Capítulo 20

—¿Este es el sitio? ¿Seguro?

Myles estaba con Ned frente a la casa de Allen Biddle, al este del pueblo. No era un lugar muy conveniente para dejar a dos autostopistas. No había parada de autobús, ni cabina de teléfono, ni cafetería, ni gasolinera cerca, solo una casa, la casa de troncos de madera de un soltero de mediana edad que pasaba su tiempo entre Montana y Alaska, y que trabajaba de guía de caza.

—Segurísimo, sheriff. Sabía que no querrían continuar conmigo.

—¿Y por qué no?

—Porque no iba al pueblo —dijo Ned. Tenía unos cuarenta años y llevaba toda la vida en Pineview. Cuando no estaba jugando al softball, se vestía como si fuera un cowboy. Intentó subirse los pantalones vaqueros por encima de la barriga abultada, pero no pudo—. Venía de Libby, porque había tenido que ir a recoger unas cuantas cosas allí —explicó—. Los vi cuando volvía y me paré, pero les expliqué que no iba a llegar hasta Pineview.

—¿Y qué te dijeron?

—Que los llevara hasta donde pudiera, y eso fue lo que hice.

Myles se rascó la cabeza, intentando pensar si aquellos dos habrían entrado en el pueblo caminando, habrían parado a otro coche o se habrían dirigido hacia las montañas. Dudaba que hubieran hecho aquello último. Él había ido a ver su camioneta antes de marcharse de Pineview; todo el equipo de pesca y de caza que tenían seguía dentro del vehículo.

—¿Y adónde ibas? —le preguntó a Ned.

—Hace unos meses compré la plantación de pinos de Navidad de Leland, e iba hacia allí.

Myles no se había enterado de eso.

—El negocio de los seguros debe de irte muy bien.

—Como siempre. Bastante bien. Pero estaba buscando algo que pudiera compaginar con los seguros, y cuando se me presentó esta oportunidad, decidí aprovecharla.

Pese a su atuendo de cowboy, Myles no veía a Ned de granjero.

—¿Sabes algo del cultivo de los pinos de Navidad?

—No mucho, pero estoy aprendiendo.

—Bueno, entonces, ibas hacia tu granja cuando recogiste a esos chicos.

—Sí. Hay que tomar el desvío de ahí —dijo, señalándolo—. Por esa carretera hacia arriba no hay más que árboles, así que pensé que tendrían más posibilidades de llegar pronto al pueblo si los dejaba aquí mismo.

—¿No intentaron persuadirte ni obligarte a que los llevaras más allá?

—No, señor.

—¿Te fijaste en si iban armados?

—No, que yo sepa. No llevaban rifle, ni ningún arma visible.

—¿Qué llevaban?

—Nada, salvo la ropa.

—¿Y te dijeron adónde querían ir?

—A Pineview.

Myles se puso en pie.

—Me refiero a cuando llegaran allí. ¿Te mencionaron algún motel, o un campamento, o un restaurante?

—No.

Myles dio una patada a una piedra de la carretera.

—Tenían algún motivo para necesitar que los llevaran en coche. No hay muchos autostopistas por aquí.

—Me dijeron que se les había roto la furgoneta.

—¿Y no les preguntaste por qué no se habían ido en la grúa?

—No sabía que habían llamado a la grúa.

Lógico. ¿Cómo iba a saber Ned que él se los había encontrado y había llamado a Harvey?

—¿Y de que hablasteis mientras ibais en tu coche?

—Sobre todo del tiempo. Después de un rato, yo saqué el tema del asesinato de Pat, y ellos me preguntaron si la policía tenía alguna pista sobre los culpables. Les dije que no —respondió Ned, y escupió en el pavimento—. Pero usted sospecha que ellos fueron quienes mataron a Pat, ¿verdad? Por eso ha estado repartiendo carteles, como el que he visto en la cafetería esta mañana.

—Sí, exacto. Estoy bastante seguro de que son ellos. ¿Por casualidad te fijaste en el calzado que llevaban?

—Zapatillas de deporte.

—¿De qué marca?

Él se encogió de hombros.

