Capítulo 8

 

 

A lo mejor, si Levi se hubiera vuelto a dormir, no se habría dado cuenta de que pasaba algo malo. Los ruidos que le pusieron sobre aviso eran tan débiles que podría habérselos atribuido al perro. Pero sabía que Callie había encerrado a Rifle en la entrada de la cocina. Aullaba de vez en cuando, pero los ruidos que preocupaban a Levi no llegaban desde esa dirección. Llegaban desde el dormitorio de Callie.

«Relájate». Si estaba levantada, no era asunto suyo. El amanecer teñía el cielo azul oscuro de la noche con tonos violetas. A lo mejor era una mujer madrugadora. Muy pronto se levantaría también él y, con un poco de suerte, para el día siguiente habría terminado de pintar.

Una débil tos hizo que Rifle comenzara a arañar nervioso la puerta, como si a él tampoco le gustara lo que estaba oyendo. ¿Qué demonios estaba pasando?

Levi se sentó en la cama.

–¿Callie?

No obtuvo respuesta, pero Rifle ladró. Un segundo después, se oyó la cisterna.

Callie estaba despierta, muy bien. Tenía que estarlo. Pero cuando giró la cabeza para mirar hacia la puerta, Levi no vio luz por la rendija. Probablemente, al igual que él, no podía dormir y estaba dando vueltas en la cama.

Se oyó entonces un nuevo sonido, un sonido de angustia, y Levi se levantó inmediatamente.

–¿Callie? –llamó a la puerta del dormitorio.

Callie no respondió, pero no había cerrado con cerrojo. Al parecer, no tenía miedo de que pudiera atacarla. Casi desde el principio, por lo menos desde que le había encontrado sangrando en el cuarto de baño, parecía haber confiado en él más de lo que debería teniendo en cuenta que ni siquiera se conocían. Sabía que debería advertirle que no se acercara de la misma forma a cualquier otro desconocido, pero apreciaba lo que aquella confianza le hacía sentir. No quería que tuviera miedo de él. Jamás había soportado ver cómo las diferentes mujeres que habían pasado por la vida de su padre retrocedían ante cualquier movimiento repentino, aunque sabía que tenían motivos para reaccionar así.

La cama de Callie estaba vacía. Gracias a la luz que se filtraba por la puerta entreabierta del cuarto de baño, distinguió las sábanas revueltas. Y ella no estaba debajo.

–¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Un suave gemido le asustó lo suficiente como para cruzar la habitación y empujar la puerta del cuarto de baño. Y allí la encontró, tumbada en el suelo, blanca como el papel, con los ojos cerrados.

–¡Callie! ¿Qué te pasa?

Cuando Levi se agachó para ver lo que le pasaba, Callie comenzó a parpadear. Intentó mantener los ojos abiertos, pero no lo consiguió.

–Estoy… estoy bien… Vuelve a la cama… Por favor.

¿Por favor? Era evidente que necesitaba ayuda. Parecía tan agotada que apenas podía moverse. Y por el olor del cuarto de baño, era evidente que había estado vomitando.

–Vete –insistió, intentando echarle–. Estoy… estoy mejor sola.

No le gustaba que invadiera su intimidad y lo comprendía. No solo había vomitado, sino que estaba en ropa interior. Y también él, pero la tela blanca de las bragas de Callie revelaba mucho más que sus calzoncillos, sobre todo porque ella no tenía fuerza suficiente como para tirar de la camiseta del pijama para que las cubriera.

–¿Dónde tienes el móvil? –le preguntó Levi–. Voy a llamar a una ambulancia.

–No –después de incorporarse ligeramente, volvió a dejarse caer–. Ya sé lo que me pasa. No pueden hacer nada por mí. Solo… necesito descansar. Vuelve a la cama.

–¿Y dejarte así?

Callie no contestó. Parecía estar reservando sus fuerzas.

–Deberíamos llamar a un médico –insistió Levi.

–No –contestó.

Apenas fue un susurro, pero fue lo suficientemente enfático.

–¿Por qué no? Deberíamos intentarlo. Pareces… pareces muy enferma.

–Estaré mejor… dentro de un rato. Ha sido por culpa del susto de antes…

¿El susto? ¿Se refería a lo que había pasado en el establo? La había agarrado porque no sabía quién era, pero no le había hecho daño. ¿Cómo podían ser aquellas las consecuencias?

