CAPÍTULO XIII
RODOLFO Y VALERIA
Los dos hijos mayores de la pareja imperial, Rodolfo y Gisela, crecieron prácticamente sin madre. Elisabeth estaba tan sumida en sus preocupaciones y disgustos, que dedicaba poco tiempo a los niños y no les proporcionaba calor ni seguridad. Para ella, los dos hijos mayores eran producto de la crianza de su suegra, la archiduquesa Sofía, y esto fue bastante para trastornar para siempre la relación entre madre e hijos.
Claro que cuando Elisabeth aparecía por pocos días en la corte, resultaba de una personalidad tan poderosa y atractiva (aunque también sumamente caprichosa), que el pequeño príncipe heredero la adoraba... No precisamente como madre, sino más bien como una preciosa hada de cuento, que aliviaba su triste vida, llena de obligaciones.
Rodolfo era mucho más heredero de su madre que las hermanas y en nada se asemejaba a su padre. El temperamento y la inteligencia, la fantasía y la viveza, la sensibilidad y el ingenio, la facilidad de comprensión..., todo ello procedía de Elisabeth. Comentó María de Festetics sobre el muchacho quinceañero: «Al príncipe le brillaban los ojos... Era dichoso de estar con su madre, a la que idolatra... Tiene mucho de ella, sobre todo su encanto, aparte los ojos castaños».
Durante toda su vida, Rodolfo agradeció a la madre que en 1865 luchara tanto por él en su grave crisis psíquica y física. Fue Elisabeth la que libró al pobre niño de siete años de las manos del odiado preceptor Gondrecourt, ahorrándole nuevas torturas, y confió su educación a Latour, con lo que el pequeño renació.
Que la emperatriz sólo había logrado este cambio mediante fuertes luchas familiares y contra la voluntad del ambiente cortesano, era algo que el niño supo siempre. El nuevo preceptor elegido por Elisabeth se convirtió para el principito en un muy querido sustituto del padre, que además le inculcó aquellas ideas liberales que también iba desarrollando la emperatriz. La persona de Latour significó un gran acercamiento entre madre e hijo, pese a que su contacto físico era escaso.
La educación claramente burguesa —y hasta anticortesana— apartó al príncipe heredero del mundo aristocrático que le rodeaba y alzó unos frentes que más adelante resultaron insuperables. Desde muy pequeño, Rodolfo tuvo que cargar con la hipoteca de ser el hijo de Elisabeth, a la que, además, tanto se parecía. Todos los adversarios de la emperatriz (que no eran pocos en la corte) veían crecer un peligro en Rodolfo. Principalmente, el de tener un día un emperador «revolucionario», «burgués», «anticlerical» y «antiaristocrático» que siguiese el ejemplo de Elisabeth. Y ese peligro existía sin duda alguna (aunque para algunos círculos bastante amplios de la población era más bien una esperanza).
Precisamente en las épocas de mayor actividad política de la emperatriz, o sea después de la derrota de Koniggratz, cuando ella llevó a cabo las negociaciones de Budapest, se hallaba junto a ella el pequeño Rodolfo, que entonces tenía ocho años. Fue en Hungría donde el príncipe conoció a Gyula Andrássy, el político al que veneró durante toda su vida y que fue tan importante para su concepto del mundo como para el de su madre. Para Rodolfo, aquellas pocas semanas en Budapest, con la madre y Andrássy —porque Francisco José permanecía en Viena—, fueron la temporada más hermosa pasada con Elisabeth.
Pero el interés de Elisabeth por su hijo en 1861 y las semanas vividas juntos en Budapest no pasaron de ser unos episodios. En 1868 nació María Valeria, la hija menor de la pareja imperial, que vino a constituir el «regalo de coronación» de Elisabeth a Hungría, y el príncipe heredero, diez años mayor que la niña, se vio relegado a segundo lugar. La emperatriz desarrolló un amor maternal casi histérico hacia su querida recién nacida, de cuya educación se ocupó personalmente y a la que llevaba consigo en todos sus viajes en que era posible. La hija mayor, Gisela, se casó a los diecisiete años con un príncipe bávaro, y su relación con la madre siguió siendo bastante fría. El heredero del trono continuó en Viena, pero estaba casi exclusivamente en manos de maestros y preceptores. La admirada y bella madre no atendía al hijo, como hubiera sido natural. Todos sus pensamientos eran para la pequeña Valeria, de la que el hermano tenía unos celos terribles. La trataba con brusquedad y poco afecto, y Valeria, a su vez, temía a Rodolfo, lo que causó que Elisabeth se pusiera de parte de la hija menor como una gallina clueca y rechazase todavía más al niño.
Era raro que la familia imperial se reuniera en su totalidad. Elisabeth viajaba mucho y, aunque estuviese en Viena, sólo en pocas ocasiones participaba en las comidas comunes. Los padres y sus hijos mayores solían reunirse únicamente para celebrar fiestas importantes, como la Navidad o el cumpleaños del emperador, siempre rodeados, además, de un considerable número de damas de honor y otros miembros de la corte. En la familia imperial, cada uno tenía su «casa» aparte. Y entre las diferentes «casas» había celos y desavenencias. En tales circunstancias, difícilmente podía producirse una intimidad familiar. Poca era la confianza existente entre ellos y, como dejó escrito María Valeria, si se reunían, se sentían violentos. Elisabeth tendría que haber dado el primer paso para una mayor familiaridad con el hijo. Pero no lo hizo, ni tampoco Francisco José.
En consecuencia, Rodolfo no sólo se halló aislado en la corte, sino también dentro del más estrecho círculo familiar. Nadie conocía sus problemas. El heredero del trono era observado con temeroso recelo y desconfianza. Valeria confesó cierta vez a un pariente bávaro que, aunque vivía con Rodolfo bajo un mismo techo, a veces transcurrían meses sin que le viera. Y la hermana mayor, Gisela, que era quien más cordiales relaciones mantenía con Rodolfo, observó sorprendida, en una de sus visitas a Viena, que «toda la familia parecía considerarle una persona de respeto». Respuesta de Valeria:
—¡Pobre! ¡Por desgracia, es cierto!
Respecto de Elisabeth y Rodolfo, nunca se pudo hablar de un trato de confianza, como sí existía entre la madre y Valeria.
El casamiento de Rodolfo con Estefanía, hija del rey de Bélgica, todavía estropeó más el ambiente familiar. Elisabeth, sobre todo, persistió en su antipatía a la nuera. Sin embargo, cuando vio que a Estefanía le interesaban las tareas de representación y que incluso se sentía a gusto en público, saboreando la general atención que llamaba, no vaciló en encargar a la joven princesa (de sólo diecisiete años) la mayor parte de esos compromisos. En sus memorias, Estefanía reprodujo unas palabras de Elisabeth, según las cuales «odiaba esa esclavitud, ese martirio, como ella llamaba a las obligaciones de su posición... Opinaba la emperatriz que la libertad es algo a lo que tiene derecho todo el mundo. Su idea de la vida era como un bello sueño de hadas, donde no existieran los pesares ni las imposiciones».
En sus poesías, Elisabeth revelaba una gran antipatía hacia su nuera, tan amante de las formalidades y superficialidades (cosa que no favoreció en absoluto su matrimonio con el príncipe heredero, hombre tan poco convencional). La emperatriz se burlaba de «ese enorme camello» de «largas trenzas postizas» y «ojos astutos y acechantes».
Las frecuentes apariciones en público de Estefanía lograron que ésta hiciera sombra en alguna ocasión a la emperatriz Elisabeth, como muchos años antes sucediera con su tía Carlota, la esposa de Maximiliano de México (que ahora llevaba largos años encerrada en un castillo belga, perdida la razón). Elisabeth hacía continuas referencias a la otrora tan aborrecida cuñada, con lo que buscaba ofender a Estefanía.
Que, además, la nuera resultara ser una convencida amiga de la alta aristocracia y criticara el escaso sentido del deber que tenía la emperatriz hizo que la relación entre suegra y nuera fuese gélida.
