Capítulo 14
Rex no sabía si iba a poder hacerlo. Acababa de pasarse dos semanas en un exilio que él mismo se había impuesto, apartado del resto del mundo, tirado en la bañera vacía de un motel barato de Los Ángeles para estar cerca del inodoro, sudando y temblando, con la sensación de que iba a morirse. Sabía que desintoxicarse de las drogas solo era algo muy peligroso. Podía haber sufrido convulsiones u otras complicaciones graves. Sin embargo, no podía pagarse una clínica y tampoco podía reducir el OxyContin. Él solo no. Un colocón solo le llevaba al siguiente. Y no quería ser una carga para nadie. Él se había metido en aquel lío, y tenía que salir por sí mismo.
—Estás enfermo. Tienes que ir al médico —le dijo Laurel.
O Vivian, que era como la llamaba todo el mundo en aquel pueblo. Iba sentada en el asiento del pasajero y había guardado silencio durante todo el trayecto de treinta minutos. Sin embargo, lo había estado observando. Rex sabía que había querido decirle algo desde que se habían puesto en marcha.
—Estoy bien —dijo él.
Se había empeñado en conducir, pero no estaba bien. Era una locura haber ido a Pineview, y no lo habría hecho si hubiera tenido otro remedio. Además, cuando había tomado la decisión de ir hasta allí, estaba sintiéndose mejor durante periodos de tiempo. Había podido salir del baño y tumbarse en la cama a ver la televisión. En ese momento había creído que la determinación que lo había mantenido limpio durante diez días le permitiría seguir adelante.
Sin embargo, estaba demasiado enganchado al OxyContin. Le temblaban las manos y tenía náuseas, y el anhelo por sentir la euforia que recordaba bien lo abrumaba en el momento más inesperado. Algunas veces pensaba que iba a volverse loco si no encontraba un camello.
Debería haberse quedado recluido, o por lo menos haberse mantenido alejado de Laurel, hasta que se hubiera recuperado. Verla a ella y enfrentarse a todos los sentimientos que le provocaba multiplicaban la dificultad de todo lo que estaba atravesando; el arrepentimiento, la culpabilidad, el deseo... Todo eso funcionaba como un gatillo. Eran las mismas emociones de las que esperaba poder huir tomando OxyContin.
Sin embargo, alguien tenía que ir a Pineview a protegerla, y él sabía que no podía ser Virgil. Virgil tenía una familia. Peyton estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo, así que Virgil tenía que quedarse en Nueva York con ella, dirigiendo su empresa. Él ya lo había destrozado todo en su vida, así que no le quedaba nada que salvar. Excepto Laurel. Estuvieran juntos o no, ella era lo mejor que le había ocurrido en la vida.
—¿Quieres que conduzca yo? —le preguntó ella por tercera vez.
—No.
El sudor hacía que se le pegara la camiseta al cuerpo, pese a que llevaban el aire acondicionado encendido al máximo. Rex esperaba que Vivian no se diera cuenta. Tenía otras cosas de las que preocuparse, como por ejemplo los calambres del estómago. Era como si alguien le estuviera desgarrando los órganos internos con un punzón para romper el hielo. Sin embargo, aunque pararan, el dolor no iba a aliviársele. No había nada que pudiera aliviarle aquel dolor, ni siquiera ir al hospital. Allí solo lo pondrían en observación. Además, él no quería estar fuera de servicio en aquel momento.
—No te fuerces si no puedes hacerlo.
Rex quería ser capaz de hacerlo. Odiaba el hecho de que ella estuviera viéndolo en su peor momento, pero no podía dejarla desprotegida. Vivian no quería creer que La Banda la hubiera encontrado, pero él confiaba en Mona Lindberg, la amiga que le había dicho lo contrario. Sobre todo, porque Mona no tenía ningún motivo para mentir.
Laurel se puso un par de gafas. Él no podía esconder sus ojos con tanta facilidad, porque se había dejado las gafas de sol en una hamburguesería de Missouri durante su viaje en moto de Nueva York a Los Ángeles. Había sido en aquella odisea cuando había decidido darle un giro a su vida. Durante los primeros días había tenido el presentimiento de que, si volvía a Los Ángeles y no dejaba el OxyContin, o volvería a unirse a los hombres a los que odiaba o a otros igual de malos. Eso, si no lo mataban antes... Si no se liberaba de las drogas, perdería las únicas relaciones que le importaban de verdad, su amistad con Virgil, con la mujer de Virgil y con Laurel.
