CAPÍTULO XIV
LA ODISEA
Con el casamiento de su hija favorita, a Elisabeth le había llegado el momento para el que estaba preparada desde hacía tiempo: «Cuando ya no tenga obligaciones con respecto a mi Valeria y ésta haya mudado estado y sea una esposa feliz con muchos hijos, tal como siempre lo deseó mi kedvesem [palabra que en húngaro significa "favorita" o quizás, en este caso, "hija de mi alma"], me consideraré libre para iniciar mi "vuelo de gaviota"». Y: «Quiero recorrer el mundo entero y que Ahasvero sea un trashoguero a mi lado. Quiero surcar los mares en barco, como un "holandés errante" femenino, hasta que un día me hunda y desaparezca».
Su único hijo había muerto. Su único amigo, Andrássy, también. El emperador era feliz con la amistad de Catalina Schratt, y Valeria se sentía dichosa en su hogar, al que, con el tiempo, llegaron nueve hijos. Elisabeth era ahora una cincuentona. Su belleza se había desvanecido: «Tan pronto como me sienta envejecer, me retiraré por completo del mundo. No hay nada más espantoso que convertirse poco a poco en momia y no querer despedirse de la juventud. Ha de ser horrible correr por ahí pintada como una careta. Quizá vaya siempre cubierta por un velo, más adelante, para que nadie, ni los más cercanos a mí, vean ya mi rostro».
Elisabeth cumplió esta predicción. Nunca más se dejó retratar, ni por un pintor ni por un fotógrafo. Nunca más volvió a salir sin un abanico o una sombrilla que escondiera su cara, arrugada, curtida y flaca. El abanico negro y la sombrilla blanca se convirtieron —como escribió el lector griego Christomanos— en «fieles acompañantes de su existencia externa, incluso en componentes de su físico». Y: «En su mano no son lo que representan en otras mujeres, sino sólo emblemas, armas y escudos al servicio de su verdadera personalidad... Lo único que quiere apartar con ello es la vida superficial de los humanos, no permitiendo que llame su atención; no está dispuesta a doblegarse ante el "gregarismo de los animalitos superiores"; ansía mantener sin profanar su interno silencio y se niega a abandonar los amurallados jardines del dolor que lleva dentro».
Elisabeth salía de Austria con tanta frecuencia como podía, y cada vez por más tiempo, viajando de un lado a otro. El emperador sólo se atrevía a hacer muy débiles objeciones a la constante ausencia de su mujer: «Si tú crees que es necesario para tu salud, callaré, aunque desde la primavera únicamente estuvimos juntos unos cuantos días», escribió ya en otoño de 1887. En los años noventa, la emperatriz permanecía en Viena, como mucho, varias semanas al año, y ni siquiera éstas las dedicaba a tareas sociales o de representación, sino que se encerraba en su Villa Hermes de Lainz.
Hacía años que Elisabeth ya no intervenía en asuntos políticos, y dio a entender bien claro que no deseaba ser molestada más con tales cosas. Su hija Valeria se lamentaba de que «la forma de vida de mamá no guarda ya casi ninguna relación con la de las demás personas... ¿Cuándo llegará el día en que comprenda que debiera vivir de otro modo, para un día poder dar cuenta a Nuestro Señor de sus aptitudes?».
Los criados de Francisco José tenían la impresión de que Elisabeth buscaba pinchar de continuo al esposo. Por ejemplo, explicó el ayuda de cámara Ketterl: «En Gödöllö, y aunque vivieran bajo un mismo tejado, era raro que el emperador viese a la emperatriz. Si Francisco José quería visitarla por la mañana y se dirigía a sus aposentos sin previo aviso, el personal de servicio le decía que su majestad aún dormía. A veces, sin embargo, la augusta señora estaba ya en las montañas, de donde no regresaba hasta el anochecer, acompañada de una dama que ya no se sostenía en pie, y ella misma llegaba tan cansada, que entonces no estaba en condiciones de recibir al esposo. Así sucedía, a lo mejor, que el emperador intentaba verla diez días seguidos, sin éxito. Lo violento que esto resultaba para el personal se lo imaginará cualquiera; a mí, el augusto señor me daba verdadera pena». Entre tanto, eran ya muchas las personas que veían con simpatía la relación de Francisco José con Catalina Schratt, considerando que al viejo y cada día más resignado soberano le hacían mucho bien los ratos de charla con la «amiga».
También en sus viajes actuaba de forma cada vez más extraña la emperatriz. Hasta la tan leal condesa de Festetics se quejó en una carta desde Corfú a Ida Ferenczy, que había permanecido en Viena (y eso fue en noviembre de 1888, o sea antes de la terrible tragedia de Mayerling): «Me oprime el corazón, querida Ida, lo que aquí veo y oigo. Desde luego, su majestad se muestra siempre simpática cuando estamos juntas y habla como antes. No obstante, ya no es la de entonces. Sobre su alma pesa una sombra. Es la única expresión que puedo emplear, porque en una persona que por comodidad o entretenimiento no hace más que reprimir y negar todo sentimiento hermoso y noble, sólo se puede hablar de amargura o cinismo. ¡Créeme si te digo que mi corazón llora lágrimas de sangre!». A continuación, la condesa mencionaba algunos ejemplos de la conducta de Elisabeth: «Hace cosas que no solamente te encogen el corazón, sino que también te paralizan la mente. Ayer por la mañana hacía mal tiempo; ella, sin embargo, salió a navegar en el velero. A las nueve empezó a llover a cántaros, y el temporal, acompañado de rayos y truenos, duró hasta las tres de la tarde. A pesar de todo, navegamos sin cesar, y ella, sentada en cubierta, estaba empapada, por mucho que se tapara con el paraguas. De pronto decidió desembarcar, pidió el coche y se le antojó pernoctar en una villa ajena. Puedes figurarte hasta dónde hemos llegado. ¡Menos mal que el médico la acompaña a todas partes! Y todavía ocurren cosas peores».
Esa costumbre de entrar de súbito en las casas ajenas, y además sin decir ni una sola palabra ni dar ninguna explicación, se convirtió para Elisabeth, en los años noventa, en una auténtica manía. El emperador estaba enterado de esta última excentricidad de su esposa, después de que una anciana había querido ahuyentarla de su casa: «Celebro que tu indigestión de Niza pasara tan rápidamente y de que aquella vieja bruja no te propinara además un azote, pero eso también te ocurrirá algún día, porque no es correcto penetrar sin más en casa ajena».
Asimismo, Elisabeth se presentó sin haber sido invitada y sin previo aviso en diversas cortes europeas, y lo hizo para escapar-de manera muy especial y sumamente descortés— de los deberes de representación. En 1891, por ejemplo, desde la estación de Atenas se encaminó directamente al palacio real y preguntó al primer criado que le salió al paso, en griego, si sus majestades estaban en casa. Iba vestida con ropa de viaje y sólo la acompañaba su hija Valeria. El criado no reconoció a las damas y les dijo que, si querían conseguir una audiencia, debían hablar antes con el camarero mayor. Entonces Elisabeth se dio a conocer. Explica Valeria: «Pero sus majestades [Jorge I y su esposa] habían salido, en efecto, y a mamá se le ocurrió ir al palacio del príncipe heredero, donde repitió el asalto». Allí encontraron a la desdichada Sofía, esposa del príncipe heredero, que no conocía la lengua del país y era incapaz de mantener una conversación en griego con Elisabeth. Pero ésta, para darle una lección, no pasó a hablar en alemán, sino que siguió expresándose en griego moderno.
También otras testas coronadas tuvieron que soportar asaltos parecidos, como, por ejemplo, el rey de Holanda y la emperatriz Victoria, madre de Guillermo II, que vivía retirada en un castillo cercano a Bad Homburg. Elisabeth estimaba mucho a la inteligente pero amargada viuda del «emperador de los noventa y nueve días», Federico III, y quiso honrarla con su visita... en un caluroso día de verano, naturalmente sin previo aviso y, además, sin ir acompañada de una dama de honor. El centinela arrestó a la desconocida que afirmaba ser la emperatriz de Austria, y la señora de la casa fue despertada con la alarmante noticia de que la emperatriz Elisabeth se hallaba en la comisaría. Pero aquel incidente pareció divertir a Elisabeth, porque no estaba nada disgustada cuando el alarmado mayordomo mayor la rescató. Al contrario: para ella, aquel episodio había sido motivo de risa.
