Capítulo 11
Ya lo había conseguido: había conseguido que el sheriff se empeñara en averiguar más cosas sobre ella, y que dedicara tiempo y recursos para conseguirlo. Y eso era lo último que necesitaba...
¿Cómo iba a conseguir detenerlo?
Tal vez, si lo evitaba durante una temporada, él perdiera el interés. Además, no había modo de que descubriera quién era ella en realidad. Tenía las iniciales de su exmarido, sí, ¿y qué? Eso no era suficiente para avanzar. Él no era como La Banda, cuyos miembros conocían muy bien a Virgil y a Rex y estaban familiarizados con su pasado, y que llevaban siguiéndole la pista cuatro años. Si Myles intentaba conseguir información de su pasado, solo iba a dar con callejones sin salida, porque no sabía qué era lo que tenía que buscar. Además, tenía que preocuparse de la investigación del asesinato de Pat, que era mucho más importante que su pasado...
Se quedó helada al llegar a su casa. La puerta principal estaba ligeramente entreabierta...
Ella estaba completamente segura de que la había cerrado con llave. ¿Acaso Mia o Jake habían ido allí a buscar algún juguete o alguna chuchería?
Estaban dormidos, así que no podía preguntárselo. Y como ya se había separado del sheriff King, pensaba hacer todo lo posible por evitar más interacciones con él en el futuro. Con suerte, el tiempo se encargaría de difuminar los errores que había cometido y de disipar las emociones desconcertantes que ella estaba experimentando, de modo que su relación volviera a ser como antes.
Además, si La Banda la estaba esperando dentro, no se le ocurría mejor momento para enfrentarse a ellos. Por lo menos, sus hijos no estaban allí. Solo estaba ella... y ellos. Y ella tenía una pistola.
«Venid, desgraciados. Estoy harta. Vamos a terminar esto de una vez por todas».
Se sacó la pistola Sig de la cintura y le quitó el seguro, y atravesó el porche silenciosamente. Se imaginó que el sheriff iba a oír los disparos y supo que acudiría al instante, pero para cuando apareciera, lo que fuera a ocurrir ya habría terminado. O los hombres que estaban intentando matarla habrían muerto, o habría muerto ella; Vivian esperaba que, después, los hombres de La Banda se marcharan sin hacerle daño a nadie más.
No obstante, hacía mucho tiempo que no practicaba el tiro, y tal vez no fuera capaz de acertarle a un hombre, sobre todo si se estaba moviendo. Seguramente tendría que enfrentarse a tres o cuatro hombres, o tal vez más. Aquel tal Ink se le aparecía en las pesadillas. Ella había visto lo que era capaz de hacer, lo que todos ellos podían hacer. Mataban sin remordimientos.
Sin embargo, Ink estaba en la cárcel, y él era el que más la asustaba. No podría enfrentarse a él.
«Cálmate», se dijo. Si lo conseguía, les estaría haciendo un favor a Virgil, a su esposa y a su hijo, incluso al nuevo bebé. Liberaría a la gente a la que quería, incluyendo a sus propios hijos. Merecía la pena correr el riesgo, ¿no? Estaba cansada de huir, de vivir siempre con el miedo de que alguno de sus seres queridos sufriera algún daño...
Además, ya no quería ser la persona en la que se había convertido por culpa de La Banda: «Intentar alcanzarte es como... intentar atrapar el humo».
Ella no había elegido esa forma de ser...
La puerta rechinó suavemente cuando la empujó.
La luz de la luna entraba por las ventanas de la fachada delantera. Conteniendo el aliento, entró en la casa y se detuvo a escuchar. Si había gente dentro, no estaban registrando los cajones y los armarios. No se oía nada.
Tal vez los hombres de La Banda hubieran entrado en la casa y se hubieran marchado. O tal vez no hubieran ido, y ella se estaba preocupando sin motivo.
Estaba empezando a reprenderse a sí misma por haber sido paranoica, cuando vio dos huellas en el suelo, enmarcadas por uno de los cuadrados de luz de las ventanas. Había entrado alguien, y no eran sus hijos. Aquellas huellas eran demasiado grandes; eran de un hombre. Y eran recientes. Ella era muy meticulosa a la hora de mantener brillante aquel suelo de madera, y si fueran anteriores a su salida, las habría visto.