–Ven aquí.

Se agachó para ayudarla a levantarse, pero ella le apartó y alargó la mano hacia la toalla.

–Vete.

Levi quería dejarla en paz, pero no podía. Tenía miedo de lo que pudiera ocurrirle. Después de apartarle el pelo de la cara, la agarró por los hombros mientras ella terminaba de vomitar. Seguramente, Callie no quería que fuera testigo de aquello, pero él había visto cosas mucho peores. Y se alegraba de que al menos no vomitara sangre.

Tiró de la cadena y después mojó una toalla para limpiarle la boca y la cara.

–El suelo está helado. No puede ser bueno que estés ahí –le dijo, y la levantó en brazos.

Callie no se resistió. Estaba sin fuerzas. Pero intentó protestar.

–¿Y… y si vuelvo a vomitar?

–Iré a buscar una palangana por si acaso.

Cuando Levi volvió de la cocina, encontró a Callie acurrucada en medio de la cama. Había intentado taparse, pero ni siquiera tenía fuerzas para eso.

–Mira –Levi le acarició suavemente la espalda para que abriera los ojos–. Aquí la tienes.

Callie asintió de manera casi imperceptible mientras Levi colocaba la palangana entre el cabecero y la almohada.

–Ahora tienes que entrar en calor.

Le bajó la camiseta para cubrirle las bragas y la tapó, pero tampoco se fue entonces. Callie estaba demasiado fría y sudada, demasiado débil. Jamás había visto a nadie con un aspecto tan frágil. Él seguía pensando en llamar a la ambulancia. Y lo habría hecho si ella no hubiera estado tan segura de que no debía hacerlo. Sus propias reservas hacia las autoridades le detuvieron.

–¿Puedo llamar por lo menos a alguno de tus amigos?

–¡No, por favor! –le agarró la mano e intentó sonreír–. Gracias.

–¿Pero qué te pasa? –susurró Levi, rodeándole los dedos con la mano, de manera que no tuviera que hacer fuerza.

–Es solo… la gripe –contestó.

Pero temblaba de manera tan violenta que Levi apenas la entendía.

¿Qué demonios estaba pasando?

La soltó y comenzó a abandonar la habitación. No quería sentir la compasión que estaba sintiendo. No quería ver sufrir a Callie, aunque fuera solamente por una gripe. Ya había sido testigo de demasiado sufrimiento.

Callie se pondría bien, se aseguró. La gripe no duraba mucho. Pero no fue capaz de obligarse a cruzar la puerta del dormitorio. Estaba demasiado preocupado. Estuvo caminando por la habitación durante varios segundos, discutiendo consigo mismo. Al final, renunció, se quitó la camisa y se deslizó bajo las sábanas, esperando que el calor de su cuerpo la ayudara a dejar de temblar.

Callie no respondió cuando se estrechó contra ella, pero su presencia pareció ayudarla. No tuvo que usar la palangana que le había llevado, no decía nada y apenas se movía.

Poco a poco, dejó de temblar. Se aferró con las dos manos a una de las de Levi, que colocó bajo su barbilla antes de quedarse completamente dormida.

 

 

Cuando se despertó, se sentía casi nueva. A veces, cualquier cosa la enfermaba. El estrés, el exceso o la falta de medicación podían causar estragos, razón por la cual el médico tenía que ajustarle constantemente la dosis. La reacción ante un susto o una mala noticia, la falta de sueño… cualquier cosa podía alterarla. La avergonzaba que Levi la hubiera visto vomitar. Desde luego, no tenía que haber sido una imagen agradable. Por algún motivo, le importaba más de lo que debería lo que pudiera pensar de ella. Suponía que era un problema de vanidad femenina. Pero, a pesar de todo, agradecía su ayuda y no podía encontrar ni un solo defecto a su forma de llevar la situación. Había sido amable, delicado y comprensivo. Y continuaba en la cama con ella. Su cuerpo musculoso había sido más efectivo a la hora de darle calor que la manta eléctrica.

Callie no se movió. Estaba acurrucada contra él y no quería que se marchara de la cama al saberla despierta.

Pero algo debió de advertirle que ya no estaba dormida, porque le preguntó:

–¿Estás bien?

–Sí.

–Menos mal. Ayer me diste un buen susto.