—¿Podemos hablar de lo que ocurrió en Los Ángeles? —le preguntó.
Ella quería conocer los detalles de su estancia allí, pero Rex no quería dárselos. Las últimas dos semanas no eran más que un borrón doloroso para él.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué has vuelto allí? Sabes lo que te harán si te encuentran.
—Eso no es cierto para todos los miembros de La Banda. Solo para algunos.
—Cualquiera de ellos intentaría impresionar a Horse llevándole tu cabeza en bandeja de plata.
—Estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Cuando había empezado el viaje, esperaba que terminara de esa manera; prefería morir de un disparo que drogándose.
—¿Por qué? ¿Qué has hecho mientras estabas allí?
No había estado de juerga, tal y como ella suponía. Sin embargo, no iba a decírselo, porque no soportaba su escepticismo. Aquella no era la primera vez que había intentado desengancharse de las drogas.
—En realidad, nada.
—Has tenido que hacer algo. No hemos sabido nada de ti durante catorce días, y ni siquiera respondías al teléfono.
Rex tuvo que apretar los dientes para soportar otro calambre. Tuvo que esperar hasta que se le pasara para poder responder.
—Ya te lo he explicado.
—No, no has explicado por qué no podías llamar con el teléfono de otra persona.
Y no iba a hacerlo.
—Déjalo ya.
—¿Estabas tan colgado?
Ella no tenía ni idea de lo que había pasado, no sabía que estaba intentando desengancharse de las drogas con todas sus fuerzas. Sin embargo, no podía culparla por su disgusto. Él mismo estaba disgustado consigo mismo.
—Supongo.
—¿Quién estaba contigo? Allí no conoces a nadie, salvo a los de La Banda.
—Me crié en Los Ángeles. Conozco a mucha gente —replicó él. Y ninguna de esas personas era buena para él, razón por la que no se había puesto en contacto con casi nadie.
—Así que has retomado amistades del pasado.
—Exacto.
—Si no estabas con tus antiguos amigos de La Banda, ¿cómo averiguaste que saben dónde vivo?
—Por medio de Mona. Te lo conté anoche.
—La novia de Shady.
—Exnovia. Rompieron antes de que él muriera.
—¿Estás seguro de que ella no quiere vengarse de ti por cómo murió Shady?
—Estoy seguro.
—Y, sin embargo, ella sigue relacionándose con sus amigos.
Debido a las drogas, seguramente seguiría haciéndolo toda su vida.
—La Banda le proporciona drogas.
Así era como la había encontrado él. Sabía que Mona podía proporcionarle las pastillas que necesitaba, o al menos, darle un poco de heroína. También sabía que estaría dispuesta a hacerlo. Así pues, se había puesto en contacto con la hermana de Mona, cuyo número estaba en el listín telefónico, y su hermana lo había puesto en contacto con ella.
Sin embargo, no había tomado ninguna de las drogas que ella le había llevado. Al ver lo que le había hecho la adicción a su vieja conocida, se había quedado conmocionado. No quería ser como ella, así que había tirado las pastillas por el inodoro y se había arrastrado a la bañera para seguir sufriendo.
—Pero, si ellos averiguan que te lo ha dicho, la matarán —dijo Laurel.
—Una vez le hice un favor. Mona se sentía en deuda conmigo.
—¿Qué clase de favor le hiciste? —preguntó ella.
—No es importante.
—Quiero saberlo.
—Una vez la llevé en coche a un sitio, eso es todo.
—¿La ayudaste, aunque eso fuera arriesgado para ti?
—No exactamente. Yo ya había asumido todo el riesgo estando donde estaba cuando la encontré. Solo me interesé por ella cuando lo necesitaba, le di un hombro en el que llorar y la oportunidad de escapar, y ella me lo agradeció. Tienes que acordarte de esto. Ya te lo había contado.
—¿Te acostaste con ella?
Él la miró.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Tengo curiosidad.
—No. Ni me acosté con ella cuando la ayudé, ni cuando me ayudó ella a mí.