Tampoco en el emperador encontró apoyo la pareja principesca. No había contacto ni familiaridad entre las dos generaciones. Comentó Valeria en 1884: «¡Qué distinto, aunque amable, y qué incómodo se muestra papá con ellos [Rodolfo y Estefanía], en comparación con la actitud que adopta frente a mí! También esto influye, sin duda, en los celos de Rodolfo».
El príncipe heredero suplicaba casi el favor de su madre, procurando cultivar las mismas aficiones y las mismas simpatías que ella. La imitaba hasta en los detalles. A Elisabeth, por ejemplo, le gustaban los perros grandes, y, para enojo del emperador, los dejaba entrar hasta en los más lujosos salones. También el príncipe heredero se rodeó de perros, y en 1880 montó en Praga una cría de estos animales, especializándose sobre todo en perros lobos. El amor de Elisabeth a todos los animales se convirtió, en el príncipe, en una profunda y seria dedicación a la zoología, preferentemente a la ornitología. Como ornitólogo, Rodolfo efectuó largos viajes de estudio en barco, sobre todo en compañía de su paternal amigo Alfredo Brehm (en cuya Vida de los animales colaboró). Llegó a distinguir de tal forma a este científico, que los oficiales del barco ya se reían, del mismo modo que la tripulación del Greifse burlaba de que la emperatriz colmara de atenciones y demostraciones de agradecimiento a su guía arqueológico, Alejandro de Warsberg, a través de Grecia.
A su mujer, el emperador le permitía —y con mucha generosidad— cultivar sus aficiones. Al príncipe, en cambio, no le concedió ni su más ardiente deseo, que habría sido el de ir a la universidad y estudiar ciencias naturales como cualquier otro muchacho. Para un Habsburgo de aquella época, unos estudios universitarios eran algo imposible e impropio de su alcurnia (al contrario que en la Casa de Hohenzollern, ya que el príncipe Guillermo —posterior emperador Guillermo II—, de la misma edad que Rodolfo, fue casi obligado por sus liberales padres a estudiar en la Universidad de Bonn, lo que el joven hizo con un entusiasmo sólo muy relativo y sin terminar la carrera; los Wittelsbach tampoco encontraban tan desencaminada la dedicación a las ciencias: al fin y al cabo, el jefe de la familia ducal —Carlos Teodoro, hermano favorito de Elisabeth— era un oftalmólogo reconocido en los medios competentes). Pero Francisco José insistió en que su hijo fuese militar. Para él, la afición de Rodolfo a la ciencia y a la literatura no eran más que «sueños inútiles», e igualmente calificaba el amor de Elisabeth a las bellas letras.
Rodolfo tuvo que conformarse con ser un ornitólogo autodidacta pero aun así llegó a crear una obra científica asombrosamente importante y reconocida aún hoy por los especialistas; naturalmente, sin el apoyo de sus padres. Mucho menos destacó como soldado, para decepción de su imperial progenitor. El príncipe heredero trabajaba también en escritos de cariz político y, en secreto, colaboraba en el «órgano democrático», la Neue Wiener Tagblatt, dirigida por su amigo Moriz Szeps.
Las afinidades de Rodolfo y Elisabeth eran tales, que ambos mandaron imprimir casi al mismo tiempo sus escritos o poesías en la imprenta del Estado, cada cual en una tirada de pocos ejemplares. Sin embargo, uno nada sabía del otro. Pero todavía más sorprendente es esta semejanza entre madre e hijo: Rodolfo escribió Reisebilder (cuadros de un viaje), claramente inspirado en el estilo de Heine, mientras que Elisabeth, también pensando en Heine, tituló sus dos volúmenes de poseías Cantos del mar del Norte y Cantos de invierno.
También heredó Rodolfo de su madre la postura antiaristocrática. Tenía sólo diecinueve años cuando redactó su primer libelo anónimo: La nobleza austríaca y su profesión constitucional, y en él censuraba duramente —con los mismos reproches que su madre— los privilegios que esa nobleza no había conseguido con su esfuerzo y su trabajo. Elisabeth desconocía esa obra —de cuarenta y ocho páginas de extensión— de su hijo, y tampoco el emperador estaba enterado de ella. Rodolfo tenía tanto respeto a sus padres, incluso miedo, que nunca se atrevió a mostrarles sus escritos.
Asimismo hallamos en Rodolfo el anticlericalismo de Elisabeth y su firme postura frente a los dogmas de la Iglesia católica. Sin que ella lo supiera, hasta su entusiasmo por la forma de gobierno republicana se le había contagiado al hijo. Dijo el príncipe de Khevenhüller sobre Rodolfo, que entonces tenía veinte años: «Charló mucho, de manera incongruente, sobre libertad e igualdad, criticando a la nobleza, que según él es algo pasado de moda, y declarando que, por su gusto, sería presidente de una república».
Y si Elisabeth contaba con la posibilidad de tener que retirarse algún día a su exilio de Suiza (e incluso consideraba deseable tal «jubilación»), también Rodolfo jugaba con la idea de una existencia burguesa: «Si me echan de aquí, yo me pondré al servicio de una república; probablemente, de la francesa», le confió a su amigo periodista Berthold Frischauer.
También las opiniones políticas de Elisabeth se transmitieron al hijo, sea por los caminos que fuese. Andrássy era el gran ideal político del príncipe heredero; un ideal que nunca negó. Tanto Elisabeth como Rodolfo veían en Andrássy al gran hombre que podía arrancar a Austria-Hungría de las calamidades de los tiempos pasados para conducirla a un mundo nuevo, moderno y liberal. Por ejemplo, Rodolfo le dijo a María de Festetics, cuando contaba diecinueve años de edad, que «cada día daba gracias a Dios de que Andrássy existiera, porque las cosas sólo irían bien mientras le tuviesen a él». El primer escrito político del príncipe heredero, a sus veintidós años, fue un verdadero canto de alabanza a Andrássy.
Tan unánimemente como madre e hijo defendían la política y la persona de Andrássy, condenaban ambos al presidente del Consejo de Ministros, conde de Taaffe. Era un amigo de juventud del emperador y entró a formar parte del gobierno tras el fracaso de los liberales, en 1879. Entre él y Gyula Andrássy no había posibilidad de acuerdo. Poco después de la entrada de Taaffe en el gobierno, Andrássy presentó la dimisión por motivos de salud, que por cierto le fue concedida de inmediato, cosa que él no había esperado. Había creído que le suplicarían que siguiera en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Con ello hubiese visto fortalecida su postura frente a Taaffe, su enemigo mortal, teniendo una posibilidad de ganar la lucha por el poder.
En la corte se esperaba que, ahora que se trataba de Andrássy, la emperatriz abandonara su reserva frente a la política e interviniese en su favor. El hermano menor de Francisco José, archiduque Carlos Luis, comentó en junio de 1879 ante el conde de Hübner, que «la emperatriz ha dejado totalmente de interesarse por la política, y es la escuela de equitación lo que ahora la absorbe por completo. Sin embargo, quienes la rodean siguen fieles a Andrássy, y ella apoya esta actitud mediante ocasionales intervenciones».
Elisabeth demostró ser enemiga del gobierno dirigido por Taaffe visitando con el emperador, en 1879, al enfermo Andrássy. Dice Hübner: «Eso es una provocación por parte de la emperatriz, y desde luego desanima a Taaffe». Los médicos recomendaron a Andrássy que se sometiera a tratamiento en Gleichenberg, «pero la emperatriz (!!!), su último pero poderoso soporte, le aconseja acudir a Ischl, y allí irá». Lo que con ello se proponía Elisabeth era que en Ischl pudieran verse el emperador y Andrássy en un ambiente relajado, para que el político húngaro tuviese ocasión de renunciar a su dimisión. Andrássy siguió el consejo de Elisabeth, y en Ischl se entrevistó, en efecto, con Francisco José, pero no habló para nada de retirar su dimisión. La tarea de Andrássy como imperial y real ministro de Asuntos Exteriores terminó a finales de 1879.
