Capítulo 18

—Estás preocupado.

Virgil miró a su embarazada esposa, que estaba en la puerta del despacho de su casa.

—No sé qué hacer.

—¿No quiere venir?

Habían hablado de Laurel la noche anterior, susurrando en la cama para no despertar a Brady.

—No.

—¿Crees que tienes que ir a Montana?

Por la tensión de su voz, estaba claro que ella no quería que lo hiciera. Tenía miedo de perderlo. Y él también tenía miedo de perderla a ella. Después de todo lo que había pasado en la vida, por fin era feliz. Sin embargo, no sería feliz sin ella.

—Iría si no estuviéramos tan cerca del parto —dijo él—. No quiero dejar sola a Laurel. Pero... ha sido un embarazo tan complicado...

Peyton se acercó y se sentó en su regazo, y él apoyó la frente en su hombro mientras la abrazaba.

—¿Ya te lamentas de haberte casado conmigo?

Ella cubrió sus manos. Sabía que Virgil estaba bromeando, pero respondió seriamente.

—Nunca podría lamentarme de eso.

Virgil le acarició suavemente el vientre para intentar que su bebé se moviera. No había nada que le reconfortara más que notar a su diminuta hija moviéndose en el vientre de Peyton. Su mujer se había sometido a muchos tratamientos de fertilidad y se había enfrentado a muchas complicaciones cuando esos tratamientos habían dado resultado: diabetes gestacional, retención de agua, dolores... Él estaba impaciente por poder abrazar al nuevo miembro de la familia y sentir que podía proteger todo lo que habían creado. Un año y medio antes habían sufrido un aborto ya avanzado el embarazo, y había sido peor que ninguna de sus experiencias anteriores, sobre todo porque el dolor no era solo suyo. Peyton se había quedado destrozada.

—¿Por qué ha tenido que suceder esto ahora? —gruñó él—. Justo antes de que nazca la niña...

—Tampoco sería fácil después —dijo ella—. No querrías irte y dejarnos solos a Brady, a la niña recién nacida y a mí...

Sí, era cierto, pero... ¿y Laurel? Su hermana siempre había estado muy unida a él y le había sido leal, y pese a lo que pensara que podía hacer con la pistola que él le había dado, no era capaz de defenderse a sí misma contra los miembros de La Banda. Eran decididos, brutales, implacables. Sobre todo Ink, que no tenía ni un mínimo de conciencia. La violaría y la torturaría antes de matarla, si tenía ocasión. Rex había llamado desde el aeropuerto de Montana para decir que había avisado a las autoridades locales de lo que estaba ocurriendo, y que el sheriff vivía en la casa de al lado de su hermana, pero, ¿era eso suficiente?

Para Virgil era muy difícil confiar en los demás; ni siquiera confiaba en la policía. En el pasado habían tenido la protección de alguaciles federales y no había servido de nada.

—No, supongo que entonces tampoco habría podido irme —admitió.

—¿Cómo te sientes con respecto al asesinato de tu madre?

Aquella pregunta le sorprendió. Aparte de lo que le decía el asesinato de su madre sobre La Banda y lo que podían estar haciendo, se había apartado aquel asunto de la cabeza. Él no deseaba que muriera, pero le había resultado más fácil aceptar su muerte que su traición.

—Igual —dijo—. Para mí era una completa extraña.

—¿Su muerte no ha cambiado nada?

—No, nada.

Tal vez Martin fuera un desgraciado maltratador, vago y egoísta, y tal vez se mereciera lo que le pasó. Sin embargo, Ellen, con su obsesión por salvarse a toda costa, incluso a costa de sus hijos, para él no era una madre. Además, sus acciones eran incluso más censurables porque había esperado demasiado tiempo para asumir la responsabilidad de lo que había hecho. Había mentido y mentido, y había seguido mintiendo, obligándoles a Laurel y a él a soportar la incertidumbre durante años. Ellen había esperado tanto tiempo para confesar la verdad que, cuando por fin se lo había contado, a Virgil no le había servido de nada.

Peyton se giró para mirarlo a la cara.

—¿Le vas a contar a Laurel alguna vez lo que averiguaste hace dos años?