A Mona la habían usado tantos hombres que Rex ni siquiera podía imaginarse cuántas enfermedades tendría. Además, nunca le había resultado atractiva. Simplemente, sentía lástima por ella, porque Shady, el jefe mafioso, la trataba muy mal, como el resto de sus hombres.
Laurel se frotó la frente.
—Pero, te has acostado con otras mujeres desde que rompimos, ¿no?
Él no respondió. Sabía que a ella no iba a gustarle la respuesta. Tal vez ya no estuvieran juntos, pero había ciertos sentimientos que todavía persistían.
—Vaya. ¿De dónde ha salido eso? —se preguntó ella, con una carcajada de azoramiento—. Lo siento. Ni siquiera sé por qué lo he preguntado.
Él sí lo sabía. Se lo había preguntado porque la causa de su separación no había sido la falta de amor y atracción, y eso hacía difícil que no volvieran a acostarse juntos. Y, normalmente, hasta la mañana siguiente, o hasta varias mañanas después, no se daban cuenta de que no podían llevarse bien; a causa de sus propios defectos, no de los de ella.
—¿Qué hay entre tu vecino y tú?
Ella se estremeció.
—No me lo preguntes.
—Te estás acostando con él, ¿no?
—No, no me estoy acostando con él.
—Tú no sueles mentir.
—No estoy mintiendo, exactamente.
—Entonces, ¿por qué te has puesto como un tomate en cuanto él ha entrado en la cocina?
Ella jugueteó nerviosamente con su bolso.
—Pasamos unas cuantas horas juntos en una cabaña. Eso es todo.
Él bajó el volumen de la radio.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—Oh, Dios. No me extraña que me odiara a primera vista —dijo Rex, riéndose.
Ella lo miró con enfado.
—Creo que fuiste tú el que empezó con esa batallita de poder.
Él siguió sonriendo. Por lo menos, aquella conversación lo distraía de sus males.
Miró los pinos verdes, el cielo azul, el trazo negro de la carretera. Laurel había estado viviendo en un lugar estupendo durante aquellos dos años. Le gustaba saber eso. Saber que los niños y ella eran felices allí hacía que se sintiera menos culpable por haberles fallado en Washington D.C.
—Tal vez tengas razón.
—¿Vas a admitirlo?
—No veo por qué no.
Ella se ajustó el cinturón de seguridad para poder girarse un poco y mirarlo.
—¿Por qué no te ha caído bien?
Él arqueó una ceja.
—¿Y a ti qué te parece?
—Que estás celoso.
—Exacto.
Él vio una expresión de dolor en su rostro, y sintió dolor también, un dolor que no tenía nada que ver con el síndrome de abstinencia del OxyContin.
—¿Alguna vez superaremos lo nuestro? —preguntó ella con un susurro.
El recuerdo de hacer el amor con ella, uno de los muchos que tenía, se le filtró en la mente.
—Espero que no lo superemos completamente.
—Pero nuestra relación es tan... complicada.
—La vida es complicada, por si no te habías dado cuenta.
—¿Se puede sentir atracción por dos personas a la vez?
—Demonios, claro que sí.
—Cuando te veo, deseo que las cosas hubieran funcionado.
Él alargó el brazo y le tomó la mano, y, de repente, el deseo horrible de tomar OxyContin y los calambres que había estado padeciendo se mitigaron. Pudo relajarse por primera vez desde que había llegado a Pineview.
—No tenemos por qué estar juntos para querernos.
A ella se le cayó una lágrima por la mejilla.
—Me ayudaste en un momento terrible, Rex. Me enseñaste cómo puede ser el amor después de que el desgraciado con el que me casé consiguiera que yo no quisiese estar nunca más con un hombre. Te agradezco mucho todo eso.
Él sintió más culpabilidad aún, por no poder ser lo que ella necesitaba. Sin embargo, no iba a permitir que el sentimiento de culpa le estropeara aquel momento. Después de dos años, tenían los dedos entrelazados, y él sentía su perdón, que era todo lo que podía pedir. No había vuelto a sentir paz sin ayuda de las drogas desde hacía muchos meses. Tal vez no era el hombre que iba a convertirse en su marido y en padre de sus hijos, pero quería que ella fuera feliz, aunque tuviera que serlo con otro hombre.
—Solo... déjame que te pregunte esto.