Bismarck viajó en otoño de ese mismo año a Viena, con el fin de demostrar su amistad a Andrássy y firmar su obra conjunta: la liga germano-austríaca. He aquí el mordaz comentario de Hübner con respecto al brillante acontecimiento: «Es el gran castillo de fuegos de artificio que Andrássy ha querido lanzar como broche final de su ministerio, al estilo de un melodrama o, más exactamente, de una función del circo Franconi». También hay que decir que, en esta ocasión, hubo manifestaciones nacionalistas alemanas delante del hotel Imperial, donde Bismarck se alojaba, y Hübner no olvidó señalar en su diario que «el emperador se ha disgustado al tener noticia de las públicas ovaciones dedicadas a Bismarck».
Sucesor de Andrássy fue el barón de Haymerle, pero éste murió de repente al cabo de poco tiempo. Al ser necesario nombrar un nuevo ministro de Asuntos Exteriores y haber mejorado el estado de salud de Andrássy, la emperatriz volvió a poner su nombre sobre el tapete. Claro que se había dispuesto de muy poco tiempo para preparar una nueva «era» Andrássy. El político con más poder y que más seguro podía estar de la confianza del emperador era el conde de Taaffe, y éste no tenía el menor interés en contar con un Andrássy en su gabinete. La época del liberalismo personificada por Andrássy había terminado en Austria. Taaffe tenía de su parte a los campesinos, a los clericales y a los checos (que formaban todos juntos el «anillo de hierro»), y no estaba dispuesto a tolerar a un ministro de Asuntos Exteriores liberal que, además, era húngaro y, por si fuera poco, masón.
María de Festetics, siempre ardiente admiradora de Andrássy, anotó en su diario estas pesimistas palabras: «Si Andrássy no viene ahora, digo yo que ya no vendrá, y luego, cuando todo esté bien embrollado, ¿qué pasará? La emperatriz piensa igual que yo. ¡Ya no le dejarán volver! Y ahora sabe Dios que no hubo tiempo para preparar nada».
También para Elisabeth fue una derrota que Andrássy no fuese llamado al nuevo gobierno (el siguiente ministro de Asuntos Exteriores fue el conde de Kálnoky), y la política seguida por Taaffe constituyó otro motivo de discordia para la familia imperial. Francisco José apoyaba con toda la autoridad de la Corona a Taaffe, mientras que la emperatriz Elisabeth y el príncipe heredero, liberales convencidos, le rechazaban.
Los escritos políticos y las cartas privadas de Rodolfo están llenos de manifestaciones negativas sobre el conde de Taaffe y su manera de gobernar: «El bueno de Taaffe es y será el que siempre fue: un insensato embustero, que todavía puede causar mucho mal», dicen unas líneas dirigidas por Rodolfo a Latour, su preceptor de la niñez, en octubre de 1879. Continuamente se quejaba de la «oposición a la Constitución» y la revocación de anteriores concesiones liberales desde la subida de Taaffe al poder: «En Alemania y aquí se mueven que da gusto el retroceso y el ultramontanismo... Lo que tanto costó lograr, o sea el concepto de un moderno Estado cultural, corre peligro en Austria». Rodolfo se expresaba casi con tanta dureza como su madre: «En la Europa central predomina una corriente repulsiva, en la que los clerizánganos y los ilustres cretinos se revuelcan en el estiércol de su propia imbecilidad».
Elisabeth empleaba palabras parecidas, aunque envueltas en poseía. Reprochaba a Taaffe aprovecharse sin escrúpulos del emperador, según ella demasiado bonachón, y afirmaba que Francisco José perdía popularidad por culpa de Taaffe. Se quejó Elisabeth a María de Festetics:
—El emperador gozaba de una popularidad conseguida por pocos monarcas... Era intocable y se alzaba por encima de todo con esa dignidad que formaba parte de su «yo». Y ahora... ¿qué? Se ve sumido en graves complicaciones y no es más que un instrumento en manos de un irreflexivo acróbata que quiere mantenerse arriba y le hace servir de balancín.
Otra manifestación de la emperatriz: «Si yo fuera un hombre, me presentaría y le diría la verdad. Él haría entonces lo que quisiera, pero sabría cómo juegan algunos con su augusta persona».
Estas frases demuestran claramente cuánto habían cambiado los tiempos desde 1867. Ahora, Elisabeth ya no se atrevía a dar una abierta opinión política. Y si ella temía tanto hablar sinceramente, dado que el emperador no se mostraba asequible ¡cuánto más difícil tenía que resultar para el príncipe hablar con su padre sobre cuestiones fundamentales de la política austríaca!
Ni Elisabeth ni Rodolfo veían un solo detalle positivo en la política exterior de Austria-Hungría después de la dimisión de Andrássy. Rodolfo: «Austria nunca fue tan poderosa, feliz y respetada como cuando Andrássy estaba a la cabeza de la política. Sin embargo, este hombre tan destacado tuvo que caer, porque la lucha contra unos enemigos intangibles e invisibles es imposible».
Sin conocer el modo de pensar de su hijo, la emperatriz escribió en aquella época cosas todavía más crudas sobre el «gordo burrito» (el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, conde Gustavo de Kálnoky) y el «noble caballo» Andrássy:
A MI ESPOSO
Dime tú, querido esposo,
¿qué es lo que te propones?
Temo que, para mal de todos,
atascado esté tu carro.
El burrito que enganchaste,
casi no tira adelante.
Quedó atascado en el lodo.
¿No sería mejor, esposo,
que cazaras el caballo
que libre anda por el campo
y el bocado le pusieras
sin esperar a mañana?
Ya en otra lejana ocasión
te sacó el carro del fango.
Despide al gordo burrito
antes de que te tomen por tonto.
La opinión de Elisabeth y de Rodolfo sobre la imperial y real política exterior quedó también de manifiesto en el encuentro de Kremsier, celebrado en 1885. Se trata de aquella amistosa reunión del emperador Francisco José con el zar Alejandro III, en la que se habló de la política de los Balcanes. Tanto la emperatriz Elisabeth como el príncipe heredero Rodolfo estuvieron presentes en la entrevista, y ambos tomaron nota, con un gesto de burla, de las manifestaciones de amistad entre Austria y Rusia. Del mismo modo pensaba Andrássy, tradicional enemigo de los rusos.
Con suficiente claridad demostró Elisabeth, en una poesía, la antipatía que le inspiraba Rusia y en especial la familia del zar. La impresión de Rodolfo fue igualmente mala. Desde Kremsier escribió esto a su mujer: «El zar de Rusia ha engordado una barbaridad, y el gran duque Vladimiro y su esposa, así como la zarina, están envejecidos y marchitos. Sus séquitos, y sobre todo las personas de servicio, resultan horribles. Con los nuevos uniformes tienen un aspecto totalmente asiático. Cuando vivía Alejandro II, los rusos eran elegantes, por lo menos, y había algunos señores muy distinguidos. Ahora todos juntos forman un grupo terriblemente vulgar».
Pero de lo que más desconfiaban la emperatriz y su hijo Rodolfo era de las protestas de paz y amistad por parte de Rusia (en contraste con el emperador y su ministro de Asuntos Exteriores, Kálnoky). Rodolfo escribió a su antiguo preceptor, Latour: «En los Balcanes vuelve a bullir la cosa, y se preparan movimientos muy extensos. Sin embargo, en el "salón de baile" saben muy poco acerca de ello y tratan los asuntos con soberana insensatez. Rusia se aprovecha del miope ministerio de Kálnoky y del así llamado acercamiento a Austria para formar tranquilamente comités y enviar dinero, armas, etcétera, etcétera, a Bulgaria, Macedonia, Serbia e incluso a Bosnia».