Callie sonrió cuando Levi se acurrucó contra ella. Apenas se conocían, pero allí estaba, ella con un cuerpo enfermo y él, a juzgar por los síntomas, con un alma herida, ofreciéndose el consuelo de sus cuerpos. Callie no había sido nunca consciente de lo mucho que podía significar que alguien la abrazara en un momento de debilidad. A lo mejor, debido a su situación, estaba dándole demasiada importancia, pero tenía que reconocer que, durante los últimos minutos, había estado mucho más satisfecha que en cualquier otro momento de su vida. Probablemente porque había aprendido a apreciar hasta los detalles más insignificantes de la vida.

–¿Qué te pasa? –preguntó Levi, como si supiera lo que estaba pensando y quisiera compartir sus pensamientos.

–Nada, es solo que… si la semana pasada me hubieran dicho que iba a pasar la noche con un desconocido alto y rubio no me lo habría creído.

–Porque no hay desconocidos en tu vida –respondió Levi riendo–. Conoces a todo el mundo.

Levi no reía a menudo. Y a Callie le gustó el sonido de su risa.

–Exactamente.

–Aunque yo no estaría aquí si no hubiera sido por culpa de mi moto y de esos perros.

A Callie no le apetecía que se marchara. Su presencia le permitía pensar en algo más allá de sí misma. Le gustaba tenerle allí.

–Lo sé.

–Espero…

–¿Qué? –le interrumpió Callie.

–Espero no ser el culpable de lo que ha pasado.

Al principio, Callie no comprendió a qué se refería, pero después recordó que le había dicho que había sido el susto lo que la había hecho vomitar. Y probablemente así era. Pero la gente normal no enfermaba por culpa de un sobresalto como aquel.

–No. Anoche dije cosas sin sentido. La culpa la tiene la gripe.

–¿Y ahora estás mejor?

–Sí.

–Estupendo. En ese caso, voy a preparar el desayuno, así que quédate en la cama.

–¿Vas a cocinar?

–A no ser que prefieras que no enrede en la cocina…

Callie habría preferido que se quedara en la cama. Pero también necesitaba unos minutos de intimidad para lavarse los dientes y asearse.

–Puedes disponer de la cocina a tu antojo –respondió Callie, disimulando un bostezo–. Prepárate lo que quieras.

Cuando Levi se levantó, le ofreció involuntariamente una buena vista de su trasero enfundado en los calzoncillos. A pesar de lo delgado que estaba, tenía un bonito trasero. Pero lo que había pasado la noche anterior no había tenido nada que ver con la belleza o el físico. Solo horas después, cuando ya estaba suficientemente bien como para apreciar su atuendo, o la falta del mismo, importaba.

Pero la excitación que le producía la semidesnudez de Levi se marchitó en cuanto oyó la voz de Kyle gritando desde la puerta:

–¿Callie? –parecía desesperado–. ¿Dónde estás?

Callie miró a Levi desesperada, pero no hubo tiempo para decir nada, y tampoco para que Levi agarrara la camisa o los pantalones. Un segundo después, Kyle estaba en la puerta del dormitorio, boquiabierto al ver a Levi en ropa interior.

–Iba a preguntarte que por qué no contestabas al teléfono, pero creo que puedo imaginármelo.

Levi le miró con los ojos entrecerrados, pero no dijo nada, y Callie se alegró de que dejara que fuera ella la que manejara la situación.

–Esto no es lo que parece –le explicó–. Ayer por la noche me puse enferma. Y fue una suerte que Levi estuviera aquí para cuidarme.

–¿Y tenía que hacerlo en calzoncillos?

–Estaba durmiendo cuando yo empecé a vomitar.

Kyle tomó aire, inflando su pecho.

–¿Y cómo es posible que te oyera vomitar desde el establo?

–No estaba en el establo. Le había pedido que durmiera dentro de casa porque…

–Podrías haberme llamado –la interrumpió Kyle–. Habría venido a ayudarte.

–Lo sé. Pero no sabía que iba a enfermar, y tampoco que llegaría a ponerme tan mal.

–¿Y qué es lo que te hizo vomitar?

–La gripe.

–Un momento –Kyle parpadeó y sacudió la cabeza–. Explícame otra vez qué estaba haciendo Levi dentro de la casa.

–No quería que esos tipos de los perros vinieran y le atacaran. Ya nos causaron problemas la noche anterior.