—¿El qué?
Él frunció el ceño.
—¿El hombre que me reemplace tiene que ser un poli?
Ella le soltó la mano y le dio un suave puñetazo en el hombro.
—No voy a emparejarme con el sheriff. Lo de anoche fue un... algo pasajero. No había estado con nadie desde que... Bueno, desde que estuve contigo.
Eso le creó una imagen mental. Y no demasiado agradable.
—Bueno, ¿y qué tal fue?
Ella se ruborizó.
—No puedo creer que estemos hablando de esto.
Él bajó la ventanilla para poder sacar el brazo.
—¿Significa eso que no me lo vas a contar?
Ella respiró profundamente, y después exhaló un suspiro.
—Estuvo bien. Estuvo realmente bien —dijo, y se rio de nuevo azoradamente.
—Ojalá me sintiera más feliz de oír eso.
—Si no te sientes feliz, ¿por qué estás sonriendo?
Porque era libre. Porque sentía que tenía una segunda oportunidad para convertirse en el hombre que quería ser. No estaba seguro de dónde había salido aquel momento de satisfacción, ni de cuánto iba a durar. No sabía si podría mantenerlo, o si el OxyContin terminaría por ganarle la partida otra vez. Sin embargo, por el momento era feliz de poder estar con ella y de arreglar las cosas entre ellos. Estaba a cargo de su vida por primera vez desde hacía meses; estaba exactamente donde necesitaba estar, haciendo exactamente lo que necesitaba hacer. Una pequeña victoria para Rex McCready.
—No tengo ni idea —le dijo.
Ella volvió a tomarle de la mano.
—Es estupendo poder estar contigo otra vez.
Rex esperaba poder permanecer así, que el hecho de ser parte de la vida del otro no se volviera algo doloroso e insoportable, como había ocurrido antes. Tal vez, como amigos pudieran alcanzar la estabilidad.
Siguieron su camino con las manos agarradas, con las ventanillas bajadas, escuchando la música de la radio, hasta que llegaron a Libby. Entonces, Rex vio una cabina de teléfono junto al aparcamiento de un videoclub y paró allí.
—Bueno, vamos —dijo.
A Laurel se le borró la sonrisa de la cara.
—Tú crees a Mona.
—Creo que Mona oyó a Horse hablar de ti. Que él sepa o no sepa dónde estás... —Rex se encogió de hombros—. Espero que tu madre pueda aclarárnoslo.
Ella soltó el cinturón de seguridad con un clic.
—Pero, ¿y si ella les dio los números desde los que llamé?
Él se mordió el labio mientras la observaba atentamente.
—No lo sabrás hasta que no lo preguntes.
Myles estaba en la entrada del cubículo de Jared.
—Avisa a Linda y venid a mi despacho.
Jared arqueó ambas cejas mientras se giraba hacia él.
—¿Ahora mismo? Todavía estoy organizando mis anotaciones —respondió, y señaló su agenda—. ¿Ves eso? Nuestra reunión no es hasta dentro de una hora.
—No me importa. No puedo esperar más.
Como el día anterior, Myles se había pasado la mañana atendiendo llamadas de gente de Pineview, repitiéndose, tranquilizando, aplacando, calmando y prometiendo que iba a encontrar a un asesino a quien no estaba seguro de poder atrapar. Y, cuanto más tiempo pasaba, menos posibilidades tenía de conseguirlo. Necesitaba información nueva, y la necesitaba en aquel mismo instante. También necesitaba mantener la mente activa. Aunque estaba soportando una tremenda presión, cada vez que dejaba de moverse o tenía un segundo para sí mismo, empezaba a pensar en Vivian.
Eso no le gustaba, sobre todo porque no conseguía sacar una conclusión coherente. En un momento dado, revivía lo que había ocurrido la noche anterior. Al segundo siguiente estaba viendo al tipo duro que estaba en su cocina aquella mañana, y preguntándose si lo que había pasado en la cabaña había sido algún tipo de juego.
Rex se comportaba como si la casa de Vivian fuera la suya también.
Sin embargo, una mujer que solo quería un revolcón rápido no se contenía como había hecho Vivian...
—Está un poco tenso estos días, sheriff —dijo Jared, quejándose—. Si no se tranquiliza va a sufrir un infarto.