En cambio, presentó sus respetos de forma sumamente formal a una gran figura del ayer: la ex emperatriz Eugenia de Francia, que vivía su viudedad en Cap Martin, localidad de la Riviera francesa. Elisabeth recomendó a sus acompañantes que le rindiesen todos los honores que antes le hubieran correspondido. La archiduquesa Valeria quedó impresionada «del charme de Eugenia, pese a que de su antigua belleza no quedaba prácticamente nada. Su comportamiento es muy sencillo, y demuestra tan poco su dolor o la grandeza de otros días, que nadie diría lo lleno de vicisitudes que estuvo su pasado». Las dos damas emprendieron juntas varios paseos en coche y a pie por los alrededores de Cap Martin. Comentario de Eugenia sobre Elisabeth: «Era como salir con un fantasma, porque su espíritu parecía vagar por otro mundo. Raras veces se daba cuenta de lo que la rodeaba, y ni siquiera se fijaba en que la saludaban quienes la reconocían. Y si les veía, devolvía el saludo echando la cabeza hacia atrás con un gesto muy peculiar, en lugar de inclinarla levemente, como es costumbre».
También en sus viajes demostraba la emperatriz hasta qué punto aborrecía la etiqueta. María de Festetics escribió desde Génova a Ida Ferenczy: «Dicho entre nosotras, ayer recibió su majestad al simple comandante del buque-escuela alemán, a pesar de que antes había rechazado la visita de almirantes y altos dignatarios (militares, civiles y de la Iglesia) de España, Francia e Italia. A mí, eso me disgusta, porque ya temo la reacción de los periódicos».
Los diplomáticos austríacos no tenían éxito con sus proposiciones de que la emperatriz tomara parte en actos oficiales. Por ejemplo, en El Cairo, en 1891: «Sin embargo, la emperatriz tuvo la gentileza de permitirme ofrecerle... una función de encantadores, árabes de serpientes, prestidigitadores y adivinos», escribió el encargado de negocios austríaco en El Cairo al ministro de Asuntos Exteriores, añadiendo que Elisabeth «caminaba al día, por término medio, unas ocho horas», ¡y eso en Egipto!
El intento de volver a asistir en 1891 a un baile resultó un fracaso. Comentó Valeria: «Dicen que muchas damas sollozaban, y todo junto se parecía más a un entierro, pese a los diamantes y a las plumas de colores, que a una fiesta de carnaval. Mamá iba envuelta en velos de luto riguroso».
En 1893, Elisabeth se presentó una vez más en el «baile de la corte». El geólogo Eduardo Suess describió el acontecimiento: «Todo es viejo esplendor imperial. Cada candelabro parece querer explicar los sucesos presenciados a lo largo del tiempo. Pegado a la puerta que conduce al salón interior se halla el maestro de ceremonias, conde de Hunyady, vistiendo el rojo uniforme de los húsares y con el largo bastón blanco en la mano, y por su lado, como si fuera él un guardacantón, fluye una vía láctea de juvenil hermosura: toda la bandada que forma la nueva generación femenina de la nobleza quiere rendir honores a la emperatriz; todas las jóvenes vestidas de blanco y sin más joyas que su propia gracia. En medio del salón aguardan dos figuras vestidas de negro: la emperatriz, de eterno luto, y su camarera mayor, y diríase que todos los soberbios brillantes que lucen las madres de las jovencitas pierden su brillo ante ese dolor tan profundo y sombrío y que a cada una de las muchachas se le recuerda, al inclinarse con respeto ante la soberana, cuánta magnificencia y amargura es capaz de aunar la vida».
La presencia de la emperatriz en los bailes de la corte habría sido importante por motivos sociales. Porque, antes de ser presentadas en sociedad, las jóvenes de la aristocracia habían de ser presentadas a la soberana. Ésa era la tradición de la corte vienesa. Con su negativa a participar en tales acontecimientos sociales, la emperatriz causaba serios trastornos a la estructura tan estrictamente ordenada de la sociedad de Viena.
Pronto hubo celos y disputas, además, por la cuestión de a quién correspondía representar a la emperatriz en las grandes ocasiones. Estefanía, la viuda de Rodolfo, no contaba con las simpatías de nadie. Y Carlos Luis, el hermano menor de Francisco José, exigía que esa tarea fuese desempeñada por su esposa, la bella archiduquesa María Teresa, que por categoría era la primera dama (sustituta) de la corte. O sea que ya en vida de Elisabeth se había cedido su cargo a otras personas. La corte ya no contaba con ella, y en esto tenía toda la razón, porque la soberana demostraba de forma bien clara que aborrecía toda obligación cortesana. No eran sólo los nobles y palaciegos quienes comentaban las negativas consecuencias de semejante abstinencia, sino también los diplomáticos extranjeros, como, por ejemplo, el embajador alemán: «Quien más padece con este aislamiento de su augustísima esposa es el emperador; él solo tiene que cargar con todas las tareas de representación. Desaparece el concepto de una corte imperial, y la relación entre la corte y la sociedad cortesana se aflojará cada vez más».
Algunos conocedores de las circunstancias no podían librarse de la impresión de que la muerte de Rodolfo no era el verdadero motivo para las continuas ausencias de Viena de la emperatriz, sino sólo un pretexto, una excusa ante el mundo.
Los constantes viajes de Elisabeth a través de toda Europa en su propio coche-salón del tren o en uno de los yates imperiales, el Grelfo el Miramar, constituían un auténtico martirio para las damas de compañía, sobre todo para la condesa de Festetics, cuya salud ya no era la mejor. Escribe esta dama en una de sus muchas cartas de queja: «Me veo en este tambaleante barco atravesando un mundo desconocido y sola... También esta pesadilla pasará, pero resulta difícil poner cara alegre en estas circunstancias. Siento mucha nostalgia». En sus cartas hablaba mucho de tempestades —«truenos, vendavales y lluvias como en el día del Juicio Final»— y de... inacabables visitas turísticas.
Durante sus paseos, que duraban horas enteras, la emperatriz no hacía ningún caso del tiempo. Amaba las fuerzas de la naturaleza y no tenía la menor comprensión para la sensibilidad de sus acompañantes. Una y otra vez se producían escenas casi grotescas, como cuando el grupo tuvo que embarcar en el Miramar, fondeado en aguas de Corfú, «pese a un impresionante ventarrón del nordeste». «Impulsadas por un miedo horrible —como explicó Alejandro de Warsberg—, dos de las doncellas se refugiaron en un rincón.» Elisabeth, a la que no afectaba para nada la tormenta ni el oleaje, se empeñó, justamente entonces, en que ambas «admiraran la maravillosa puesta de sol y el espléndido colorido de las montañas que se alzan al fondo de Paras, hasta que las pobrecillas prorrumpieron en lamentos, exclamando que no veían más que las horribles olas».
Especialmente duro resultaba para la condesa de Festetics caminar de un lado a otro junto a su señora, también a bordo, porque se mareaba, y Elisabeth era incapaz de permanecer quieta. Después de uno de esos cruceros por el mar Egeo en pleno mes de noviembre, la Festetics se quejó: «Ir de una parte a otra de los mares en esta época del año durante dos semanas no es un placer».
La misma Elisabeth, que en Viena protestaba por cualquier airecillo que soplara, en sus viajes se mostraba sumamente insensible a todos los cambios de tiempo. Comenta María de Festetics: «Su majestad se alejó de Viena porque no soportaba el frío, y precisamente fuimos a pasar las seis peores semanas en los lugares más helados. Pero ella salía igual, hasta el punto de que el viento le dio dos veces la vuelta al paraguas, y en otra ocasión le arrancó el sombrero de la cabeza».
Un día de muy mala mar, Elisabeth llegó a mandarse atar a una silla en cubierta. «Hago como Odiseo, porque me seducen las olas», le explicó al griego Christomanos.
Alguna vez, Elisabeth se compadecía de sus damas de honor y se hacía acompañar, en sus paseos bajo la lluvia o la tormenta, por su lector griego de turno. Constantino Christomanos, el menudo y jorobado estudiante de filosofía, tuvo que ir con ella por el parque de Schönbrunn en plena nevisca un día de diciembre. Continuamente tenían que saltar por encima de grandes charcos.
«Como ranas nos metíamos en los aguazales —comentó la emperatriz—. Somos como dos almas malditas que yerran por el averno. Para muchas personas, una cosa así sería un martirio... A mí, en cambio, este tiempo me encanta. Precisamente porque no es para los demás y puedo disfrutarlo completamente sola. Creo que sólo ha sido hecho para mí, como las obras teatrales que el pobre rey Luis se mandaba interpretar para él solo. Sin embargo, en la naturaleza aún resulta más grandioso. Por mi gusto, aún podría ser peor la tormenta, porque uno se siente entonces más cerca de todo, como si conversara con los elementos.» La vida de Elisabeth se convirtió en una constante huida, en una huida que ya no era de un mundo real o supuestamente enemigo, sino, ante todo, del propio «yo», de la permanente inquietud de su alma.