—No sabría decirle. No me fijé mucho. A uno que prefiere las botas todas las zapatillas le parecen iguales —dijo con una sonrisa, y levantó la pierna para mostrar su bota de piel de serpiente.

—Muy bonita —dijo Myles, pero apenas la miró. Estaba demasiado concentrado en su tarea—. ¿Y los dos llevaban las mismas zapatillas?

Ned arqueó las cejas.

—Pues ahora que lo menciona, creo que sí.

¿Serviría de algo peinar la zona? Ned los había visto la tarde anterior...

Myles pensó que, por lo menos, iba a ir a hablar con Allen, y a echar un vistazo en los cobertizos de su finca.

—¿No hay nada más que puedas decirme, Ned? ¿Algo que me dé una idea de dónde buscar?

Ned volvió a escupir y cabeceó.

—Ojalá pudiera. Fingieron que ellos también estaban buscando a alguien, y yo, como un tonto, me lo creí.

—¿Qué quieres decir?

—El más joven me dijo que querían ir al pueblo porque él tenía la esperanza de reunirse con su hermana biológica, que fue adoptada al poco de nacer, y que se llamaba Laurel... algo. Me preguntó si la conocía. Le dije que no, y eso fue todo.

Vivian... Como estaban tardando más de lo que él había pensado, llamó a la comisaría y le pidió al ayudante Campbell que se acercara a Pineview e hiciera vigilancia delante de casa de Vivian hasta que él pudiera llegar.

—¿Y cómo eran?

—Uno tenía tatuajes por todas partes, como dice en el cartel. No habló mucho. El que hablaba era el chico joven.

—¿Y te dijeron cómo se llamaban?

—Ron Howard y Peter Ferguson. Me parecieron agradables. Nunca hubiera pensado que los buscaba la policía —dijo Ned, y sonrió con tristeza—. O que iba a tener suerte de salir vivo de ese viaje.

—Gracias por haberme contado todo esto —le dijo Myles.

Mientras Ned se marchaba, Myles llamó a la puerta de la casa de Allen. Sin embargo, el vecino no pudo decirle nada nuevo. Allen insistió en que por allí no había pasado nadie. No había visto a dos hombres merodeando, y dudaba que hubiera nadie en su propiedad, pero le ayudaría a buscar por si acaso.

—¿Y a qué otro sitio crees que pueden haber ido? —le preguntó Myles.

—¿Quién sabe? Si estuviera en su lugar, me iría al pueblo. Tienen que comer.

—Sí —dijo Myles.

Se sentía frustrado por no haber averiguado nada. Dejó tranquilo a Allen, pero no quería marcharse de allí. Tenía que haber algún modo de encontrar a Ink y al pequeño idiota que iba con él antes de que le hicieran daño a alguien más. Solo tenía que pensar como ellos. Dos personas que ni siquiera contaban con una tienda de campaña no podían hacer mucho por allí. No solo necesitarían comida, sino también refugio, y era mucho más fácil conseguir ambas cosas en el pueblo. Además, en el pueblo también tenían más oportunidades de dar con Vivian. Y, sin embargo, allí era donde se perdía su rastro.

Pasó por algunas otras cabañas de la zona, pero nadie los había visto. Cuando decidió dejarlo por el momento, estaba oscureciendo y se sentía como un perro de caza que no era capaz de dejar un rastro.

El ayudante Campbell lo llamó por radio justo cuando estaba entrando en el coche.

—¿Qué tal está? —le preguntó Myles.

—No lo sé. No ha vuelto.

—¿Cómo?

—Llevo toda la tarde aquí sentado, pero no he visto ni un alma. Estoy pensando que ha debido de quedarse a pasar el día en Kalispell.

Era una posibilidad. Cualquiera preferiría eso a volver a la situación que tenía en su propia casa.

—Avísame cuando llegue.

—De acuerdo, jefe —dijo Campbell.

Myles miró el reloj. Debía volver a relevar a su ayudante, que tenía una familia joven que lo esperaba con impaciencia. Iba de camino, pero estaba muy cerca de la cabaña en la que estaba Marley, así que decidió pasar a recogerla primero.

