CAPITULO XII

LA «AMIGA» CATALINA SCHRATT

Asistía Francisco José en compañía de la emperatriz a una función de gala celebrada en el Stadttheater de Viena en diciembre de 1873 con motivo de conmemorarse los veinticinco años transcurridos desde su acceso al trono, cuando vio por primera vez a la entonces veinteañera Catalina Schratt, que interpretaba el aclamado papel de Catalina en La fierecilla domada. Tardaría el emperador diez años en volverla a ver. Mientras tanto, la Schratt aceptó contratos en Berlín y en San Petersburgo, se casó en 1879 con el hacendado húngaro y posterior cónsul Nicolás Kiss de Ittebe, tuvo un hijo —Antón— y se separó del marido, hombre eternamente endeudado, aunque sin recurrir al divorcio.

En 1883, Catalina Schratt —hija de un panadero de Baden, localidad próxima a Viena— estaba en el apogeo de su carrera y fue contratada por el «imperial y real» teatro de la corte, donde su debut constituyó un gran éxito. Interpretaba la actriz el papel de la ingenua y joven Lorie en la obra Pueblo y ciudad, de Birch-Pfeiffer, hoy totalmente olvidada. La archiduquesa María Valeria escribió el día 27 de noviembre de 1883: «Una artista nueva, llamada Schratt, hizo de "Lorie". Es preciosa, aunque no tiene tanto encanto como la Wessely».

Era costumbre que los nuevos actores del Burgtheater acudiesen personalmente a dar las gracias al emperador por su nombramiento, porque el teatro dependía de la corte y era mantenido con medios particulares del emperador. Existen varias anécdotas referentes a ese primer encuentro del soberano, que ya contaba cincuenta y tres años, con Catalina Schratt, de sólo treinta. Según Enrique Benedikt, la actriz se sentía sumamente turbada e insegura, habiéndole preguntado a su amigo Pablo Schulz, antes de la audiencia imperial, cómo debía comportarse. Incluso ensayó su actuación en el Registro de Patentes, del que Pablo Schulz era presidente. Se sentó allí en una butaca y pronunció las palabras estudiadas:

—Vuestra majestad tuvo a bien...

Schulz la interrumpió:

—¡No debes cruzar las piernas, como ahora, y ni siquiera puedes sentarte! Has de permanecer en pie y hacer una pequeña genuflexión antes de darle las gracias.

Así preparada, la Schratt acudió a la audiencia imperial.

Catalina:

—Vuestra majestad tuvo a bien...

El emperador:

—¿No quiere sentarse, señora?

Catalina:

—Vuestra majestad tuvo a bien...

El emperador:

—Pero... ¿por qué no quiere sentarse?

Catalina:

—Schulz me lo prohibió.

Dicen que la carcajada del emperador resonó hasta en la antesala, para asombro de los ayudantes, lacayos y las numerosas personas que esperaban ser recibidas. Nadie estaba acostumbrado a oír reír de aquella manera al soberano.

Sea cierta esta anécdota o no, la cosa es que la Schratt había impresionado a Francisco José. Perdió la actriz el miedo, y poco después volvió a pedir audiencia. Esta vez acudió en nombre de su marido, y se trataba de dinero. Fue la primera de muchas, muchas demandas de dinero a lo largo de las siguientes décadas, y probablemente la única que no fue atendida. La señora de Kiss, nacida Schratt, pidió al emperador una indemnización por las propiedades de la familia Kiss en Hungría. Esas fincas habían sido incautadas tras la revolución de 1848, no siendo devueltas hasta 1867. Ahora, la familia pretendía que le fuesen restituidos los beneficios que tales propiedades habían producido durante los años de la incautación. Pero Francisco José no pudo satisfacer ésta petición, como sucedía con otras de este tipo, y remitió a la señora de Kiss al primer ministro húngaro, Tisza.

Pronto llamó la atención el hecho de que el emperador asistía al teatro con mayor frecuencia que antes y que no se perdía ni una obra en la que interviniese la Schratt. Se había convertido en su actriz favorita. Las funciones en el Burgtheater eran desde siempre una de las pocas diversiones que el soberano se permitía (con frecuencia, más de una vez a la semana). No necesitaba coche para ir, ya que el viejo teatro se hallaba unido al Hofburg (en el actual Michaelerplatz). Acudía siempre que necesitaba distracción; el camino era breve, y no tenía que atenerse a un horario concreto, ya que en cualquier momento podía llegar al palco imperial o abandonarlo sin ser descubierto por el público. Transcurrió bastante tiempo sin que Francisco José y su actriz favorita se viesen de nuevo personalmente. Fue en el baile de los industriales, en 1885, cuando el emperador sostuvo una conversación sorprendentemente larga con ella. Eso significaba que no se limitó a las acostumbradas frasecillas de rigor, cosa que en seguida llamó la atención y dio pie a amplios comadreos. En agosto de 1885, la Schratt fue uno de los cuatro actores elegidos para actuar ante los zares de Rusia y la pareja imperial austríaca con ocasión del encuentro altamente político de Kremsier. Rompiendo con todas las costumbres cortesanas, los artistas fueron invitados a cenar, después de la representación, junto a los emperadores, los zares, los dos príncipes herederos y los ministros. Fue entonces cuando Catalina Schratt se vio presentada a la emperatriz Elisabeth. Es muy posible que ésta misma hubiese sugerido tan poco ortodoxa invitación, con objeto de conocer a la Schratt. El heredero de la Corona austríaca, Rodolfo, que también se hallaba presente, consideró muy extraña la situación y le escribió a su mujer estas cautas y algo vacilantes palabras: «... a las ocho, teatro, y después una cena con Wolter, la Schratt y fräulein Wessely: no dejó de ser curioso».