En uno de sus viajes a Baviera, Elisabeth le dijo a su sobrina Amelia que «lo único que le quedaba era el estudio en algún paraje hermoso». Y que «le hubiese gustado que el barco se hundiera en una tempestad. Además, después de pensar que todos los que iban a bordo eran existencias ya vividas, con cuya muerte poco perderían sus familiares, llegó a pedirle al "gran Jehova" que mandara a pique al barco entero».
La tremenda inquietud de Elisabeth arrojó también sus sombras sobre la edificación de su Aquileion en Corfú. Palabras de la condesa de Festetics: «Su majestad se vuelve cada día más caprichosa y cómoda y también más exigente... Quisiera conseguirse el cielo en la tierra... Cree, además, que con dinero se puede lograr un jardín con la facilidad con que se construye un castillo, piedra sobre piedra, y se desespera al ver que los árboles aún no están verdes. Recuerda el jardín de Miramar, que ahora está realmente espléndido, y de ahí viene su descontento».
Ni siquiera la hermosa propiedad en suelo griego pudo volver algo más sedentaria a Elisabeth. Apenas terminado el palacio, ya ansió marcharse de allí, como antes sucediera con la Villa Hermes, que ahora ya no le hacía demasiada gracia. Por mucho que deseara tener un «hogar», la tranquilidad que en él podía hallar la asustaba.
De repente se le ocurrió que podría necesitar dinero para Valeria y que lo mejor sería vender el Aquileion.
—Incluso venderé mi vajilla de plata, la que está decorada con un delfín —le dijo al asombrado Christomanos—. Quizá lo compre todo un americano. Tengo un agente en América que me lo aconsejó.
El emperador le advirtió que semejante venta podría tener consecuencias muy desagradables: «Si bien hace algún tiempo que noto que tu casa de Gasturi [en Corfú] ya no te hace ilusión desde que fue terminada, me sorprendió tu decisión de querer venderla ya ahora, y opino que debieras reflexionar bien sobre ello». A la proposición de Elisabeth de entregar a Valeria el producto de esa venta, el emperador replicó: «Valeria y sus hijos, probablemente numerosos, no se morirán de hambre aunque tú no vendas la casa. Ten en cuenta, además, que haría mal efecto y se prestaría a comentarios poco favorables que tú, después de mandar construir esa villa con tanto esmero y esfuerzo, y también con tanto gasto, ya que hiciste transportar allí tantas cosas, y después que últimamente adquiriste aún otro terreno, de pronto te desprendieras de todo. No olvides lo complaciente que se mostró el gobierno griego y cómo colaboraron todos para satisfacerte. Sería una pena, pues, que todo hubiera sido inútil». El emperador señaló, además, que no podría conseguir un buen precio, ya que la casa ya empezaba a necesitar algún arreglo, «pero aun así se levantaría una gran polvareda». Recomendaba a Elisabeth, finalmente, que pensara bien lo que iba a hacer.
«Para mí, además, tus intenciones tienen también un lado triste —continuó Francisco José—. Abrigaba yo la pequeña esperanza de que tú, después de haberte construido la villa de Gasturi con tanta ilusión y tanto afán, al menos residieras allí tranquilamente la mayor parte del tiempo que, por desgracia, pasas en el sur. Pero ahora quieres abandonar también eso, y todavía viajarás más, vagando sin cesar por el mundo.» Añadió, asimismo, que esperaba «con infinita impaciencia» el momento de verla de nuevo.
Pese a todas estas objeciones, volvió a suceder lo que Elisabeth quería: apenas acabado de instalar, el Aquileion fue desalojado. Los costosos muebles, imitación de lo antiguo, viajaron a Viena y allí quedaron depositados en diversos palacios y almacenes, porque a la emperatriz ya no le interesaban. No se halló comprador.
Ahora, Elisabeth tuvo la idea de hacerse construir una casa en San Remo, aunque abandonó pronto el plan. Prefería alojarse en hoteles. Pero también de este modo surgían siempre problemas, dadas las pretensiones de la emperatriz. Por su costumbre de aparecer en cualquier parte sin previo aviso, a lo mejor en plena temporada y con un considerable número de acompañantes, reclamando para sí muchas habitaciones y, según y cómo, el hotel entero, con entrada propia y mil complicadas medidas de seguridad para protegerse de los curiosos, pronto fue temida en muchos sitios, cosa que no pasó por alto a las damas de honor y, sobre todo, a la condesa de Festetics: «Su majestad se vuelve cada año más exigente, y aquí, por muy buena voluntad que uno tenga, no se puede conseguir todo; la gente se asombra tanto, que me hace enrojecer», escribió desde Interlaken, en 1898, a Ida Ferenczy, que había permanecido en Hungría.
Ida, la mejor amiga y «lectora» de Elisabeth, no acompañaba a ésta en todos estos viajes a causa de su poca salud. También la Festetics había empezado a enfermar a principios de los años noventa y se sentía cansada: «No sabemos dónde estaremos dentro de dos o tres días. Comprendo que una persona busque el calor, pero que en invierno haya que navegar durante tres meses seguidos requiere un gusto especial. Ni siquiera su majestad sabe adonde nos dirigimos».
Tras más de veinte años de agotador servicio como dama de honor de la emperatriz, María de Festetics fue sustituida, al fin, por la condesa Irma de Sztáray, bastante más joven y deportista, y desde luego también húngara. En su compañía vagó Elisabeth por toda Europa. Por ejemplo, en 1890 realizó los siguientes viajes: a Ischl, Feldafing, París, Lisboa, Argel, Florencia y Corfú. No era raro que de repente cambiara de lugar de destino, con lo que causaba serias confusiones. La correspondencia le era enviada a «lista de correos» a aquellos puertos donde iba a hacer escala (según las informaciones procedentes de Viena, que no siempre eran exactas). Por regla general, Elisabeth se servía de un seudónimo. Así, el general ayudante imperial, conde de Paar, envió las cartas de Francisco José a «mistress Elisabetha Nicholson, Chazalie» (Chazalie era el barco en que Elisabeth viajaba en esta ocasión), a Lista de Correos a «Arcachon, La Coruña, Oporto, Oran, Argel, Tolón, Gibraltar, San Remo, Marsella, Montecarlo, Cannes, Menton y Livorno..., y hasta una pequeña caja, que viajó a Gibraltar». El camarero mayor de la emperatriz, barón de Nopcsa, era el encargado de averiguar en los correspondientes consulados «si en alguno de estos lugares quedó correo, para que lo devuelvan». Esto es sólo un pequeño ejemplo de las diarias dificultades que los viajes de Elisabeth provocaron durante años.
El séquito de Elisabeth tenía ocasión, en cambio, de conocer mucho mundo. Uno de los lectores griegos,M. C. Marinaky, estuvo, entre los años 1895 y 1896, unos diez meses al servicio de la soberana, y lo que vio fue todo esto: en mayo y junio estuvo con Elisabeth en Villa Hermes, cerca de Viena; pasaron el mes de julio en el balneario húngaro de Bartfeld; en agosto se trasladaron a Ischl; el mes de septiembre les vio en Aix-les-Bains y Territet; en octubre viajaron a Gödöllö; en noviembre permanecieron en Viena; desde diciembre hasta marzo estuvieron en Cap Martin, y entonces viajaron a Cannes, Nápoles, Sorrento y Corfú.
No fueron diferentes los demás años. Había viajes que resultaban de un súbito impulso de Elisabeth y eran incompatibles con la política austríaca. Por ejemplo, el embajador de Alemania informó, con respecto al viaje de Elisabeth a Florencia, en 1890, que «el emperador Francisco José no deseaba que su majestad pisara suelo italiano. Y ese país no estaba en el plan de viaje, pero las decisiones de la augustísima señora son a veces imprevisibles».
Dos años más tarde, el embajador alemán escribió a Berlín después de una entrevista con el emperador Francisco José: «De todas sus manifestaciones se desprende lo poco enterado que está de los planes de su augustísima esposa y la escasa influencia que él tiene sobre los proyectos de viaje de ésta... No digo nada nuevo si observo, con toda humildad, que esas largas ausencias de la emperatriz no son nada satisfactorias para el emperador y que no son nada bien vistas en el país, donde se las censura duramente».
Elisabeth regresaba una y otra vez a Munich, en busca de los escenarios de su niñez. Comenta la condesa de Sztáray: «Caminamos despacio por la ciudad. No queríamos ver nada nuevo ni sorprendente; nuestra visita buscaba el pasado, los recuerdos. Tan pronto nos deteníamos delante de un antiguo palacio como de un viejo edificio o junto a un grupo de árboles cuyas ramas se habían extendido mucho entre tanto, o bien nos parábamos a contemplar un macizo de flores que ya existía antaño. La emperatriz... tenía algo que explicar de todo aquello; siempre algo bonito de otros tiempos». Nunca abandonaba Munich sin haber acudido a la Hofbräuhaus, desde luego de incógnito y comportándose como una persona de la «alta burguesía», como solía decir. Cada vez se mandaba servir, para ella y su acompañante, sendos jarros de cerveza (de un litro cada uno).