Cuando se acercó a la puerta principal, oyó una música que salía de la casa a un volumen atronador. Tuvo que llamar tres veces al timbre antes de conseguir que alguien lo oyera, pero finalmente Alexis, la hija de dieciséis años de Elizabeth, abrió. Llevaba una camiseta de tirantes, los pantalones más cortos que él hubiera visto en su vida, y sonreía como si el pecho no estuviera a punto de escapársele del escote.

—Hola, sheriff.

Myles evitó mirar por debajo de su cuello. Para él, Alexis todavía era una niña.

—Hola, Alexis. Has estado tomando el sol.

Tenía la cara roja y un par de círculos blancos alrededor de los ojos, y parecía un búho.

—Un poco —dijo ella, y se apretó una mejilla para mostrarle lo mucho que se había quemado—. Me he pasado la mañana en la terraza. No me di cuenta de que me estaba quemando porque no hacía calor.

—Te vendría bien el aloe vera.

Ella se encogió de hombros.

—No me importa. Mañana se habrá convertido en bronceado.

—Eso espero. Bueno, ¿puedes avisar a Marley de que estoy aquí?

La chica sonrió.

—Pensaba que iba a pedirme eso. No está aquí. Las niñas se han ido a Kalispell con mi madre.

—¿A qué?

—De compras.

¿Marley había salido del pueblo sin decírselo? Sabía muy bien que tenía que pedir permiso. Seguro que le diría que se le había olvidado llamarlo. ¿Cuántas veces había oído él aquella excusa? Sin embargo, probablemente su hija había decidido que prefería pedir perdón en vez de pedir permiso. Siempre quería salir con la madre de Elizabeth; aquellas excursiones significaban para ella más que ninguna otra. Él tenía la impresión de que estar con Janet le recordaba a estar con su madre.

Se preguntó si debía dejar aviso de que Janet llevara a Marley a casa, puesto que la había sacado del pueblo sin avisarlo, o si volver a recogerla en persona. Carraspeó suavemente.

—¿Qué han ido a comprar?

—Ropa para el colegio.

—Pero si estamos en junio. El colegio acaba de terminar.

—Mi madre empieza muy pronto —dijo Alexis con una risa—. Y creo que querían salir, hacer una excursión de chicas. Dijeron que también iban al cine.

Eso significaba que volverían tarde. Tendría que castigar a Marley por haber desobedecido, pero, sin duda, ella pensaría que valía la pena el sacrificio.

—¿Y por qué no has ido tú también? —le preguntó a Alexis. Todavía estaba intentando decidir qué hacer con respecto a todo aquello.

—Ya había quedado con mi novio.

Por eso estaba allí aparcado el coche de Jett Busath. Alexis y él llevaban saliendo juntos desde Navidad. Su relación tenía a Marley tan fascinada que durante semanas solo había podido hablar de eso.

—¿Tu padre está en casa? —preguntó Myles; quería avisarle de que había dos presos fugados y peligrosos por la zona, pero sospechaba que Henry se había ido, y Alexis se lo confirmó.

—No, está de viaje de trabajo. Por eso quería salir mi madre. Él ha estado viajando mucho últimamente, y ella se ha pasado muchos días aquí metida, atendiendo la casa.

—Entiendo. Entonces, ¿estás haciendo de canguro?

—No. Mis hermanos están en un campamento esta semana.

Así pues, Alexis estaba sola en casa, vestida con muy poca ropa y acompañada de un chico que, a los dieciséis años, seguramente tenía más hormonas que cerebro. El instinto paternal de Myles se disparó y le instó a que advirtiera a la chica que tuviera cuidado. Él sabía que sus padres lo pasarían mal si ella se quedaba embarazada. Querían que ganara una beca por el softball y tenían grandes planes para su hija mayor. Sin embargo, él no debía inmiscuirse en los asuntos de aquella familia, por muy protector que se sintiera hacia todos los habitantes de Pineview.

—¿A qué hora volverán las chicas? ¿Lo sabes? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—No, lo siento.

Él se puso las manos en la cintura y se giró a mirar por el jardín delantero. Le gustaba aquella parcela. La cabaña era más moderna que rústica, y tenía una gran cocina y muchos baños. La familia Rogers vivía en el bosque, pero no había renunciado a las comodidades de la gran ciudad, salvo cuando nevaba. Entonces era difícil llegar a la carretera principal, pero ellos siempre se las arreglaban bien.