—Tengo treinta y nueve años.
—No importa. Estoy hablando de una hora. Sesenta minutos. ¿Es que no puede esperar sesenta minutos?
—No necesito un informe mecanografiado, ¿de acuerdo? Por el momento, vamos a pasar por alto tu proceso meticuloso, porque requiere demasiado tiempo. Solo quiero que vengas a mi despacho y me digas lo que tienes.
—¿Y por qué tanta prisa? —preguntó el detective, mientras rebuscaba un bolígrafo en el cajón de su escritorio.
Myles vio un bolígrafo en el suelo, lo recogió y se lo entregó. La mesa de Jared no estaba más limpia que su coche. Myles no tenía ni idea de cómo era posible que llevara sus investigaciones de forma tan ordenada y detallada en medio de aquel caos. Era evidente que los detalles corrientes de la vida no le afectaban.
—Todo el pueblo está llamándome por teléfono —dijo Myles—. Y dentro de tres horas voy a reunirme con el alcalde para decirle que no tenemos ni la más mínima pista sobre quién mató a Pat. Ni que decir tiene que no quiero hacer eso; quiero darle alguna información.
Con una expresión resignada, Jared anotó unas cuantas cosas en un sobre marrón de los grandes.
—Está bien. Concédame diez minutos.
—De acuerdo.
Myles iba a ocupar aquel tiempo leyendo el informe de la autopsia que el forense le había enviado unos minutos antes por fax. Sin embargo, recibió una llamada de Chrissy Gunther, que quería saber si había hecho algo acerca de la pistola de Vivian. Intentó convencerla de que confiara en él, pero no hubo manera de hacerla entrar en razón, así que Myles sintió un gran alivio cuando Jared y Linda llamaron a su despacho, cuya puerta estaba entreabierta. Mientras les indicaba que entraran, le dijo a Chrissy que tenía una reunión. Después colgó, sin esperar tan siquiera a que ella se despidiera.
—Sentaos —les dijo, y miró las carpetas que llevaban los detectives. Varias de ellas eran muy gruesas, señal de que habían hecho sus entrevistas—. ¿Y bien? ¿Qué habéis averiguado?
Linda tenía el pelo rizado con algunas canas, y siempre lo llevaba recogido en una cola de caballo. La detective dejó sus carpetas sobre el escritorio de Myles y lo miró.
—No tenemos mucho, pero estamos avanzando.
—Sé un poco más específica.
Ella miró a Jared, y Jared asintió para que continuara.
—¿Qué ve aquí? —le preguntó, abriendo la primera carpeta.
Myles observó una fotografía de las huellas de zapatos que ya había visto en el linóleo del suelo de la cabaña.
—Parece que el asesino llevaba zapatillas de deporte.
—Exacto. ¿No nota nada extraño en ellas?
—No.
—Mire las marcas de las suelas.
—No tienen marcas.
—Exacto —dijo Jared—. No tienen ninguna de las hendiduras y las marcas de desgaste que hace el propietario del calzado con su forma de andar, y que convierten un calzado en único.
Myles se percató de repente de aquella falta de imperfecciones.
—¿Son nuevos?
—Deben de serlo, ¿no?
Parecía que a Linda le complacía mucho aquella conclusión, pero Myles no sabía por qué. Si las zapatillas eran nuevas, sería todavía más difícil vincular a su dueño con la escena del crimen.
—¿Y por qué te parece bueno eso?
—Espere —le dijo ella—. ¿Qué más ve?
Myles se había cansado de jugar a las adivinanzas y dejó las fotografías sobre la mesa.
—No veo nada fuera de lo común. Dime adónde quieres llegar.
Ella colocó una fotografía al lado de la otra.
—Al principio, nosotros tampoco lo vimos. Se hizo evidente cuando tratamos de determinar el número del calzado.
—¿El qué?
—Pat tuvo más de un atacante.
Myles volvió a tomar las fotografías y las sujetó juntas.
—Eso significa que hay dos pares de zapatillas. Pero... todas las huellas son exactamente iguales.
—Porque son el mismo tipo de calzado. Ambos pares son nuevos. La única diferencia es el número. Déjeme una regla y se lo demostraré.
Myles abrió el primer cajón de su escritorio y sacó una regla. Jared midió las huellas.