En todos esos viajes, la emperatriz rechazaba escolta policial. Sin embargo, y dado el creciente peligro de anarquistas, algunos gobiernos exigían que la siguiesen los agentes, incluso contra la voluntad de la soberana. Uno de esos atormentados agentes, Anton Hammer, procedente de Carlsbad, explicó: «La emperatriz Elisabeth nos daba un trabajo terrible. Nadie podía mirarla. En una mano llevaba la sombrilla y en la otra el abanico. Además, había que contar con sus inesperados paseos: una vez se empeñó en ir al bosque a las tres de la madrugada; otros días lo hacía por la mañana. No había manera de descansar. Y yo había recibido órdenes estrictas de vigilar cada uno de los pasos de la emperatriz, pero de modo que ella no se diera cuenta». Con frecuencia, si Elisabeth descubría a uno de los agentes, escapaba por encima de cualquier valla, en busca de algún atajo, para sacudirse de encima los policías. Entonces, los agentes tenían disgustos por no haber cumplido con su deber. Palabras de Hammer: «Durante cinco horas tuvimos que seguirle la pista. Siempre a unos doscientos metros de distancia, escondiéndonos detrás de árboles o peñas». La curiosidad de echar una mirada a la mujer otrora famosa por su hermosura era grande en todas partes. Qué diferencia existía entre la leyenda y la realidad es cosa que nos confirman algunos testigos oculares, como, por ejemplo, el príncipe Alfonso de Clary-Aldringen, que en 1896-97 vio, de niño, a la emperatriz, que se hallaba en Territet, a orillas del lago de Ginebra. Estaba el pequeño con su hermana en las montañas que se alzan detrás del hotel donde se alojaban la familia Clary y la emperatriz. Cuando los chiquillos distinguieron la oscura y esbelta figura de Elisabeth, le interceptaron el camino, y «... como no había con nosotros ningún adulto, la emperatriz no abrió su abanico. Mi hermana hizo una genuflexión y yo le dediqué mi mejor reverencia; ella nos sonrió amablemente, pero yo quedé perplejo, porque vi delante de mí una cara llena de arrugas, que me pareció ancianísima».
Cuando los niños explicaron a su abuela el encuentro que habían tenido, la dama dijo en tono solemne:
—¡Hijos, no olvidéis jamás este día en que visteis a la mujer más bella del mundo!
Continúa el relato de Alfonso de Clary: «A mi indiscreta respuesta de "¡Pero abuelita, si tiene la cara llena de arrugas!", recibí una sonora bofetada».
Tampoco nosotros conocemos el rostro de Elisabeth en sus años de vejez, porque no existe ni un solo retrato de entonces. En el recuerdo de sus coetáneos, Elisabeth siguió siendo como todos los retratos la muestran: una mujer joven y hermosa. Pero esta leyenda montada por ella misma enturbió los últimos años de su vida, porque, ahora, el temor a ser vista por otras personas incluía el de que supieran cómo se había vuelto de verdad.
Sólo muy, muy pocas personas pudieron acercarse a la emperatriz en esos últimos años. Para los testigos oculares casuales, un encuentro con la soberana resultaba una auténtica decepción, como la experimentó la actriz Rosa Albach-Retty, que tuvo ocasión de observar a Elisabeth y a su dama, la condesa de Sztáray, cuando ambas estaban en una pequeña población de las cercanías de Ischl. Como se desconocía el verdadero aspecto de Elisabeth, la actriz tardó en darse cuenta de quiénes eran. Una iba «de luto, evidentemente, porque llevaba un vestido negro y muy cerrado, botas negras y un sombrero del mismo color, cuyo espeso velo había levantado por encima del ala». Era la emperatriz. La otra, más joven y vestida de claro, entró brevemente en otra pieza y dejó sola a Elisabeth. Rosa Albach-Retty: «Elisabeth, sentada a su mesa, quedó unos segundos con la mirada fija, se cogió luego la dentadura con la mano izquierda, la sacó, la sostuvo en el aire a un lado de la mesa y le echó un vaso de agua por encima. Luego se la volvió a colocar. Pero todo lo hizo con tal gracia, pero principalmente tan de prisa, que de momento casi no pude creer lo que veía».
De las numerosas habladurías sobre la inquietud ya casi enfermiza de Elisabeth, mencionaremos aquí un ejemplo que explica Berta de Suttner. Según ella, la condesa Ernestina de Crenneville le había dicho: «Aún recuerdo cómo un día, después de un pequeño almuerzo ofrecido por la emperatriz, estuvimos reunidos en íntimo círculo la archiduquesa Valeria, el duque de Cumberland y yo. Un poco aparte había dos o tres damas de honor. La emperatriz se mostraba triste y silenciosa. De pronto exclamó:
»—¡Salgamos! Necesito ver el campo, ir lejos...
»La archiduquesa se alarmó:
»—¡Mamá, por Dios...!
»El duque de Cumberland intervino en tono apaciguador:
»—Tenéis razón, majestad...
»Y de cara a la hija agregó:
»—No se la debe dejar sola ¡nunca!».
Apenas habían transcurrido tres meses de la muerte de Rodolfo, cuando la noticia de que la emperatriz de Austria había enloquecido recorrió toda la prensa europea. El diario Berliner Tageblall seguía, en un artículo asombrosamente bien informado, el transcurso de la enfermedad, que de manera discreta (y sin duda correcta, en contraste con otras informaciones, que hablaban sin más de locura) era definida como «nerviosismo en alto grado»: «Para quienes se hallen familiarizados con las circunstancias que se dan en la corte austríaca, esta noticia nada tiene de sorprendente. Las extravagancias de la desdichada emperatriz, su miedo cada vez más acusado a aparecer en público y su carácter huraño, tan parecido al del infortunado rey Luis II de Baviera, hacían temer desde hacía algún tiempo que más tarde o más temprano se produjese una catástrofe. Por consiguiente, sería un error querer ver en el triste final del príncipe heredero, Rodolfo, el origen de la enfermedad de la emperatriz, que existía ya antes y se fue agravando progresivamente».
Los periódicos austríacos desmintieron con energía los comentarios publicados en todos los grandes rotativos europeos sobre la dolencia de Elisabeth, afirmando que la soberana padecía, sencillamente, molestias neurálgicas y que no se había recurrido para nada a un psiquiatra.
La prensa internacional hablaba continuamente, en los años noventa y a la menor ocasión, de una enfermedad mental de Elisabeth. El periódico milanés Secolo dijo en 1893: «La emperatriz y reina Elisabeth padece una incipiente demencia. Cada noche la asaltan alucinaciones. Sus ideas fijas son espeluznantes. Cree, por ejemplo, que el príncipe heredero, Rodolfo, todavía es un niño y está con ella. Para tranquilizarla hubo que mandar hacer una muñeca de cera, a la que cubre constantemente de besos y lágrimas».
Estas noticias sensacionalistas, sin embargo, eran muy exageradas. Precisamente se daba el caso contrario: mientras circulaban tales rumores, Francisco José visitaba en Territet a su esposa «loca», y el estado de Elisabeth era bueno. María de Festetics escribió sobre el encuentro de la pareja imperial: «Su majestad [Elisabeth] está de especial buen humor, y él resplandece de felicidad. Su majestad esperaba con verdadera ilusión al emperador, y sólo puedo decir que se lo ha metido del todo en el bolsillo».
Los soberanos se entretenían dando largos paseos y efectuando compras, siempre rodeados de periodistas. El diario suizo Der Bund registró con exactitud lo adquirido en Territet: «El emperador encargó una cantidad considerable de vino de Villeneuve, que le había gustado especialmente, así como diez mil cigarros de Grandson y Vevey. La emperatriz, por su parte, encargó brezeln de Vivise y de Villeneuve».
También las cartas que en aquella época envió Elisabeth a Baviera revelan un estado de ánimo equilibrado. Elisabeth: «Estoy contenta de que, por fin, el emperador se haya tomado unas breves vacaciones, y en ningún otro lugar las podría disfrutar tan bien como en una república. Está de buen humor, saborea su libertad, los bellos alrededores y la excelente comida». (La archiduquesa Valeria, en cambio, no consideraba tan apetecible la estancia de su padre «en una república», y antes del regreso a Austria de Francisco José confió a su diario: «La verdad es que no dejaba de preocuparnos el hecho de que viajara casi sin séquito y sin ninguna medida de seguridad a un país que tiene fama de albergar a todos los nihilistas y socialistas».)