El escepticismo de la emperatriz y de su hijo frente a las promesas de paz de los rusos en Kremsier resultó pronto más que justificado. En las crisis búlgaras de los años siguientes se habló más de guerra que de paz. Rusia y Austria eran enemigas La emperatriz y Rodolfo reprocharon a Kálnoky que Austria actuaba con poca seguridad, diríase que hasta con humildad frente a Rusia y a Alemania, cayendo en todas las trampas que tanto Bismarck como el zar le tendían. (El hecho de que la aliada Alemania se pusiera de acuerdo con Rusia, a espaldas de Austria, en el secreto «Tratado de reaseguro» de 1887, dio después la razón a Elisabeth y a Rodolfo.) El propio Gyula Andrássy, creador de la alianza germano-austríaca y famoso amigo de Bismarck, se apartó decididamente de la política de éste y criticó duramente las —en su opinión— excesivas concesiones de Austria-Hungría al Imperio alemán.
También en su postura frente a Italia, miembro de la triple alianza, estaban de acuerdo Elisabeth y Rodolfo (y Andrássy):
En la tierra de traidores que surca clásico el Tíber, donde el soñador ciprés saluda al éter siempre azul; en las mediterráneas costas, nos acechan con astucia para pellizcarnos pronto... Comienza la guerra con Rusia.
Y Rodolfo se dirigió en una «carta abierta» al emperador Francisco José bajo el seudónimo de «Julius Félix»: «Usted sabe que Italia es un franco enemigo, que sans gene habla como un ladrón desde el Tirol meridional, desde Trieste y la Dalmacia, que proyecta un golpe; o que es como el riente heredero que aguarda la muerte del pariente viejo..., ¡y usted, majestad, se alía con él! ¿Acaso ha de dejarse engañar siempre Austria?».
Por muy liberales que fuesen, en conjunto, las ideas políticas de Elisabeth, se debían más a estados de ánimo que a una convicción profunda, como también le sucedía al príncipe heredero.
En algunas circunstancias, Rodolfo tuvo palabras de censura para su madre, a la que reprobaba sobre todo su inactividad. Ya en 1881 escribió a su ex preceptor (y ferviente partidario de Elisabeth) Latour: «Hubo una época en que la emperatriz se ocupaba de la política (si lo hizo de manera afortunada o no, es cosa aparte) y hablaba con el emperador de cosas importantes, llevada por unas opiniones diametralmente opuestas a las de él. Pero esos tiempos pasaron. La augusta señora sólo piensa en el deporte, de modo que también esa entrada de ideas ajenas y en total más liberales se cerró».
El príncipe heredero reaccionó con decepción, enojo y celos al excesivo entusiasmo de Elisabeth por la equitación. En diversas ocasiones, ese disgusto del hijo provocó serios problemas con Elisabeth, sobre todo a causa de Bay Middleton.
Otra cosa que Rodolfo criticaba era la tendencia de su madre al espiritismo. Uno de los folletos anónimos surgidos de su pluma fue el polémico escrito titulado Unas palabras sobre el espiritismo, publicado en 1882. En él rebatía con gran elocuencia las apariciones de espíritus, la posibilidad de que una mesa se alzara, la telepatía y otros fenómenos ocultistas que en la sociedad aristocrática de entonces estaban muy de moda. Dirigido por su estimado profesor Carlos Menger, Rodolfo se sirvió para su trabajo —lleno de orgullo— de diversos métodos científicos. En 1884 circuló por la prensa austríaca la noticia de que había sido precisamente el príncipe heredero, Rodolfo, quien desenmascarara durante una sesión de espiritismo a uno de los más famosos médiums de la época, llamado Bastian, dejándole en ridículo.
Esta prudente oposición —de la que Elisabeth, probablemente, ni se daba cuenta— nació del decepcionado cariño de Rodolfo a su madre, máxime cuando en los años ochenta, en la época del gobierno de Taaffe y del desarrollo del nuevo conservadurismo, cada vez se vio más aislado política y personalmente. El emperador Francisco José sólo hablaba con su hijo —al que veía actuar con progresiva seguridad— de unos temas concretos: la caza, la milicia y los asuntos familiares. No tocaba la política para nada, y Rodolfo se lamentó de ello en repetidas ocasiones. Elisabeth, por su parte, no hizo de mediadora ni una sola vez, pese a la influencia que tenía sobre el emperador y a lo cerca de ella que en el aspecto político estaba su hijo. Nada indica que sostuviera nunca con Rodolfo una conversación sobre los problemas de éste. La tensión reinante en la familia era bien conocida incluso en los medios diplomáticos. Según un informe confidencial, «las relaciones personales entre el monarca y su hijo carecen de aquella cordialidad que, por lo demás, predomina en el más augusto ambiente familiar. Contra lo que era su costumbre, su majestad el emperador Francisco José observaba con cierta severidad al príncipe heredero, como si quisiera demostrarle los límites que el archiduque tendía a traspasar, tanto en sus palabras como en sus criterios. Resulta significativo que ambas majestades [o sea también Elisabeth] estén de acuerdo en su juicio sobre el hijo».
Sólo con Erzsi, la hija de Rodolfo nacida en 1883, se mostraba espontáneo Francisco José, al contrario de Elisabeth, que prácticamente nunca se dedicó a sus nietos ni demostró sentirse orgullosa de ellos. Durante una visita a Laxemburgo, donde residía el príncipe heredero con su familia, el emperador se dejó tirar de la barba por la niña y hasta permitió que jugase con sus condecoraciones, como anotó María Valeria en su diario, llena de admiración hacia su padre. Las escasas reuniones familiares oficiales quedaban ensombrecidas por desavenencias y rivalidades, como, por ejemplo, en la Nochebuena de 1887, día en que Elisabeth cumplía cincuenta años. Valeria se lamentó, en su diario, de la «penosa incomodidad» producida por la latente discrepancia familiar, de la que, en su opinión, era responsable Rodolfo.
A partir de 1886, más o menos, toda Viena empezó a enterarse de los problemas surgidos en el matrimonio del príncipe heredero. Sólo los ignoraba... la pareja imperial. Comenta la condesa de Festetics: «Pero en estos círculos siempre se entera uno de las cosas después que los demás. Eso es lo triste en la vida de personas tan elevadas». Pero cuando Elisabeth tuvo noticia, por fin, de las desavenencias conyugales (fue la Festetics quien se las hizo saber), ni siquiera pensó en la posibilidad de intervenir o de calmar los ánimos, sino que se sirvió de la ya desde hacía tanto tiempo difunta archiduquesa Sofía como excusa. «Yo me daba ya cuenta de que Rodolfo no era feliz —le dijo a la condesa—, y en alguna ocasión me pregunté qué podía hacer. Pero temo intervenir, porque me tocó sufrir tanto a causa de mi suegra, que no quisiera cargar con la responsabilidad de haber actuado igual que ella.» Elisabeth no se detuvo a reflexionar que, probablemente, las circunstancias eran muy distintas en este caso. Y la condesa de Festetics era tan prudente y considerada, que no se atrevió a insistir en el asunto.
Ni siquiera la grave enfermedad de Rodolfo en la primavera de 1887 constituyó motivo, para la emperatriz, de especial preocupación. (Según la versión oficial, el príncipe heredero padecía una afección de la vejiga urinaria y reuma, pero cabe la posibilidad de que, en realidad, se tratara de una grave gonorrea que se extendió de manera peligrosa, interesando las articulaciones y la vista, y sumió al príncipe en profundas depresiones.) Nadie se atrevía a informar a sus imperiales padres de la vida cada vez más disipada de Rodolfo, y eran sólo muy pocas las personas enteradas de sus arriesgadas empresas políticas a lo largo de los dos últimos años.
Lo paradójico era que ese hijo del que Elisabeth apenas se preocupaba se le parecía extraordinariamente en los rasgos principales, mientras que María Valeria, su tan amada hija favorita, seguía unos caminos muy distintos. Había heredado ella más bien el temperamento de su padre: era serena en sus juicios, devota, sensata y —como Gisela, su hermana mayor— no tenía demasiada comprensión para las fantasías de su madre. Pero lo más destacado fue que esa hija «húngara», nacida en el castillo imperial de Ofen y educada por maestros húngaros, desarrolló —ya en la adolescencia— una gran aversión por Hungría. Tenía quince años cuando, con timidez, rogó a su padre que de cuando en cuando no hablara en húngaro con ella (como Elisabeth deseaba), sino también el alemán. La bondadosa conformidad de Francisco José la llenó de alegría.