—Si conozco bien a Elizabeth y a Marley, ellas lo van a llamar para pedirle que deje a Marley quedarse a dormir —le dijo Alexis—. ¿Por qué no viene a recogerla por la mañana?

Myles prefería que fuera a casa aquella misma noche. No le gustaba nada la idea de no tenerla junto a él cuando había dos hombres peligrosos sueltos por allí. Sin embargo, después de lo que había averiguado sobre Vivian, o sobre Laurel, más bien, tal vez fuera mejor que Marley no estuviera en casa mientras él les seguía la pista a los fugitivos. Seguramente estaba más segura allí, en aquella cabaña retirada en las montañas, con la familia de su amiga, que durmiendo en la casa de al lado de la mujer a la que había ido a matar La Banda.

—Está bien —dijo—. Dile que me llame cuando llegue a casa, y quedaremos para mañana.

Alguien llamó a la muchacha desde dentro de la casa.

—¿Alexis? ¿Dónde estás?

Jett se estaba impacientando.

—Bueno, te dejo para que vuelvas con tu... umm... acompañante —dijo Myles.

—Gracias.

Alexis sonrió y cerró la puerta.

Trudie’s Grocery era un local familiar con hilo musical de ascensor en el que se vendía empanada casera y gominolas. A L.J. le recordaba a la tienda que tenían sus abuelos cuando vivían. Él había vivido con ellos durante los veranos, entre los cursos quinto y séptimo. Aquellos seis meses antes de que entrara en una familia de adopción habían sido los más felices de su vida, así que le gustaba el ambiente de aquella tienda, las filas ordenadas de latas y bolsitas de aperitivos, la sección de congelados del fondo, llena de helados y comida precocinada. Él ayudaba a sus abuelos a colocar esas cosas.

Aquella era una de las raras ocasiones en las que había estado lejos de Ink desde que lo habían trasladado a California Men’s Colony y se había convertido en su compañero de celda. Como necesitaba verdaderamente aquel descanso, se paseó por los pasillos de la tienda durante unos minutos, antes de acercarse al mostrador, donde había una mujer menuda sentada en un taburete detrás de una caja registradora.

Ella estaba enfrascada viendo un programa en la pequeña televisión que había tras el mostrador, así que apenas lo miró.

—¿Eso es todo, cielo?

—Sí, es todo. Gracias.

La mujer llevaba una chapa en la que ponía Trudie, y aunque él nunca había conocido a otra persona llamada así, aquel nombre era perfecto para ella. Tenía el pelo teñido de un horrible color naranja, peinado de la misma forma que se peinaba su abuela, y llevaba una bata de color morado, los labios pintados de rojo y las uñas a juego. No era fea para tener setenta años, y pese al horrible color de su tinte. A él le gustaba que se cuidara. Percibía su perfume desde el otro lado del mostrador. No parecía un perfume especialmente caro, pero él pensó que, si alguna vez se casaba, le gustaría estar casado con una mujer que siempre se esforzara por tener buen aspecto.

Trudie fue pasando por el lector de la caja registradora los códigos de las chocolatinas, las cortezas de cerdo y el whisky, y también de los preservativos que él agarró y puso en el mostrador en el último segundo.

Miró por la ventana, y vio a Ink sentado detrás del volante del Dodge Ram blanco que pertenecía a los hombres a quienes habían matado. Ink había decidido conducir. Se quedaba en el coche, con el motor encendido, mientras él entraba en una tienda tras otra preguntando por Laurel Hodges. A aquellas alturas, tenía tanta prisa por encontrarla como el propio Ink. Quería terminar con lo que tuvieran que hacer en Montana y echarse a la carretera. Pineview era un pueblo muy pequeño, y ellos llamaban demasiado la atención, sobre todo por culpa de los tatuajes de Ink.

Trudie, que no quería perderse ni un minuto de su programa, le entregó la bolsa sin mirarlo, y le dio las gracias distraídamente.

Era el momento de empezar con su cantinela.

—Disculpe, pero... Quisiera saber si podía ayudarme.