De cualquier modo, las insistentes noticias referentes a una presunta locura de la emperatriz tenían una base, ya que Elisabeth se comportaba tan extrañamente durante sus viajes y había aumentado hasta tal grado su hurañía, que quien no la conociera bien podía creer que, en efecto, se trataba de una chiflada, sobre todo si la encontraban en uno de los solitarios caminos o incluso intentaban seguirla (lo que cada vez desataba en Elisabeth las reacciones más inesperadas). Dice la condesa de Festetics: «En nosotros, todo es especial. Su majestad es persona sencilla; sólo que ella empieza por detrás lo que otros empiezan por delante, o hace por la izquierda lo que otros hacen por la derecha. Y de ello surgen, claro, las dificultades».
Si bien los parientes bávaros se daban cuenta de las originalidades de Elisabeth, salieron siempre al encuentro de esos rumores acerca de una enfermedad mental. María de Redwitz, una de las damas de honor bávaras, resumió la opinión de los familiares y dijo, por escrito, que Elisabeth «siempre fue rara e hizo lo que le vino en gana, aunque ahora se ha vuelto, además, terriblemente tímida y es víctima de la melancolía. Pero... ¿quién, entre las personas de talento y que pueden permitirse una libertad sin límites, es normal del todo? La emperatriz es, como cualquiera de nosotros, un producto de las circunstancias».
Valeria se quejó, sin embargo, de que, cuando su madre hablaba, «sólo elegía los temas más tristes». Lamentaba su triste destino y era tal su desconsuelo, que la devota Valeria temía por su eterna salvación y rezaba con fervor por una «conversión» de la madre. Cuando se cumplió el más ferviente deseo de Valeria y ésta esperaba su primer hijo, la reacción de Elisabeth fue amarga. Valeria: «Suspira cuando se refiere a mi embarazo, y le resulta difícil compartir una dicha que, curiosamente, es incapaz de comprender pese al amor que me tiene a mí. Por lo demás, encontré a mamá muy desconsolada, más encerrada en sí misma y más apesadumbrada que nunca... Me dijo que... el nacimiento de todo nuevo ser le parecía una desgracia, porque el destino del hombre es sufrir...». Al aconsejarle Valeria que consultara a un médico, Elisabeth sólo tuvo esta respuesta: «¡Bah, si los médicos y los curas son todos unos asnos!», palabras que hirieron mucho a su religiosa hija.
Hasta el emperador se lamentó en diversas ocasiones —también ante su jefe de Estado Mayor, barón de Beck— del mal estado de salud de su esposa: «... su sobreexcitación nerviosa, la creciente inquietud, sus extravagancias, el delicado estado de su corazón...». Pero en sus quejas hubo siempre «un tono de profunda preocupación».
Durante los últimos años de su vida, Elisabeth prestó una máxima atención a su salud, cada día menos robusta. Aún seguía con sus curas de hambre y se quejaba de cualquier aumento de peso. El doctor Víctor Eisenmenger reconoció a la emperatriz en Territet y dijo: «En la señora, por lo demás sana, descubrí hinchazones bastante considerables, especialmente en los tobillos». Un trastorno que por aquel entonces los médicos veían muy raras veces y que sólo adquirió triste fama con motivo de la guerra. ¡Edemas de hambre! Elisabeth rechazaba estrictamente cualquier proposición de régimen alimenticio.
La doncella María Henike mencionó las torturas a que la emperatriz se sometía de manera voluntaria; por ejemplo, «baños de vapor y, a continuación, un baño completo a la temperatura de siete grados, lo que a otras muchas personas les provocaría un desmayo o incluso la muerte. Su majestad reconoce tener zumbidos en los oídos después». Además, practicaba las «curas de sudor, consistentes en subir cada noche varias veces a la montaña, con gran rapidez y muy abrigada... Eso era para no engordar... A la emperatriz se la veía siempre rendida». El peso de Elisabeth era, en Carlsbad, de 46,6 kilos. «Pero en Cap Martin, hace dos años y después de habérsele deshinchado las piernas, pesaba sólo 43,5 kilos...» (y eso con una estatura de 172 centímetros).
También el emperador sufría con las manías de adelgazamiento de su esposa y se lamentó repetidas veces de ello a Catalina Schratt (quien, por cierto, también se había puesto a hacer curas de hambre, para imitar a la emperatriz, aunque sin corregir por eso su regordeta figura). En 1894, por ejemplo, se quejó de que la emperatriz tenía miedo de volver a engordar, «ya que, desde que bebe agua de Carlsbad y sólo se alimenta de café negro, carne fría y huevos, ha aumentado bastante de peso. ¡Esto ya es el colmo, vamos!». El emperador suplicó a su «dulce y amada alma» —como seguía llamando en las cartas a Elisabeth— que no explicara a su «amiga» sus ideas sobre la delgadez. Más o menos en 1897, la emperatriz tenía la intención de mandar instalar en Villa Hermes «dos cabinas de baño, una para ti y otra para la amiga, en las que os podéis asar o escaldar. Sería terrible que tú, después de las malas experiencias hechas con los baños de vapor, emprendieses ahora una cura semejante y arrastrases también al desastre a la amiga, dispuesta a seguir cualquier tratamiento disparatado», como señaló el soberano. Y a la Schratt le escribió Francisco José en 1897, antes de un encuentro con Elisabeth, por si acaso: «Si el aspecto, desgraciadamente malo, de la emperatriz la asusta, le ruego que no lo demuestre y asimismo que no hable demasiado de la salud con ella, y si no lo puede evitar, procure darle ánimos, pero sobre todo aconséjele no hacer más curas ni recurrir a nuevos remedios. La verá muy agotada, delicada y, lo que es peor, sumamente deprimida. Ya puede figurarse lo preocupado que estoy».
Además, Elisabeth era muy difícil de contentar, con las pocas cosas que le gustaba comer. La leche diaria constituía un serio problema. Incluso en Viena era problemático conseguir leche buena. Por consiguiente, Elisabeth se encargó varias veces de enviar a la capital, desde sus viajes, vacas para el emperador. En abril de 1896, por ejemplo, llegaron a la vez dos vacas a Viena; una procedía de Bretaña y la otra de Corfú, con lo que ya queda descrita también la gran actividad viajera de la emperatriz. Tanto en Schönbrunn como en el parque zoológico de Lainz, la emperatriz había establecido una granja donde tenía sus vacas favoritas, y hasta cuando salía de viaje —al menos en sus viajes por mar— solía llevar consigo dos vacas y una cabra, para disponer en todo momento de leche sana. El cuidado de estos animales-muy poco marineros— representaba para el séquito de Elisabeth una carga adicional, pues de su salud dependía la de la soberana, que casi se alimentaba sólo de leche y huevos.
Hay que tener en cuenta que los lugares favoritos de la emperatriz, que eran las islas griegas y el sur de Italia, no contaban todavía con un turismo organizado y, en consecuencia, faltaban allí hoteles adecuados. Además, Elisabeth elegía siempre los puntos más solitarios. Por ello, la mayor parte de los víveres tenía que ser transportada desde Viena. Y aunque el séquito no fuese tan numeroso como en tiempos de las partidas de caza en Inglaterra, aún sumaba un mínimo de veinte personas, sin contar la considerable tripulación del barco. Y todos tenían que ser abastecidos. Sólo en los dos últimos años de su vida se limitó Elisabeth a viajar en tren y a alojarse en hoteles de zonas preparadas para el turismo, como Suiza y la Riviera.
Una sola vez más apareció la emperatriz en una ceremonia pública, al celebrarse el milenario de Hungría, en 1896. Había cambiado tanto, que casi nadie la reconoció: «... una negra cabeza femenina; un rostro nuevo y profundamente triste, cuya sonrisa era sólo un pálido reflejo. Su saludo es amable, pero mecánico... Diríase que el rostro se aísla totalmente del resto», escribió el periódico húngaro Magyar Hirlap. Como de costumbre, también esta vez escondía la cara constantemente detrás de un abanico negro.
En 1897, la crisis de Badeni trajo consigo duras luchas nacionalistas que pusieron en peligro la monarquía, pero la emperatriz ni siquiera reaccionó. A comienzos de 1898, cuando se celebró el quincuagésimo aniversario de la subida al trono de Francisco José, en Praga hubo que declarar el estado de sitio a causa de los ya incontrolables problemas nacionalistas. Tampoco ahora se interesó por nada la emperatriz. En las grandes ciudades y en las pequeñas aldeas de la monarquía reinaba una apremiante necesidad social. Como de costumbre, Elisabeth la pasó por alto. La hija menor, Valeria, observaba con preocupación la inactividad de su madre: «¡Qué concepto tan distinto tendría mamá de la vida y de los sufrimientos si pudiese comprender el valor del tiempo y del trabajo!».