El odio de Valeria a Hungría culminó con su antipatía a Gyula Andrássy. Las habladurías sobre las relaciones entre él y la emperatriz y los abundantes y mordaces comentarios referentes a la «niña húngara» tuvieron que dejar huella en la muchachita, al fin. En repetidas ocasiones, Valeria dio rienda suelta a su rencor a Andrássy en su diario. Por ejemplo, en 1883: «Banquete en honor de Andrássy. Me resultó penoso concederle el triunfo de oír que también yo hablo en húngaro».
Y en 1884: «Le di la mano con gran insolencia... Su desagradable familiaridad me repugna tanto, que frente a esa persona adopto, casi sin querer, un tono frío y casi malicioso. Sin duda me odia tanto como yo a él. Al menos, eso espero».
Desde luego, María Valeria no se atrevía a evidenciar delante de su madre ese odio a Hungría. Con ella seguía hablando en húngaro, y también su correspondencia era en esa lengua.
El aborrecimiento a Hungría y también a todo lo eslavo aumentó con el tiempo en Valeria, hasta convertirse en un nacionalismo alemán casi militante. Ese nacionalismo alemán tenía incluso ciertos rasgos antiaustríacos, por muy extraño que suene tal cosa en la hija de un emperador de la Casa de Habsburgo.
El diario de Valeria nos produce a veces la impresión de que también Elisabeth compartía tales ideas. Sin embargo, las poesías de la emperatriz no confirman en absoluto esas indicaciones. Elisabeth consideraba el problema alemán desde un punto de vista bávaro y austríaco, y en ella apreciamos una profunda aversión a «los prusianos». Y cuando se mostraba amiga de los alemanes (nunca de los prusianos), era con referencia al año 1848, es decir, de forma muy distinta a su hija Valeria, que anhelaba una unión de todos los pueblos alemanes bajo el gobierno de Berlín y con desprecio a la «idea austríaca», en total desacuerdo con los conceptos del príncipe heredero, Rodolfo, notoriamente «austríaco» y «antiprusiano». La joven archiduquesa empleaba de manera idéntica las expresiones «prusiano» y «alemán» y veía en el Imperio alemán de Guillermo II el poderoso centro de un Imperio nacional pangermano.
Tanto como Elisabeth y Rodolfo estaban de acuerdo en el aspecto ideológico, se diferenciaba de ellos la joven archiduquesa. Era una católica convencida (todo lo contrario que Rodolfo) y permaneció siempre fiel a los preceptos y dogmas de la Iglesia, cuidando con esmero hasta de los mínimos detalles. Aborrecía todo tipo de liberalismo y vivía muy preocupada por la eterna salvación de su madre, que había desarrollado sus propias teorías religiosas sin tener en cuenta los preceptos de la Iglesia (en lo que también Rodolfo tomó ejemplo de Elisabeth). El exagerado y ya casi histérico amor de la emperatriz por su hija Valeria no sólo provocaba ciertas burlas en la sociedad cortesana y los furiosos celos del príncipe heredero, sino que incluso resultaba molesto a la propia archiduquesa, sobre todo si era motivo de algún conflicto con su amadísimo padre el emperador. Escribió Valeria después de una violenta escena entre sus padres, cuando una vez más se trataba de su bien y Francisco José había cedido, como de costumbre: «Por mi gusto, me habría arrodillado ante él para besarle sus paternales e imperiales manos, mientras que hacia mamá sentí (y que Dios me perdone) un súbito enojo, porque su desenfrenado amor y su exagerada e infundada preocupación por mí me ponen en situaciones muy ingratas».
La quinceañera adoraba a su padre y era sumamente feliz cuando él le permitía estar sentada a su lado, en silencio, mientras atendía a sus asuntos en el despacho. María Valeria: «Estuve una buena hora junto a él, sin chistar, y observaba cómo trabajaba fumando. Debía de tratarse de cosas muy importantes, porque sólo alzó una vez la cabeza, y fue para comentar: "Debes de aburrirte espantosamente", a lo que respondí: "¡Nada de eso! Lo paso muy bien sentada aquí...". "¡Pues vaya diversión!", dijo él, y continuó trabajando. ¡Pobrecillo! Permanecía con enorme paciencia ante una pila de papeles, sin emitir ni una sola queja... No hay hombre, en el Estado, que no aparte de sí todas las fatigas y las preocupaciones, empujándolo todo hacia arriba hasta que por fin llega a manos del emperador... Y él, que ya no se lo puede pasar a nadie más, lo admite y lo repasa todo con esa gran paciencia, preocupado por el bien de cada uno de sus súbditos. ¡Es hermoso tener un padre así!».
El regreso de la emperatriz estropeó poco después esta relación tan cordial: «Terminó la ideal apacibilidad de los inolvidables días pasados en Schönbrunn... Ahora que ha vuelto mamá, no me atrevo a animarle y a demostrarle medio a escondidas mi cariño, como entonces».
Pese a que la emperatriz nunca dejó lugar a dudas respecto de que sólo su amor a María Valeria la sujetaba en la corte, demostró comprensión cuando la hija llegó a una edad casadera y aparecieron los primeros pretendientes, tales como Federico Augusto, príncipe heredero de Sajonia, el príncipe Miguel de Braganza y otros. María Valeria era una joven sumamente sensata, que sabía distinguir muy bien entre un «partido» puramente dinástico, que ella rechazaba con energía (apoyada en esto con toda intensidad por su madre), y un matrimonio por amor, que era lo que ella anhelaba (igualmente apoyada por su madre).
En esta situación, Valeria halló en Elisabeth una amiga y confidente. Juntas examinaban a los pretendientes. Llegó también a Viena el príncipe Alfonso de Baviera, y Valeria tuvo en seguida la sensación de ser apreciada por Alfonso «como una vaca en la feria del ganado». El príncipe empezó la conversación hablando de caballos y, sobre todo, de las diferentes maneras de enjaezarlos y engancharlos, con lo que aburrió sobremanera a madre e hija. Por fin tomó Elisabeth la iniciativa y le tendió un hábil lazo a aquel príncipe de fuerte acento bávaro:
—Seguro que sólo vas a la opereta y te duermes si te toca ver una obra clásica. Pero, probablemente, en el circo estás siempre bien despierto... ¡A que te gusta más la ciudad que el campo! Fuera del ajetreo te sientes solo y te aburres, ¿no?
Valeria seguía esta conversación con agudo interés, y luego se rió en su diario del nuevo pretendiente, que no había podido competir en astucia con la emperatriz: «Asintió desprevenido y de buena fe a todas las preguntas, y cayó en la trampa de tal forma, que Amelia [prima y amiga de Valeria, aproximadamente de su misma edad e hija del duque Carlos Teodoro de Baviera] y yo tuvimos que hacer grandes esfuerzos para no estallar de risa. Parece un bonachón, pero a mí no me atrae».
Elisabeth siguió siendo la aliada de su hija cuando ésta se enamoró en serio. El elegido era el archiduque Francisco Salvador, de la rama toscana de la familia, y la decisión no agradó mucho al emperador, de momento, principalmente por el parentesco existente. Francisco era un muchacho inexperto, muy joven y sumamente tímido. Fue la emperatriz la que presentó a la pareja en un casual encuentro organizado en el Burgtheater.
María Valeria retuvo en su diario las siguientes escenas: después de que, en la primera velada, el archiduque se había mostrado demasiado vergonzoso para entrar en el palco imperial, el encuentro pudo tener efecto en el segundo intento. «A las siete y diez, mamá y yo bajamos —escribe Valeria—. ¡Qué nerviosa me sentía...! Mamá se acercó sin hacer ruido a la puerta de arco [del palco imperial] y la abrió. Allí vi sentado a Francisco, apretado contra un rincón, pero él no reconoció a mamá hasta que ella hizo una señal con el dedo y murmuró: "¡Ven!" Francisco se puso en pie de un salto (yo estaba fuera del palco, detrás de mamá) y contestó a todas las preguntas sin mirarme para nada. ¡Como siempre! Finalmente, mamá se volvió hacia mí y comentó: "¿Verdad que Valeria ha crecido?". "¡Pues sí, ha crecido!", respondió él, y me dio la mano con tal expresión de felicidad, que sentí que el corazón se me ensanchaba y que todo era perfecto y bonito...»