Se le formó un nudo en el estómago. ¿Se trataba de un solo intruso?
Por suerte, solo vio huellas de una persona, aunque eso no era concluyente. Tal vez sus compañeros llevaran un calzado diferente, y sus suelas no tuvieran suficiente polvo como para dejar la marca en el suelo.
Se le resbaló una gota de sudor por la frente. Pronto tendría que enfrentarse al final, de un modo u otro.
Tragó saliva y se obligó a avanzar. La adrenalina, que supuestamente era tan útil durante una pelea, a ella la estaba debilitando. Estaba mareada. Con el corazón acelerado, bañada en sudor, ni siquiera podía mantener firme el arma.
Abrió los ojos todo lo posible para poder verlo, y siguió adentrándose en la casa. Observó los rincones más oscuros en busca de alguna señal de dónde podía estar el intruso.
Las huellas llevaban a la cocina, o por lo menos eso parecía. ¿La estaba esperando alguien allí?
Las puertas de la cocina eran batientes, y le impedían ver lo que había más allá. Sin embargo, ella conocía la casa mejor que nadie, y eso le daba ventaja.
Sigilosamente, preparándose para lo peor, las empujó.
La cocina estaba más oscura y tuvo que pestañear varias veces para que sus ojos pudieran adaptarse. Entonces, vio una sombra fuera. Una sombra que se movía rápidamente.
Se acercó a una de las ventanas y se dio cuenta de que solo era el gato de Marley, que había extendido su territorio a ambos jardines. Sin embargo, justo cuando flaqueaba de alivio, oyó un crujido.
Se dio la vuelta, con un estremecimiento, para defenderse, pero no consiguió hacer un solo disparo, porque un par de manos fuertes le arrebataron el arma.
Una voz infantil interrumpió el sueño de Myles. Estaba seguro de que acababa de acostarse, así que al principio ni siquiera abrió los ojos. Sin embargo, cuando lo hizo se dio cuenta, por el cambio de luz, de que habían pasado horas. También vio la cara de un niño pequeño a pocos centímetros de la suya.
—¿Está despierto ya, sheriff King?
Sí, ya lo estaba, aunque no le hiciera muy feliz.
—¿Qué hora es? —preguntó con la voz quebrada.
—Es por la mañana.
Myles rodó por la cama y tomó el despertador de la mesilla; eran las cinco de la mañana, lo cual confirmó su sospecha inicial. Demonios, cuando le había dicho a Vivian que no le importaba que sus niños lo despertaran temprano no se refería a antes del amanecer.
—Jake, colega, estoy muy cansado —dijo, y carraspeó para intentar hablar con su voz normal—. Tienes que volver a la cama, ¿de acuerdo?
No hubo respuesta.
—¿De acuerdo? —insistió Myles.
—No puedo.
—¿Y por qué no?
—Porque creo que si esperamos, será demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?
—¡Para los peces! Se van a poner malos, ¿no?
—¿Qué peces? —preguntó Myles.
Entonces, recordó que el hijo de Vivian le había pedido que le destripara unas truchas, justo antes de salir con ella. Él le había dicho al niño que lo harían a primera hora de la mañana, pero nunca hubiera imaginado que tendría que cumplir su promesa al amanecer.
—¿Crees que pasará algo por una hora más? —preguntó, escondiendo la cabeza debajo de la almohada.
—Creo que será demasiado tarde. ¿No se supone que hay que destriparlas rápidamente?
La respuesta a aquella pregunta era «sí». Si el pescado no se limpiaba pronto, se echaría a perder. Y era la primera pesca del niño. Myles no quería estropeárselo, así que respondió: —Es cierto. ¿Cuántas truchas hay?
—Tres —dijo Jake con orgullo.
—No está mal —dijo Myles, y sacó la cabeza—. ¿Y dónde las has puesto, exactamente?
—En la nevera portátil de la nana Vera.
—Que está...
—En su porche trasero.
Por supuesto. Jake estaba completamente preparado. Myles se dio cuenta de que no tenía más remedio que levantarse de la cama. Tenía intención de hacerlo, pero como no se movía con la suficiente rapidez, Jake se inclinó hacia él.
—Si me ayuda le daré una trucha, y podrá tomarla de cena.
