CAPÍTULO II
BODA EN VIENA
Grande era el peligro para Austria a causa de la guerra de Crimea. La cosecha del año 1853 había sido un desastre. El pueblo pasaba hambre, faltaba trabajo, la miseria alcanzaba un grado que hoy día no podemos ni imaginar y, en el aspecto político, no había libertad. La brillantez de la boda imperial debía hacer olvidar todos esos problemas por un breve espacio de tiempo y alimentar la esperanza de un régimen más clemente. Muchos de los homenajes escritos para Elisabeth encierran un llamamiento a la joven emperatriz para que haga de mediadora entre el pueblo y el soberano, como aquel que hace clara referencia a 1848: «El cielo te envía para coronar la reconciliación entre el señor y el pueblo y unir para siempre a los amantes desavenidos. Lo que no puede conseguir el hombre que maneja la espada de la justicia, lo consigue la mujer que lleva la palma de la clemencia». O: «En unos tiempos desordenados y tempestuosos, tú y tu casa tenéis que ser el faro que salve de la desesperación a los náufragos, el altar ante el que nos arrodillemos con fe y del que esperamos ayuda». El pueblo de Austria, tan martirizado por las dificultades y la pobreza (eso en todos los territorios que componían el Imperio), tenía puestas sus esperanzas en una soberana amante de la justicia y caritativa: «Creemos que tú serás la mediadora entre él y nosotros y que dirás en nuestro nombre lo que nosotros no nos atrevemos a declarar; creemos que, gracias a tu suave mano, más de una cosa ha de llevar un rumbo favorable».
La pequeña Sisi había aprendido en los últimos meses «muchas y muy diversas cosas»: el lenguaje de la sociedad distinguida, normas de protocolo, un poco de historia de su futuro país... Había aprendido también a vestir como le correspondía y a bailar mejor. Limpiaba sus dientes con más esmero que antes. Sin embargo, no tenía la menor idea de cómo vivía en Austria la gente alejada de la corte; ignoraba si había trabajo o no, o si los niños del Imperio estaban suficientemente alimentados. Apenas sabía nada acerca de la amenazadora guerra en Oriente.
Elisabeth era caritativa por naturaleza y amaba la justicia. Como sus hermanos, desde pequeña había sido acostumbrada a preocuparse por los pobres y los enfermos. Desconocía la altanería aristocrática, y las casas de la gente pobre de los alrededores de Possenhofen le resultaban familiares. Y, sobre todo, no era superficial en sus pensamientos. Todo lo contrario. Muy pronto se había desarrollado en ella la tendencia a la reflexión, y no le interesaban las formalidades ni la etiqueta, sino que procuraba descubrir lo «natural», la «verdad» de las cosas, y aunque todavía lo hiciera de manera infantil, demostraba con ello unos rasgos que despertaron muy pronto en su persona y que Elisabeth siempre conservó.
Todas estas buenas cualidades que Sisi poseía gracias a su niñez independiente y quizás un poco salvaje, pero llena de amor, y también a su propia sensibilidad, no tenían ahora ningún valor e incluso resultaban un estorbo. En Viena, la carencia de orgullo aristocrático no era considerada una virtud, sino un defecto. La misma condena merecía el desprecio de las formalidades. Porque la corte y hasta la majestad del emperador y la elevada posición de la familia imperial se basaban en gran parte en el protocolo y las ceremonias. Poco interesaban allí la verdad y la autenticidad. Lo que para Sisi eran meras formalidades, había adquirido gran importancia política a partir de 1848: esas formalidades elevaban a la familia reinante muy por encima de todas las demás personas «vulgares» y la hacían inaccesible, inatacable, siendo la expresión visible de la gracia de Dios. A partir del día del compromiso matrimonial, la caritativa joven que los pueblos austríacos esperaban fue convertida en una figura representativa de la corte. Desde luego, la más hermosa que Austria jamás tuviera. Todos los conflictos de épocas posteriores ya fueron esbozados en esos meses precedentes a la boda. Y todos surgieron de la discrepancia entre una mujer sensible, de pensamientos rectos, y de su exclusiva utilización como figura decorativa.
El 20 de abril de 1854, la duquesa Elisabeth de Baviera abandonó su ciudad natal de Munich. Nadie comunicó a la futura emperatriz que, precisamente aquel día, en la guerra de Crimea se producía un hecho decisivo. Austria y Prusia contrajeron una alianza con objeto de forzar la retirada rusa de los principados del Danubio. Con ello, Francisco José tomaba un rumbo antirruso, pero tampoco se unía a las potencias occidentales, de modo que se ganó la enemistad de todos. La frontera con Rusia fue protegida con la presencia de numerosas tropas austríacas.
Después de una misa en la capilla ducal del palacio muniqués, Sisi se despidió en primer lugar del personal. Para cada cual tenía un regalo de adiós, y a todos, uno tras otro, les dio la mano. Como emperatriz de Austria, ya no podría hacer eso. Y muy pronto añoró Sisi, en el fino ambiente cortesano de Viena, ese trato familiar con toda la gente de los alrededores, incluidos los campesinos y las sirvientas. Porque allí sólo podía dejarse besar la mano por determinados y muy privilegiados miembros de la aristocracia y era imposible estrechar la de cualquier persona que le cayera bien, como había hecho siempre en Baviera. Ya en esta parte de la despedida fluyeron abundantes lágrimas... por ambas partes.
Presentáronse entonces el rey de Baviera, Maximiliano II, y su predecesor, Luis I (que se había visto obligado a abdicar en 1848 a causa de sus relaciones con Lola Montes), ambos luciendo uniforme de regimientos austríacos. Iban acompañados de sus respectivas esposas y de sus parientes de la rama real de los Wittelsbach. En la Ludwigstrasse, delante del palacio ducal, se aglomeraba una enorme multitud que deseaba despedir a la princesa. Emocionada por las atronadoras voces de júbilo de los muniqueses, Sisi se puso de pie en el coche, con el rostro bañado en lágrimas, y saludó al gentío agitando el pañuelo.
El viaje duró tres días enteros (con dos interrupciones para pernoctar). La comitiva se dirigió de momento a Straunbing, a orillas del Danubio, donde aguardaba un vapor fluvial y el primer recibimiento con autoridades, bandas de música y muchachas vestidas de blanco. Todo eran felicitaciones y solemnes discursos, ondear de banderas al viento y ramos de flores. La misma escena se repetiría en cada parada.
El 21 de abril, hacia las dos de la tarde, el vapor llegó a Passau. En la frontera bávara habían erigido un arco triunfal. Una delegación imperial saludó a la futura emperatriz. A partir de la frontera, dos engalanados barcos de vapor dieron escolta a la novia a través de la Alta Austria. A las seis de la tarde, los barcos arribaron a Linz, primera etapa en suelo austríaco. El gobernador, numerosos alcaldes, militares, corporaciones de artesanos y todos los escolares, el clero y la nobleza y un coro habían preparado un recibimiento espléndido. Lo que no estaba previsto era que el emperador acudiese personalmente a dar la bienvenida a su prometida en Linz, pero él había partido en vapor de Viena a primeras horas de la mañana para sorprender así a Sisi, fuera de todo protocolo.
Por la noche hubo una función de gala en el teatro de Linz: Las rosas de Elisabeth, así como grandes iluminaciones, un desfile de antorchas y cantos corales. A las cuatro y media de la tarde del 22 de abril, el emperador abandonaba Linz para adelantarse a la novia y saludarla de nuevo en la recepción oficial de la ciudad de Viena.
El gran vapor de ruedas Francisco José, que llevaba a bordo a la comitiva nupcial, partió de Linz a las ocho de la mañana. Era sin duda el buque más fabuloso que hubiese navegado jamás por el Danubio. Sus máquinas, de ciento cuarenta caballos, habían sido construidas en Londres y causaron una sensación ampliamente comentada en los periódicos de la época. El barco estaba equipado con un lujo extraordinario: el camarote de la novia era de terciopelo púrpura, y la cubierta había sido transformada en un jardín florido, incluso con una glorieta de rosas, a la que Sisi podía retirarse para descansar. Los costados del barco estaban engalanados con guirnaldas de rosas que llegaban hasta el agua. Blanquiazules banderas bávaras ondeaban junto a las rojiblanquirrojas de Austria y las negras y amarillas de los Habsburgo. Aquel día estaba prohibido cualquier otro tráfico fluvial. (La rapidez del viaje, que parece mucha en comparación con las circunstancias actuales, se explica por el hecho de que, en 1854, aún no existían las esclusas de las centrales eléctricas que hoy retrasan los viajes en barco.)
El monasterio barroco de Melk, el castillo de Dürnstein, las ciudades de la región de Wachau —Stein, Krems, Tulln y, por último, Kosterneuburg—, todo ello una cadena de paisajes idílicos y cargados de historia, aguardaban en plan de fiesta a la joven «rosa de Baviera». Nadie trabajaba. Las orillas estaban atestadas de niños, campesinos, obreros y mujeres. En cada embarcadero se habían reunido las autoridades del lugar: los alcaldes, los maestros, los clérigos... El himno imperial apenas se oía en medio de las salvas de mortero.
Cada una de las decenas de miles de personas que bordeaban las orillas quería ver a la novia. Era el tercer día de viaje. Las incontables nuevas impresiones habían agotado a Sisi. Sin embargo, la princesa resistía valientemente, saludaba con un pañuelo de encaje y sonreía. Aún tenía junto a sí a la madre, su apoyo y refugio. Aún estaban con ella los hermanos, que de cuando en cuando hacían alguna broma para aliviar su nerviosismo. Pero a Sisi se la veía muy pálida y silenciosa, muy asustada.
Antes de la llegada a Nussdorf, cerca ya de Viena, todos los viajeros se cambiaron de ropa. Les esperaba un pomposo recibimiento. Los dignatarios del Imperio, todos los miembros de la Casa de Habsburgo-Lorena, la aristocracia, los delegados municipales..., todos se hallaban a punto, bajo un soberbio arco de triunfo, para recibir a la futura emperatriz como ésta se merecía. Sisi se quitó la ropa de viaje y se puso uno de los vestidos de ceremonia; un vaporoso vestido de seda rosa, con amplio miriñaque; mantilla de encaje blanco, y un pequeño sombrerito también blanco.