—¿Lo ve? Un par es del cuarenta y cinco. El otro es del cuarenta y siete.
—¿Lo habéis verificado?
—Más de una vez.
—Me estáis diciendo que había dos hombres que llevaban las mismas zapatillas.
Myles pensó en los tipos a los que había visto en la cuneta de la carretera. Los había recordado muchas veces. Tal vez fuera aconsejable pasar por Reliable Auto para ver si habían recogido su furgoneta. De lo contrario, tal vez debiera buscarlos y hablar con ellos otra vez...
Linda sonrió.
—Seguramente, incluso los compraron en el mismo sitio.
—¿Dónde?
Si podían averiguar aquello, tal vez pudieran conseguir las grabaciones de las cámaras de seguridad de la tienda de las dos semanas anteriores al asesinato y ver quién había entrado a comprar zapatillas de deporte.
—Según la base de datos son de la marca Athletic Works Brand, que se vende en Walmart.
Allí no había Walmart. El supermercado más cercano de aquella cadena estaba en Kalispell. No tenían ninguna garantía de que los asesinos hubieran comprado su calzado allí, pero Myles estaba dispuesto a intentarlo todo.
—¿Habéis hablado con el director del Walmart de Kalispell?
—Sí. Vamos a ir esta tarde.
—Bien —dijo Myles. Sin embargo, su breve sensación de esperanza ya se había disipado. Intentó concentrarse en deducir cómo encajaba aquel detalle de las zapatillas con todo lo demás—. Lo raro es que... esta información contradice todo lo que hemos inferido sobre el asesinato.
Linda pestañeó.
—¿Qué quiere decir?
—Si dos hombres compraron calzado para evitar dejar huellas, es que habían planeado el crimen. Y, sin embargo, en la escena todo indica que la muerte de Pat no fue algo premeditado: desde la elección del arma homicida hasta la falta de esfuerzos por ocultar el crimen o el cuerpo.
Jared apoyó los codos en las rodillas y se agarró las manos.
—Tal vez el asesinato no fuera premeditado porque ellos solo querían robar.
—¿Y para un robo haces tantos preparativos? ¿Te llevas a tu cómplice a comprar zapatillas de deporte nuevas y quedas con un agente inmobiliario con la excusa de que te enseñe una cabaña de alquiler solo para robarle la cartera?
—¿Y por qué no? Es una forma estupenda de conseguir que un desconocido se reúna contigo en un lugar apartado.
—Pero... Nadie iba a pensar que un hombre como Pat lleve demasiado dinero encima. Les habría sido más rentable atracar una gasolinera.
—Podían haberse llevado su coche.
—Pero no lo hicieron.
—Sí, ya lo sé. Todavía estoy buscándole la explicación a eso —admitió Jared.
—Tal vez Pat se los encontrara, tal y como decía usted antes —dijo Linda—. Tal vez hiriera a uno de ellos y los enfureciera.
—Si hubo algún herido más, habría pruebas en la escena del crimen.
Myles no recordaba que Ron Howard ni su compañero tuvieran rasguños ni heridas. Sin embargo, tal vez no hubiera podido verlas, puesto que el hombre discapacitado estaba tapado de la cabeza a los pies. Su exceso de tatuajes le recordaba a los presos. ¿Acaso tenían entre manos a un par de expresidiarios violentos?
Jared intervino de nuevo.
—No necesariamente. Tal vez la herida no sangrara. Y tal vez no se llevaran el coche porque sabían que el robo los relacionaría con el asesinato.
Eso tenía sentido.
—¿Y la huella dactilar parcial que había en la puerta?
—Resulta que era de Gertie —dijo Jared—. Después de que Pat muriera, ella no podía pensar con claridad. En vez de utilizar el teléfono que había en la cocina, salió de la cabaña y corrió hasta que llegó a casa de C.C. O por lo menos, eso dijo. Yo no puedo imaginarme que nadie pase por alto un teléfono que tiene delante de las narices, pero... esa es su versión de la historia.
Myles sí podía imaginarse a Gertie haciendo exactamente lo que había dicho. Recordaba lo desorientado que se había sentido cuando murió Amber Rose, aunque llevara meses viendo aproximarse a la muerte.
—Pat acababa de morir en sus brazos, Jared.