Sin embargo, el compromiso matrimonial de la pareja no tuvo efecto hasta la Navidad de 1888. Elisabeth insistió en que Valeria no se precipitara. «Porque en la vida de toda mujer llega el momento en que se enamora. En consecuencia, opina que, tanto por Francisco como por mí misma —escribió Valeria en su diario—, debo conocer a otros jóvenes, para que no corra el peligro de encontrar al "hombre de mi vida" cuando ya sea tarde.» La oposición del emperador a ese matrimonio fue fácil de vencer, dada la decisión con que Elisabeth se puso de parte de la hija. El príncipe heredero, en cambio, tuvo aún mucho que objetar, ya que el archiduque Francisco Salvador no le parecía suficientemente importante. Si Valeria exageró los reparos del hermano es cosa que no sabemos. En cualquier caso, las relaciones entre Rodolfo y ella fueron muy tensas en esa época. Y como Elisabeth no sabía qué hacer para apartar de su hija menor cualquier disgusto y reaccionaba de manera histérica a cada complicación, el trato con Rodolfo —que nunca había sido cordial— se hizo todavía más tirante. La emperatriz veía en él al enemigo de su adorada hija Valeria, y eso fue lo peor que podía ocurrir. Que el príncipe heredero tenía en aquel momento problemas mucho más serios que la historia de amor de su hermana pequeña era algo que Elisabeth ignoraba.
Incluso en los escasos encuentros entre madre e hijo se trataba siempre del futuro de Valeria. Por ejemplo, cuando, el 13 de mayo de 1888, fue inaugurado en Viena el monumento a María Teresa, acto al que asistieron tanto la emperatriz como el príncipe heredero. La tarde anterior había habido manifestaciones contra la Casa de Habsburgo y a favor de una anexión de la Austria germana al Imperio alemán. El coche del príncipe se halló casualmente en medio de la multitud, y la situación le deprimió profundamente porque, además, su fe en el porvenir de Austria se desmoronaba. Hasta la emperatriz se fijó en el mal aspecto de Rodolfo, pero sólo se le ocurrió esta pregunta más bien formal:
—¿Estás enfermo?
A lo que el hijo respondió, sin hacer mención de sus verdaderos aprietos:
—No; sólo estoy cansado y nervioso.
Sin duda, el príncipe había comprendido, entre tanto, que su madre no era la persona apropiada para solucionarle —y ni siquiera para entender— sus problemas. Porque, dado su carácter soñador y poco realista, Elisabeth no tuvo mejor idea que la de recomendarle la protección de su hermana pequeña:
—Yo nací en domingo, ya sabes... Estoy en contacto con el otro mundo y puedo traer suerte, pero también desgracia —le dijo al enfermizo y deprimido Rodolfo, sin preocuparse para nada por él—. Por eso acuérdate del trece de mayo.
Lo único que Rodolfo pudo contestar a eso fue:
—Nunca le haría nada malo a Valeria, mamá.
La desdicha del príncipe heredero, quien pronto había de pensar de manera concreta en el suicidio, siguió su camino.
Como Elisabeth no se ocupaba de otra cosa que no fuese la felicidad de su hija favorita, creía ver en el rostro serio e impenetrable de Rodolfo una antipatía hacia la pequeña Valeria. Madre e hija se obstinaban en ver una amenaza en el futuro emperador..., y eso en unos momentos en que la fe de éste en la monarquía danubiana y en sí mismo se había apagado ya por completo.
Las discusiones llegaban a abarcar incluso a cuestiones de herencia. Valeria confió a su diario lo insoportable que le resultaba la idea de que «mi amado Ischl», o sea la villa imperial, pasara a manos de Rodolfo y Estefanía. Le costaba tanto imaginárselo, que «sería capaz de pegarle fuego a la querida casa». Elisabeth la tranquilizó anunciándole que, según había acordado ya con el emperador, sería ella, Valeria, quien heredara la villa de Ischl y no su hermano Rodolfo (lo que, en efecto, sucedió). Elisabeth no ahorraba esfuerzo para asegurar a su amada hija para cuando Francisco José no existiera, demostrando con ello una gran desconfianza e, incluso, una aversión a Rodolfo. Valeria: «Durante un paseo por Schönbrunn, mamá y yo hablamos de Rodolfo como persona, como emperador y como posible cuñado de Francisco [el prometido de Valeria]. Mamá opina que tiranizaría a Francisco y le pondría trabas en su carrera militar». Como solución a estos problemas, Elisabeth propuso: «Si él [Francisco] tiene el carácter que yo deseo para ti..., no se dejará tiranizar, sino que desarrollará sus aptitudes al servicio de los alemanes», lo que significaba que le convendría abandonar Austria. «Mamá quisiera sugerir a Francisco la idea de presentarse voluntario al Ejército alemán, en el caso de que la guerra entre Alemania y Francia estalle antes que la nuestra con Rusia, hasta que, luego, el deber le haga retornar a Austria... Esto le daría fama, y él podría demostrar si es un hombre de verdad o solamente un archiduque.» Elisabeth, que nunca sostenía una conversación política con su inteligente hijo, preguntó, en cambio, al elegido de Valeria cuál era su opinión política. Y se produjo la siguiente discusión entre la emperatriz y el archiduque Francisco Salvador, de veinte años de edad, que Valeria registró en su diario:
«Mamá le preguntó "contra quién guerrearía más a gusto: si contra los alemanes, los rusos o los italianos"...
»Respuesta de Francisco Salvador: "Tanto me da".
»Mamá: "Es triste ir contra los alemanes... Son como hermanos...".
»Francisco: "Pero uno no puede fiarse de su amistad. Yo no puedo ni ver a los prusianos, porque son calculadores y poco de fiar".
»Mamá: "En realidad, no se les puede reprochar que busquen ventajas para su país y sean listos... Además, no todos los alemanes son prusianos...".
»Luego señaló mamá lo religiosos y trabajadores que son los de Westfalia; lo vivarachos y cultos que suelen ser los renanos, la gente de Baden y la de Württemberg... Todos aprenden y saben discutir de manera distinta que nosotros, porque aquí reina la blandura y no hay unidad ni verdadero orden...».
Agregó Elisabeth que «era una gran satisfacción combatir a los rusos, porque les odio, y también a los italianos... Los italianos son falsos y cobardes», observación que no pudo hacer mucha gracia a Francisco, procedente de Toscana. La emperatriz habló luego con el príncipe heredero de los proyectos de emigración que tenía la joven pareja. Rodolfo quedó horrorizado ante la idea de que el yerno del emperador de Austria pudiese pasar a prestar servicio con los alemanes sólo por lo mala que veía la situación de su propio país la emperatriz de Austria. Palabras de Rodolfo a Valeria: «Papá [o sea el emperador] nunca permitiría tal cosa, porque sería de un efecto desastroso para todo el Ejército». Si se consideraban imprescindibles unos estudios en el extranjero, él recomendaba la academia de artillería de Woolwich. Pero esto acabó de desmoralizar al futuro cuñado, que no sabía inglés.
El plan de emigración de Valeria se convirtió en una idea fija para Elisabeth, cuya lógica es difícil de seguir hoy. De cualquier forma, demuestra hasta dónde llegaba la antipatía de Elisabeth a Austria. El 5 de mayo de 1888, la archiduquesa Valeria anotó en su diario una reacción muy típica de Elisabeth: «Francisco habló de la corrupción existente aquí». Y después: «Naturalmente, eso satisfizo mucho a mamá».