De una cosa no cabía duda: el emperador se había enamorado. Y la emperatriz, todo lo contrario de celosa, favoreció esta amistad que se iniciaba. Incluso es posible que el entusiasmo —hasta entonces inocente— de Francisco José, que al fin y al cabo tenía más de cincuenta años, por una mujer veinte años menor que él y casada no hubiese llegado a nada más sin el enérgico apoyo de Elisabeth.

Mayor era cada vez el deseo de Sisi de abandonar Viena. La constante soledad y el aislamiento del emperador eran evidentes. Como sabemos por las poesías de la soberana, ésta tenía sus remordimientos. Por otro lado, el matrimonio imperial era un desastre. Los cónyuges no tenían ya nada que decirse. El penoso aburrimiento de las reuniones familiares es confirmado por todos los testigos oculares, incluso por las damas de honor Festetics y Fürstenberg y por la archiduquesa María Valeria.

Elisabeth quería vivir para sus aficiones: la poesía, la lectura, el estudio de la lengua griega y los viajes, cada vez más extensos y complicados. Pero ante todo deseaba saber bien atendidas a las dos personas más estimadas: su marido y su hija preferida, María Valeria. Y del mismo modo que puso todo su afán en buscar un marido adecuado para su hija, le convenía encontrar para el emperador una dama de compañía, amiga o lo que fuese. Desde luego, no quería que se tratara de una aristócrata. En primer lugar, porque hubiese podido constituir un serio peligro para ella, Elisabeth, y en segundo, porque las damas de la corte solían estar emparentadas con tantas personas de su mismo círculo, que se hubiesen podido producir insinuaciones e influencias, lo que para nadie —y menos aún para el emperador— era provechoso.

La elección de Catalina Schratt fue obra de la propia emperatriz, tras larga y profunda reflexión. No cabe duda de que Francisco José estaba enamorado de ella, pero eso ya había sucedido con otras mujeres, sin que la emperatriz considerase oportuno intervenir y allanar el camino. En cualquier caso, Elisabeth tomó la iniciativa en mayo de 1886 y decidió regalar al emperador un retrato de Catalina. Gesto bien claro... Encargado de pintarlo fue el artista Angeli, y la emperatriz organizó un encuentro en el estudio de éste.

Envió el emperador esta nota a Angeli: «Con el permiso de mi esposa, quisiera acudir mañana, a la una, a su estudio, con el fin de ver el retrato de la señora Schratt que usted realiza para mí por encargo de la emperatriz».

Y Elisabeth, que rehuía en todo lo posible los encuentros con personas extrañas, hizo algo más: acompañó a su marido al estudio del pintor. Allí hallaron a la desprevenida Catalina Schratt, que precisamente posaba para Angeli.

Esta decisiva «coincidencia» careció de toda tirantez, dada la presencia de la soberana, que con ello se convertía en la protectora de este nuevo amor de su marido.

Dos días más tarde, Francisco José envió a la Schratt una sortija de esmeraldas, en agradecimiento a «que se haya usted sometido a posar para el cuadro de Angeli. Debo repetir que no me hubiese permitido pedirle este sacrificio, por lo que mi alegría por el inesperado regalo es aún mucho mayor. Su fiel admirador».

El soberano era un admirador muy tímido y un poco torpe, por cierto, que siempre encontraba motivo para disculparse por cualquier pequeñez. La Schratt, por el contrario, era una mujer muy experta, que sabía cómo tratar a los hombres, sobre todo si eran de alcurnia, y con asombrosa rapidez aprendió a codearse con el emperador: no sin el debido respeto, pero sí con absoluta naturalidad. Detalle de una carta de Francisco José a Catalina Schratt: «Cuando uno tiene ciertos trabajos, y preocupaciones, y disgustos como yo, poder conversar de manera libre y clara es una gran satisfacción. Por eso valoro tan inmensamente los momentos que puedo pasar con usted».