Atronadores cañonazos y el repiqueteo de las campanas de todas las iglesias de Viena anunciaron la llegada de la novia imperial a Nussdorf. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde del 22 de abril. Antes de que el barco acabara de atracar, el emperador Francisco José saltó a bordo desde la orilla para saludar a Sisi. El uniforme de mariscal, con la gran banda de la Orden de Huberto, le favorecía mucho. Miles y miles de personas presenciaron cómo el soberano estrechaba entre sus brazos a la princesa y la besaba con entusiasmo.
Ninguna otra novia de un Habsburgo fue recibida con tanta solemnidad y a la vez de manera tan cordial. Ni antes ni después. Ante esa escena de amor, más de uno pensó en el matrimonio proverbialmente feliz de María Teresa y su «Francisco I». Los cronistas no olvidaron comentar que «parecía que el clemente espíritu de María Teresa flotara sobre su augusto nieto». La alegría que ello producía era sincera y abierta, y asimismo lo fue el embeleso que causó la juvenil aunque pálida figura de la novia.
Hacía ya largo tiempo que los vieneses deseaban tener una emperatriz joven y de relieve. El año anterior, Napoleón III se había casado con la bella Eugenia, convirtiendo París en el centro de la elegancia europea. Ahora, los austríacos confiaban en que Viena recuperara el terreno perdido con respecto a París. Una emperatriz joven daría nuevo estímulo a la vida social de Viena, bastante paralizada en los últimos años, y ejercería una atracción internacional. Hasta era posible que ahora Viena se convirtiese en un segundo centro de moda. Eso significaba, sobre todo, la esperanza de un interesante auge del comercio —tan en decadencia-y del artesanado en Austria y un aumento de los puestos de trabajo.
La futura emperatriz no podría quejarse de haber sido objeto de un recibimiento frío. Las sencillas gentes que bordeaban las orillas del Danubio y se apiñaban hasta la cumbre del Leopoldsberg para ver a la novia depositaban en ella toda su confianza. El enamoramiento del emperador fortalecía su esperanza de tiempos mejores y también de que el soberano fuese más bondadoso, así como, probablemente, de que la influencia «reaccionaria» de la archiduquesa Sofía fuese frenada por la joven emperatriz para dar paso a una corriente más liberal.
La archiduquesa Sofía, «la emperatriz secreta», subió a bordo inmediatamente detrás del emperador. Empezaba la parte oficial del recibimiento. Besamanos de la novia a la futura suegra y tía. Saludo al resto de la familia: a los hermanos del emperador, a innumerables nuevos tíos y tías, primos y primas. Seguidamente, abandono del barco del brazo del novio. Enloquecidos gritos de júbilo, disparos de mortero, música, banderas agitadas al viento... Breve parada en un dorado salón de recepciones, «decorado con espejos, flores y colgaduras como un templo mágico». Entre las flores, un sillón para la serenísima novia imperial; a los lados, las tribunas para los diplomáticos; a la derecha, los representantes de los países extranjeros con sus esposas; a la izquierda, el consejo municipal, y a continuación, el alto clero, la alta aristocracia, los militares de rango, los ministros y los gobernadores de las provincias.
El príncipe cardenal Rauscher pronunció el discurso de bienvenida. Después el emperador presentó su novia a cada uno de «los demás señores funcionarios».
Por fin se formó el tren de carrozas desde Nussdorf hasta el palacio de Schönbrunn. En la primera iba el emperador con el duque Maximiliano; en la segunda, Sisi con Sofía; en la tercera, Ludovica con el archiduque Francisco Carlos, padre del emperador. Seguían los restantes «serenísimos miembros de la familia». El cortejo pasó por debajo de varios arcos de triunfo levantados en Döbling, Wahring y Hernals, cruzando el río Schmelz para continuar por la Mariahilferstrasse hacia Schönbrunn. Francisco José abrió personalmente la puerta del carruaje y condujo a su novia a su residencia de verano, ese magnífico palacio barroco de los tiempos de María Teresa que cuenta con más de mil cuatrocientas habitaciones fastuosamente instaladas.
En el Gran Salón comenzó una ceremonia bastante complicada: en primer lugar, Sofía presentó las archiduquesas a la pequeña Sisi; luego el emperador hizo otro tanto con los miembros masculinos de la Casa de Habsburgo. (Sofía anotó en su diario, no sin orgullo, que, aparte sus tres hijos varones menores y su esposo, había otros quince archiduques.) El archiduque Fernando Maximiliano, hermano menor del emperador, se encargó de la presentación mutua de las familias de los Wittelsbach y los Habsburgo. Siguió a esto la presentación de los altos funcionarios de la corte. En conjunto, la ceremonia se prolongó mucho.
Llegó luego el momento en que el emperador hizo entrega de los regalos de boda. Primero el suyo, consistente en una diadema de brillantes con un broche haciendo juego. Se trataba de una antigua obra de orfebrería adornada con esmeraldas, y sólo la modernización había costado cien mil gulden. (Esa corona había caído al suelo pocos días antes de la llegada de Sisi, por torpeza de alguien, lo que ciertas personas consideraron de mal agüero, y tuvo que ser reparada a toda prisa.) Otra diadema de brillantes procedía del ex emperador Fernando, que la había traído de Praga. También la viuda del emperador Francisco (igualmente tía del novio y de la novia) regaló brillantes, como le correspondía.
Las dos «damas» bávaras de Sisi, que ya no hacían falta en Viena, recibieron valiosos regalos de despedida. Su lugar fue ocupado por una corte propia: camarera mayor era la condesa Sofía de Esterházy, nacida princesa de Liechtenstein y persona de suma confianza de la madre del emperador. Contaba entonces cincuenta y seis años de edad, o sea que le llevaba seis a Sofía, y era una mujer ceremoniosa, de costumbres severas, que prácticamente iba a ejercer de institutriz de la jovencísima soberana. Desde el primer momento, Sisi experimentó una profunda aversión hacia la condesa de Esterházy, muy criticada también por otras personas; por ejemplo, por Weckbecker, ayudante del emperador: «Porque, por un lado, trataba a la joven soberana con demasiados aires de institutriz mientras que, por otro, veía una de sus principales tareas en iniciar a la futura esposa imperial en toda la chismografía de la alta aristocracia, por la que, naturalmente, la princesa bávara apenas se interesaba».
Su camarero mayor, el príncipe de Lobkowitz, inspiraba más confianza a Elisabeth. También le resultaban bastante simpáticas sus jóvenes damas de honor, las condesas de Bellegarde y Lamberg. Pero Sofía ya le hizo saber en seguida que como emperatriz, no debía tener lazos de amistad con ellas. La «casa» de Sisi se componía de un secretario, una camarera, dos azafatas, dos doncellas, un mayordomo, un gentilhombre de entrada, cuatro lacayos, un criado y una sirvienta. Este personal se ocupaba únicamente de la emperatriz. El emperador tenía una «casa» mucho más amplia y severamente separada de la de su esposa.
Aquella misma tarde —según los cronistas—, «la linda princesa se dignó mostrarse al público con graciosa condescendencia y simpatía», lo que hizo desde el gran balcón del palacio de Schönbrunn. A continuación se celebró un banquete de gala, con toda la esplendidez del antiguo Imperio.
Desde su llegada a primeras horas de la tarde hasta muy avanzada la noche, la pequeña Sisi, rendida de cansancio, tuvo que soportar la constante observación, no siempre benévola, de incontables personas desconocidas. El cariño demostrado por toda aquella gente que había acudido a las orillas del Danubio para verla pasar en barco se había convertido aquí, en los círculos de la aristocracia cortesana, en una curiosidad más bien escéptica. Sisi aún no había alcanzado la belleza de años posteriores, era algo torpe, revelaba temor y, en conjunto, no era lo que la corte de Viena se había imaginado como futura «emperatriz». ¡Y las fatigas de aquel día de la llegada constituían sólo el comienzo!
Al día siguiente, 23 de abril, tuvo efecto la solemne y tradicional entrada en Viena de la novia del emperador. Pero Sisi y la comitiva no partieron de Schönbrunn, sino del antiguo palacio de María Teresa en la ciudad, que llevaba el nombre de «Favorita» y apenas era utilizado por la familia imperial. Hoy día se le conoce por Teresianum. El especial arreglo de la novia para ese acontecimiento duró horas enteras, ¡otra cosa a la que Sisi tendría que acostumbrarse! Numerosos coches trasladaron por la mañana al Teresianum a los parientes y altos cargos de la corte, que se reunieron allí para esperar el gran momento, que debía ajustarse a un ceremonial terriblemente complicado.
A última hora de la tarde, cuando la novia y su madre subieron por fin a la fastuosa carroza tirada por ocho caballos de raza lipizzana —Sisi lucía uno de sus vestidos de lujo: de color rosa, entretejido con hilos de plata; de larga cola, con guirnaldas de rosas y, en la cabeza, la nueva diadema de brillantes—, todo el mundo pudo darse cuenta de su agotamiento. No cesaba de llorar en su carroza de cristal. Y en vez de una novia resplandeciente, lo que vieron los vieneses que bordeaban las calles fue una muchachita sacudida por los sollozos, acompañada por su madre, también llena de inquietud.
Los magníficos caballos blancos llevaban las crines trenzadas, y de ellas pendían borlas rojas y doradas. Blancos penachos adornaban sus cabezas, y las guarniciones estaban bordadas en oro. Junto a cada puerta de la carroza y al lado de los caballos iban dos lacayos vestidos de gala y con peluca blanca. Seguían a la carroza de la novia los coches —tirados cada uno por seis caballos— de los camareros mayores, de los gentileshombres de cámara y de las damas de honor que se hallaban de servicio, así como de los consejeros privados, todos con su servidumbre a los lados y delante del coche. Hasta el más mínimo detalle había sido dispuesto según el rango cortesano. Seis «trompeteros imperiales y reales a caballo», furrieles de la corte y pajes, una escolta de gendarmería, los alabarderos «con bandera y sonora música», granaderos, coraceros y arcabuceros acompañaban a la augusta novia, que apenas daba importancia a toda la pompa que la rodeaba.