Eso era todo un detalle. Myles no se resistió más, aunque le costara mucho empezar aquel día después de haber tenido una noche tan corta.
—Muy bien —dijo, y le señaló a Jake los vaqueros que había dejado sobre la silla—. Dame los pantalones.
Jake se apresuró a obedecer.
—¿Cuánto mide? —le preguntó el niño, cuando Myles se levantaba.
—Uno ochenta y siete —dijo él, mientras tomaba los pantalones—. ¿Y tú?
—No sé —respondió Jake encogiéndose de hombros.
—Podemos medirte cuando bajemos, si quieres.
El niño miró a su alrededor por la habitación. Vio su arma, el uniforme que estaba colgado en la puerta del armario, la maquinilla de afeitar eléctrica que había dejado en la cómoda, algunas revistas de actividades deportivas al aire libre con las que se entretenía cuando se hartaba de ver la televisión de pantalla grande... Pareció que le interesaban incluso la cartera y las monedas que había puesto sobre la mesilla de noche.
—Me gusta su habitación —dijo, cuando lo hubo estudiado todo.
—¿De verdad? —preguntó Myles.
Estuvo a punto de reírse, pero no quería avergonzar al niño. En realidad, no había vuelto a fijarse en lo que le rodeaba desde que había metido todas las cosas de Amber Rose en cajas y las había guardado en la buhardilla. Su mujer se enorgullecía mucho de su casa y decoraba las habitaciones, pero a él solo le importaba lo práctico, no lo bello. Y menos ahora que ella ya no estaba, y se había llevado consigo la alegría de aquellas actividades.
—¿Y cómo es tu habitación?
—Tiene unos dibujos tontos de fútbol pintados en la pared.
Myles arqueó las cejas.
—Pero el fútbol es guay, ¿no?
—Sí, sí. Me encanta. A todos los tíos les gusta el fútbol, ¿no?
¿Tíos? Myles tuvo que contener otra carcajada. El hijo de Vivian era muy especial.
—Es solo que los dibujos son de ositos con cascos, y cosas así —explicó el niño—. Es para bebés.
Y él, claramente, no se consideraba un bebé.
—Entiendo. Puede que tu madre te deje pintar las paredes de otro color. ¿Se lo has pedido? —le preguntó Myles mientras se ponía una camiseta limpia—. Yo puedo ayudarte.
—¿De verdad?
—Claro.
El niño se mostró esperanzado durante unos segundos, pero después de le hundieron los hombros.
—No creo que nos deje. Siempre me dice que no le moleste, que está muy ocupado. Aunque usted le dijera que no, ella no se lo creería. Y dice que la pintura cuesta dinero.
Myles pasó por alto la reticencia de Vivian a que él se involucrara y decidió referirse al asunto del dinero.
—Sí, es cierto. Puede ser caro, con los rodillos y todas esas cosas.
—Bueno, es solo que... odio esos ositos —dijo el niño. Entonces, se acercó a la cómoda—. Pero seguramente no me importaría si tuviera una tele como esta.
Aquel niño no quería tener nueve años, sino diecinueve. Quería ser adulto, más que ningún otro niño que conociera Myles. ¿Por qué tenía tanta prisa? ¿Acaso se sentía como si tuviera que ocupar el lugar de su padre?
—Tal vez cuando seas mayor podrás tener una —le dijo, mientras sacaba los zapatos de debajo de la cama.
—¿Cuánto cree que mediré cuando sea mayor del todo?
—Es difícil de saber —dijo Myles, y se sentó para poder atarse los cordones—. ¿Eres alto para tu edad?
—No, en realidad no —respondió Jake desilusionado.
—Bueno, la gente crece a diferentes ritmos. Y no hace falta ser muy alto para ser fuerte.
—Los jugadores de fútbol son muy grandes.
—Pero los pescadores no tienen por qué serlo.
Jake se quedó pensándolo.
—Supongo que no. Los cazadores tampoco.
—No. De todos modos, creo que serás alto. Tu madre tiene una buena estatura.
—Y mi tío Virgil. ¡Es gigante!
Myles se quedó petrificado mientras tomaba su navaja suiza que había dejado en la mesilla de noche.
—¿Virgil? ¿Es hermano de tu padre o de tu madre?