Francisco José visitó por primera vez a la Schratt en su Villa Frauenstein, cerca de St. Wolfgang, en julio de 1886. Elisabeth estaba informada de ello. Apenas ocho días después, ella misma viajó al lago de Wolfgang, llevando incluso consigo a la inocente archiduquesa María Valeria, que registró la visita en su diario y comentó acerca de la actriz: «... nos enseñó la bonita casa que tiene alquilada... Es persona cordial y llana, y habla con un terrible acento vienés, nada parecido al que emplea en el teatro. Regresamos en el vapor con dinero que nos prestó frau Schratt».

Como vemos, Elisabeth fue tan discreta, que, para visitar a Catalina, no se hizo acompañar por ninguna dama de honor, cosa realmente extraordinaria y que fue la causa de que de pronto se encontrara sin dinero para el barco de vuelta. Porque eran siempre las damas de la corte quienes se encargaban de los gastos, y Elisabeth nunca llevaba dinero consigo.

A lo largo del verano, Catalina Schratt recibió algunas otras visitas imperiales, incluso de Elisabeth, que iba con su esposo. Con ello, la Schratt ascendió de manera oficial a «amiga de la emperatriz».

Siguieron pequeñas atenciones. María Valeria regaló a su padre fotografías de Catalina Schratt para la villa de Lainz, y Elisabeth encargó otro retrato de ella. Francisco Matsch pintó a la actriz en el papel favorito de Francisco José, «Frau Wahrheit» («Señora Verdad»), de una comedia muy celebrada, aunque de pocas pretensiones. Constituyó el regalo de Navidad para el emperador y estaba destinado, nada menos, a sus aposentos de Villa Hermes. En una de sus poesías, Elisabeth se reía del enamoramiento de «Oberón», su marido, que procuraba mirar el cuadro con toda la frecuencia posible.

La Schratt, por su parte, regaló al emperador un trébol de cuatro hojas, y el día 1 de marzo de 1887 obsequió en Schönbrunn con unas violetas a la emperatriz y a María Valeria, porque traía suerte, y cada año repitió este detalle. La archiduquesa escribió en su diario: «Para demostrarle [a la Schratt] nuestro agradecimiento, asistimos al primer acto del Hüttenbesitzer, y desde el banquillo hicimos señas a la bella Clara [papel interpretado por la Schratt]». (El «banquillo» era un asiento especial colocado en el extremo del palco imperial del Burgtheater, desde donde se podía presenciar la función sin ser visto por el público. Era la forma acostumbrada de asistir al teatro para Elisabeth, y generalmente sólo permanecía allí durante un acto. El motivo de esa extraña actitud era, como siempre, la timidez de la soberana y su temor a despertar interés.)

El emperador dio las gracias a la Schratt por las violetas, y lo hizo a su manera: cualquier ocasión, por poco importante que fuese, era buena para enviar joyas a su adorada, que de esta forma fue reuniendo una de las más ricas colecciones de alhajas de la vieja monarquía. Con mucha delicadeza, Francisco José empezó a pedir permiso a Catalina para darle dinero para nuevos vestidos y para los gastos de su casa, que desde la amistad con el emperador había adquirido una categoría distinta. Francisco José: «Para su tranquilidad, puedo asegurarle que también a mis hijos les doy dinero para sus santos y cumpleaños». Pronto tuvo que pagar no sólo nuevos conjuntos de la actriz, sino también las deudas de juego de ésta en Montecarlo.

Sin embargo, no había modo de llegar a una cita. Cada encuentro en público era una prueba de nervios para el emperador. En el baile de la Concordia, por ejemplo, no tuvo el valor necesario para dirigir la palabra a la Schratt. Lo único que hizo fue confesarle por escrito que estaba disgustado «por no haberme atrevido a hablar con usted. Hubiera tenido que atravesar el círculo de personas que la rodeaban, siendo observado por todos lados, con y sin gemelos, ya que por doquier acechan las hienas de la prensa, ansiosas de pescar cualquier palabra que uno pronuncie. No me atreví a acercarme, pues, pese a lo mucho que lo deseaba».

Fue de nuevo la emperatriz la que sacó del apuro a su marido: sencillamente, invitó varias veces a Schönbrunn a Catalina Schratt. También consideró la posibilidad de que la pareja se reuniera en casa de Ida Ferenczy, ya que, si bien Ida vivía en el recinto del Hofburg, contaba con una entrada no vigilada por los lacayos, que daba a la Ballhausplatz. Así fue como la Schratt visitó de manera perfectamente oficial a la «lectora» y amiga de la emperatriz, Ida Ferenczy, y encontró allí al emperador, que había acudido a aquel lugar a través de complicados pasillos del Hofburg. De este modo, sus rendez-vous no llamaban la atención. El protocolo y los numerosos criados hubiesen hecho imposible un encuentro en los aposentos imperiales del Hofburg, y una visita del emperador a la vivienda (todavía muy sencilla) de la actriz habría causado excesivo revuelo.