Cuando el cortejo se acercaba a las murallas de la ciudad, cesaron las salvas de artillería y comenzaron a sonar todas las campanas de Viena. La Karntner Strasse, el lugar conocido por Stock im Eisen, el Graben, el Kohlmarkt, la Michaelerplatz...; cada casa estaba adornada con colgaduras y flores. Por doquier había tribunas para quien deseara presenciar el espectáculo. Lo que más llamaba la atención era la elegancia de los magnates húngaros, que vestían sus trajes nacionales, cubiertos de oro y piedras preciosas. Incluso las libreas de sus criados eran de una elegancia inimitable, e igualmente las soberbias carrozas. El embajador de Suiza, Tschudi, dijo que, «con excepción del Congreso», en la capital austríaca no se había visto nunca «semejante fastuosidad». No habían transcurrido ni cinco años desde que allí mismo, donde ahora se alzaban las tribunas, los revolucionarios levantasen barricadas. Lo cierto era que el joven emperador no había dado al pueblo la «libertad de prensa» ni la «Constitución» pedidas. Los conspiradores de entonces estaban desterrados o en la cárcel, o bien habían sido ajusticiados, aunque también había quien aceptaba ahora —más o menos a la fuerza— el régimen absolutista. En el Hofburg ya no se veía el amenazador letrero con las palabras de «Propiedad nacional». El absolutismo celebraba triunfos con la pompa de unas bodas imperiales, y el pueblo se mostraba lleno de júbilo.
De todos modos, el emperador había aprovechado el feliz acontecimiento para buscar un complaciente acercamiento a los revolucionarios de 1848. En el Wiener Zeitung del 23 de abril aparecía un comunicado oficial según el cual serían indultados «más de doscientos presos políticos». A otros cien se les perdonó la mitad de la pena. Además, hubo una amnistía general para «todos los delitos de lesa majestad y contra el orden público», así como para los condenados por las «maquinaciones de alta traición» del año 1848 en la Galitzia y los complicados en el levantamiento producido en Lemberg en noviembre del mismo año. En Hungría, la Lombardía y Venecia fue levantado el estado de sitio.
El regalo más precioso del emperador a su empobrecido país fue, sin embargo, la cantidad de doscientos mil gulden que, con motivo de su casamiento, donó «para el alivio de la escasez existente»: veinticinco mil para Bohemia, especialmente para los habitantes de los montes Metalíferos y de los Gigantes, e igualmente para los pobres de Praga; seis mil gulden para las zonas fabriles de Moravia y los pobres de Brünn; cuatro mil para los pobres de Silesia, y veinticinco mil para los pobres de Galitzia. El Tirol obtuvo cincuenta mil gulden para facilitar la compra de grano y para los damnificados de la plaga de la filoxera de la vid en el Tirol; Croacia, diez mil, y Dalmacia y el litoral, quince mil cada región. «Mi capital y ciudad residencial, Viena», como apoyo a la «clase trabajadora y con objeto de paliar los problemas de los pobres, dado el actual encarecimiento», cincuenta mil gulden. Las inquietas provincias de Hungría y la Alta Italia no obtuvieron nada.
Sobre los funcionarios de la monarquía que habían prestado buenos servicios cayó una verdadera lluvia de condecoraciones. Todos estos homenajes guardaban relación con la boda y la persona de la nueva emperatriz, lo que hace más comprensible el cordial recibimiento de la novia.
Es más que incierto que Sisi se diera cuenta de todo esto. Entre sollozos llegó a su nuevo hogar, el Hofburg (palacio imperial) de Viena. Al apearse de la carroza vaciló, porque la diadema se había enganchado en el marco de la puerta. Este contratiempo le fue a suceder precisamente en presencia de toda la familia de su futuro esposo, que la aguardaba con gran solemnidad delante del palacio. No obstante, la archiduquesa Sofía encontró deliciosa —ravissante— a la pequeña Sisi, como escribió en su diario: «El comportamiento de mi querida niña fue perfecto, lleno de dulce y grandiosa dignidad». En los salones del Amalienhof esperaban los «imperiales y reales generales y la oficialidad, así como los miembros masculinos de la corte y las damas», todos los cuales ofrecieron sus respetos cuando pasaban por allí los augustos personajes. Con esto terminaban las ceremonias de la jornada, y Sisi debía prepararse para el punto culminante: el enlace matrimonial, que se celebraría al día siguiente, a las siete de la tarde, en la iglesia de los Agustinos.
Con motivo de las bodas imperiales, en todas las iglesias del país se oficiaron misas. En la catedral de San Esteban ya tuvo lugar por la mañana del gran día una solemne función, a la que asistió «la élite de todas las clases sociales». Una colecta organizada con ocasión del casamiento fue tan fructífera, que cuarenta parejas de novios que se casaron el mismo día que Francisco José y Elisabeth recibieron una dote de quinientos gulden cada una, o sea el doble de los ingresos anuales de un obrero, aproximadamente. En numerosas ciudades y aldeas, los niños necesitados obtuvieron ropas nuevas; a los pobres se les sirvió comida, y hubo reparto de leña y pan. El himno austríaco fue ampliado con una segunda estrofa:
Junto al emperador, emparentados
por linaje y espíritu,
rica de unos encantos que no han de marchitarse,
está nuestra gentil emperatriz.
Que mil felicidades les dé el cielo.
¡Francisco José, viva! ¡Viva Elisabeth!
¡Que Dios bendiga siempre
a toda la Casa Imperial!
Se produjo una auténtica inflación de productos poéticos sobre el «aspecto angelical» y la belleza de la nueva emperatriz. Aparte miles de entusiastas hojas volantes en diversos idiomas, se publicaron en 1854 ochenta y tres escritos en honor de Elisabeth, sesenta y uno de los cuales eran en alemán, once en italiano, dos en lengua magiar, cuatro en checo, dos en polaco y una en cada una de estas lenguas: serbocroata, latín e inglés.
La pareja que subió al altar en la iglesia de los Agustinos, iluminada por quince mil velas que proporcionaban una claridad casi diurna y decorada con espléndidas colgaduras de terciopelo rojo, resultaba de una belleza poco frecuente. Los cronistas se superan unos a otros en la descripción de la fastuosidad: «Todo lo que el lujo en su punto máximo, unido a la mayor riqueza y a una pompa verdaderamente imperial, puede dar, cegaba nuestros ojos. Sobre todo referente a las joyas, puede decirse que ante la atónita mirada de los allí reunidos pasó un mar de perlas y piedras preciosas. A la luz de la espléndida iluminación, los brillantes parecían centuplicarse, y por su magnificencia causaban un efecto mágico».
El embajador de Bélgica comunicó a Bruselas en un tono algo arrogante: «En una ciudad donde no hace mucho el espíritu revolucionario originó tantos estragos, convenía desplegar toda la grandeza monárquica».
El arzobispo de Viena, cardenal Rauscher, celebró el casamiento con asistencia de más de setenta obispos y prelados. En el momento del intercambio de las alianzas, un batallón de granaderos preparado en el baluarte de los Agustinos disparó la primera salva, a la que siguió un impresionante tronar de cañones que anunciaba que la duquesa Elisabeth de Baviera se había convertido en la emperatriz de Austria.
La inacabable y florida plática nupcial le valió al arzobispo Rauscher el apodo de «cardenal Plauscher» (cardenal hablador).
Rauscher, hombre de confianza de la archiduquesa Sofía, no pudo dejar pasar la ocasión de referirse con aborrecimiento al año de 1848. «En la primera flor de su juventud, él [Francisco José] se arrojó contra aquellas fuerzas demoníacas que amenazaban destruir todo lo que para la humanidad es sagrado. La victoria siguió pegada a sus talones...» A partir de ahora, el emperador también debía ser un ejemplo de la vida familiar cristiana.
Cuando por fin terminaron las ceremonias religiosas y el soberbio cortejo regresó con los recién casados a palacio, se puso en marcha todo el mecanismo del protocolo cortesano. Los victoriosos generales del año 1848 fueron los primeros en ser recibidos en audiencia por la pareja imperial: Radetzky, Windischgratz, Nugent y Jellacic.
En la sala de audiencias esperaban los embajadores y legados. El ministro de Asuntos Exteriores, Buol, tuvo el honor de presentar cada uno de ellos a la nueva emperatriz. Finalizada esta larga audiencia, sus majestades pasaron al Salón de los Espejos, donde las esposas de los diplomáticos, vestidas de gran gala, iban a ser presentadas a la soberana.
«A continuación, sus majestades se dirigieron al salón de ceremonias con la familia imperial y los miembros de la corte a su servicio, para recibir allí las felicitaciones del resto de los cortesanos.» El emperador y la emperatriz «se dignaron conversar con los presentes». La camarera hizo las presentaciones: «...las damas admisibles en palacio y en su apartamento privado, los imperiales y reales camareros mayores y los caballeros de la corte...». «Seguidamente, las damas obtuvieron permiso para efectuar el besamanos.»
Al ver tantos rostros desconocidos, la joven emperatriz se asustó, se refugió en una pieza contigua y rompió a llorar. No son difíciles de imaginar los murmullos de las damas que, luciendo sus máximas galas, aguardaban a la novia en el salón de audiencias. Cuando, por último, Sisi pudo iniciar el cercle con cara llorosa, agotada e insegura, proporcionó nuevo alimento al comadreo. Porque era demasiado tímida para conversar con cada una de las damas que le iban siendo presentadas. Según el protocolo, nadie podía dirigirse a la emperatriz, sino únicamente responder a sus preguntas. Se produjo una situación muy violenta, que la condesa de Esterházy salvó rogando a las señoras que dijesen algo a la joven soberana.
Y eso no fue lo peor. Cuando Sisi descubrió en medio de la multitud de desconocidos a sus primas Adelgunda e Hildegard, ambas de Baviera, impidió que le besaran la mano y quiso abrazarlas. Al ver, por la horrorizada expresión de quienes la rodeaban, que de nuevo había cometido un error, decidió defender «¡Pero si somos primas!». Desde luego, la archiduquesa Sofía no aceptó tal excusa para infringir el protocolo, recordó a Sisi su elevada condición e insistió en conservar el ritual consistente en besarle la mano a la emperatriz.
Las primeras materias de conflicto fueron enormes en la familia imperial. Las diferencias en la respectiva forma de vida de los recién casados eran demasiado notorias. Para Francisco José y su madre, el rígido ceremonial pertenecía a la vida cotidiana e incluso era imprescindible para demostrar el poder real. Que la joven emperatriz debía acostumbrarse a ese ceremonial era algo que se sobrentendía. La mayoría de muchachas hubiese aceptado muy gustosa tan brillante carga, saboreándola incluso.
Elisabeth, en cambio, había heredado en alto grado las cualidades familiares de los Wittelsbach: una gran inteligencia, a la que se unían una sensibilidad excesiva y un poderosísimo afán de libertad. Hasta entonces había podido entregarse a sus tendencias, sin casi ninguna obligación que cumplir. En realidad, sólo había visto trabajar a la servidumbre de su casa. Porque su padre, aunque poseía el grado de general del ejército bávaro, apenas tenía ocupaciones. Vivían de una generosa anualidad de doscientos cincuenta mil gulden, descuidaba todos sus deberes familiares y paternales, y sólo hacía lo que le venía en gana. A una chiquilla de dieciséis años procedente de tal ambiente, mal se le podía reprochar la falta de un sentido del deber.