No mencionó que la visita de Stacy también la tenía preocupada. Sabía lo que pensaría de Levi si se enteraba de que había evitado a la policía.

En cualquier caso, Kyle tampoco la escuchaba. Si no se equivocaba, estaba sometido a demasiados sentimientos contradictorios. Sorpresa. Indignación. Celos. Y la desazón de saber que no tenía ningún derecho a mostrarse celoso.

Una vez más, se encontraban en medio de aquella tierra de nadie que ellos mismos habían creado al acostarse.

–Mierda –dijo al final.

Levi alzó la mano.

–Mira, me voy dentro de unos días, no tienes nada de lo que preocuparte.

Kyle le miró y suspiró.

–No estoy preocupado por mí, ¿no lo entiendes? Callie se merece a alguien que sea capaz de amarla. Una persona estable con la que pueda disfrutar de una vida agradable. Ella quiere casarse y tener hijos. ¿Tú puedes ofrecerle algo así?

–Yo no tengo nada que ofrecerle. Ya te he dicho que pienso marcharme.

–Entonces, hazlo antes de que termines haciéndole daño –le espetó, y se marchó.

Un segundo después, Callie oyó lo que no había oído antes de que Kyle entrara: el sonido del motor de la camioneta, que fue apagándose lentamente a medida que se alejaba.

Levi se pasó la mano por el pelo.

–¿Cómo ha conseguido entrar?

La noche anterior, Callie había cerrado la puerta. Levi la había visto hacerlo en cuanto habían entrado en casa.

–Tiene una llave.

Levi bajó la cabeza y comenzó a salir del dormitorio, pero Callie no quería que se marchara todavía. Necesitaba darle una explicación.

–Kyle y yo nos hemos acostado, en eso tienes razón.

Levi la miró, pero no dijo nada. Y Callie tampoco fue capaz de averiguar lo que pensaba.

–En realidad, nos hemos acostado unas cuantas veces, cinco o seis. Pero no es lo que tú piensas. Lo nuestro no es amor, pero tampoco lo hemos hecho por pura diversión.

–¿Entonces por qué lo habéis hecho exactamente?

Callie tenía la impresión de que Levi no quería preguntarlo, pero no había podido resistirse.

–Los dos estamos cansados de estar solos.

Levi pareció sopesar aquella respuesta.

–Eso puedo comprenderlo –dijo, y comenzó a vestirse.

 

 

Callie tenía una cita con el médico. No quería que Levi lo supiera porque no le apetecía que le hiciera preguntas. Pero la inquietaba dejarle solo en casa. No porque pensara que podía robarle o dañar algo. Tenía miedo de que hubiera desaparecido cuando volviera.

Una reacción extraña hacia un hombre errante con el que siempre había sabido que no podría mantener ninguna clase de relación. Pero no podía evitarlo. Durante toda la mañana había estado recordando cómo se había sentido al dormir abrazada a él. Había sido una sensación distinta a la que había experimentado con Kyle. Una sensación que no se parecía a nada de lo que había sentido con los hombres con los que había estado, que tampoco habían sido muchos. También había sido incapaz de olvidar la imagen de Levi delante de su cama en calzoncillos.

–¿Prefieres que deje a Rifle en la zona vallada del patio cuando salga? –le preguntó a Levi desde debajo de la escalera de madera a la que Levi estaba subido.

Levi miró al perro, pegado a los talones de Callie. Rifle había estado corriendo libremente por toda la finca, algo que Callie le permitía hacer siempre que alguien estuviera con él, y no había habido ningún problema. Aun así, antes de marcharse, Callie quería asegurarse de que Levi se sentía seguro. No quería llegar a casa y encontrarse con el perro o con él heridos. Los puntos que serpenteaban por la piel dorada de los brazos de Levi eran un recuerdo constante de lo que había pasado.

–Déjale suelto. Nunca se acerca demasiado a mí –Levi tensó los bíceps mientras atornillaba una pieza metálica del tejado.

–¿Estás seguro?

Levi giró la pieza hasta que quedó satisfecho con el resultado.

–Completamente.

Había avanzado mucho desde la hora del desayuno. No mucho tiempo atrás, Callie había oído el motor de la moto y había sabido que estaba comprobando el resultado de la reparación. Después se había puesto a trabajar en el establo.