Para conocer los aposentos privados del emperador, la Schratt necesitó la intervención de Elisabeth. Fue la propia emperatriz quien condujo por primera vez a la «amiga» al apartamento de su esposo. Francisco José: «¡Qué ilusión me hace mostrarle mis habitaciones y determinada ventana por dentro, a la que usted tuvo tantas veces la bondad de mirar desde fuera!». Para poder verse, la pareja había acordado que la Schratt cruzaría la Burgplatz a unas horas concretas. Entonces, la actriz levantaba la vista hacia la ventana tras la cual se hallaba el emperador y la saludaba cortésmente. Durante largo tiempo, ésa había sido la única forma, aparte las funciones en el Burgtheater, de que Francisco José viera a su adorada.

Si tenemos en cuenta con qué celos, con cuán profunda decepción había reaccionado la joven Elisabeth ante las aventuras de su esposo, dejándose arrastrar hasta lo que casi eran ataques de histeria, que la hacían abandonar alocada a su familia, comprenderemos hasta qué punto había cambiado la situación. Ya no era el amor lo que ataba a los cónyuges. Elisabeth sentía compasión de aquel hombre, con el que no quería ni podía seguir conviviendo. Pero demostró ser una buena y generosa compañera que, por ejemplo, actuó con extraordinario tacto cuando, en noviembre, llegó la onomástica de Catalina. Francisco José escribió a su amiga: «Ese día almorcé sólo con la emperatriz y Valeria, y grande fue mi asombro al ver en la mesa copas de champán, dado que, por regla general, no nos permitimos el lujo de esa bebida. La emperatriz me explicó que había pedido champán para poder brindar a la salud de usted, lo que hicimos de la manera más cordial. Fue realmente una sorpresa lograda y bonita».

Así pudo florecer la relación amorosa entre el emperador y la actriz. En febrero de 1888 se produjo la mutua «declaración», con estas palabras de Francisco José a Catalina Schratt: «Dice usted que se dominará. También yo lo haré, aunque no me resulte siempre fácil, porque no quiero obrar mal. Amo a mi esposa y no puedo abusar de su confianza y de su amistad con usted».

Francisco José barrió con la conciencia limpia todos los temores de la Schratt de que la emperatriz tuviese algo contra ella: «La emperatriz se expresó repetidas veces... y del modo más favorable y afectuoso con respecto a usted, y puedo garantizarle que la aprecia mucho. Si usted conociese más de cerca a esta maravillosa mujer, sin duda sentiría lo mismo que yo».

Elisabeth procuraba demostrar la máxima simpatía hacia Catalina Schratt, por ejemplo, si ésta se hallaba indispuesta. Extracto de una carta de Francisco José a la Schratt: «La emperatriz se preocupa mucho por usted. Incluso afirma inquietarse más que yo, lo que sin embargo no es verdad. Tan pronto como entro en sus aposentos, me pregunta por usted, y no siempre puedo darle noticias, ya que tampoco puedo ser tan indiscreto e impertinente de mandar preguntar de continuo».

Y: «La emperatriz se horrorizó al enterarse de que usted había salido ayer, y constantemente me reprocha que sería mía la culpa si usted enfermara en serio».

Otro detalle: «La emperatriz le suplica que no tome ningún baño de mar en esta época del año. En cambio, sí le recomienda baños de agua de mar caliente, y luego una ducha fría».

Por mucho que Elisabeth apoyara esta relación amorosa de su marido, no significaba esto que Catalina Schratt le resultara realmente tan simpática y digna de cariño como le hacía ver a él. En sus poesías descubrimos un tono bastante arrogante. Si bien el enamoramiento de su esposo no le producía celos, sí la impulsaba a burlarse de ello.

Las continuas preguntas de Francisco José respecto de cómo se hallaría en ese momento «la amiga» llegaron a crispar algunas veces los nervios de Elisabeth. Escribe Francisco José a Catalina Schratt: «La emperatriz opina que puede constituir un honor ser mi amiga, pero también assomant [mortalmente aburrido], dado mi incesante interés por saber dónde está usted».

Cuando en cierta ocasión, el príncipe Alberto de Thurn y Taxis visitó a la familia imperial en su Villa Hermes, vio en los aposentos del emperador un retrato de la Schratt, a la que no conocía.

Elisabeth preguntó, un poco a la ligera:

—¿Qué tal te parece?

Respuesta de Taxis:

—Espantosamente vulgar.

Una sonrojada carcajada de la emperatriz siguió a esta manifestación, y hasta el emperador tuvo que reírse, lo hiciera de buena o mala gana.

Ahora, en las poesías de Elisabeth no aparecía ya siempre el nombre de «Oberón» (como pareja de «Titania») cuando hacía una referencia a Francisco José, sino que éste también era de vez en cuando el «rey Wiswamitra», aquel legendario soberano indio que amaba a una vaca («Sabala»), mencionado igualmente por Heine.