«Yo le quiero mucho, pero... ¡lástima que no sea un sastre!» Esta exclamación de Sisi retrata perfectamente la situación. Títulos, dignidades, dinero...; todos estos conceptos no tenían importancia para Elisabeth. Ella se componía sólo de sentimientos, y, en su infantil fantasía, todo cuanto pretendía de su futuro matrimonio era puramente «romántico». El brusco despertar en Viena fue natural.
Las fatigas protocolarias del día de la boda finalizaron con la —para los grandes acontecimientos— obligada iluminación de la «capital y sede de la corte». El pueblo en masa había llegado de los suburbios para tomar parte en esa fiesta popular. Cuenta un cronista que «los alrededores de las puertas estaban continuamente envueltos en nubes producidas por el movimiento de tantos miles de personas». Las iluminaciones más espléndidas eran las del Kohlmarkt y la Michaelerplatz, donde ya anochecido apareció la joven pareja imperial en un coche abierto, tirado por dos caballos. «Diríase que la calle se había transformado en un salón de baile».
De todos modos, los conocedores del ambiente cortesano ya se dieron cuenta el mismo día de la boda de que no era todo tan de color de rosa como parecía. El barón de Kübeck, testigo ocular, escribió el día 24 de abril en su diario: «En el estrado y entre los espectadores, júbilo y una alegría llena de esperanza. Entre bastidores hay presagios muy, muy oscuros».
Entre las diez y las once de la noche se celebró un banquete de gran gala. Y con él acabaron los festejos de la jornada. Sofía: «Luisa [Ludovica] y yo condujimos a la joven novia a sus aposentos. Allí la dejé en compañía de su madre y permanecí en la pequeña pieza que hay junto al dormitorio hasta que Sisi estuvo acostada. Entonces fui en busca de mi hijo y le llevé junto a su esposa, a la que también saludé para desearle una buena noche. Sisi trató de esconder entre la almohada su bonito rostro, enmarcado por su espléndida cabellera, del mismo modo que un pajarillo asustado se esconde en su nido».
Esta «escena del acostamiento», generalmente envuelta en un gran ceremonial, resultó —para tratarse de la corte vienesa— bastante familiar e íntima. Otros novios de las cortes europeas tenían que soportar mucho más protocolo. El rey Juan de Sajonia, por ejemplo, explicó cómo había sido su noche de bodas con Amelia, tía de Sisi: «Todas las princesas casadas, con sus camareras mayores, acompañaron a la novia a su casa, asistieron a su toilette y, antes de acostarla, rezaron con ella una oración. Por fin, la camarera mayor de la novia me notificó que ya podía entrar. Escoltado por todos los príncipes casados, me encaminé a la alcoba nupcial y tuve que acostarme en presencia de toda aquella colección de príncipes, princesas y damas de honor. Cuando al final se hubieron marchado todos, yo volví a levantarme para efectuar mi toilette nocturna». En el caso de la joven pareja imperial, ambas madres rechazaron las ceremonias demasiado complicadas y violentas. Pero incluso lo poco que tuvo que pasar fue excesivo para la sensible Sisi, después de un día tan agotador.
A la mañana siguiente, la joven pareja no tuvo mucha ocasión de estar a solas. Ya durante el desayuno fue sorprendida por la archiduquesa Sofía, que traía consigo a la duquesa Ludovica. Sofía anotó en su diario: «Encontramos a la parejita desayunándose en el bonito gabinete. Mi hijo estaba radiante, y los dos eran la imagen de una dulce felicidad (¡loado sea Dios!). Sisi se emocionó al abrazar a su madre. Nosotras queríamos retirarnos en seguida, pero el emperador nos retuvo allí con enternecedora cordialidad».
Ponemos en duda que estas palabras puedan ser tomadas en serio. Las dos madres —personas de respeto para el joven y exageradamente cumplido emperador— habían caído como una bomba en el gabinete donde el matrimonio tomaba su primer desayuno en común, examinando con curiosidad el aspecto de los recién casados, y sólo por cortesía dijeron que pensaban retirarse en seguida. ¿Qué remedio le tocaba al emperador sino pedirles que se quedaran? Para el conocedor de las costumbres vienesas, la situación es bastante clara. En el diario de Sofía aparece esta frase delatora: «Después, entrevista confidencial de cada uno con su madre». Esto significa, ni más ni menos, que Sofía estrujó a preguntas a su hijo durante el mismo desayuno. Debió de averiguar entonces que el cumplimiento de los deberes maritales aún no había funcionado, hecho que aquel mismo día conoció toda la corte. Los lacayos y las doncellas eran fidedignas fuentes de información.
Ni siquiera para la alcoba imperial existía verdadera intimidad. Todos supieron, asimismo, en qué noche (la tercera) se convirtió Sisi en mujer. La joven emperatriz tuvo que acudir aquella mañana a tomar el desayuno con su suegra, pese a que la vergüenza y la turbación se lo impedían. Según el diario de Sofía, el emperador subió primero solo los peldaños que conducían al apartamento de sus padres y «esperó a que su amada Sisi se levantara». No comprendía el deseo de su mujer de permanecer sola, sin presentarse ante los familiares que desde hacía días observaban hasta las más mínimas reacciones del matrimonio.
Elisabeth expuso más tarde a su dama de honor, la condesa de Festetics, lo violento de la situación: «El emperador estaba tan acostumbrado a obedecer, que hasta en esto cedió. Pero para mí era horrible. Si al fin fui, lo hice por él». Repetidas veces hizo Elisabeth referencia a esa mañana al cabo de los años.
Durante el día se veía obligada a recibir diputaciones de la Baja y la Alta Austria, Estiria, Carintia, Carniola y la Bucovina, de pie entre su marido y su suegra. Hasta la propia Sofía encontraba tan pesadas estas recepciones, que «no pudo más» y necesitó tomar algo entre tanto. Todas las comidas eran reuniones de carácter oficial, con previo cambio de ropas.
Para recibir a la delegación húngara, Sisi vistió por primera vez el traje nacional de aquellas tierras: un vestido rosa con corpiño de terciopelo negro y preciosos encajes que —ironías del destino— le había regalado precisamente su suegra. La propia archiduquesa Sofía, que no sentía ninguna simpatía por Hungría, admiró lo hermosa que estaba su nuera con esa prenda: «Ella y el emperador, que lucía el uniforme de húsar, formaban una pareja encantadora», escribió en su diario.
En la noche del 27 de abril se celebró el gran baile de la corte. La joven esposa tuvo que resistir las indiscretas miradas de la sociedad aristocrática admitida en palacio. Las noticias sobre la consumación del matrimonio imperial habían corrido ya de boca en boca. «Su majestad», esta vez toda de blanco, con el nuevo cinturón de brillantes, una diadema y una corona de rosas blancas en la cabeza, se hallaba sentada al lado de «su majestad» bajo un baldaquín de terciopelo rojo y escuchaba «cómo el maestro Strauss interpretaba sus melodías». Ambas majestades bailaron varias veces, mas nunca ellos dos juntos, sino cada cual con las personalidades elegidas por el protocolo. La archiduquesa Sofía no dejó de confiar a su diario que el emperador tenía que «apuntarle» a su esposa los pasos de baile. Los conocimientos de danza que tenía Sisi no eran aún suficientes para la corte de Viena. En el punto culminante de la fiesta, el cotillón, resonaron por primera vez los Elisabethsklänge compuestos por Strauss. Como homenaje a la pareja imperial, su autor había entretejido en la composición el himno austríaco y también el de Baviera.
A la duquesa Ludovica no la deslumbraban las fastuosidades, y escribió a casa con notable objetividad: «El baile de anoche fue muy bonito, con muchísima gente, y todo estuvo sumamente brillante, pero los salones son pequeños para lo que aquí se necesitaría. Los apretujones eran tales, que creía uno que le iban a aplastar. Las hermosas mujeres y la abundancia de joyas dan gran esplendor a todas las fiestas». Ludovica se daba cuenta de que para su hija, toda esta ostentación no significaba más que trabajo: «Veo poco a Sisi, porque está ocupadísima, y temo molestar al emperador. Un matrimonio joven no debe ser estorbado». Pero lo cierto era que durante el día no había ni un minuto en que no les estorbara alguien.
El emperador, siempre consciente de sus deberes, se dedicaba con gran disciplina a sus expedientes —aparte las fiestas— y concedía audiencias. El embajador de Austria en París, conde de Hübner, habló aquel mismo día más de una hora con el emperador sobre el problema de Oriente, por ejemplo. Le encontró «física y mentalmente más maduro» y anotó en su diario: «¡Qué alegre y feliz se le veía y sin esconder su enamoramiento! Daba gusto observarle. ¡Que Dios le conserve la dicha!». De manera parecida se expresa la archiduquesa Sofía en su diario, destacando de continuo lo enamorado y feliz que se sentía su «Francisco I».
Lo que el baile en palacio fue para la «sociedad», lo fue para el «pueblo» la fiesta celebrada al día siguiente en el Prater. Las carrozas abiertas en que iba la familia imperial y la ducal recorrieron el Prater, pasando por la avenida principal, iluminada por multitud de farolillos, y por el Wurstelprater hasta la plaza de los Fuegos de Artificio, donde el circo Renz ofrecía una función de gala. Esta vez, la ilusión de la emperatriz fue visible para todos. Disfrutó con el arte de los trapecistas, pero sobre todo le gustaron los jinetes vestidos al estilo medieval, montando los famosos, preciosos y maravillosamente bien adiestrados caballos de la familia Renz. El cariño de Elisabeth hacia el circo Renz, que nació con ocasión de aquella velada, había de durar toda la vida.
Cuatro días después de la boda, Elisabeth estaba tan fatigada a causa de tanto festejo, que el emperador anuló todas las recepciones previstas para la jornada y hacia el mediodía se fue con ella al Prater en un faetón que conducía él mismo.
Pero el máximo consuelo lo recibió Sisi de sus hermanos, que todavía permanecieron unos días en Viena, principalmente de su hermana mayor, Elena, con la que podía hablar con absoluta sinceridad. Ludovica escribió a María de Sajonia: «Mientras las hermanas [Sisi y Elena] estuvieron juntas, eran inseparables y no hablaban más que en inglés, sin participar para nada en las conversaciones de los demás, lo que no les ganaba simpatías... y les causó... más de un disgusto».