Callie miró alrededor de la granja, haciendo un listado mental de todas las tareas que podía asignarle. Pero Levi no podía quedarse allí, ni siquiera en el caso de que le ofreciera trabajo. Fuera lo que fuera lo que le había hecho emprender aquel camino, parecía continuar persiguiéndole, sobre todo, cuando bajaba la guardia. Levi se negaba a atarse a nada. Por la razón que fuera, incluso entablar una amistad era demasiado arriesgado para él.

Callie se preguntó qué le habría pasado en Afganistán. Imaginaba que había sido la tragedia de la guerra la que le había dejado aquellas cicatrices.

–¿Cuándo volverás? –le preguntó Levi mientras la veía dirigirse hacia el coche.

–Dentro de unas horas.

–¿Estarás en el estudio?

Callie se aclaró la garganta. Le había dicho que tenía que hacer unos recados. Al parecer, Levi pensaba que pasar por el estudio era uno de ellos y ella no le corrigió.

–Sí.

–¿Puedes comprar unos clavos en la ferretería?

Bajó de la escalera para enseñarle los clavos que tenía en el bolsillo y Callie se llevó uno para asegurarse de que no se equivocaba al comprarlos.

–No te preocupes por la cena. Ya traeré algo.

Levi entrecerró los ojos para protegerse del sol mientras la miraba fijamente.

–¿Qué pasa? –le preguntó Callie al ver que no volvía al trabajo.

–¿Estás segura de que te encuentras bien? Ayer por la noche parecías estar bastante mal.

–La gripe siempre es así. Estoy bien.

–Bueno –desvió la mirada–. Por cierto, me gusta ese vestido.

Un cosquilleo de anticipación hizo apretar los puños a Callie. Había elegido aquel vestido pensando en él.

 

 

Callie se mordió el labio inferior mientras intentaba interpretar la expresión del hepatólogo. ¿Habría empeorado su situación? ¿Habría cambiado su posición en la lista de receptores de órganos?

Odiaba tener que ir sola al médico. Cada vez que se acercaba una cita, sentía la tentación de hablarle a alguien de su enfermedad. Cualquiera de sus amigos habría estado encantado de llevarla hasta el Davis Medical Center, situado a una hora de distancia del pueblo.

Pero eso la obligaría a afrontar la realidad de su situación cada vez que mirara a sus amigos o a sus padres a los ojos y todavía no estaba preparada para dar ese paso. Continuaba retrasando el momento de la verdad para así no tener que enfrentarse a los sentimientos de los demás cuando todavía no estaba preparada para enfrentarse a los suyos. Sería diferente si tuviera la posibilidad de encontrar un donante vivo. En ese tipo de trasplantes, los médicos tomaban un pedazo del hígado de la persona saludable y lo implantaban en alguien como ella. Ambos órganos se regeneraban y eso hacía que el procedimiento resultara mucho más atractivo. Pero no era sencillo. Eran muy pocas las operaciones de ese tipo que se practicaban y la mayor parte se hacían entre miembros de una misma familia. Al ser hija única, no era probable que encontrara un hígado compatible con el suyo. Su madre tenía esclerosis múltiple y estaba en una silla de ruedas y su padre padecía diabetes tipo 2, lo que le excluía como posible donante.

Pensó por un instante en lo reconfortante que le había resultado la compañía de Levi la noche anterior y deseó que la hubiera acompañado al médico. Muy pronto saldría para siempre de su vida. ¿Qué más le daba que él supiera la verdad?

Por lo menos, eso era lo que le decía la cabeza. Pero el corazón le decía algo completamente diferente. Era posible que Levi se fuera ese mismo fin de semana, pero mientras estuviera en su casa, no quería que supiera que estaba gravemente enferma. Le encontraba atractivo. Y eso la hacía desear que también él la encontrara atractiva. Y no podía imaginar que pudiera resultar ni remotamente atractivo oírla decir que tenía el hígado graso no alcohólico, aunque como el médico le había explicado, nadie pudiera saber por qué su hígado había dejado de funcionar adecuadamente. No había sufrido hepatitis ni ninguna enfermedad parecida. La suya no era una enfermedad contagiosa.

–¿Cuál es el resultado de los análisis? –preguntó, rompiendo un silencio que comenzaba a resultarle agobiante mientras se secaba las palmas de las manos.