La emperatriz, ya de sesenta años, pasó su último invierno en la Riviera francesa. Estaba enferma y melancólica. Francisco José volvió a tomarse unas vacaciones de dos semanas para hacerle compañía, pero más tarde le dijo al embajador de Alemania que la preocupación por el estado de salud de la emperatriz «había estropeado toda la estancia en Cap Martin... Además, el gran nerviosismo de la augustísima señora parece complicar sobremanera el trato con ella». En febrero de 1898, Elisabeth escribía a su marido estas palabras: «... vivo y me siento como si tuviese ochenta años».
La archiduquesa Valeria no volvió a ver a su madre hasta mayo de aquel año, en Bad Kissingen: «Mamá tiene muy mal aspecto. Sin embargo, todos dicen que aquí se encuentra mejor... Por lo que oigo comentar, mamá pasó el invierno peor de lo que creíamos... ¡Cuánta pena la de esa vida desdichada y sin consuelo, pena aumentada todavía por la vejez y la falta de salud! Y, por si fuera poco, carece de aquella luz consoladora, único apoyo para superar todos los problemas...», con lo que Valeria se refería a la religiosidad que Elisabeth seguía sin poseer.
El modo de andar de la emperatriz, que otrora fue elástico y majestuoso, se había hecho lento y cansado. Elisabeth ya no podía hacer largas caminatas. Por regla general, se contentaba ahora con pasear por los balnearios de Kissingen, Gastein, Carlsbad y Nauheim, y su principal entretenimiento consistía en comprar juguetes para sus numerosos nietos.
En verano de 1898, la pareja imperial se reunió en Ischl por espacio de dos semanas, y también acudió la archiduquesa Valeria. Elisabeth estaba «tan deprimida como siempre», y la hija criticó «los efectos de melancolía de la vida cortesana, este permanente aislamiento de todas las circunstancias normales, al que cada vez hay que acostumbrarse de nuevo aunque uno haya crecido con él. ¿Cómo debe de ser la vida cotidiana de papá, si considera esto agradable y divertido?».
Tras la partida de Elisabeth hacia Nauheim, Valeria continuó algunas semanas más en Ischl, invitada por el padre, y lo cierto es que tuvo grandes remordimientos: «Me entristece el hecho (pero no lo puedo remediar) de que permanecer junto a papá me resulte una obligación, como si se tratase de la persona más extraña». Comprendía perfectamente que la hipersensible Elisabeth no resistiera estar largo tiempo junto al marido, pero seguía echando la culpa del problema familiar a la suegra de su madre, la archiduquesa Sofía: «Nunca me había parecido tan rancia como hoy la vida cortesana..., porque interviene de manera inhibidora en los más íntimos asuntos familiares y hace que todo se convierta en una indescriptible obligación, en vez de permitir una alegría espontánea. Si es el resultado del sistema de la abuela Sofía, puede que le toque pagarlo con un amargo purgatorio..., porque es esta horrible vida cortesana la que privó a papá de la capacidad de tratarse de modo sencillo y natural con las personas».
La estancia en Bad Nauheim no mejoró en absoluto el estado de ánimo de Elisabeth: «Me siento triste y de mal humor, y mi familia puede alegrarse de estar lejos de mí. Tengo la impresión de que ya nunca volveré a reponerme», le escribió a su hija a finales de julio.
Desde Nauheim, la emperatriz viajó a Suiza. Comentario de Valeria: «Todo el verano se había sentido irresistiblemente atraída por Suiza, deseaba disfrutar aún de sus queridas montañas, del calor y del sol, y así pudo hacerlo, con la sensación, además, de que su salud había mejorado».
Elisabeth amaba el lago Leman: «Tiene totalmente el color del mar; es igual». Y entre las ciudades suizas prefería, desde luego, a Ginebra: «Es donde más a gusto me siento, porque me mezclo como quiero entre los cosmopolitas: eso proporciona una ilusión de la verdadera condición de los seres», le dijo una vez a Christomanos, que anotaba con afán —y legó con ello a la posteridad— cada una de sus frases.
La predilección de Elisabeth por Suiza (donde, además, depositó una fortuna particular considerable y su legado literario) surgió en sus últimos tiempos. En los años ochenta todavía escribía poesías de tono bastante censurador con respecto al amplio derecho de asilo concedido a los anarquistas.
Pero últimamente ni siquiera el peligro de los anarquistas la atemorizaba, y era que anhelaba la muerte. Los riesgos ejercían una extraña atracción sobre la emperatriz, ya tan cansada de la vida. Pese a las enérgicas recomendaciones de la policía suiza, siguió rechazando todo tipo de protección por los agentes.
Como ya en otras ocasiones, Elisabeth se hospedaba en Territet, cerca de Montreux, donde pensaba llevar a cabo una cura de cuatro semanas. El día 9 de septiembre de 1898 emprendió desde allí, con la condesa de Sztáray, una excursión a Pregny, con objeto de visitar a la baronesa Julia de Rothschild, esposa de Adolfo Rothschild, de París, y hermana de los Rothschild de Viena, Natana y Alberto. (Sin embargo, no podía hablarse de una verdadera amistad con Julia. Lo que sucedía era que la hermana de Elisabeth, la ex reina María de Nápoles, sufragaba sus elevados gastos con dinero de los Rothschild, honrando, en cambio, a los advenedizos de la sociedad con su real presencia. La visita de Elisabeth a Pregny, la primera que efectuaba desde hacía decenios, era, pues, un servicio que prestaba a su hermana.) Las tres damas tomaron un déjeneur, dieron un paseo por el espléndido y viejo parque, admiraron el cultivo de orquídeas y mantuvieron una viva e interesante conversación en lengua francesa. La condesa de Sztáray confirmó más tarde que Elisabeth había disfrutado con aquella visita.
Como tenía por costumbre, la emperatriz viajó de incógnito. (Empleaba el nombre de condesa de Hohenembs.) Porque el hecho de que la emperatriz y reina de Austria-Hungría visitara precisamente a un miembro de la familia Rothschild en la época de los peores disturbios antisemitas, provocados por el «proceso Dreyfus» en París, hubiera sido causa, sin duda, de grandes titulares en los periódicos.
Tras una visita de tres horas, Elisabeth se trasladó con su dama de honor a Ginebra, donde pernoctó para regresar al día siguiente a Montreux. En Ginebra, ciudad que tan bien conocía, acudió a su confitería favorita, adquirió juguetes para sus nietos y, como siempre, se retiró muy temprano a descansar. También en el hotel se había inscrito con el nombre de condesa de Hohenembs, pero el dueño sabía, por otras estancias anteriores, cuán prominente personaje se alojaba en su casa.
A la mañana siguiente, un diario de Ginebra publicó la noticia de que la emperatriz Elisabeth se hospedaba en el hotel Beau Rivage. No se supo quién había informado al periódico. Empero, esa noticia fue decisiva para la vida de Elisabeth: un miembro de la «ralea de asesinos de testas coronadas», el anarquista italiano Luis Lucheni, se había preparado para una «gran hazaña». Tenía ya el instrumento mortal: un estilete que había afilado terriblemente en forma triangular. Pero la víctima elegida, el príncipe Enrique de Orleáns, pretendiente al trono de Francia, no había acudido a Ginebra, como tenía previsto. Y Lucheni no disponía de dinero para viajar a Italia y matar allí al rey Humberto, que era lo que más le hubiese gustado hacer. Por tanto, la noticia publicada por el periódico le vino de perlas. Acababa de encontrar a su víctima. Porque Elisabeth cumplía el principal requisito para ser asesinada por Lucheni: era aristócrata (Lucheni aborrecía a todos los aristócratas) y, por su categoría, su muerte constituiría una sensación.
El anarquista, de veinticinco años de edad, acechó a la víctima y observó el ir y venir que había delante del hotel el 10 de septiembre. En la manga llevaba escondido el fino estilete triangular. A las 13.40, la emperatriz iba a regresar a Montreux en el vapor de línea. El criado ya la había precedido con el equipaje, siempre vigilado por Lucheni.
Acompañada por Irma de Sztáray y, naturalmente, vestida de negro, con el abanico en una mano y en la otra la sombrilla, la «condesa de Hohenembs» se encaminó al embarcadero, situado a sólo unos centenares de metros del hotel. Allí la aguardaba Lucheni. Cuando las dos damas hubieron llegado a su altura, el individuo se abalanzó sobre Elisabeth, apartó por unos instantes la sombrilla para cerciorarse de que no se equivocaba y le clavó el arma. En un manual de anatomía se había informado de la situación exacta del corazón. Y acertó.
Elisabeth cayó de espaldas, pero la violencia de la caída fue amortiguada por la espesa cabellera, que llevaba recogida. El hombre intentó huir, siendo apresado por unos transeúntes y conducido a la policía. Al principio, nadie sabía que se trataba de un asesino, porque la desconocida dama se levantó en seguida, después del golpe, y dio las gracias en alemán, francés e inglés a quienes la habían ayudado. Alguien le limpió el vestido. El conserje del hotel, que había presenciado lo sucedido, propuso a las dos damas que regresaran para descansar, pero Elisabeth no quiso. Deseaba embarcar.