El inglés constituía para las dos jóvenes algo así como un lenguaje secreto. En la corte vienesa no era costumbre utilizar el idioma inglés. Ni el emperador ni la archiduquesa Sofía lo hablaban, o sea que el desagrado por las conversaciones secretas de las dos hermanas resulta comprensible. Todo el mundo pudo comprobar que el amor entre Elena y Sisi era inquebrantable, pese al desaire sufrido por la mayor en Ischl al quedarse sin novio.
La semana de festejos terminó con un baile en el Picadero de Invierno y en los salones de los Reductos, expresamente unidos para esta fiesta mediante aberturas en los muros. También allí tocó Johann Strauss, y Sisi se vio convertida, una vez más, en el blanco de miles de miradas. La joven emperatriz debía ser vista lo antes posible por toda la gente posible.
Ni siquiera en el palacio de Laxemburg, a donde la pareja se retiró para vivir su «luna de miel» cuando por fin finalizaron los festejos, pudo ser relegado al olvido el ceremonial. Dado que el emperador viajaba cada mañana puntualmente al Hofburg de Viena para atender a sus asuntos, la recién casada pasaba todo el día sola en Laxemburg o, lo que es peor, se hallaba aislada en medio de una serie de personas dispuestas a educarla y servirla. La archiduquesa Sofía se trasladaba a diario a Laxemburg para «hacer compañía» a su nuera.
Los hermanos de Sisi —también Elena— habían regresado a Baviera. La joven desposada sentía profunda añoranza y escribió tristes poesías, durante su permanencia en Laxemburgo. Entre ellas figura ésta, titulada Nostalgia:
Vuelve la joven primavera
y con fresco verdor adorna al árbol;
tiene para los pájaros unas canciones nuevas
y da nueva belleza a cada flor.
Mas... ¿de qué me sirve la alegre primavera
en país extraño y lejano?
Añoro el sol de mi tierra
y las orillas del Isar.
El motivo que una y otra vez encontramos en sus poesías es «el pájaro prisionero» o «la mariposa» que voló a lugares lejanos y no encontró más que penas y falta de libertad. Estas desesperadas ansias de independencia asoman en todas las poesías de Elisabeth.
A los catorce días de la boda, el 8 de mayo de 1854, escribió:
¡Ojalá nunca hubiese dejado el sendero
que a la libertad me había de conducir!
¡Ojalá no me hubiese extraviado
por las avenidas de la vanidad!
Desperté en un calabozo
con esposas en las manos.
Mi nostalgia día a día crece,
y tú, libertad, me volviste la espalda.
Desperté de una embriaguez
que tenía presa mi alma,
y maldigo inútilmente este cambio
en el que a ti, libertad, te perdí.
Pero la joven emperatriz no añoraba sólo su patria y su libertad, sino que también sentía nostalgia de su primer amor. Que esto le sucediera durante la luna de miel con Francisco José indica otros problemas que únicamente nos cabe imaginar.
De mala gana y con tristeza empezó Sisi a observar las reglas de la corte, si bien nunca llegó a reconocer la justificación de una etiqueta tan rígida. Más adelante explicó a su dama de honor «el miedo que había pasado en el mundo de los desconocidos, de los grandes, donde todo era tan distinto, y añoraba profundamente su tierra y a sus hermanos, así como aquella vida despreocupada e inocente en Possenhofen... Lo natural, lo sencillo, había tenido que desaparecer bajo la absurda opresión de la exagerada etiqueta... Dicho con otras palabras: que aquí sólo se trataba de "parecer" y no de "ser", y cuán duro había sido todo, con frecuencia, para ella».
En Viena, la salud de Sisi no tardó en resentirse. Padeció intensos accesos de tos durante meses, y se apoderaba de ella la ansiedad cuando tenía que bajar por escaleras estrechas. Lo más probable es que sus continuas indisposiciones fuesen de origen psíquico.
Sólo habían transcurrido dos semanas desde la boda cuando, impulsada por la enorme añoranza hacia sus hermanos, suplicó al emperador con encarecimiento que invitara por unos días a su hermano favorito, Carlos Teodoro, llamado familiarmente «Gackel». Cuando Francisco José asintió, Sisi lloró de alegría.
Se sentía prisionera en una jaula de oro. Las joyas, los lujosos vestidos..., todo eso no era nada más que una carga para ella, porque significaba incesantes pruebas, elección de prendas nuevas, constante cambio de ropas. Había enfrentamientos por nimiedades. Elisabeth se negó a regalar los zapatos llevados una sola vez. Sus doncellas la miraban con extrañeza: esa nueva emperatriz desconocía hasta las más simples reglas que en la corte de Viena eran costumbre desde siempre. Además, a Elisabeth no le gustaba que la vistieran las doncellas. Había sido educada de manera independiente, era recatada por naturaleza y, además, las doncellas no pasaban de ser unas desconocidas. Pero ni en este punto logró imponerse.
Los conflictos con la «secreta emperatriz», la archiduquesa Sofía, solían producirse, según Sisi, por pequeñeces de este tipo, aunque precisamente por eso todavía la herían más. Al joven matrimonio le hacía gracia atravesar solos los salones y seguir los sinuosos pasadizos que comunicaban el palacio con el viejo Burgtheater de Michaelerplatz, que en realidad formaba parte del Hofburg. Pues también esta inocente diversión les fue prohibida de inmediato por la archiduquesa Sofía, porque al emperador y a la emperatriz les correspondía ser conducidos al teatro por determinados funcionarios de la corte. Sofía se preocupaba siempre mucho por el mantenimiento de la dignidad imperial. Y a Sisi —ya sobradamente nerviosa— la disgustó mucho que su marido no se atreviese a protestar.
Sofía estaba acostumbrada a tomar todas las decisiones, tanto en los asuntos familiares como en los políticos. Asimismo estaba acostumbrada a ser obedecida. Su esposo dependía mentalmente de ella. Los cuatro hijos —Francisco José, Fernando Maximiliano, Carlos Luis y Luis Víctor— habían reconocido desde su más tierna infancia la autoridad máxima de Sofía y no eran capaces de contradecirla en nada. Gracias a Sofía ocupaba Francisco José el trono, ya que ella había inducido a la renuncia a su esposo, heredero legítimo de la Corona. Ella había hecho de Francisco José lo que ahora era: un joven perfectamente educado, consciente de sus obligaciones, sumamente trabajador y dueño de una personalidad muy íntegra, y que además defendía sus ideas en el terreno político, desde el legitimismo de los reyes, pasando por el exclusivo dominio del monarca, la represión de toda «voluntad del pueblo» y el rechazo del parlamentarismo, hasta la estrecha unión entre Estado e Iglesia. Ahora, Sofía se creía en el deber de convertir a su sobrina de dieciséis años en una emperatriz a su gusto, para bien del Imperio y de la dinastía.
Con el paso de los años, Elisabeth reconoció que Sofía no había obrado de tal forma por maldad, y explicó a una dama de honor que, «sin duda, la archiduquesa procuraba hacerlo todo bien..., pero lo que exigía era difícil..., y su manera de actuar, muy brusca..., por lo que también el emperador sufría al verla tan autoritaria..., y cómo, desde el primer día, fue un obstáculo para su contento y su felicidad, y se metía en todo y les estorbaba la convivencia a solas...».
Durante toda su vida, la archiduquesa Sofía había anhelado llegar tan alto como ahora su sobrina de dieciséis años. Por consiguiente, el hecho de que la joven emperatriz sólo viese una carga y una privación de su libertad personal en su elevada categoría la ofendía e incluso indignaba. Y no hacía ningún caso de las evidentes depresiones de Sisi; simplemente no las tomaba en serio. Lo único que veía era la expresión radiante del enamorado «Francisco I».
La reina María de Sajonia afirmó: «Las noticias de Viena suenan indescriptiblemente satisfactorias... Las dos felices madres me han escrito verdaderos libros sobre ello». Sofía también escribió a Baviera con referencia a «nuestro querido y joven matrimonio», que en su «retiro campestre» de Laxemburgo «vive la más feliz luna de miel. La dicha hogareña realmente cristiana de mis hijos constituye una escena reconfortante a más no poder».
Sin embargo, en los posteriores comentarios de la emperatriz no se nota esa felicidad hogareña. En ninguna de las visitas que después hizo a Laxemburo dejó Sisi de recordar lo triste que había sido su «luna de miel»; por ejemplo, frente a su hija menor, Valeria, que anotó en su propio diario: «Mamá nos enseñó la mesa en que tanto escribía a Possi [Possenhofen] mientras lloraba sin cesar, de tanta añoranza como sentía».
Algo semejante confió a su diario, en Laxemburgo, la posterior dama de honor María de Festetics: «Elisabeth fue de una habitación a otra, indicando lo que era cada cosa, aunque sin comentarios, hasta que se detuvo en un cuarto que hace esquina, donde había un escritorio entre dos ventanas, con un sillón delante. Lo contempló largamente en silencio y de pronto dijo: "¡Aquí lloré mucho, María! Sólo de pensar en aquellos días, se me encoge el corazón. Era poco después de la boda... Me sentía tan abandonada, tan sola... El emperador no podía permanecer aquí durante el día, como es natural, y cada mañana viajaba muy temprano a Viena. No volvía hasta las seis de la tarde, para cenar. Entre tanto, yo estaba sola y tenía un miedo terrible de las visitas de la archiduquesa Sofía. Porque se presentaba a diario, para espiar todo lo que yo hacía. Yo estaba totalmente a merced de esa persona tan malévola. Cualquier cosa que hiciera estaba mal. Tenía palabras y desprecio para toda persona que me cayera bien. Y se enteraba de todo, porque no cesaba de hacer averiguaciones. Aquí no había quien no temblase ante ella, y, claro, todo se lo contaban en seguida. Cualquier tontería era un asunto de Estado"».
En este mismo tono continúan las quejas de Elisabeth. Sin duda eran exageradas respecto a la «maldad» de Sofía. Porque el diario de ésta demuestra con suficiente claridad su buena intención, aunque desde luego se sirviera de los medios más equivocados. Por otro lado, las palabras de Elisabeth revelan de forma muy evidente la destacada posición de Sofía en la familia imperial de los años cincuenta. La condesa de Festetics supo, a través de Elisabeth, que la archiduquesa la había reñido a ella, «pero también al emperador, como si fuesen niños de escuela». «Un día —sigue Elisabeth— pedí al emperador que me llevase consigo a Viena. Pasamos juntos toda la jornada y me libré de ver a mi suegra... Pero apenas regresados a casa, se presentó en seguida y me prohibió volver a hacer semejante cosa. Estaba muy enfadada porque, según ella, era impropio de una emperatriz correr detrás de su marido y pasear en coche de un lado a otro como un oficialillo. Y, naturalmente, no pude volver a hacerlo».