En agosto de 1888, la Schratt ya fue a Ischl para saludar allí a la pareja imperial. La archiduquesa María Valeria, de veinte años, anotó con reprobación en su diario: «Por la tarde, mamá, papá y yo le enseñamos el jardín... Realmente, es sencilla y simpática, pero yo siento hacia ella cierto enojo, aunque la Schratt no tiene la culpa de que papá quiera ser tan amigo de ella. La gente, maliciosa como es, hace comentarios, sin detenerse a pensar con qué ingenuidad toma papá este asunto y lo sentimental que es en todo. Pero del emperador ni siquiera se debiera hablar. A mí me sabe mal, y creo que por eso mamá no tendría que haber apoyado tanto su amistad».

Por otro lado, la propia María Valeria comprendía que la amistad con Catalina Schratt era un bien para su padre: «Tiene un carácter tan apacible, que con ella hay que encontrarse infinitamente bien. Me hago cargo de que su tranquilo modo de ser, tan natural además, despierta la simpatía de papá».

Después de la tragedia de Mayerling, la amistad de Francisco José con Catalina Schratt resultó ser una auténtica bendición, sobre todo para Elisabeth, que huía más que nunca de Viena. La Schratt la libraba de sus sentimientos de culpabilidad y de las preocupaciones por el afligido emperador, y en realidad era el único rayo de luz en la triste vida del soberano. Le dijo Elisabeth a su cuñada María José: «Necesito irme. Pero sería imposible dejar solo a Francisco... Sin embargo, como tiene a la Schratt... Ella le cuida como ninguna otra persona y se ocupa de él». Y: «En la Schratt encuentra descanso».

Conversaciones sencillas en el salón cada vez más elegante de Catalina Schratt; un poco de calor y humanidad, cosa que no había abundado en su vida anterior; nada de discursos filosóficos, espiritismo ni poesías, sino temas simples, sumamente terrenales y que no fatigaban, mientras se desayunaban con café y buñuelos... Eso fue lo que dio consuelo y un poco de alegría al emperador en los años difíciles de su existencia.

En 1889, la Schratt se instaló junto al parque del palacio de Schonbrunn, y en Ischl se compró una casa al lado de la villa imperial. Eso tenía, según palabras de Francisco José, «la ventaja de la proximidad, que me permitirá visitarla con mucha más frecuencia, si usted lo consiente; y la emperatriz piensa entregarle una llave para una puertecilla por la que podrá entrar en nuestro jardín sin necesidad de tener que caminar por una de las callejas de Ischl».

Entre tanto, la archiduquesa María Valeria se había dado cuenta de lo que en realidad sucedía, y tomó muy a mal que su madre protegiera tales relaciones: «¿Por qué habrá llevado mamá el asunto tan lejos? Pero no se puede ni debe cambiar nada y he de seguir viéndome con ella [la Schratt] sin que se me note el disgusto, aunque a Francisco [su prometido] le resulte violento». Con desaprobación observaba la muy devota y austera joven cómo su madre la emperatriz invitaba una y otra vez a la artista y se mostraba en público con ella —en presencia del emperador o sola—, con intención de dar a esa amistad un carácter lo más digno e inofensivo posible.

A Catalina Schratt le fue concedido incluso el honor de almorzar en el Hofburg en el más estrecho círculo familiar —sólo con el emperador, la emperatriz y María Valeria—, y eso con bastante frecuencia. Elisabeth, que se negaba más que nunca a participar en los banquetes oficiales y, sobre todo, se permitía despreciar a la nobleza cortesana —la del purísimo árbol genealógico de los dieciséis antepasados aristocráticos—, se exponía considerablemente con esos almuerzos íntimos. ¡Nunca se había visto que una actriz se sentara a la mesa de los Habsburgo! Además, hay que pensar que Catalina Schratt no era una mujer soltera, sino casada, lo que todavía daba más motivo de habladurías en una corte tan católica.

María Valeria sufría lo indecible con esas comidas: «Frau Schratt almorzó con nosotros (éramos cuatro); luego paseamos juntos, y ella se quedó hasta la noche. No puedo expresar lo desagradables que se me hacen esas tardes, y no comprendo cómo mamá las encuentra simpáticas».

El amor de su marido a Catalina Schratt era para Elisabeth —por muy extraño que parezca— un alivio, y hasta una satisfacción a veces, como cuando a finales de 1890 escribió estas líneas a su hija Valeria: «Una no puede tener ninguna ilusión ni esperar nada bueno, porque la vida está llena de amarguras. Hoy, sin embargo, el poká [que en húngaro significa "pavo" y era un apodo de Francisco José] espera contento la tarde, pues pedí a la amiga que acudiera a casa de Ida a las seis y media, y allí podrá hablarle de sus viajes. Hoy también dimos un paseo por Schönbrunn. Es bueno volver a ver una cara feliz en este castillo tan oscuro, triste y solitario, y esta tarde el poká está realmente como unas pascuas».

Por fin tenía un tema de conversación la pareja imperial, y Elisabeth pudo tranquilizar a su hija respecto de la armonía conyugal: «Todo marcha mejor, ya que casi siempre hablamos sólo de la amiga o de teatro».