Ella lo miró por primera vez.

—Estoy buscando a mi hermana —dijo—. Mide más o menos un metro ochenta y...

No pudo continuar, porque Trudie miró un cartel que tenía pegado a un lado de la caja registradora. Entonces, abrió unos ojos como platos y estuvo a punto de caerse del taburete.

L.J. se quedó casi tan sorprendido como ella. Miró el cartel para ver qué ocurría y vio una fotografía suya, y otra de Ink, debajo de un aviso del sheriff, un número de teléfono y una explicación que no tuvo tiempo de leer. No necesitaba hacerlo. Ya sabía lo que era aquel cartel, como también sabía que Trudie lo había reconocido.

Dejó allí la bolsa con las compras que había hecho, salió corriendo por la puerta y se montó al coche.

—¡Vamos, vamos, vamos!

Ink no se detuvo a preguntarle por qué. El terror de su expresión fue suficiente para provocar una respuesta inmediata. Ink metió la marcha atrás y aceleró a tope, y después cambió de nuevo antes de que pudieran detenerse.

L.J. cerró los ojos con fuerza. Estaba seguro de que iban a tener un accidente. Sabía que Ink no podía estar prestando atención al tráfico, porque estaba demasiado concentrado en poner distancia entre la tienda y ellos. L.J. tenía más miedo de que los arrestaran que de un choque, de todos modos. Había traficado con drogas y había golpeado a unas cuantas personas, pero nunca había pensado en hacer todas las cosas en las que le había metido Ink. Matar a tiros a aquellos cazadores. Matar a golpes a aquel agente inmobiliario. Si los detenían, tendría que responder por todo eso.

Las piedras golpeaban los bajos del coche como si fueran balas. El coche derrapaba y los neumáticos disparaban gravilla. Sin embargo, cuando llegaron al asfalto, la tracción del vehículo los empujó hacia delante con una gran fuerza. Milagrosamente, Ink consiguió controlar el coche, y se alejaron de la pequeña tienda sin chocar contra nadie. Pero solo porque la carretera estaba vacía.

L.J. miró por el espejo retrovisor para comprobar si Trudie había salido del local. No quería que apuntara la matrícula del coche. Entonces, el sheriff podría averiguar que la matrícula correspondía al vehículo de los hombres a quienes habían matado.

Lo único que podía ver era una enorme nube de polvo. Seguramente, eso era lo que ella veía también.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Ink, cuando perdieron de vista Pineview.

—¡Me ha reconocido! —exclamó L.J., sin apartar la vista del espejo retrovisor, para ver si los perseguía algún coche de policía.

Ink dio un manotazo en el asiento, entre ellos dos.

—¿Cómo es posible? ¿Qué demonios ha ocurrido?

—¿Cómo iba a saberlo yo? Entré y pregunté por mi hermana, como de costumbre. Al principio, la mujer estaba tan tranquila, pero después me miró como si se hubiera tragado una canica. No sabía lo que pasaba hasta que vi el cartel.

—¿Qué cartel?

—Un cartel que ha repartido el sheriff, con tu foto y con la mía.

Ink soltó una maldición. Estaba tan furioso que no se preocupó de aminorar la velocidad.

Una vez que se habían alejado del pueblo, L.J. no veía motivos para llamar la atención por un exceso de velocidad. Si los detenían se les acabaría la libertad para siempre.

—Eh, ¿no puedes ir más despacio?

—¿Quieres que vaya más despacio? —le preguntó Ink.

L.J. se asustó al ver la mirada salvaje de su compañero. Se soltó del reposabrazos de la puerta para indicarle que se calmara con un gesto.

—¡Eh! Necesitamos pasar inadvertidos, no llamar la atención, ¿no crees?

A Ink no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Nunca había visto a nadie enfadarse tanto por motivos tan nimios. Siempre andaba buscando pelea. Sin embargo, debió de pensar que lo que él le había dicho era lógico, porque aminoró la velocidad.

—Vamos a encontrarla.

—Claro que sí —dijo L.J. Solo esperaba que la encontraran pronto, porque hasta entonces, estaba en peligro su propia seguridad.