Ni siquiera en la así llamada «luna de miel» en Laxemburgo podía estar el joven matrimonio a solas durante la única comida del día en común. Por ejemplo, uno de los ayudantes del emperador, Hugo de Weckbecker, tuvo que sentarse al lado de la emperatriz y animarla a «entablar conversación, ya que era tan tímida y debía ser adiestrada en el aspecto social». Por encargo de Sofía, la condesa de Esterházy, camarera mayor de Sisi, no se movía del lado de ésta para corregirle de inmediato cualquier desacierto.
El primer viaje de la pareja imperial fue a Moravia y Bohemia. Constituía un acto de agradecimiento y reconocimiento por la ayuda y fidelidad prestadas. Porque, en 1848, la familia imperial había huido de Viena para buscar refugio en Olmütz, localidad de Moravia, produciéndose allí un importante acontecimiento de la historia austríaca: la renuncia al trono del emperador Fernando («lo hice a gusto») y la subida al poder de Francisco José, que entonces contaba dieciocho años de edad.
El trato preferente que en aquella época recibían las tierras bohemias queda demostrado también por el hecho de que la primera lengua nueva que Sisi tuvo que aprender fue la bohemia. La archiduquesa Sofía anotó un día en su diario que Elisabeth ya sabía «contar en bohemio» aunque luego apenas se volvió a hablar de los progresos de Sisi en esa lengua.
La pareja imperial viajaba siempre —a lo que Sisi tuvo que acostumbrarse de buena o mala gana— con un numeroso séquito: ayudantes personales de Francisco José, militares, guardias de corps, miembros del clero; el doctor Seeburger, médico de cabecera; el ayudante general Grünne, y, además, quienes rodeaban más íntimamente a Sisi: el camarero mayor, dos damas de honor y un secretario. Todas estas personas llevaban consigo, como si fuera poco, su propio servicio: criados, peluqueros, bañeras y lacayos.
En el trecho de Viena a Brünn, económicamente tan importante, existía ya una línea ferroviaria, la Nordbahn. La locomotora «Proserpina», engalanada con flores, condujo a la pareja imperial en menos de cuatro horas a la capital de Moravia, donde esperaban arcos de triunfo, muchachas vestidas de blanco, banderas ondeando al viento, discursos de notables y del emperador en alemán y checo; iluminaciones, funciones de gala en el teatro, una fiesta popular en el Augarten de Brünn, con carreras de sacos y actuaciones de volatineros, para terminar con un desfile de antorchas. Un grupo moravo con sus ropas típicas presentó, como atracción especial, una pareja de novios con todo su alegre acompañamiento en un carro de mil colores. Entregaron regalos a los emperadores, entre los cuales figuraba una botella de vino de Bisencia del año 1746.
Fue en Moravia donde la joven Elisabeth actuó por primera vez de soberana. Visitó orfanatos, escuelas, un hospital para pobres, y «en todas partes causó una felicísima impresión por su dulce condescendencia y bondad», como al día siguiente publicaba el Wiener Zeitung. La forma sencilla y natural en que la joven emperatriz hablaba con gentes de las clases bajas llamó la atención y alimentó la esperanza de que esa mujer se ocuparía algún día de los problemas sociales.
Cuarenta y ocho horas más tarde, llegada a Praga: los mineros, las corporaciones de artesanos y obreros de ese país tan industrializado formaban calle en su honor. Francisco José y Elisabeth se hospedaron en el Hradshin, antigua sede de los reyes de Bohemia, y recibieron allí el homenaje de la nobleza, de la ciudad, de la universidad, de los militares y de las delegaciones rurales. A la nueva reina de Bohemia le fueron presentadas también las «damas admisibles en la corte», es decir, aquellas que podían presumir de los famosos dieciséis antepasados pertenecientes a la alta aristocracia y que, consecuentemente, eran consideradas dignas de asistir a los actos palaciegos.
Como en el Hofburg de Viena, también en el Hradshin hubo en programa interminables audiencias y banquetes oficiales. Los periódicos permiten reconstruir perfectamente el horario de la pareja imperial en Praga. Francisco José no se tomó el menor descanso, ya que desde pequeño estaba acostumbrado a sus obligaciones, y ahora esperaba lo mismo de su joven esposa, cuyo estado de salud no era precisamente el mejor.
Así, pues, la soberana de dieciséis años tuvo que recibir a una serie de delegaciones y también a quienes acudían a ella en busca de ayuda, como varias personas de las montañas de los Metales. El Wiener Zeitung registró con emoción: «Cuando el señor presidente describió con palabras sobrecogedoras la pobreza de los habitantes de las montañas, los bellos ojos de la encantadora soberana se llenaron de lágrimas, y a su majestad le costó contener la emoción. Imposible reproducir la profunda impresión que en los presentes causó esta nueva prueba de la angelical bondad de nuestra benignísima emperatriz. Fue un momento solemne».
La pareja imperial puso la primera piedra para la construcción de una iglesia, inauguró una competición de tiro, visitó un centro para sordomudos, un manicomio y una exposición agrícola. Allí se hizo enseñar el funcionamiento de un nuevo horno (y el panadero elaboró para sus soberanos unas rosquillas saladas con la forma del águila imperial austríaca), una nueva bomba centrífuga y, finalmente, una exposición de las diferentes razas de ganado vacuno. Aquí, «los augustos visitantes fascinaron a todos los presentes por su amabilidad y su interés por todo». Pese a diversos festejos populares, fue, sin embargo, la poderosa nobleza de Bohemia la que marcó la pauta con ocasión de la visita imperial. El propio Francisco José destacó expresamente en sus discursos la importancia de la aristocracia bohemia: «Estoy convencido de que la nobleza de Bohemia seguirá constituyendo en adelante un puntal de mi trono y de mi Imperio». Durante meses enteros, las primeras familias de Bohemia no habían ahorrado esfuerzos ni gastos para organizar uno de los espectáculos más fastuosos de la vieja Austria: un carrusel con torneo, al estilo de la baja Edad Media, en la gran Escuela de Equitación del palacio Waldstein. La nobleza bohemia facilitó los jinetes. El punto culminante de ese torneo fue la representación de la entrada en Praga, en el año 1637, de Fernando III y su esposa. Los trajes y las armaduras, cuya confección era fiel a lo usado en su época, habían costado más de cien mil gulden.
Elisabeth sintió siempre una profunda aversión hacia la aristocracia bohemia. No sabemos si eso fue consecuencia de su primera visita a Praga. Pero la nobleza de aquellas tierras —los Schwarzenberg, Waldstein, Lobkovitz, Mitrowsky, Khevenhüller, Licchtenstein, Auersperg, Kinsky, Kaunitz, Nostitz, Clam-Martinitz— hacía también cabeza en Viena. Y es posible que el desprecio demostrado en Viena hacia la pequeña duquesa procedente de Baviera se repitiese también en Praga.
Como en todas las visitas del emperador, no pudieron faltar en Praga grandes desfiles militares en su honor, e incluso hubo unas maniobras. El Wiener Zeitung comentó: «También su majestad la emperatriz siguió el hermoso espectáculo bélico con manifiesto interés y, pese a los repetidos chubascos, resistió en su carroza descubierta hasta el final». Mientras Francisco José pasaba revista a las tropas sentado en su corcel, Sisi seguía los actos desde un carruaje tirado por dos caballos, como hacía la archiduquesa Sofía en Viena, sabedora de que nada gustaba tanto a su «Francisco I» como esos brillantes desfiles. En sus cinco semanas de casada, Sisi había asistido ya a más desfiles y ejercicios militares que en toda su vida anterior, y eso que su padre era general.
Desde Praga se organizó también una visita familiar: en el palacio de Ploschkowitz, cerca de Praga, veraneaban el ex emperador Fernando y su esposa María Ana, que cuidaba abnegadamente del marido, grave caso de epilepsia y debilidad mental a la vez. La landgravesa Teresa de Fürstenberg, dama de honor de la ex emperatriz, le describe así: «Era de baja estatura; torcía un poco la cabeza; sus pequeños ojos miraban de forma insegura, y siempre llevaba colgando el labio inferior; continuamente inclinaba la cabeza en señal de aprobación, con expresión benévola, y repetía veinte veces una misma pregunta. Su aspecto resultaba lamentable». Para aliviar el aburrimiento de sus solitarios días, el emperador abdicado jugaba horas enteras al dominó.
Las relaciones familiares entre Fernando y el nuevo emperador, que eran tío y sobrino, no pasaban de ser algo ceremoniosas. Desde su cesión del trono, en Olmütz, Fernando se había retirado totalmente de la política, para así evitar cualquier problema con su joven sucesor y con la «secreta emperatriz», la archiduquesa Sofía. Ni siquiera había asistido a la boda de la joven pareja, limitándose a enviar un espléndido regalo. El emperador Fernando, persona íntegra y verdaderamente «bondadosa», seguía contando en la monarquía con numerosos partidarios. Por lo tanto, su presencia en Viena hubiera podido conducir a demostraciones de simpatía. Que ahora la primera visita de carácter familiar fuera de Viena fuese para los ex emperadores constituyó sin duda un acto de agradecimiento de Francisco José a su predecesor.
Como remate del viaje a Bohemia, el joven emperador se reunió con los reyes de Prusia y Sajonia, respectivamente, en el palacio que el conde de Thun poseía en Tetschen-Bodenbach. Ambos reyes estaban emparentados con Francisco José a través de sus esposas, pero también con Elisabeth, y conocían a ambos desde la niñez. El encuentro de los tres monarcas tuvo no sólo importancia familiar, sino igualmente política: el rey de Sajonia presentó a Francisco José una amplia memoria referente a la crisis de Oriente y le advirtió del riesgo que significaba aferrarse a una política antirrusa. Pero no tuvo éxito. Entre el extenso séquito del rey de Prusia figuraba también Otto de Bismarck, por aquel entonces delegado del Bundestag en Francfort.