Al mismo tiempo, también Francisco José y la Schratt hablaban mucho de Elisabeth. El emperador vivía en constante preocupación por ella, y con frecuencia ni siquiera sabía dónde se hallaba su mujer en determinado momento, dados los largos viajes que solía emprender. Extracto de una carta enviada por Francisco José a Catalina en 1890: «Sería muy feliz si pudiese hablar con usted de mis temores por la emperatriz y hallar consuelo en su compañía». Elisabeth mandaba regularmente saludos a la Schratt; por ejemplo, desde Arcachon. Y Francisco José le dijo a la amiga: «La emperatriz me pide que le envíe la adjunta postal, porque cree que ésta podría hacerle sentir deseos de acudir a Arcachon, pero yo añado que no sea ahora». Entre tanto, el emperador había observado cuánto imitaba Catalina Schratt a Elisabeth, y temía que también se aficionara a los viajes, dejándole solo en Viena.

Pero la amistad con la Schratt también trajo consigo problemas. No importaban las elevadas deudas de juego y los enormes gastos de la actriz. Francisco José lo pagaba todo gustoso, como tenía costumbre de hacer con su mujer. Sin embargo, las amistades de la Schratt pedían a ésta de continuo que interviniese en su favor cerca del soberano. Y ella solía acceder de buen grado. La dirección del Burgtheater pasaba grandes apuros, ya que apenas había reparto o una elección de obra que no fuese por decisión de la actriz.

El embajador de Alemania, príncipe de Eulenburg (que era bastante listo para mantener una buena e incluso amistosa relación con la Schratt, con lo que, por cierto, se ganó los celos de Francisco José) escribió a Guillermo II: «Desde luego, en el teatro es ella la que manda, y todos se ponen de cuatro patas cuando la ven llegar, incluso el director artístico». La famosa actriz Stella Hohenfels estaba dispuesta a abandonar Viena porque estaba harta de verse relegada a un segundo lugar, y su marido, el director Alfredo Berger, sentíase igualmente disgustado. Comenta Eulenburg: «¡Qué circunstancias tan especiales! Según dicen, los viejos amigos de Catalina se imponen cada vez más, y esta influencia se nota de manera desagradable en la Administración de la corte». Y luego indica el problema principal: «El barón de Kiss, marido de la Schratt, representa también una incomodidad. Le enviaron a Venezuela, pero allí se aburre como una ostra y ansia regresar a Europa, sobre todo ahora que le han pagado todas sus deudas. Hubiese sido más prudente no hacerlo».

Toni Kiss, el hijo de la Schratt, recibió en 1892 —pese a contar sólo doce años de edad— una carta anónima en la que se difamaba a su madre por sus relaciones con el emperador. La policía no pudo descubrir al autor de semejante escrito, y el revuelo fue grande. También esta vez hizo de mediadora la emperatriz: invitó al pequeño Toni a su villa imperial de Ischl, paseó con el niño por los jardines y le habló «de su madre en el tono más cariñoso, de cuánto la estimaba y admiraba, y diciéndole que también él debía quererla y respetarla mucho, y que sólo personas despreciables podían inventar tales falsedades». Durante años enteros le hizo enviar al chico pasteles y golosinas de la panadería de la corte, para así demostrar sus simpatías hacia la madre y el hijo y prevenir los comadreos.

No obstante, todo el cuidado y la buena voluntad de la emperatriz no bastaron para hacer pasar inadvertido semejante asunto amoroso. Comenta el conde de Hübner en 1889: «Todos los grandes y pequeños males parecen concentrarse en la familia imperial y caer, al fin y al cabo, sobre nuestra pobre Austria. El emperador sigue embrujado por los encantos de una actriz del Burgtheater, la Schratt, bonita y tonta, de quien se afirma que vive en permanente intimidad con él. De la emperatriz se dice que preparó este apaño al que se quiere llamar platónico, aunque la gente no lo cree en absoluto así, y que en cualquier caso resultaría ridículo. Y la joven Archiduquesa María Valeria... Una historia como ésta perjudica mucho al emperador, en opinión de la burguesía y del pueblo».

Opinión del embajador de Alemania, príncipe Felipe de Eulenburg: «Desde el punto de vista psicológico, la familia imperial austríaca resulta interesante. Quien no conozca a todos sus componentes, con sus particularidades, no podrá comprender tan curiosa relación entre la pareja imperial, la actriz y las hijas».

Valeria confiesa en su diario «que se veía forzada a vencer un enojo sin motivo contra frau Schratt. ¿Quizá por tratarse de una artista?». Y ahora unas palabras del novio de Valeria: «No importa que sea actriz, bailarina o una princesa X, siempre que sea una persona decente. Esto lo creo, y propiamente no hay nada... Sin embargo, cuando me hablan de ello, no puedo protestar con un "¡No!". Y del emperador no se deben decir ciertas cosas».