Jared carraspeó, y Linda se movió como si sus palabras les hubieran recordado a los dos por qué sabía él algo sobre aquella situación en particular. Myles apretó la mandíbula para intentar contener la irritación. Detestaba enfrentarse con la incomodidad que su pérdida les causaba a los demás. Eso le dificultaba ser normal, seguir adelante sin tener la sensación de que lo examinaban constantemente al microscopio. Si los buenos ciudadanos de Pineview tenían la percepción de que actuaba con demasiada tristeza por la muerte de Amber Rose, susurraban entre ellos cosas como que él debía recuperarse por el bien de su hija. Y si les parecía que no se preocupaba lo demasiado, como si ya estuviera superando su muerte, entonces comenzaban a dudar de que fuera sincero sobre su dolor, o de si había querido de verdad a Amber Rose. Su muerte ya era lo suficientemente horrible. La atención extra que había estado soportando durante aquellos tres años empeoraba aún más la situación.
O tal vez, teniendo en cuenta que había hecho el amor con alguien la noche anterior, por primera vez en aquellos tres años, estuviera demasiado sensible. ¿El hecho de que hubiera deseado tanto a Vivian, y de que ese deseo no hubiera disminuido ni siquiera cuando había pensado en Amber Rose, empobrecía lo que había sentido por su esposa? ¿Era capaz de recuperarse emocionalmente? ¿Había llegado por fin a ese punto después de los meses solitarios que había pasado desde que la había enterrado? ¿O eran solo las hormonas?
Intentó recuperar la concentración. Abrió el resto de las carpetas que le habían llevado los detectives y hojeó el contenido hasta que encontró el diagrama de las lesiones de Pat. Ya lo había visto, brevemente, en el informe de la autopsia, pero aquello le recordó el abrelatas eléctrico desaparecido.
—¿Hay alguna noticia sobre el arma homicida?
—Un poco —dijo Jared—. Las heridas que recibió Pat son compatibles con el abrelatas eléctrico.
—Te refieres a «un abrelatas eléctrico». No habéis encontrado «el abrelatas eléctrico».
—No, pero Gertie me llevó a una tienda y me enseñó cuál era exactamente el modelo, y yo compré uno. Las marcas que tenía Pat en el cráneo concuerdan perfectamente.
—¿Podría haber otros objetos que encajaran también?
—Lo dudo. Grabé un vídeo de la demostración del forense... —dijo Linda; rebuscó en su bolso y sacó una cámara de vídeo muy pequeña—. Si quiere verlo usted mismo...
La detective le pasó la cámara, y él vio al forense golpeando una cabeza de Styrofoam con el abrelatas, para simular lo que le había ocurrido a Pat. Las hendiduras coincidían con el imán que sobresalía del abrelatas.
Pobre Pat. No se merecía morir, y menos de aquella manera.
—¿Sabe Gertie que la estás investigando? —preguntó Myles, mientras le devolvía la cámara a Linda.
—Sabe que estoy haciendo todo lo que puedo por encontrar al asesino de su marido —respondió Jared—, y lo agradece.
—Está bien —dijo Myles—. No puedo creer que no haya sangre de otra persona que no sea Pat en la escena del crimen —añadió pensativamente—. ¿No estaremos pasando algo por alto?
—No.
—¿No había restos bajo las uñas de Pat?
—No.
—¿Y la mancha que tenía en la camisa?
—Era suya —dijo Jared.
Myles decidió que iba a ir a Reliable Auto. Quería averiguar más sobre Ron Howard y sobre Peter Ferguson. Le habían causado muy mala impresión, y, en aquel momento, el hecho de que Howard llevara tanta ropa le parecía más sospechoso, incluso, que antes.
—Demonios, me gustaría pensar que Pat consiguió asestar algún golpe por aquí y por allá.
—¿Contra dos?
Myles puso los ojos en blanco ante el intenso escepticismo de Jared.
—¿Ni siquiera puedes permitir que me consuele con una fantasía inofensiva?
Jared se inclinó hacia delante.
—¿Y cómo es posible que eso le consuele si no es lo que ocurrió realmente?
—Olvídalo.
