran tenido algún encontronazo con la ley tiempo atrás. De cualquier modo, él no podía hacer nada. No tenía ningún motivo para detenerlos. Lo mejor sería que se marchara a la autopsia antes de perdérsela por completo.

—La grúa llegará en cualquier momento —les explicó, mientras les devolvía la documentación—. Yo tengo que encargarme de unos asuntos en el pueblo de al lado, así que me marcho.

El muchacho se irguió en el asiento.

—¿De veras?

—No les importa esperar solos, ¿verdad?

—No, en absoluto. Muchas gracias por su ayuda, sheriff.

El hombre que había dicho que se llamaba Ron Howard no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y cerró los ojos.

—¿Su amigo estará bien? —le preguntó Myles.

—Sí, no se preocupe —le aseguró Peter—. Es un dolor crónico. Nadie puede evitárselo.

—Debería ponerse en contacto con su médico para que le dé una nueva receta. Hay una farmacia justo enfrente de Harvey’s Tow.

El chico asintió.

—Lo haremos. Gracias.

—Buena suerte —dijo, y se marchó hacia su coche.

Se habría quedado a esperar más por si acaso el señor Howard empeoraba y necesitaba asistencia urgente, pero Harvey llamó por radio para decirle que llegaría en cinco minutos.

Así pues, podía dejarlos. Por muy raros que fueran, aquellos chicos no le habían dado ningún problema. Tampoco podían causarle problemas a Harvey; él nunca llevaba dinero encima. Lo único que podían robarle era la grúa, pero si necesitaran hacer algo así, le habrían robado el coche a él.

Myles se sintió aliviado por poder librarse de ellos. Informó a Harvey de que uno de los hombres tenía un problema médico. Después se marchó. Con suerte, todavía llegaría a la autopsia.