Cuando se trataba de la relación entre Francisco José y Catalina, la hija —en general tan comedida— se atrevía a criticar y confiaba a su diario pensamientos como éste: «¡Qué violenta me resulta la forma brusca y replicante que emplea con mamá y qué secas son sus respuestas!... Si bien me consta que en realidad no lo hace con mala intención, también comprendo que mamá vea ante sí un porvenir muy oscuro». A María Valeria le dolía profundamente la idea de que su padre pudiera ser más amable con la actriz que con la emperatriz: «Quisiera no tener que reunirme más con esa señora, y desearía que papá no la hubiese visto nunca». Dadas las circunstancias, a la joven archiduquesa le parecía casi una humillación besar a la Schratt cuando llegaba y se despedía, como solía hacerlo Elisabeth, «pero temo herir a papá si actúo de otra manera».

Se acrecentaban los lamentos de Valeria: «Lo más amargo es para mí no poder seguir dando la razón a papá en lo más profundo de mi alma..., por inocente que sea la cosa. ¿Por qué provocaría mamá esta amistad y cómo puede afirmar, además, que para ella significa un descanso...? ¡Parece mentira que dos personas tan nobles como mis padres puedan cometer tantos errores y hacerse mutuamente la vida imposible!».

Y después de las tristes Navidades del 1889 en el Hofburg, escribió: «¡Dios mío, qué desconsoladora es en realidad nuestra vida familiar, que a las personas ajenas les parece tan bonita! Mamá y yo nos alegramos cuando nos es posible estar solas y tranquilas. No entiendo por qué, pero la cosa ha empeorado mucho en este año... Papá se interesa ya por pocas cosas y, ¿cómo lo diré?, se ha vuelto lento y quisquilloso... Cuando mis padres están juntos, su vida se compone de continuos roces, que, aunque pequeños, llegan a ser increíblemente agotadores... Mamá me cuenta todas sus penas. Y yo ya no puedo mirar a papá con aquellos ojos de sincera admiración».

El príncipe Leopoldo de Baviera, marido de Gisela, hija mayor de los emperadores de Austria, trató de calmarla. Dijo que consideraba «muy lógico» el asunto de Francisco José y la Schratt, y agregó:

—Mira, es que Francisco [el archiduque Francisco Salvador, novio de Valeria] es todavía muy inocente...

Cuanto más cordial se hacía la relación entre el emperador y la actriz, menos motivo veía la emperatriz para permanecer en Viena. Palabras de María Valeria: «Mamá parece cada día más deprimida. Sobre todo cuando está con papá. Y el sacrificio de quedarse junto a él pierde necesidad a medida que se estrecha la desgraciada amistad con la Schratt».

Fácil es de imaginar el penoso desconcierto de Valeria cuando, en 1890, su madre le dijo que, «en caso de morir ella, convendría persuadir a papá que se casara con Catalina».

Sólo en el extranjero abogaba Elisabeth por el comedimiento; por ejemplo, cuando la pareja imperial y la Schratt se hallaban al mismo tiempo en Cap Martin. Escribió Francisco José estas líneas a Catalina Schratt: «Cuando la emperatriz expresó el deseo de verla aquí, no se trató de una frase bonita ni de un sentimiento de lástima, como usted indica, sino de una sincera nostalgia de usted, que la invadió durante todo el viaje». Sin embargo, Elisabeth no consideró prudente un encuentro en Cap Martin: «Aquí no existe la posibilidad del incógnito. Siempre está uno rodeado de gente; por todas partes hay curiosos y personas importantes, y tememos que nuestras relaciones con usted pudieran ser objeto de una maliciosa crítica. En casa parece que han aprendido a entender el carácter de nuestra amistad, pero aquí en el extranjero y en un lugar como éste, tan visitado y animado, la cosa cambia. La emperatriz, que siempre da en lo cierto, opina que a nosotros, ya viejos, no nos perjudicaría, pero padece por usted y Toni».

Además, Elisabeth estaba cada vez más convencida de que para la actriz tenía que ser un sacrificio reunirse con la tediosa pareja imperial. Francisco José escribió en 1879 a Catalina Schratt, que se encontraba en Montecarlo: «Insinué a la emperatriz la posibilidad de que usted nos visitara, pero ella contestó: "¡La pobre!". Opina mi esposa que para usted sería muy incómodo y desagradable interrumpir su estancia en Montecarlo para aburrirse aquí al lado de dos viejos».