Había tenido la oportunidad de hacerlo cuando había hablado con su hermana por teléfono, pero no la había aprovechado. No estaba seguro de por qué. Cuando Ellen estaba viva, él no se lo había dicho porque pensaba que Laurel, secretamente, quería mantener una relación con su madre, y de ese modo no le arrebataba la posibilidad de intentarlo. Sin embargo, ahora que su madre había muerto, ya no tenía esa excusa, y seguía sintiendo reticencia a revelar la horrible verdad.

¿Por qué? ¿Por un deseo inexplicable de proteger a su madre ocultándole su verdadera naturaleza a Laurel? ¿O estaba intentando ahorrarle a su hermana la profunda decepción que él se había llevado? No estaba convencido de que Laurel necesitara saberlo. ¿La ayudaría en algún sentido?

Virgil no veía cómo. No saberlo era una tortura, pero también lo era el hecho de enfrentarse a la dura realidad. Tal vez fuera distinto si Ellen hubiera sido inocente, pero era culpable. Y ni siquiera su confesión había servido para redimirla: se lo había contado en un momento de su vida en que estaba entre dos novios, envejeciendo y sintiéndose sola, y esperaba poder utilizar a sus hijos para llenar el vacío de su vida.

—¿Y bien? —le preguntó Peyton.

Virgil se frotó los ojos. Aquella noche no había dormido. Había estado dando vueltas por la cama, sin poder dejar de preocuparse por Laurel y sus niños, por Peyton y Brady y por el nuevo bebé, y también por Rex.

—Puede que se lo diga algún día. Pero todavía no. En este momento ya tiene suficientes problemas.

—Deberías haber denunciado a Ellen.

—¿Por qué? Era mi madre. Además, yo ya había pagado el precio de su crimen. No iba a ganar nada enviándola a la cárcel.

—Mucha gente opinaría lo contrario.

Él arqueó una ceja.

—¿Qué gente? ¿Mi esposa, la subdirectora de una cárcel de máxima seguridad?

—Exsubdirectora. Y, sí, a mí me hubiera gustado verla procesada y condenada.

—Pero mi declaración no habría servido de nada. Ya lo sabes. No me dio ningún detalle; solo me dijo que le había pedido a Gary que se ocupara de Martin, tal y como dice mi tío. Eso es lo único que conseguí sonsacarle.

—¿Y crees que después habría negado lo que te contó?

—¿Delante de la policía? Por supuesto que sí. ¿Por qué no iba a negarlo, después de todas las otras cosas que hizo?

—Sí, supongo que habría sido muy capaz.

A Virgil no le había resultado muy difícil decidir si denunciaba o no denunciaba a su madre ante la policía. Lo más difícil para él había sido decidir si se lo decía o no se lo decía a Laurel. Y seguía siéndolo. No quería poner sobre sus hombros otra carga emocional. Tal vez fuera mucho más fácil para ellos dos dejar el pasado en el pasado ahora que Ellen había muerto. No había ningún manual sobre cómo actuar en caso de tener una madre egoísta, mentirosa y asesina. Ellen siempre tuvo una voz muy dulce, y era muy guapa. Tratar con ella era muy desconcertante. ¿Deberían comprender la desesperación que la había hecho recurrir al asesinato? ¿Deberían achacar su comportamiento a los meses de locura, y después, al miedo que debía de causarle la idea de intentar arreglar lo que había hecho tan mal?

Peyton se puso en pie.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Quizá se lo diga más adelante. Cuando tengamos la oportunidad de estar juntos.

—Estoy hablando de La Banda.

Él frunció los labios, se inclinó hacia atrás en la silla y dijo algo que llevaba pensando desde que se había enterado del asesinato de Ellen y de lo que significaba.

—Voy a llamar a Horse.

Su esposa lo miró fijamente.

—No lo dirás en serio.

—Tengo que hacer algo.

—¿Y eso es lo mejor que se te ha ocurrido? ¿Qué demonios vas a decirle?

—Mamá, ¿qué pasa?

Brady estaba junto a la puerta, con el ceño fruncido por la tensión que percibía. No estaba acostumbrado a ver a sus padres enfrentados.

—Nada, cariño —dijo ella.

Sin embargo, el hecho de que ni siquiera se volviera a mirar a su hijo le dio a entender a Virgil que estaba completamente concentrada en su conversación. Y él entendía por qué. Llamar a Horse era correr un riesgo muy grande. Sin embargo, quedarse de brazos cruzados podía ser incluso peor.