Ink giró el retrovisor y comenzó a mirar hacia atrás cada pocos segundos.

—¿Y qué hiciste cuando te reconoció?

—¿Tú que crees? Salir corriendo antes de que ella pudiera llamar a la poli.

—¿Y por qué no le pegaste un tiro? La gente muerta no habla.

Aquello ni se le había pasado por la cabeza. El asesinato no era la respuesta para todo.

—No era el único cliente de la tienda. Había una madre con dos niños.

—Pues no he visto ningún otro coche.

—No sé. Debieron de ir andando.

Ink se dio cuenta de que estaba mintiendo.

—No puedes tener tanto miedo de usar la pistola, tío.

—No me da miedo —respondió L.J.—. Lo que pasa es que no quiero matar gente a menos que sea estrictamente necesario.

—Deberías haberle metido un balazo.

Y un cuerno. Eso solo le causaría más problemas. Tenía que escapar de aquel psicópata, y cuanto antes mejor. Sin embargo, no sabía cómo hacerlo; si se marchaba en aquel momento, Ink encontraría a Laurel, la mataría y después iría por él. Y si Ink lo encontraba...

—¿Es que quieres morir, o algo así? —le preguntó—. Porque te van a condenar a la pena de muerte cuando te atrapen.

—No me van a atrapar.

No debió de ver nada preocupante detrás del coche, porque tomó el camino que llevaba a su cabaña y siguieron el trayecto en silencio durante veinte minutos.

Cuando llegaron, L.J. miró hacia la oscuridad. Estaba pensando en los cuatro hombres a los que había matado Ink, y en el horrible proceso de enterrarlos. Se preguntó si tendrían familia, hijos. Aquello no tenía sentido. Su vida se estaba convirtiendo en una pesadilla. No se sentía eufórico ni malo, tal y como había pensado antes de escapar. Se sentía como una porquería. Peor que una porquería, porque sabía que su abuelo estaría muy avergonzado de él.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó—. No podemos volver al pueblo. Está todo lleno de carteles.

—Esperaremos a que oscurezca para que no puedan vernos bien.

Ink tenía respuesta para todo. No se habían afeitado desde que salieron de California Men’s Colony, pero la barba no había impedido que Trudie lo reconociera.

—¿Y si no funciona? Dentro de uno o dos días, todo el mundo habrá visto ese cartel.

—Por eso mismo vamos a volver esta misma noche. Pero vamos a esperar una hora, más o menos, para que la cosa se tranquilice.

—¿Qué dices? No podemos volver.

—No nos queda más remedio. Y tenemos que hacerlo pronto, porque tienes razón, cada vez va a ser más difícil.

Ya era lo suficientemente difícil.

—Eso es buscar problemas. Estamos acabados, ¿sabes?

Ink apagó el motor.

—No, no es verdad.

—¿Por qué estás tan seguro?

Ink lo miró a los ojos.

—Porque me he acordado de su nombre.

—¿Del nombre de quién?

—Del nombre de la hija de Laurel.

Aquella noticia no era buena. Él había sido un idiota al ir a Montana con Ink, pero... ahora que estaba allí, tenía que hacer las cosas lo mejor posible antes de poder escaparse. Antes deseaba con todas sus fuerzas ser un miembro de La Banda, pero ya no entendía por qué. Si todos eran como Ink, entonces Ink tenía razón: La Banda no era para él.

—¿Cómo?

—No lo sé. Cuando saliste gritando de la tienda, se me apareció en la mente. ¿A que es increíble?

Pues sí, totalmente increíble. ¿Y si Ink solo pensaba que había recordado el nombre? No tenía sentido que no lo hubiera conseguido durante tanto tiempo y que de repente se le apareciera en la cabeza, como decía él. ¿Acaso le estaba tomando el pelo?

—Estás soñando.

—¿Soñando? —repitió Ink—. Tú quieres decir que estoy mintiendo, ¿verdad? Pero no es así. Y aunque estuviera mintiendo, tú no estás en lugar de cuestionarme.

¿Cuestionarlo? ¿Acaso se pensaba que era su padre? L.J. no había tenido padre, y no quería tenerlo en aquel momento. Y menos un psicópata que solo era quince años mayor que él.