Alguna vez hubo discusiones entre Francisco José y Catalina Schratt. Entonces era la emperatriz quien les apaciguaba y sacaba a la enfadada Catalina de su refugio. A Francisco José le afectaban tanto esos disgustos, que quienes le rodeaban sólo ansiaban el momento de la reconciliación. ¡Hasta ese punto era difícil tratar con el emperador en aquellos días! Y él procedía tal como hacía siempre con Elisabeth: era el suplicante, el sometido, el que cedía. El príncipe de Eulenburg informaba detalladamente de todos esos sucesos al emperador Guillermo II: «Le faltaba el alegre parloteo de Cati sobre los grandes y pequeños problemas del mundillo de las bambalinas, de los perros y los pajarillos, y los acontecimientos domésticos de la amiga... También necesitaba el atractivo femenino de Cati, cuyo inocentísimo dueño es. Dicho en pocas palabras: ya no resistía más sin ella. Eso pareció afirmarlo la propia emperatriz, que en otros momentos había solucionado ya otros dos enfados como el de ahora».

De cualquier forma, Elisabeth no lograba disimular siempre del todo que, en el fondo, se sentía arrinconada. En uno de sus últimos paseos con Francisco José y la «amiga», poco antes de su muerte, indicó eso con el macabro humor típico de ella. Como tantas otras veces en aquella época, hablaba de la muerte. Más exactamente, de la de ella. Elisabeth: «Nadie se alegraría tanto como el caballero Barba Azul». Al emperador le molestó esa breve cita y protestó: «¡Bah, no digas esas tonterías!». (Este detalle le fue referido por la Schratt al embajador de Alemania después de la muerte de Elisabeth.) Fuera como fuese, la emperatriz consiguió —con su constante apoyo a la desigual pareja— que las habladurías se mantuvieran dentro de unos límites. Aún hoy, por ejemplo, no existe ninguna prueba de que entre Francisco José y la Schratt hubiese una auténtica «relación», de tan perfectas como fueron la discreción y protección de la soberana. La cuestión de si el prestigio de la familia imperial sufrió o no con semejante circunstancia debe negarse —al menos en su mayor parte— y constituye un claro triunfo para Elisabeth.

Pero sólo cuando hubo muerto la emperatriz se vio lo decisiva que había sido su intervención a favor de la amistad entre Francisco José y Catalina Schratt. Porque ahora que la artista ya no podía frecuentar oficialmente la corte como «amiga de la emperatriz», su situación se hizo casi insostenible. No era posible un casamiento que legalizara las relaciones, dado que la Schratt seguía casada con Kiss según la ley católica, que era la que imperaba. Comentó Valeria en 1899: «Papá nunca se separará de ella, pero no puede hacerla su esposa, porque Catalina Schratt sigue ligada a su marido por la Iglesia».

A los dos años de la muerte de Elisabeth, la pareja pasó por un disgusto que duró varios meses. El emperador le explicó a su hija Valeria «casi entre lágrimas, que ella [la Schratt] ya había tomado tal decisión [la de separarse del emperador] desde la desgracia de mamá, porque tenía la impresión de no ser bien vista desde entonces y de que su posición era falsa».

En vista de la pena del emperador, hubo muchos mediadores dispuestos a conseguir una reconciliación y a sacar a la Schratt de su escondrijo suizo. En el Neue Freie Presse apareció un descarado anuncio que fue muy discutido: «Todo arreglado. Regresa, Cati, junto al abandonado Francisco». Berger, el director del Burgtheater, escribió al embajador alemán que «desde la muerte de una augustísima dama [Elisabeth, evidentemente] faltaba... un cierto matiz que hasta entonces todo lo había organizado de manera más elegante», con lo que sin duda tenía razón.

Los problemas que rodearon a la persona de Catalina Schratt una vez muerta Elisabeth fueron inmensos y desprestigiaron al emperador. Además, la actriz empezó a hacer lo mismo que su gran ejemplo, la emperatriz, cuando se sentía ofendida: abandonar Viena por un espacio de tiempo cada vez más prolongado y hacerse rogar inútilmente que reanudara los acostumbrados paseos por Schönbrunn. Una de estas largas y serias riñas acabó precisamente cuando Francisco José apeló al «amor a ella [Elisabeth], lo último que aún nos une».

La bienintencionada tentativa de Valeria de convencer a su padre para que contrajese matrimonio con «tante Spatz», una hermana de Elisabeth (la condesa viuda de Trani), para que la Schratt pudiera volver a ser «la amiga de la esposa de papá», demuestra hasta qué punto se había enredado la situación desde que la mano protectora de Elisabeth ya no descansaba sobre ese tardío amor de su marido.

Cuando Nicolás Kiss murió en mayo de 1909, el emperador tenía setenta y nueve años, y la Schratt casi cincuenta y seis. Sus relaciones seguían en un tono amistoso (como demuestran las cartas de Francisco José, que se han conservado íntegras), pero más distanciadas que en vida de Elisabeth.

Aun así, en Viena corrían constantes rumores sobre un posible matrimonio secreto (desde luego, sólo a partir de 1909, cuando existió tal posibilidad). Pero faltan pruebas, y las cartas y los diarios de los familiares tampoco permiten suponer que Francisco José y Catalina Schratt se hubiesen casado. Lo cierto es que ambos siguieron tratándose de usted hasta el fallecimiento del emperador y sólo se veían de tarde en tarde.