Después de dos agotadoras semanas en Bohemia, la pareja imperial no pudo permitirse el lujo de descansar. Al día siguiente de su regreso a Viena se celebraba la festividad del Corpus Christi, que en tiempos de Francisco José se convertía en una manifestación política: el emperador encabezaba la procesión, bajo palio, con el fin de demostrar —en contra de todas las tendencias liberales y anticlericales del año 1848— su estrecha unión a la Iglesia católica. También el Ejército tenía un papel importante. Texto publicado por el Wiener Zeitung: «En todas las calles por donde pasaba la procesión había soldados formando filas. Asimismo se vio una amplia ostentación militar en diversos otros lugares». Al término de la procesión, las tropas desfilaron por la Burgplatz ante el emperador. Para las personas de espíritu liberal y sensible, este acto conjunto del Estado, la Iglesia y el Ejército constituyó una provocación.
Elisabeth no acertaba a entender aquella pompa imperial con ocasión de una festividad eclesiástica. Porque la postura religiosa heredada de su familia no concordaba en absoluto con el espectáculo en el que aquí se veía obligada a participar. Sisi procedía de una casa católica, pero muy tolerante y más bien liberal. En consecuencia, para ella resultaba incomprensible el entrelazamiento de religión y política.
«¿No bastaría con que yo acudiese a la iglesia? —indicó—. Me considero demasiado joven e inexperta para poder ocupar con la dignidad necesaria el lugar de una emperatriz en una ceremonia tan pública; sobre todo, después de saber la majestuosa impresión causada por la anterior emperatriz [María Anna, esposa de Fernando] con ocasión de esta misma fiesta. Quizá dentro de un par de años haya logrado alcanzar su grandeza.»
Pero de nada sirvieron sus objeciones. Sisi era la atracción principal de la festividad eclesiástica, y tuvo que resistir vestida de gran ceremonia, con larga cola y una diadema de brillantes en la cabeza. Decenas de miles de personas habían acudido a Viena de todas las provincias para presenciar el acontecimiento. Ya el paso de la gran carroza de gala, tirada por ocho caballos blancos, desde la avenida Bellaria, pasando por el Kohlmarkt y el Graben hasta la catedral de San Esteban, fue triunfal. Sobre Sisi escribió aquel día la archiduquesa Sofía: «La actitud de la emperatriz ha sido encantadora, devota, piadosa, y casi sumisa».
Sisi no tenía a nadie con quien desahogarse. Por deseo expreso de Sofía, no podía dar confianza a ninguna persona, porque eso menoscabaría su elevado rango de emperatriz. Francisco José, por su parte, no consideraba tan extraordinaria la soledad de su mujer, que tanto la hacía sufrir. Desde pequeño le habían acostumbrado a ese aislamiento, y él lo aceptaba como un lógico fenómeno concomitante; más aún, como expresión de su categoría imperial. Así se lo había inculcado su madre. Una parienta, la archiduquesa María Rainer, explicó muchos años más tarde a María Valeria, la hija menor de Sisi, que «el aislamiento de papá y de sus hermanos, manteniéndolos apartados de toda intimidad con el resto de la familia, como si estuviera cada cual en una isla, ya que así parecía dárseles una mayor autoridad ante los otros y se les protegía de influencias ajenas», fue el «sistema» de Sofía. Asimismo se ha conservado la reacción de Valeria a esta noticia, escrita en su diario: «Ahora comprendo por qué papá está tan solo y no tiene interés en el trato con los parientes, de modo que depende del consejo de personas que a veces no merecen tal confianza. ¡Y yo creía que la culpa era de mamá!».
En esa conversación se habló únicamente de los contactos con familiares, o sea con miembros de la «Augusta Casa Austria». No hace falta decir, pues, cuánto más difíciles resultaban las relaciones con personas de clase social inferior, o incluso con el «pueblo». La joven emperatriz no sabía avenirse a ese aislamiento absoluto, a ese verse empujada por encima de las personas normales. La discrepancia entre la vida familiar en Baviera —turbulenta pero llena de cariño— y esa elevadísima existencia de una majestad imperial se hacía insuperable para ella.
Por su educación y su personalidad, Sisi se hubiese prestado como ninguna otra para ser una «clemente madre del pueblo». Que, en cambio, sus mejores cualidades se vieran aherrojadas fue culpa del severo «sistema» de la archiduquesa Sofía y de su exagerado concepto del legitimismo de los Habsburgo. La corte habsburguesa de finales del siglo XVIII (cuando reinaron María Teresa, José II y Leopoldo II) habría recibido con muchos menos obstáculos a una persona como la joven Elisabeth, porque era considerablemente más «progresista», más abierta y se sentía más cerca del pueblo que la corte de los años cincuenta del siglo XIX.
Las dificultades no hubiesen crecido tanto, tampoco, de haber habido alguien dispuesto a tener al corriente a la joven soberana de los acontecimientos actuales, por lo menos, para que ella no se sintiera excluida. Y había suficiente información que dar: en agosto, tropas austríacas entraron en la Valaquia y forzaron a los rusos a abandonar los territorios ocupados. La situación política se agudizaba de semana en semana. Sin embargo, la emperatriz no sabía nada de eso. Debía tomar lecciones de baile, aprender idiomas, practicarse en la conversación y escuchar a su camarera mayor, que —como explica Weckbecker— le hablaba durante horas enteras de los comadreos que circulaban por la corte. Resultaba evidente que la insegura y no muy culta emperatriz era tenida por poco talentosa, con lo que se cometía una amarga injusticia respecto de ella.
En esta primera época sólo hubo una persona que se ocupara seriamente de Sisi: el conde Carlos de Grünne, paternal amigo y general ayudante de campo de Francisco José y, por cierto, uno de los más poderosos y odiados hombres de la monarquía.
Con Grünne, que sin duda era el más entendido en caballos de aquellos tiempos y, además, jefe de las caballerías imperiales, solía Sisi salir a montar, y esos ratos constituían para ella una de las pocas alegrías que le eran permitidas en su desdichada vida cortesana. Tanto más le dolió, por eso, verse obligada a abandonar sus paseos a caballo al cabo de pocas semanas: se habían presentado los primeros síntomas de embarazo.
También en esta nueva situación, psíquicamente difícil, se halló sola Sisi. Pasaba largas horas dedicada a los animales que trajera consigo de Posssenhofen y que la ayudaban a superar la nostalgia. Sobre todo la distraían los papagayos. Pero a Sofía tampoco le pareció bien esa forma de entretenimiento, y recomendó a su hijo que le quitara esas aves, para que no le entrara «mal de ojo» a Sisi, ya que, si no, la criatura podía nacer con cara de papagayo. Esta y otras prohibiciones semejantes de la suegra, a las que el emperador se avenía sin protestar, como de costumbre, aumentaron la gran sensibilidad de Elisabeth. Fomentó en sí misma el odio a su tía y suegra, exagerado incluso, y empezó a sentirse perseguida.
Las molestias de los primeros meses del embarazo fueron acusadas tremendamente por la delicada emperatriz de sólo dieciséis años. Francisco José informó a su madre: «Sisi no ha podido venir porque ayer se encontró muy mal. Tuvo que salir de la iglesia y vomitó varias veces; además, tenía dolor de cabeza y pasó casi todo el día acostada. Sólo al anochecer tomó conmigo una taza de té en la terraza, porque el tiempo era maravilloso. Desde el miércoles pasado estaba perfectamente, y yo ya temía que no hubiese tal estado de buena esperanza, pero ahora veo que sí, aunque al mismo tiempo me da pena que ella lo pase tan mal».
Ludovica, muy preocupada, seguía el embarazo de su hija desde Possenhofen, pero no se atrevía a visitarla por miedo a despertar en ella todavía más añoranza. Escribía numerosas cartas, eso sí, y a finales de junio envió «los desvelados consejos y recomendaciones previsoras de un corazón de madre para la pequeña hija ya encinta».
No volvió a ver a Sisi hasta el verano, en Ischl, pero antes escribió indecisa a María de Sajonia: «Me han invitado Sofía y el buen emperador. No sé, sin embargo, si es prudente que vaya. En el aspecto pecuniario tampoco me conviene mucho. Y me pregunto si a Sisi le haría bien volver a reunirse tan pronto con nosotros... Por todo eso aún no he tomado ninguna decisión, aunque siento una añoranza terrible de ella».
La llegada de la familia real bávara a Ischl no careció de comicidad: «Emperatriz Elisabeth, Ischl. Llegaré con Spatz y Gackel. Mimí». Así rezaba el texto del telegrama de Possenhofen, con indicación de la hora en que el tren se detendría en la estación más próxima a Ischl, Lambach. Allí, los viajeros debían ser recogidos en coche. Cuando Ludovica (a la que Sisi siempre llamaba «Mimí») se apeó del tren en Lambach con sus hijos Matilde («Spatz», que significa «gorrión») y Carlos Teodoro («Gackel», algo así como «gallito») y la correspondiente servidumbre, no había ningún coche esperándoles. La excitación fue grande. Por fin, al cabo de un rato, se acercó al grupo un tímido criado del hotel «Elisabeth» de Ischl. En cada mano llevaba una jaula para los pájaros anunciados (Spatz y Gackel) por una cliente que se firmaba «Mimi». Pronto quedó aclarado el error, y Ludovica se presentó en la villa imperial de Ischl en un llamativo coche del hotel, siendo recibida allí con el máximo asombro, ya que nadie había tenido noticia de su llegada.
Este suceso no contribuyó precisamente a dar una mayor seguridad a Ludovica, cuyo temor a la enérgica hermana Sofía —a la que debía profundo agradecimiento por su intervención en favor del matrimonio de Sisi— aumentó aún más. Ludovica era dócil y se sometía por completo a su hermana. Cuando Sofía viajó a Dresde y el emperador tuvo que atender a sus asuntos en Viena, Ludovica quedó sola con Sisi en Ischl, y decía: «¡Ojalá estuviese aquí Sofía, porque es el alma de todo y sin ella no sabe uno a quién recurrir! También se ve cuánto ama el emperador a su madre; la relación entre ambos es preciosa».
Sobre su hija escribió Ludovica a Baviera: «La encontré más alta y llena, aunque todavía no se le nota mucho su estado. En conjunto está bien, si prescindimos de las náuseas que la martirizan y que, a veces, la dejan deprimida; pero ella no se queja nunca y procura esconder incluso ese malestar. Yo, sin embargo, la veo bastante callada, y lo que más delata su estado son los cambios de color en su rostro, que ella no puede disimular».