María Valeria, que cada vez era de tendencias más germanonacionalistas, interpretaba a su manera las ideas de Elisabeth y casi llegó a convencer al indeciso Francisco con los siguientes argumentos, muy sorprendentes en la hija del emperador austríaco:
—Ante todo somos alemanes; luego, austríacos, y sólo en tercer lugar Habsburgo. Primeramente nos debe interesar el bien de la patria alemana..., y si ésta florece, tanto da que gobiernen los Hohenzollern o los Habsburgo.
A las objeciones de su novio respondió:
—Por eso no es justo que digas que, al servicio del emperador Guillermo, estarías en manos extranjeras. Lo alemán será siempre alemán, y la patria es antes que la familia.
Es evidente que, con este modo de pensar, no hubo reconciliación posible con Rodolfo, que era un austríaco fanático y veía en Guillermo II a su principal adversario.
Pero Elisabeth tampoco le hacía la vida fácil a Valeria a medida que se aproximaba la fecha señalada para el compromiso matrimonial. Ahora le dio por decir que «odiaba a todo el mundo, pero en especial a los hombres», según María Valeria, y que «cuando yo me case, se irá a la selva». Poco después escribió también: «Mamá ha dicho que, una vez casada, ya no le hará ilusión verme, porque es como algunos animales que abandonan a sus crías si alguien las ha tocado».
Reacción de Francisco José, según Valeria: «Cuando mamá se pone melancólica, él se impacienta».
Pese a los arrebatos de sentimientos que se producían en su familia, el emperador permanecía tranquilo, objetivo y seco, lo que todavía excitaba más a Elisabeth.
También en las conversaciones con el futuro yerno expresaba Elisabeth sus ideas de muerte: «No debes creer, como muchas personas, que quiera casar a Valeria contigo para tenerla cerca. Una vez casada, tanto da que se vaya a China o se quede en Austria, porque para mí ya estará perdida. Pero tengo confianza en ti, en tu carácter y en tu amor hacia ella, y aunque yo muriese hoy mismo, podría hacerlo tranquila por saber a Valeria en tus manos».
Todos los temores con respecto a una presunta enemistad por parte de Rodolfo se desvanecieron cuando, en diciembre de 1888, Elisabeth le dio la noticia concreta del compromiso matrimonial de Valeria. Escribe ésta de la inesperada reacción del hermano: «No se mostró nada antipático, por lo que me animé a echarle los brazos al cuello por primera vez en la vida... ¡Pobre hermano mío! También él tiene un corazón sensible, necesitado de cariño, ya que me estrechó fuertemente contra sí y me besó con toda la efusión del amor fraternal!..., y me abrazaba una y otra vez, y me di cuenta de que le hacía bien mi demostración de un afecto que durante tanto tiempo había escondido por miedo y vergüenza. Mamá le suplicó que fuese siempre bueno conmigo y con todos nosotros, cuando un día dependiéramos de él, y Rodolfo lo prometió, repitiéndolo de manera sincera y cordial. Entonces mamá le hizo la señal de la cruz en la frente y dijo que Dios le bendeciría por esto y le concedería felicidad... Mamá dijo, además, que le quería mucho, y Rodolfo le besó la mano con fuerza y emocionado. Yo le di las gracias y seguidamente abracé a ambos, al mismo tiempo que decía de manera casi inconsciente: "¡Así tendríamos que estar siempre!"».
La condesa de Festetics reprodujo otra emocionante escena, presenciada en la Nochebuena: el príncipe heredero se abrazó a su madre «y rompió en unos sollozos que no podía contener, por lo que la emperatriz se alarmó profundamente». Las damas de honor y los ayudantes que inmediatamente después fueron llamados a admirar el árbol de Navidad «encontraron aún llorosos y conmovidos a los miembros de la familia imperial».
En esta su última celebración navideña, el príncipe heredero volvió a demostrar una gran adoración a su madre. Poco antes habían tenido efecto las discusiones por la cuestión de un monumento a Heine en la ciudad de Dusseldorf, y Rodolfo, que se veía tan atacado por los antisemitas como Elisabeth, creía haber encontrado en su tan amada madre una aliada, una compañera de armas por la causa de los liberales contra los nacionalistas alemanes y los antisemitas. Además, también en esto se sentía adversario del odiado Guillermo II, que se había puesto de parte de los enemigos de Heine.
Para demostrar su afecto a la madre, que tan atacada se había visto públicamente a causa del monumento a Heine, adquirió en París, a un precio exorbitante, once autógrafos del poeta, y en la Navidad de 1888 se los puso a la madre bajo el árbol. Pero la emperatriz estaba tan ocupada con los esponsales de su hija Valeria, que no concedió al regalo de Rodolfo el valor que éste se había imaginado.
Nadie tomaba en serio que el príncipe heredero (de sólo treinta años de edad) hablara con frecuencia de su próxima muerte. Significativo resulta que no expresara tales pensamientos frente a los miembros de su familia, pero sí en presencia de la dama de honor de su madre, la condesa de Festetics. Y ésta, por su parte, era demasiado delicada para insinuar nada de ello a la emperatriz, persona tan tremendamente sensible. Comentó más tarde la condesa: «Nadie dio suficiente importancia a sus afirmaciones de que su vida se aproximaba a su fin, y sólo nos acordamos de ello después».
Cuando el historiador Friedjung entrevistó a esta dama en 1909 y tuvo que escuchar las numerosas disculpas que tenía para Elisabeth, objetó exactamente lo que se le ocurrirá a cualquiera que se interese por la tragedia de Mayerling. Palabras de Friedjung: «No pude contenerme y contesté a la condesa que, por mucho que me impresionaran las confidencias y me hicieran sentir compasión de la emperatriz, no comprendía cómo una madre, persona además tan sensible, podía haber permanecido tan ajena a los problemas del hijo e ignorado sus extravíos. Entonces la condesa repitió una observación hecha ya varias veces: "Usted no debe olvidar que las personas de tan elevado rango viven de forma distinta a todas las demás, que se enteran de menos cosas y que, en realidad, son muy desdichadas, ya que sólo en contadas ocasiones, y aun de manera incompleta, llega hasta ellas la verdad"».
La tragedia de Mayerling, ocurrida el 30 de enero de 1889, cogió totalmente desprevenida a la familia imperial. La primera en enterarse fue la emperatriz. El conde de Hoyos, compañero de caza de Rodolfo en Mayerling, llegó con la terrible noticia cuando Elisabeth leía a Homero durante su lección de griego. Hoyos habló también de un segundo cuerpo sin vida: el de una joven llamada María Vetsera. Por lo visto, el príncipe heredero había sido envenenado por ella, matándose luego la mujer de igual manera.
Resultan asombrosas la disciplina y la serenidad con que la emperatriz, persona por lo general tan hipersensible, se sobrepuso en aquel momento. Consciente de los deberes que la aguardaban, informó de la desgracia a Francisco José. Escribe la archiduquesa María Valeria: «Entró papá con paso elástico y abandonó la estancia cabizbajo y hundido». A continuación, Elisabeth se dirigió a la vivienda de Ida Ferenczy. Sabía que allí esperaba Catalina Schratt al emperador. Y fue ella misma quien acompañó a la actriz a los aposentos de Francisco José, porque le constaba que sólo la amiga podría representar un consuelo para el afligido padre.
Desde allí, Elisabeth acudió junto a su hija favorita, Valeria, pero se estremeció cuando ésta expresó su sospecha de que Rodolfo se hubiera suicidado. Elisabeth a Valeria: «¡No, no! No puedo creer eso. Todo parece indicar que fue la chica la que le envenenó».
La incertidumbre proseguía.
Valeria condujo a la viuda de Rodolfo ante la pareja imperial. Estefanía reprodujo la escena en sus memorias: «El emperador se hallaba en el centro de la habitación, acompañado de la emperatriz, que vestía de oscuro y tenía la cara blanca como la nieve, con expresión de aturdimiento. En mi desconcierto y agitación, me pareció verme tratada como una delincuente. Cayó sobre mí un fuego cruzado de preguntas, a las que en parte no sabía contestar y en parte no debía contestar».