—¡Casi nos pillan ahí abajo!

—Te estoy diciendo que ahora vamos a poder encontrarla. Después nos largaremos.

Encontrarla no era lo mejor que podía ocurrirles. Ya habían pasado demasiadas cosas. L.J. estaba seguro de que iban a condenarlo a la pena de muerte, pasara lo que pasara.

—Pero... tal vez ella también le haya cambiado el nombre a su hija. O que la haya dado en adopción. O tal vez la niña haya muerto de alguna enfermedad. Eso no resuelve nada. Vamos a salir de Montana. No merece la pena pasarse toda la vida en la cárcel por una venganza. O algo peor.

—Me estás vacilando.

L.J. tuvo la impresión de que Ink iba a matarlo allí mismo si volvía a desafiarlo.

—Lo único que digo es que nos estamos arriesgando mucho.

Se odió a sí mismo por acobardarse, pero Ink era demasiado volátil, demasiado impredecible.

—Eso me parecía a mí —dijo Ink, abriendo la puerta del coche—. Pero de todos modos, todo saldrá bien, ya lo verás. Ella no daría a su hija en adopción. Y no le cambiaría el nombre, tampoco, porque eso confundiría a la mocosa. Laurel no es el tipo de madre que les causaría dolor a sus preciosos hijos.

—¿Cómo lo sabes?

L.J. no podía creer que se hubiera atrevido a hacerle otra pregunta. Quiso patearse el trasero a sí mismo al ver que Ink se giraba hacia él y le clavaba aquellos ojos fríos en la cara. Sin embargo, parecía que Ink había salido de su momento de psicopatía.

—He visto cómo intenta protegerlos.

L.J. se pasó una mano por el pelo, con un suspiro. Estaba tan atrapado como en la cárcel, tal vez más. Dentro de una hora estarían yendo al pueblo y arriesgando de nuevo su futuro.

—Pero... ¿el nombre de su hija es tan poco común como para que la gente sepa de quién estamos hablando?

Ink sonrió, y fue la sonrisa más fría que L.J. hubiera visto en su vida. Si necesitaba más pruebas de que Ink estaba loco, aquella era la definitiva.

—Sí. ¿Cuántas niñas de este pueblo pueden llamarse Mia?

No muchas, como averiguó muy pronto L.J. Cuando volvieron al pueblo, encontraron a una mujer que estaba cerrando una tienda llamada Chrissy’s Nice Twice. L.J. se le acercó con el ceño fruncido.

—Vaya, ¿ha cerrado ya?

La mujer se giró y lo miró.

—En realidad, cerramos hace varias horas. ¿Por qué, necesita algo?

—Quería comprar un regalo para mi sobrina, Mia. Tal vez la conozca.

—¿La hija de Vivian Stewart?

No tenía ni idea, pero se imaginó que lo más inteligente era seguirle la corriente.

—Sí.

Ella se subió la correa del bolso por el hombro mientras sujetaba una caja de carpetas y un montón de ropa, que seguramente llevaba a casa para lavar o arreglar.

—Sí, conozco a toda la familia. Mia va a clase con mi hija.

—¿Quiere que la ayude con eso?

Ella sonrió de alivio y le permitió que tomara la caja.

—¿Qué regalo habías pensado?

—¿Tal vez un vestido bonito? Verá, solo quiero una sorpresa agradable, porque he venido de visita desde lejos y hace un par de años que no la veo.

—¿Y quieres también un regalo para Jake?

L.J. sintió al mismo tiempo alivio y angustia. Había encontrado a la persona adecuada. Ink le había dicho que Mia tenía un hermano. Sin embargo, sabía lo que significaba eso...

—Por supuesto. Sería perfecto.

—Puedo ayudarte. Pasa.

La mujer, que parecía contenta por tener un cliente pese a lo tardío de la hora, abrió de nuevo la tienda e hizo exactamente lo que le había dicho: le ayudó a elegir un vestido para Mia y ropa de deporte para Jake. Después, cuando iba a pagar, L.J. le dijo que no sabía si le iba a costar encontrar la dirección, porque nunca había estado allí.

Así que ella le dibujó un mapa.