La joven emperatriz no tenía casa propia en Ischl. Y aunque su suegra estuviese de viaje, se sentía controlada. El archiduque Luis Víctor, hermano menor de Francisco José y que contaba sólo doce años de edad, escribió un día, horrorizado, a su madre: «Querida mamá: Desde que tú no estás, las cosas van de cualquier manera, para desesperación de papá [Francisco Carlos], porque la emperatriz y Lenza [José Legrenzi, camarero mayor del emperador] hacen lo que les viene en gana. El pobre papá se queja cada mañana, a la hora del desayuno... Y el pobre Zehkorn [cronista de la corte al servicio de Sofía] anda medio loco... La condesa de Esterházy y Paula [Bellegarde] se retuercen las manos». Esta carta delata el tono en que la familia imperial hablaba de Sisi.
Durante el embarazo, la futura madre de sólo dieciséis años se volvió aún más depresiva, sobre todo porque Sofía la obligaba una y otra vez a presentarse en público. Elisabeth le contó años más tarde a María de Festetics: «Apenas llegaba, me hacía bajar al jardín para explicarme que era mi deber marcar bien la barriga, para que el pueblo viera que realmente estaba embarazada. Era horrible. En cambio, sentía alivio cuando me dejaban sola y podía llorar a mis anchas».
La archiduquesa Sofía se encargó de todos los preparativos para el gran acontecimiento. Ella determinó dónde habían de estar las habitaciones de los niños: no cerca de los aposentos imperiales, sino junto a los suyos propios, que de paso mandó renovar. De este modo, meses antes del nacimiento de la criatura, ya decidió que Elisabeth estuviera separada del bebé. Porque el cuarto de éste sólo era accesible a través de angostas escaleras y pasillos con mucha corriente de aire, y tan próximo al apartamento de Sofía, que la joven mamá no podría visitar a su hijo sin que la suegra estuviera presente.
Ni siquiera en la elección del aya pudo participar Elisabeth. Su suegra nombró a la baronesa de Welden, viuda del jefe de intendencia de la Artillería, que en los años 1848-49, durante la represión del levantamiento en Hungría, se había creado un nombre. La baronesa no tenía hijos y, por consiguiente, carecía totalmente de experiencia en la educación de los niños. Su elección se debía a motivos meramente políticos y era, además, un reconocimiento a los méritos del difunto marido. El verdadero trabajo en el cuarto de la criatura recaería sobre la niñera, Leopoldina Nischer, a la que Sofía preparó en una serie de conversaciones.
A Elisabeth no sólo se la pasaba por alto en todas estas disposiciones, sino que la pobre embarazada se veía tratada como una chiquilla sin voz ni voto. Tenía que cumplir con su obligación: representar hasta el agotamiento y dar a luz lo antes posible, pese a contar sólo dieciséis años de edad. Que ella tenía deseos y necesidades y que quería ser tomada en serio como persona, de eso no se daba cuenta ni el propio emperador. La crisis de Oriente era todavía aguda. Las tropas situadas en la frontera de Rusia recibieron refuerzos, y el zar se convirtió en enemigo declarado. De una carta de Francisco José a su madre: «Es duro tener que actuar contra quienes fueron amigos, pero en la política no puede ser de otra manera, y Rusia es siempre nuestro enemigo natural en Oriente».
Austria perdió al antiguo aliado ruso, y no por eso se ganó nuevos amigos en Occidente. El aislamiento político iba a tener muy amargas consecuencias en las posteriores guerras de Francisco José por conservar la Lombardía (1859), por no perder Venecia (1866) y por una supremacía en Alemania (ya en 1914). Que una situación política tan complicada coincidiera con el casamiento del emperador y sus primeros años de matrimonio no deja de ser fatal, ya que la sobrecarga nerviosa y psíquica del soberano impedía que éste dedicase más tiempo a su joven esposa, que tan sola se encontraba en el nuevo ambiente vienés. Las diferencias entre Sofía y Elisabeth crecieron hasta hacerse insalvables, dada la constante ausencia del emperador, y acabaron por repercutir en la vida conyugal.
El Estado, a punto de quebrar, no podía reunir el dinero suficiente para una movilización, por lo que se emitió un «empréstito nacional» de quinientos millones de gulden. Francisco José escribió a su madre con gran seguridad y lleno de orgullo: «También sin el apoyo de Rusia acabaremos con la temida revolución, y un país que sin dificultades alista en un año doscientos mil reclutas y consigue en el interior un préstamo de más de quinientos millones aún no está tan corroído por la revolución». Los buenos conocedores de las circunstancias, como el barón de Kübeck, se lamentaban, sin embargo, de que el emperador y su madre tenían una idea totalmente errónea acerca de los métodos con los que el dinero era arrebatado a las provincias, cosa que desató gran indignación en todo el Imperio: «El Emperador parecía muy contento, creyéndose sin duda todos los engaños de los que le rodean». Y: «En estas regiones parece ignorarse cómo se habla en todos los sectores del pueblo sobre los medios empleados para la suscripción».
En la primavera de 1855, el nuevo ministro de Hacienda —Bruck— se halló ante la insólita situación de que, sólo para el mantenimiento del Ejército, al año se gastaban treinta y seis millones de gulden más de lo que sumaban todos los ingresos del Estado juntos.
Con objeto de reunir todavía más dinero para la movilización que requería la guerra de Crimea —aparte los impuestos, el empréstito y las dudosas manipulaciones bancarias—, Austria llegó a vender sus ferrocarriles y minas de carbón a un banquero francés, lo que constituyó un negocio sumamente discutible, porque sólo recibió, aproximadamente, la mitad de lo que habían costado los ferrocarriles. (Tal venta había de resultar pronto desastrosa, sobre todo en las provincias del norte de Italia, porque en la guerra con Francia, que se produjo tres años más tarde, o sea en 1859, Austria no podía fiarse, en sus transportes de tropas, del personal ferroviario francés, mientras que Napoleón III se beneficiaba de lo contrario. Después, los ferrocarriles tuvieron que ser adquiridos por Austria a un precio mucho más elevado.) En todas las provincias de Austria reinaban la carestía Y el hambre. Además se declaró una epidemia de cólera, que empezó por azotar a las tropas concentradas en la Valaquia. La familia imperial no sabía lo que pasaba la gente sencilla. La archiduquesa Sofía estaba tan convencida de las ideas de una soberanía absoluta como su hijo, que si bien leía con mucho interés los expedientes, no conocía a las personas ni lo consideraba necesario.
Para la mal informada emperatriz, la guerra de Crimea no era más que un motivo de celos, porque su marido hablaba durante horas enteras con la madre sobre la situación política, mientras que la pequeña Sisi se sentía arrinconada por inmadura y desatendida. Años más tarde, Elisabeth explicaba una y otra vez a sus hijos, como una disculpa, lo difíciles que le habían resultado esos primeros años de matrimonio. También la hija menor de Sisi, María Valeria, estaba enterada de «la triste juventud de mamá cuando la abuela Sofía estaba siempre con ella y papá, exigiendo la confianza de él, con lo que hizo imposible para toda la vida que papá y mamá llegaran a conocerse y entenderse». Pero dado que la joven emperatriz era extraordinariamente tímida e insegura, e incluso sumisa para con el marido —como revelan todas las cartas de esa primera época y asimismo el diario de Sofía—, tales diferencias no terminaban en una descarga. Sisi sufría en silencio, lloraba y componía poesías melancólicas. Francisco José, en cambio, creía en «mi tan completa felicidad hogareña».
Cada día se hacía más evidente que la joven pareja imperial no sólo se diferenciaba en el temperamento y por la educación recibida, sino también en sus gustos. Mencionemos, por ejemplo, El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, obra favorita de Sisi y que ésta llegó a saber de memoria en gran parte. Francisco José escribió a su madre: «Anoche estuve con Sisi en el Burgtheater, donde se representaba El sueño de una noche de verano, de Shakespeare... Encontré la obra bastante aburrida y terriblemente tonta. Sólo Beckmann me hizo reír, con su cabeza de burro...».
Ya de niña, Sisi había leído mucho. Y aunque en el ambiente cortesano se la consideraba inculta (respecto del ceremonial y de la conversación en francés), sentía un vivo interés por la literatura y la historia, lo que no se daba en Francisco José. El ayudante Weckbecker dice, con referencia a aquella época, que durante un viaje en tren había explicado a la joven emperatriz «lo que de histórico sabía sobre los lugares de la región, principalmente sobre la parte moderna de Viena. Escuchaba ella muy atenta, pues sin duda le interesaba más que los comadreos de la condesa de Esterházy».
Pocos meses después de la fastuosa boda, el entusiasmo de la novedad había pasado. La joven emperatriz tenía que probar su eficacia y hacer frente a las críticas, pese a su poca edad, en su papel de soberana, aunque no sabía prácticamente nada acerca del que ahora era «su» país, pero sobre todo como primera dama de la aristocracia austríaca. Y aquí es donde fallaba Elisabeth. La nobleza vienesa criticaba con acritud a la «tan poco bien educada» emperatriz. Incluso algunos parientes, como el príncipe Alejandro de Hesse, consideraban hermosa a Sisi, pero tonta. En noviembre de 1854, el mencionado príncipe confió en su diario que la emperatriz se mantenía muy bella a pesar de su avanzado embarazo, pero, «a juzgar por sus estereotipadas preguntas de "¿Lleva usted aquí mucho tiempo? ¿Cuánto permanecerá en Viena?", parece un poco bûche, palabra con la que los franceses suelen definir a las personas poco inteligentes».
Continuamente se comentaba la falta de habilidad de la emperatriz: que no dominaba el protocolo, que no bailaba suficientemente bien y que no vestía con la debida elegancia. Pero ni una sola censura hacía referencia a sus aptitudes intelectuales o sociales. Los libros y la cultura no pertenecían al mundo palaciego, y, como escribió el embajador estadounidense John Motley, el famoso cercle de la corte no era precisamente un barómetro de la inteligencia: «Nadie debiera entrar por su propia voluntad en un salón. Allí no existen más que tres temas: la ópera, el Prater y el Burgtheater. Agotados éstos, se queda uno en seco. Las conversazioni son un fracaso allí donde no existe lo que se entiende por conversación».
Que el principal tema de los aristócratas fueran los chismes —ya que cada uno conocía al otro y, prácticamente, estaba emparentado con él— es cosa que no menciona el embajador estadounidense. Por su calidad de diplomático, pertenecía tan poco a los más estrechos círculos de la corte como la jovencísima emperatriz, que por su posición debía estar por encima de todas las murmuraciones y, además, por su procedencia y la educación recibida, no tenía puntos de contacto con semejantes habladurías. Permanecía aparte y, le gustara o no, había de dejarse criticar y medir por las normas de la corte vienesa.