Con paso rápido, porque faltaba poco para la salida, se dirigieron hacia el vapor. Elisabeth preguntó en húngaro a la condesa de Sztáray:
—¿Qué quería ese hombre?
—¿Quién? ¿El conserje? —respondió la condesa.
—¡No, el otro! ¡Esa persona tan horrible!
—Lo ignoro majestad, pero sin duda es un tipo de cuidado.
—¡A lo mejor intentaba robarme el reloj! —comentó la emperatriz.
Las dos damas caminaron unos cien metros desde el lugar del asalto hasta el barco. Sólo una vez a bordo, cuando el pequeño vapor acababa de levar anclas, se desplomó Elisabeth. Primero se pensó en un desvanecimiento debido al susto pasado, pero cuando le desabrocharon el corsé para hacerle masaje en el pecho vieron una diminuta mancha pardusca y un agujero en la camisa de batista. Fue entonces cuando quienes la atendían se dieron cuenta del alcance de la desgracia.
Informaron de inmediato al capitán, que ignoraba que la emperatriz de Austria figuraba entre los pasajeros. El barco regresó sin demora. Con remos y sillones de terciopelo improvisaron una camilla, y la emperatriz fue trasladada con toda urgencia al hotel tendida en ella. El médico que en seguida la visitó sólo pudo certificar su muerte.
Elisabeth había pasado a la otra vida sin sufrimiento. El hecho de que ni se diera cuenta de la mortal herida y todavía pudiese andar de prisa unos cien metros fue relacionado por los cardiólogos con la pequeñez de la herida: la sangre fluyó muy lentamente al pericardio y, en consecuencia, tardó en paralizar la actividad del corazón. Sólo una gota de sangre brotó al exterior. Por eso algunos testigos oculares creyeron, de momento, que se trataba de una mordedura de sanguijuela.
Mientras tanto, el asesino fue sometido a un primer interrogatorio. Estaba eufórico y lleno de orgullo por su acción, negando tener cómplices: subrayó en todo momento haber actuado solo, y reclamaba para sí la «gloria» de su crimen. Para él, aquel delito constituía el punto culminante de su vida, y dijo desear la pena de muerte. Motivo para tal postura era éste, que repitió varias veces: «Sólo quien trabaja merece comer».
Su historia era triste, y en repetidas ocasiones había sido detenido por vagabundo. Abandonado por su madre —que era soltera— en la inclusa, pasó de un asilo a otro y de una familia adoptiva a otra. Había trabajado como temporero en la construcción de ferrocarriles, cumpliendo luego el servicio militar en el cuerpo italiano de caballería, en el norte de África, época de la que hablaba con entusiasmo. Fue luego criado en casa de un duque, que le despidió al cabo de unos meses, y entonces trabajó provisionalmente en una laminadora. Sólo una pequeña parte de su vida había transcurrido en suelo austro-húngaro. Conocía Fiume, Trieste, Budapest y Viena. Pero eso no influía en su visión del mundo. No eran los problemas nacionalistas italianos de la monarquía lo que le había impulsado a cometer el crimen, sino sus ideas del anarquismo internacional, aprendidas en Suiza. Tampoco con Elisabeth existía la menor relación. La conocía a través de los periódicos. Era, sencillamente, una testa coronada, cuyo asesinato daría pie a grandes titulares y haría famoso el nombre de Lucheni.
Ante los tribunales volvió a vivir Lucheni uno de sus momentos estelares. Y su nombre salió en los periódicos: había sido condenado a cadena perpetua. Luego se hizo el silencio alrededor de él. Al cabo de once años de reclusión, Lucheni se suicidó en su celda. Era el año 1910. Se ahorcó con un cinturón. Casi nadie hizo caso de la noticia.
La sorprendente y violenta muerte de Elisabeth en Ginebra fue una liberación para esta mujer, profundamente desdichada, enferma de cuerpo y espíritu, cuya desaparición apenas significó un vacío. Si bien la noticia de su muerte fue un duro golpe para sus íntimos, la archiduquesa Valeria demostró su consuelo, por ejemplo, con estas palabras: «Todo sucedió tal como ella siempre había deseado: de prisa, sin dolor ni consultas médicas y sin largos días de angustia para los suyos». Valeria recordó una frase de su madre: «Y cuando un día muera, enterradme junto al mar», así como la observación hecha por la difunta a la condesa de Sztáray de que el lago Leman tenía «totalmente el color del mar; es igual».
«Carmen Sylva», la reina poetisa amiga de Elisabeth, halló palabras muy acertadas para su inesperado fin al señalar que «sólo para el mundo» había sido horrible, resultando, en cambio, «hermoso, y tranquilo, y grande, en el escenario de su amada y magnífica naturaleza; sin dolor y pacífico... No a todo el mundo le agrada rendir el alma rodeado de numerosos deudos e, incluso en la agonía, tener que soportar una serie de ceremonias. Hay quien quisiera tener una muerte adecuada, de cara al mundo, pero eso no era para Elisabeth. A ella, el mundo no le importaba nada; ni siquiera deseaba significar algo para él en el momento de morir. Quería estar sola y abandonar también sola este mundo por el que tanto había caminado en busca de paz, en su infatigable afán de llegar a algo más elevado y perfecto».
Hasta la reacción del emperador ante la súbita muerte de su esposa fue menos dramática de lo que afirmaron los periódicos.
La archiduquesa Valeria escribió acerca de su encuentro con el padre, recién recibida la fatal noticia, que él había llorado: «Pero no le vi desconsolado, y pronto se serenó, como cuando ocurrió la desgracia de Rodolfo. Asistimos juntos a la misa dominical, y luego me permitió pasar casi todo ese primer día con él, sentada al lado de su escritorio, mientras él trabajaba normalmente, y leímos juntos las noticias, ya más detalladas, que llegaban de Ginebra, y asimismo le ayudé a recibir las visitas de condolencia de los miembros de la familia». Y tres días después: «Trabaja sin cesar toda la jornada, decidiendo personalmente todo lo que hay que hacer según el ceremonial acostumbrado». Por lo visto, el emperador exclamó varias veces:
—¿Cómo se puede asesinar a una mujer que nunca hizo mal a nadie?
Y no hubo quien dudara de la sinceridad de sus palabras cuando le dijo al conde de Paar:
—¡Usted no se imagina cómo amaba yo a mi esposa!
El cadáver llegó al Hofburg de Viena el día 15 de septiembre, rodeado de toda la pompa imperial. Desde luego, ni se habló de la posibilidad de enterrar a Elisabeth «junto al mar; de poder ser, en Corfú», como tampoco había sido respetado el último deseo de Rodolfo, que quería descansar en Heiligenkreuz, al lado de María Vetsera. Como en su día el príncipe heredero, también Elisabeth tuvo su capilla ardiente en la de palacio, aunque (al contrario que en el caso de Rodolfo) en un ataúd cerrado. Hasta por esta capilla ardiente hubo problemas, porque en ella se veía un blasón con estas palabras: «Elisabeth, emperatriz de Austria». La protesta de Hungría no se hizo esperar: ¿por qué no ponían también «reina de Hungría»? ¿No era ésa la única dignidad valorada por Elisabeth? Aquella misma tarde, los encargados del ceremonial de la corte añadían lo deseado. Pero entonces llegó la protesta de Bohemia. ¿Acaso no había sido también Elisabeth la reina de Bohemia (aunque no coronada)? Luego surgieron complicaciones por los (demasiado escasos) asientos en la iglesia de los Capuchinos. Fue precisamente la delegación del Reichstag húngaro la que no tuvo sitio, y en este detalle se quiso ver una muestra de la animosidad vienesa hacia Hungría.
La conmoción y el dolor que hubo en Viena no fueron comparables con la pesadumbre producida por la muerte del príncipe heredero. Dijo el conde Erico de Kielmannsegg: «Pocas fueron las lágrimas derramadas por ella». La gente no lloraba a la emperatriz, sino que sufría por el nuevo golpe del destino recibido por el emperador, que entre tanto ya tenía sesenta y ocho años. Se levantó una ola de afecto hacia él cuando, el día 14 de septiembre, fue publicada la demostración de gratitud de Francisco José, titulada: A mis pueblos.
En las semanas siguientes se procedió a ordenar la herencia. Nadie —y menos todavía el emperador— tenía idea de que Elisabeth poseyera tan considerable fortuna: sin contar las fincas, había colocado en sólidos valores más de diez millones de gulden. Resultó que, cada año, la emperatriz invertía de manera muy productiva la mayor parte de la anualidad y de los «alfileres», mientras que hacía pagar al marido casi todas sus extravagancias.