Brady vio a su padre y se acercó. Como Peyton no podía tomarlo en brazos, fue Virgil quien lo hizo, y se lo sentó en el regazo, donde su mujer había estado sentada segundos antes.

—Papá, ¿podemos ir a lanzar la pelota de béisbol?

—Dentro de un minuto, cariño —dijo él. Por el momento, Peyton lo tenía paralizado con una mirada de desaprobación.

—Te he hecho una pregunta —le recordó ella.

Virgil respiró profundamente.

—Le explicaré que será mejor que no empiece esta lucha.

—¿O qué?

—O yo la terminaré.

Lo transfirieron varias veces antes de pasarle con alguien que pudiera ayudarlo en el Departamento de Prisiones de California, pero al poco tiempo, Myles consiguió la información que estaba buscando. Le enviaron por fax las fotografías de los dos reclusos que se habían fugado de la cárcel de California, y él los reconoció al instante. Uno de ellos era Ron Howard, alias Ink. Su verdadero nombre era Eugene Rider. El chico que había dicho que se llamaba Peter Ferguson era Lloyd Beachum, de diecinueve años. Lloyd tenía antecedentes por posesión de drogas y robo, pero el historial de Eugene era terrible. Violación. Atraco a mano armada. Incendio provocado. Asesinato.

Myles soltó una imprecación y marcó el número que acababan de darle en el Departamento de Prisiones de California.

Respondió una mujer.

—Despacho del director Wright.

—Buenas tardes, ¿podría hablar con el director?

—Está en su despacho, pero me temo que no está disponible en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

—Soy el sheriff King, de Pineview, Montana. Dígale que he visto a sus chicos y creo que todavía están en esta zona.

—¿Disculpe?

—Me refiero a los dos reclusos que escaparon hace diez días por un agujero en el vallado. Están en Montana.

—¡Oh, Dios mío! Umm, en ese caso, espere un segundo, por favor. Estoy segura de que querrá hablar con usted más pronto que tarde.

Pasaron dos o tres minutos antes de que respondiera un hombre de voz grave y resonante.

—¿Sheriff?

—¿Sí?

—Gracias por llamar. ¿Tiene alguna información sobre los reclusos fugados?

—Ojalá tuviera más, pero voy a decirle lo que sé. Robaron una furgoneta roja de la marca Toyota a un tal Quentin J. Ferguson en Monrovia, y vinieron hasta aquí en ella. Se quedaron tirados en la carretera a causa de una avería en el radiador. Allí fue donde los encontré ayer.

—Dígame que los tiene bajo custodia.

—Me temo que no.

Myles le explicó lo que había ocurrido, y después mencionó el asesinato de Pat Stueben.

—A Eugene Ryder nunca deberían haberlo trasladado aquí desde Pelican Bay. Es un preso que solo debe estar en el nivel cuatro.

Por el tono de tensión del director, Myles se dio cuenta de lo mucho que quería que aquellos dos reclusos en particular volvieran a su sitio.

Myles se había preguntado cómo era posible que un criminal con tantos asesinatos en su haber no estuviera recluido en una cárcel de máxima seguridad, pero aquellas cosas sucedían de vez en cuando. Por buen comportamiento, por el tiempo de condena que ya habían cumplido, por masificación o por otras muchas razones, los presos eran trasladados a cárceles cuyo nivel de seguridad no se correspondía con su peligrosidad.

—Teniendo en cuenta su historial delictivo, ¿por qué lo reclasificaron?

—Hace cuatro años, Ryder intentó matar a una mujer que estaba en el Programa de Protección de Testigos. Mató al alguacil federal que la estaba protegiendo, pero esa noche recibió un balazo que casi le cercenó la médula espinal. Los médicos pensaban que no volvería a andar. Ha evolucionado mucho mejor de lo que pensaban, pero tiene un dolor constante. Nadie pensó ni por asomo que se alejaría de su aprovisionamiento gratis de codeína y se echaría al monte. Cuando le dan los dolores de espalda, casi no puede caminar. Y le duele prácticamente todo el tiempo.

—Sin embargo —dijo Myles—, en la calle hay muchos sustitutos de la codeína, incluyendo drogas legales e ilegales mucho más fuertes.

—Se pasó dos años en Pelican Bay después del tiroteo, y parecía otro hombre. Y allí hay tanta masificación...

Myles leyó de nuevo el historial de Ryder. ¿Que habían pensado que era otro hombre? Aquello, obviamente, era un error garrafal, y el director no estaba dispuesto a admitirlo. Así pues, Myles cambió de táctica.