—De mi madre —dijo el niño, y señaló la navaja—. ¿Es un cuchillo?
—Con unas cuantas herramientas acopladas. ¿Quieres verlas?
—¡Claro!
Myles, con la esperanza de que aquello distrajera al niño y de poder sacarle algún detalle más sobre aquel tal Virgil, se la entregó.
—¿Y dónde vive tu tío?
—Mi madre no me lo ha dicho —respondió él, y sacó unas pinzas—. ¿Para qué sirven?
Myles le mostró cómo funcionaban.
—¿Y cuánto hace que no lo ves?
—¿A mi tío Virgil?
—Sí.
Jake titubeó.
—Mucho.
—¿No tienes ningún contacto con él?
—No.
—Mira, tiene un pequeño destornillador —dijo Myles, y lo sacó para enseñárselo.
—¡Es guay!
—¿Y tu padre?
Jake estaba fascinado con un pequeño par de tijeras que había descubierto, y no se enteró de la pregunta.
—¿Yo voy a poder tener una como esta algún día?
—Podemos preguntárselo a tu madre. O tal vez a tu padre. ¿Lo ves alguna vez?
Jake se volvió receloso al instante. Miró hacia arriba, y Myles intentó disimular su avidez por oír la respuesta. Tenía que comportarse como si la conversación no tuviera importancia, como si fuera un modo de pasar el rato, o el niño se cerraría en banda.
—No. Él nunca me da nada. Ni siquiera llama.
El dolor de aquellas palabras golpeó a Myles como un puñetazo, hizo que se diera cuenta de lo mucho que tenía que sobrellevar Vivian.
—¿Y dónde vive?
—No lo sé. Si lo supiera iría a verlo —dijo, mientras abría el resto de las herramientas de la navaja.
—¿Y cuándo hace que no lo ves?
—Desde antes del tío Virgil.
Myles ayudó a Jake a cerrar una hoja serrada.
—¿Y por qué?
Jake le devolvió la navaja.
—Supongo que ya no me quiere.
Aquella respuesta demostraba lo mucho que echaba de menos a su padre, lo cual era muy triste. Myles se preguntó si el exmarido de Vivian también había maltratado a sus hijos, como había hecho con ella. De lo contrario, ¿por qué no podían verlo? ¿Tanto lo temía ella?
Parecía que sí. Sin embargo, ¿qué era aquel asunto de un tiroteo que le había contado Chrissy?
—¿Te llamas igual que tu padre, Jake?
El niño se frotó una zapatilla contra la otra.
—Más o menos.
—¿Qué quieres decir?
—Mi padre se llama Jacob, pero todo el mundo lo llama Tom —dijo él, sin levantar la cabeza.
Aquella era la primera vez que el niño compartía el más mínimo detalle sobre su padre. Él le había hecho algunas preguntas en el pasado, pero siempre había recibido respuestas monosilábicas o encogimiento de hombros.
—Entonces, ¿tu padre se llama Jacob Thomas Stewart?
Jake miró hacia la puerta.
—¿Podemos ir ya?
Aquella pregunta le había causado incomodidad; Myles le había presionado demasiado.
—Solo me queda lavarme los dientes —dijo.
—De acuerdo —dijo Jake, y se dirigió a la salida—. Lo espero en el porche.
Myles soltó una maldición entre dientes mientras veía marcharse al niño. Había estado a punto de conseguir un nombre; sin embargo, sabía que su apellido no podía ser Stewart. Vivian no podría esconderse si conservara el apellido de su exmarido, y además, Stewart no correspondía a las iniciales que tenía en el brazo. Myles solo quería que Jake lo corrigiera.
Por lo menos, sabía más que antes. Vivian tenía un tío en la cárcel, un exmarido llamado Jacob Thomas o Tom H y un hermano llamado Virgil; aquel nombre no era muy corriente. También tenía un arma con un número de serie que él podía investigar. Y, como la había sorprendido portando un arma de fuego sin el correspondiente permiso, legalmente podía hacerlo.
No era mucho, pero era un comienzo.
Además, gracias a haberse tenido que levantar a aquella hora infame, podía pasar un poco más de tiempo con Jake. ¿Quién sabía lo que podía contarle el niño? Sobre todo con unas cuantas preguntas más sutilmente formuladas...