El médico, sentado en un taburete con ruedas, estudió los resultados. Después de todo lo que había pasado, pensó Callie, apenas podía creer que le resultara tan difícil esperar. Cuando había sido evaluada por el equipo del centro de trasplantes, le habían hecho una biopsia y una tomografía para determinar el tamaño y la forma del hígado. También le habían hecho un ecocardiograma para comprobar el estado de su corazón, análisis de sangre para buscar el foco de la infección y determinar su capacidad de coagulación, una endoscopia superior para examinar el estado de las venas de la pared abdominal, estudios sobre la función pulmonar para asegurarse de que los pulmones estaban intercambiando oxígeno y dióxido de carbono de la forma adecuada y algunas pruebas de ultrasonidos. Había pasado tanto tiempo en aquel centro durante los últimos dos meses que a veces tenía la sensación de que vivía allí. Esa era otras de las razones por las que había decidido confiar el estudio a su ayudante. No podía atender todos los encargos. Incluso en el caso de que se encontrara suficientemente bien como para ir a trabajar, había días que no podía estar allí. ¿Y qué iba a decir cada vez que tuviera que bajar a Sacramento a hacerse una prueba?

–Bueno… –el médico apartó los análisis–. Desgraciadamente, la situación ha empeorado.

Después de lo mal que lo había pasado la noche anterior, estaba preparada para oír algo así. ¿Pero hasta qué punto habría empeorado? ¿Habría alcanzado ya el primer estadio? Alcanzar ese estadio significaba que el suyo se convertía en un caso de máxima prioridad para la obtención de un donante. Y también que su esperanza de vida quedaba reducida a una semana.

¡Una semana! A lo mejor se moría antes de que Levi…

Tragó saliva.

–¿Hasta qué punto exactamente?

–Aunque por un margen apenas significativo, has entrado ya en el MELD.

El Modelo de Enfermedad Hepática Terminal (MELD) era el utilizado por la red nacional de trasplantes. A través de un sistema informático que asignaba un número a cada enfermo y basándose en una serie de análisis de sangre, indicaba las probabilidades de morir en menos de noventa días que tenía un paciente si no recibía un trasplante. Cuando más alto era el número, peor era la situación.

–¿Y cuánto ha variado?

–Tres puntos. Estabas en el diecisiete y ahora estás en el veinte porque ha subido la bilirrubina. La buena noticia es que la protrombina y el índice de creatinina…

–¿Creatinina? –se había olvidado de lo que era.

Sabía que la bilirrubina se utilizaba para medir la cantidad de bilis en sangre y que el análisis del tiempo de protrombina servía para calcular la capacidad de coagulación de la sangre y estaba determinado por las proteínas segregadas por el hígado. ¿Pero qué era la creatinina?

–La creatinina mide la función renal –le explicó.

–El funcionamiento de los riñones.

–Exacto. Y en tu caso, ni el tiempo de protrombina ni los niveles de creatinina son demasiado alarmantes.

Cuando el hígado comenzaba a fallar, los pacientes también solían tener problemas en los riñones y podían llegar a necesitar una diálisis. Callie esperaba haber recibido un trasplante antes de llegar a ese extremo.

–Así que lo más preocupante es la bilirrubina –continuó diciendo el médico–. ¿Estás teniendo cuidado con la alimentación?

–Mucho. No pruebo ni el alcohol ni la sal. Como mucha fruta y cereales, siempre integrales. Y proteínas sin grasa.

Eso cuando comía. La verdad era que le resultaba más fácil no comer. Pero necesitaba energía.

–Me alegro de oírlo. Actualizaré tu posición en la lista de donantes y rezaremos para que aparezca un hígado compatible.

¿Rezar? ¿No se suponía que los médicos controlaban la situación?

Pero, en realidad, se alegraba de que el doctor Yee no fingiera. Prefería saber la verdad, que el médico era un simple ser humano y no podía decidir su destino.

El doctor se levantó y le estrechó la mano, pero, por alguna razón, aquella cita le había resultado mucho más difícil que las demás. Sintió una fuerte presión en el pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas. Y lo más extraño era que tenía la sensación de que aquel sentimiento tenía algo que ver con el hecho de haberse puesto un vestido particularmente bonito y con la mirada de Levi cuando le había dicho que le gustaba.

Cuando llegue el verano
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