—¿Quién le disparó?

—No lo sé. Hasta hace diez días solo era un recluso más para mí. Ahora, lo único que me importa es traerlo de vuelta.

Myles recordó las historias que le había contado Mia a su compañera de colegio. ¿Acaso había presenciado el tiroteo en el que había resultado herido Ryder, o el asesinato del alguacil?

Rex le había dicho que La Banda llevaba mucho tiempo queriendo matar a Vivian y a su hermano, y que habían estado en el Programa de Protección de Testigos.

—¿Fue la mujer a la que estaba intentando violar la que le disparó?

—Puede ser. No he consultado esos detalles. No tienen importancia; lo que tiene importancia es lo que está ocurriendo ahora. Tenemos que meter a esos chicos en la cárcel antes de que le hagan daño a alguien más.

Sin embargo, tendrían muchas más posibilidades de atrapar a los fugados si averiguaban a dónde estaban dirigiéndose y por qué. Y eso podía estar vinculado a su pasado.

—¿Qué puede decirme que ayude a encontrar a Eugene? ¿Tiene familia o amigos en Montana?

—No. Su familia vive en San Diego, pero perdió el contacto con ellos hace años. Este tipo es un criminal de carrera y además no está bien de la cabeza. Su familia le tiene tanto miedo como los demás, sobre todo su madre. Cuando tenía doce años ya intentó prenderle fuego a su cama mientras ella dormía.

Vaya hijo...

—Entonces, no va a llamarlos en un futuro cercano.

—Ellos esperan que no, pero les hemos avisado de su fuga, por si acaso.

—¿Y el chico que escapó con él, este Beachum? ¿Dónde vive su familia?

—Es de Modesto, aquí en California. También hemos avisado a su familia, o lo que queda de ella. Es hijo de una adicta al crack que perdió su custodia cuando el niño tenía once años. Los servicios sociales se encargaron de él hasta que lo pusieron en una familia de acogida durante tres o cuatro años. Al final terminó en la calle. Su madre dice que no ha vuelto a saber nada de él, pero nunca consiguió desengancharse, así que tal vez ni siquiera lo recuerde.

Myles intentó dar con alguna otra forma de localizar a Eugene Ryder.

—Alguien tuvo que ayudar a esos tipos a escaparse. Alguien de fuera, tal vez una novia, o un familiar, o un colega. ¿No es así como suceden estas cosas normalmente?

—A menudo sí.

—¿Y han determinado quién pudo ser?

—No. Tienen muchos amigos, sheriff, pero no de los que estarían dispuestos a ayudarnos. Ryder y Beachum pertenecen a un grupo mafioso llamado La Banda.

Aquel era el problema, no la respuesta.

—Alguien debió de pasarles un cortador de cable para que pudieran cortar el vallado —estaba diciéndole el director de la prisión—. Pero podríamos traer a mi despacho a todos los miembros de esa banda e interrogarlos durante horas, y ni uno hablaría, porque nada de lo que podamos hacer nosotros tiene comparación con lo que les ocurriría si delataran a un compañero de La Banda.

—Pero, ¿ha intentado hablar con ellos? Tal vez haya alguna posibilidad de conseguir información, por débil que sea. Alguien que odie a Ryder y que quiera verlo dentro de la cárcel. Alguien que, en el fondo, quiera hacer lo que está bien.

El director se echó a reír.

—Veo que nunca ha trabajado en un centro penitenciario.

—Mire, ya tengo un hombre muerto aquí, gracias a sus fugados. Espero que haga todo lo que pueda, por muy inútil que le parezca.

Se hizo el silencio. Myles había reaccionado así debido a la frustración, pero no se disculpó. Cuando Ryder y Beachum habían ido a Pineview y habían matado a Pat, el problema de California se había convertido en su problema. Y eso no le gustaba.

—Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos, sheriff —respondió el director. Su tono frío y cortés daban a entender que la camaradería había terminado, y que también quería terminar la conversación—. Gracias por llamar.

—¡Espere! —exclamó Myles—. Dígame una cosa: ¿por qué han decidido venir a Montana estos hombres?

—Sheriff, yo ni siquiera sabía que estaban en Montana hasta que usted me lo ha dicho. Sin embargo, supongo que es tan buen lugar para esconderse como cualquier otro.