Myles miró a Linda con exasperación, pero sabía que ella no tenía por qué estar de acuerdo con él. Aunque se quejaba de Jared todo el rato, por su desorden, sus tendencias obsesivas y su percepción literal de las cosas, había llegado a respetar mucho a su compañero durante los dos años anteriores. Como él no estaba casado ni tenía hijos con los que pasar las tardes, y era capaz de trabajar veinticuatro horas al día si se quedaba solo, Linda y su marido lo invitaban a cenar un par de veces por semana. A veces, ella le llevaba la comida de casa.
—Debo de estar pasando demasiado tiempo con él —admitió ella—, porque lo que acaba de decir tiene sentido para mí.
Myles hizo un gesto de rendición con las manos.
—Está bien. Vamos a enfrentarnos a la pura verdad. Pat no tuvo ni la menor oportunidad desde el principio. Ahora, contadme cómo han ido vuestras entrevistas.
—Nadie de las otras cabañas vio nada —explicó Jared—. C.C. es la vecina más cercana, pero hay árboles que aíslan una vivienda de la otra. Además, ella estaba pasando la aspiradora, y no tenía ni idea de que Pat estuviera enseñando la cabaña.
—¿Y nadie vio por el camino de la cabaña algún vehículo extraño, que fuera demasiado lento o demasiado rápido?
Jared negó con la cabeza.
—Me temo que no.
Myles miró con lástima su taza vacía de café. Después de tantas horas funcionando a base de adrenalina, en aquel momento iba cuesta abajo. Sin embargo, ya había tomado suficiente cafeína por aquel día.
—Delbert me llamó ayer. Me dijo que ya habíais hablado con él.
—Sí. Unas cuantas veces —dijo Jared—. Ha sido muy colaborador.
—¿Tiene coartada?
—Estaba en el trabajo. Varias personas han confirmado su presencia en la oficina, incluyendo su jefe —dijo Linda—. Sin embargo, me permitió tomarle fotografías del torso para demostrar que no tenía ni un arañazo.
—¿Y Gertie?
—No tiene coartada.
—¿Sigue siendo la sospechosa número uno?
Jared se puso en pie.
—¿Y por qué no iba a serlo? Yo no descarto a nadie hasta que no tengo un buen motivo para hacerlo.
Myles se masajeó las sienes.
—Ya lo sé.
—Bueno, ¿tiene lo que necesita para su reunión con el alcalde?
Él se había esperado algo más.
—Sí, si es todo lo que hay.
—Por ahora sí.
Jared iba a recoger las carpetas, pero Myles le dijo que las dejara allí. Quería leer las entrevistas y ver lo que decía la gente.
Estaba solo en el despacho, en mitad de una de ellas, cuando apareció el ayudante Campbell.
—Jefe, ¿tiene un minuto?
Myles alzó la vista.
—Claro. ¿Qué ocurre?
—Ha llamado Trace, el del taller. Quiere saber qué hace con la furgoneta Toyota que le llevó Harvey.
—¿Los dueños no han aparecido?
—Trace no ha sabido nada de ellos.
Myles cerró la carpeta.
—¿Fueron al taller en la grúa?
—No. Le dijeron a Harvey que iba a ir a buscarlos un amigo.
¿Qué amigo? Cuando él estaba allí, ellos le habían dado a entender que iban a montarse en la grúa. ¿Se les habrían escapado ya?
—Gracias.
Cuando Campbell se marchó, Myles fue a buscar la libreta que tenía en el coche patrulla. Ron Howard y Peter Ferguson le habían parecido sospechosos, y había anotado la información que le había dado sobre ellos la centralita. Tal vez pudiera ponerse en contacto con ellos a través de Quentin, el hermano mayor de Peter...
Encontró con facilidad el número en el listín, y llamó. Respondió un hombre llamado Quentin, pero a juzgar por su voz, tenía por lo menos cincuenta años más que Peter.
Aquel no podía ser el hermano al que se había referido el chico, ¿no? Tal vez fuera su padre.
Myles le explicó quién era y qué quería, pero no pudo continuar, porque el hombre le dijo: —Usted debe de haberse cruzado con los que me han robado la furgoneta.
A Myles se le puso el vello de punta.
—¿De qué está hablando? Lo he comprobado con la matrícula, y no figura como robada.
—Porque casi nunca la conduzco. No me he dado cuenta de que faltaba hasta esta misma mañana.