En su testamento, Elisabeth dejaba a sus dos hijas Gisela y Valeria dos quintas partes a cada una, y a su nieta Elisabeth (Erzsi, hija de Rodolfo), la quinta parte restante de su fortuna inesperadamente grande, «enorme», como confió Valeria a su diario.
Aparte las espléndidas cantidades recibidas en vida de Elisabeth, Valeria quedó mucho mejor situada que su hermana mayor, Gisela, dado que recibió, además, un legado previo de un millón de gulden y la Villa Hermes, mientras que Gisela se tuvo que contentar con el Aquileion, entre tanto desamueblado y vacío. La Villa Hermes tenía, según se indicaba en la partición de la herencia, un valor de 185.000 gulden, aunque había costado varios millones. Era habitable y quedaba cerca de la capital. El Aquileion, por el contrario, se hallaba muy lejos, necesitaba reparaciones y no era habitable. Su valor contable ascendía sólo a 60,000 gulden, pese a que la construcción había engullido bastante más de dos millones. Sólo el mantenimiento anual ya costaba 50.000 gulden.
En los periódicos de la época se habló mucho de la fabulosa colección de alhajas de la emperatriz. Estas joyas de propiedad privada —regalos del emperador, pero también de algún soberano amigo, como el sultán de Turquía y el sha de Persia— sumaban un valor aproximado de cuatro a cinco millones de gulden. La testamentaría demuestra, sin embargo, que Elisabeth había regalado hacía tiempo tan soberbias alhajas, no poseyendo ya casi nada. El valor total de las piezas halladas en su poder sólo ascendía a 45.950 gulden.
Ni siquiera los preciosos regalos de boda —entre ellos, tres diademas de brillantes— existían ya, así como tampoco el famoso collar de perlas de tres hileras con que el emperador la obsequiara al nacer el príncipe heredero. Todo lo había dado Elisabeth, incluso sus famosas esmeraldas y aquellas estrellas de diamantes que lucía en su cabellera y que hizo tan célebres el cuadro de Winterhalter. La pieza más valiosa de su legado era la Orden de la Cruz Estrellada (estimada en 12.000 gulden), que tuvo que ser retirada, y una diadema de perlas negras, tasada en 4.500 gulden, que por cierto era la única diadema. Las perlas negras habían constituido para la sumamente supersticiosa Elisabeth un símbolo de mala suerte..., y ahora componían el único valor de sus joyas. Salieron también ciento ochenta y cuatro pequeñas piezas —peinetas, adornos de luto, muchos broches baratos, botones, cruces y relojes—. Este cofrecillo de la emperatriz de Austria y reina de Hungría demuestra bien claramente el desprecio de Elisabeth a los valores mundanos y su total renuncia a los lujos.
Las cartas halladas fueron pocas: «Las más importantes habían sido quemadas por mamá, o bien —como ahora también la última carta de Rodolfo— mandadas destruir». Encargada de ello fue Ida Ferenczy, durante largos años la más íntima confidente de la emperatriz. De las cartas de Francisco José durante los años y decenios de continuas separaciones sólo se habían conservado algunas de la década de los sesenta y todas las escritas a partir de 1891. Este hecho fue para la archiduquesa Valeria «motivo de emoción, porque demuestra que la relación entre mis padres era cada vez más cordial y que en los últimos años no surgieron ni siquiera enfados pasajeros».
Eso significa que el matrimonio se llevó mejor a partir de la separación y desde que la amistad de Francisco José y Catalina Schratt quedó firmemente establecida por la propia Elisabeth. A los pocos días de enterrada su esposa, el emperador reanudó sus acostumbrados paseos con la Schratt. Valeria escribió, confusa, en su diario: «Cada mañana, papá sale de paseo con su amiga, a la que tuve que ver y abrazar en varias ocasiones, aunque no de corazón. Sin embargo (y prescindiendo de quienes la rodean), la tengo por una persona inofensiva y fiel a sí misma. Aun así, pienso con horror en el deseo tantas veces expresado por mamá: que si ella moría, papá debía casarse con la Schratt. Yo prefiero mantener una actitud pasiva. Por respeto a la auténtica amistad que papá tiene con ella, no puedo mostrarme fría, porque sería injusto y cruel amargarle a mi padre este consuelo..., pero tampoco me considero obligada a colaborar». La antipatía de Valeria hacia la amiga de su padre fue pronto comentada en toda la corte.
Hay que decir, no obstante, que el emperador no encontraba consuelo ni relajación en el círculo familiar de su hija Valeria. En sus visitas predominaba un ambiente tenso, que hacía sufrir mucho a la archiduquesa, que comentó: «... no sabemos si hablar de la desgracia o de cosas superficiales, que le distraigan..., pero cuesta encontrar temas de este tipo... Quisiéramos, además, que los niños se comportasen de forma natural, y al mismo tiempo tememos que sus gritos irriten a papá, que tan pronto parece sumido en una apática tristeza como se pone nervioso... ¡Cómo comprendo ahora que el trato con papá deprimiese tanto a mamá! En efecto, es difícil estar con él, ya que nunca conoció lo que es en realidad un cambio de impresiones. Sé, al mismo tiempo, cuán profundos son sus sentimientos, mas para aliviar ese dolor sólo cuento con el método de los tradicionales formalismos».
También el general ayudante, conde de Paar, se lamentaba del círculo familiar imperial de Wallsee, y dijo que «el aburrimiento se hacía insoportable, porque nadie se atrevía a pronunciar palabra, con lo que, en la mesa y durante las veladas, la conversación se atascaba casi por completo».
Incluso para sus nietos era Francisco José la inaccesible majestad, a la que había que temer. Ni siquiera con los suyos tenía la facultad y la necesidad de sostener una conversación sencilla y familiar.
Tiempo atrás, Valeria había reprochado muchas veces a su madre (sólo con el pensamiento, claro, ya que nunca se atrevió a decirlo) que no tratase mejor a su marido y que no cumpliera debidamente con sus obligaciones de esposa. Ahora se arrepentía profundamente de ello, dado que también a ella le resultaba muy difícil el contacto con el padre: «La dura prueba que constituye el trato con papá es para mí el castigo por la severidad de antes», escribió con pena en su diario.
La «fastidiosa corte» la ponía tan nerviosa como antaño a su madre. La vida familiar de los Habsburgo, con sus rivalidades y privilegios archiducales, la amargaba, y comprendió todavía mejor que una persona como su madre tenía que ver en esa forma de vida familiar una insoportable obligación y una vacía comedia.
En diciembre de 1898 se celebró el cincuentenario de la subida de Francisco José al trono, pero los festejos, discretos, se vieron enturbiados por el luto y, además, por las graves luchas de nacionalidades. Escribió Valeria sobre su padre: «Y pese a todo, se mantiene erguido, vir simplex et justus [un hombre sencillo y justo], llevado únicamente por el afán de cumplir día tras día con sus pesados deberes de manera fiel e incansable, pensando sólo en los demás».
Con respecto al futuro de la monarquía, Valeria no vacilaba. Elisabeth le había inculcado el «republicanismo», como hiciera con Rodolfo. Ahora, una vez muerta Elisabeth, la joven archiduquesa evocaba el ejemplo de su madre: «Quizá sea una alta traición mi poca fe en la estabilidad de Austria y en que la Casa de Habsburgo sea su única salvación. Pero éste es el motivo por el que no puedo entusiasmarme por una causa que veo perdida. Admito que estas opiniones proceden de mamá, pero toda nueva experiencia me confirma más y más lo acertadas que son... Después de él [de Francisco José], que venga lo más conveniente para crear unas condiciones mejores y distintas».
Sorprendentes estas palabras en la hija del emperador Francisco José, nieta de la archiduquesa Sofía y bisnieta del «buen» emperador Francisco I, y sólo se entienden mediante el ejemplo de aquel elemento siempre extraño en la corte imperial de Viena: la propia emperatriz.
Durante casi medio siglo —desde 1854 hasta 1898—, Elisabeth fue emperatriz y reina de un imperio cargado de problemas en una época de decadencia. Pero ella nada hizo por retardar esa decadencia. No fue una mujer de acción, como su sucesora Zita, a quien tocó vivir el derrumbamiento. Resignación, retirada a una vida particular —y a la poesía— y finalmente a la soledad... Esas fueron las respuestas de Elisabeth a las exigencias de un cumplimiento de los deberes, del que su imperial esposo daba incansable ejemplo a sus súbditos.
¿Locura? ¿Sabiduría? ¿Intuición de lo inevitable? ¿O, simplemente, comodidad y capricho? El fin de siècle de la monarquía danubiana se personifica prácticamente en Elisabeth, que se negó a vivir como emperatriz.