Tal y como había sospechado, las autoridades de California no sabían nada. Laurel Hodges había abandonado el Programa de Protección de Testigos, de modo que ni siquiera tenía esa vía de comunicación con la gente que podría haberle informado de aquella fuga. Myles tuvo la tentación de abrirles los ojos, pese a las advertencias de Rex.

—Tiene que revisar el incidente que causó la discapacidad de Ryder —dijo.

—¿Por qué?

—Porque estos dos reclusos seguramente no están buscando la libertad, sino la venganza.

—¿Contra quién?

—¡Contra quien estuviera implicado en el tiroteo!

El director se aclaró la garganta, y su voz se hizo aún más grave.

—¿Sabe algo que no me esté diciendo, sheriff?

¿Iba a contar lo que sabía? ¿Todo?

Myles tamborileó con los dedos en la mesa mientras intentaba decidirse. No estaba seguro de que La Banda pudiera averiguar todo lo que sabían las autoridades, tal y como le había dicho Rex. Para eso sería necesario que hubiera una corrupción rampante, o que hubiera demasiadas novias trabajando en demasiados despachos estatales. Pero... Los Ángeles, el lugar donde tenía su origen aquella banda mafiosa, no era Pineview. Tal vez él estuviera siendo demasiado ingenuo.

—Sé que no han salido a darse un paseo. Eso es lo que sé.

Un buen rato después de haber colgado, Myles seguía mirando el teléfono. ¿Debería haberle explicado al director que Vivian era Laurel Hodges y que su vida corría peligro? ¿Que tenía dos niños? ¿Que ya había pasado por demasiadas cosas y que merecía sentirse segura para variar?

Podría haber intentado conseguir su apoyo, ofrecerse a colaborar. La mayoría de los sheriffs lo habrían hecho, y él lo había sopesado.

Sin embargo, no podía ignorar lo que le había dicho Rex. Parecía que confiaba en el exnovio de Vivian más de lo que le gustaría admitir. O tal vez no quisiera comprobar lo que podía ocurrir si no seguía su consejo. De cualquier forma, ya le había dicho al director que Beachum y Ryder estaban allí. Que fueran en busca de sus fugitivos sin saber nada más sobre Laurel y su situación. Él se aseguraría de que ella estuviera a salvo.

Y, hablando de estar a salvo... Miró la hora. Tenía que volver ya a Pineview. No quería que Vivian regresara del aeropuerto de Kalispell y entrara en una casa vacía.

Acababa de recoger las llaves e iba hacia la puerta cuando uno de los ayudantes, Ben Jones, le hizo un gesto.

—Señor, Ned Blackburn está al teléfono. Quiere hablar con usted.

Ned era un vendedor de seguros que estaba en el equipo de softball de Myles. Durante su último entrenamiento, él le había mencionado que le gustaría ampliar su seguro de vida. Sin embargo, aquel no era el momento.

—Dile que estoy ocupado. Lo llamaré cuando haya menos trabajo por aquí.

—Creo que es mejor que hable con él, sheriff.

Myles vaciló.

—¿Por qué?

—Dice que vio a esos dos hombres a los que estamos buscando. Los llevó ayer mismo en su coche.

Por fin. Tal vez Ned fuera la persona que había recogido a Ryder y a Beachum después de que Harvey los dejara en la cuneta de la carretera.

—¿Por qué línea? —preguntó Myles.

—Por la uno.

—¿Puede enseñarnos exactamente dónde los dejó?

—Dice que sí. Me dijo que lo llevaría hoy mismo si usted puede.

Quería ir, por supuesto. Sin embargo, primero quería asegurarse de que Vivian estaba bien.

—Dile que no cuelgue, que estaré con él en un segundo.

Myles volvió a su escritorio y llamó a casa de Vivian. No hubo respuesta. No quería dejar que corriera riesgos ni siquiera durante un minuto, pero no tenía la seguridad de que fuera a volver directamente a su casa. Tal vez se hubiera quedado en Kalispell haciendo compras...

—¿Sheriff? Ned está esperando —dijo Jones.

—Lo sé, lo sé —murmuró él, y miró de nuevo el reloj. Eran solo las once. Si se daba prisa, podría ir con Ned y volver a Pineview antes del mediodía.

Apretó el botón de la línea uno y dijo:

—¿Ned? ¿Dónde podemos quedar?