Entre tanto, también la baronesa Elena Vetsera había penetrado hasta el recibidor de la vivienda de Ida Ferenczy, insistiendo en su ruego de hablar con la emperatriz:
—¡He perdido a mi hija, y sólo ella me la puede devolver! —sollozó, sin saber que la hija ya estaba muerta.
Ida rogó al camarero mayor, barón de Nopcsa, que informara a la baronesa de la triste verdad. Acudió luego la emperatriz a donde estaba Elena Vetsera, a la que conocía de tiempos mejores: de las carreras de caballos en Hungría, Bohemia e Inglaterra, siempre rodeada de gente despreocupada y superficial, así como de admiradores, entre los que a veces figuraban los mismos hombres que cortejaban a Elisabeth, sobre todo el conde Nicolás de Esterházy. Y, en los años setenta, esa misma Elena Vetsera había hecho ciertas insinuaciones al propio príncipe heredero, que apenas podía considerarse adulto, y por lo visto con éxito... Su fama no era la mejor, pues. Pero ahora se hallaba llena de angustia, una madre desesperada, ante la emperatriz.
La siguiente escena fue relatada más tarde a la archiduquesa Valeria por Ida Ferenczy, y la joven la registró en su diario: «Su majestad se alza llena de dignidad ante la excitada mujer, que exige que le devuelvan a su hija, y le habla con dulzura. Le dice que la muchacha ha muerto, y Elena Vetsera estalla en horribles lamentos: "¡Mi hija! ¡Mi preciosa hija!". "Pero... ¿sabe usted que también Rodolfo está muerto?", la interrumpe su majestad en voz más alta. La Vetsera se tambalea, cae de rodillas ante su majestad y se abraza a sus rodillas. "¡Mi desdichada hija! ¿Qué hizo? ¿Eso hizo?" También ella lo interpretó así. Como la emperatriz, creía que su hija había envenenado al príncipe. Tras algunas palabras más, la emperatriz dejó a la Vetsera con esta frase: "¡Y recuerde que mi hijo Rodolfo ha muerto de un ataque al corazón!"».
Sólo al siguiente día supo la pareja imperial, a través del médico de cabecera, doctor Widerhofer, cómo habían muerto en realidad los amantes. Según explica Valeria, Widerhofer encontró a «la muchacha tendida sobre la cama, con los cabellos sueltos cayéndole sobre los hombros y una rosa entre sus manos... Rodolfo estaba medio sentado; el revólver le había caído ya de la rígida mano, y en la copa que tenía delante no había más que coñac. Echó Widerhofer el cuerpo hacia atrás, que ya estaba frío y con el cráneo estallado, porque la bala había entrado por una sien y salido por la otra. La chica presentaba las mismas heridas. Ambas balas fueron halladas en la alcoba». Comentario de Elisabeth: «El gran Jehová es tremendo cuando recorre el mundo como una tempestad».
El cadáver del príncipe heredero fue expuesto, primero, en sus aposentos del Hofburg. Elisabeth visitó a su hijo muerto en la mañana del 31 de enero y le besó en la boca. La archiduquesa Valeria: «Estaba hermoso y se le veía muy tranquilo. La sábana blanca de hilo le cubría hasta el pecho, y todo el cuerpo había sido rodeado de flores. El ligero vendaje de la cabeza no le desfiguraba. Sus mejillas y las orejas aún tenían el sano color rosado de la juventud... La errante y a veces amarga e irónica expresión que con frecuencia tenía en vida había dado paso a una dulce sonrisa... Nunca antes le había visto tan guapo... Parecía dormido y tranquilo, incluso feliz».
Durante el almuerzo en común, en la misma habitación donde por Navidad aún había tenido lugar la sorprendente y cordial escena familiar, perdió Elisabeth la presencia de ánimo («por primera vez», como señaló Valeria) y rompió a llorar con desconsuelo. También se encontraban en la estancia la viuda de Rodolfo y su hija Erzsi, de cinco años. La relación entre Elisabeth y su nuera no mejoró precisamente con la desgracia, aunque las afectara a ambas. Al contrario: tanto la emperatriz como Valeria echaban a Estefanía parte de la culpa de lo ocurrido a Rodolfo. La viuda, por su parte, «no cesaba de pedirnos perdón a todos, ya que se daba cuenta de que su falta de entrega había contribuido a impulsar a Rodolfo a tan espantoso acto».
La emperatriz dio rienda suelta a su odio a la nuera y exclamó que «se avergonzaba de ella ante la gente». Y: «Si uno conoce de cerca a esta mujer, hay que disculpar a Rodolfo por haber buscado distracción y aturdimiento fuera de su hogar, donde sólo existía el vacío. Sin duda no hubiese llegado a ser como fue de haber tenido una esposa que le comprendiera».
A los dos años del desastre de Mayerling, la emperatriz arrojó estas palabras a la cara de Estefanía:
—¡Tú odiabas a tu padre y no amaste nunca a tu marido, ni tampoco quieres a tu hija!
Es posible que Elisabeth tuviera razón con estos reproches. Pero, como de costumbre, veía sólo los defectos de los demás y nunca los suyos. Que el desdichado Rodolfo no sólo no había encontrado cariño en su esposa, sino tampoco en su madre, ni siquiera se le ocurrió a Elisabeth.
El príncipe heredero dejó varias cartas de despedida, pero sin indicar en ellas el motivo de su suicidio. La más larga iba dirigida a su madre, y en ella declaraba «no ser digno de escribir a su padre», como sabemos a través de Valeria. Calificaba a la joven María de «ángel de pureza..., que le acompañaría al otro mundo», y expresaba el deseo de ser enterrado a su lado en Heiligenkreuz, deseo que no le fue concedido. Ida Ferenczy, una de las pocas personas conocedoras del contenido de la carta, dijo que Rodolfo «sólo había llevado consigo a la muchacha, en el viaje a lo espantosamente desconocido, por miedo a lo que pudiera encontrar allí; ella le infundía valor, y sin su compañera quizá no se hubiera atrevido, pero no dio ese paso por la joven». (Nunca se supo el texto exacto de la carta, que a la muerte de Elisabeth se hallaba entre los papeles privados que Ida destruyó por deseo de la emperatriz. Tampoco la archiduquesa María Valeria nos legó ese contenido.)
Para su hermana menor, Rodolfo dejó unas breves líneas, sumamente pesimistas: «Cuando papá cierre los ojos, Austria resultará un país muy incómodo. Sé de sobra lo que entonces sucederá, y os aconsejo que emigréis». Él, que frente a la madre y a la hermana siempre había defendido tanto la importancia de Austria-Hungría, se unía en su carta de despedida a los pronósticos más negros. Valeria comenta al respecto en su diario: «No deja de ser extraño que le dijera a mamá, no hace mucho, que si Francisco (o sea el siguiente heredero del trono, Francisco Fernando) llegaba a gobernar, poco duraría la cosa». Como su madre, también Rodolfo había abandonado la esperanza de un feliz futuro para la monarquía danubiana... Sin duda, uno de los diversos motivos para su fin, tan envuelto en desesperación y culpa.
Elisabeth aún se expresó con más claridad. María Valeria confió a su diario: «Mamá opina, además, que Austria no se mantendrá el día en que papá no exista, ya que sólo él aúna los más contradictorios elementos, gracias a la fuerza de su carácter sin tacha y a su abnegada bondad... Sólo el amor a papá impide que los pueblos de Austria confiesen cuánto añoran pertenecer a la gran patria alemana de la que se ven separados, según ella».
En la familia imperial, el estado de ánimo era desastroso. Con Rodolfo parecía haber muerto el futuro de Austria-Hungría. Cuando en la noche siguiente al traslado al Hofburg del cuerpo sin vida del príncipe heredero, una tempestad sacudió todas las ventanas, «haciendo crujir y gemir todo el viejo edificio», comentó María Valeria, que entonces contaba veinte años de edad: «Mamá tiene razón: se ha sobrevivido a sí misma», con lo que no se refería a la fortaleza, sino a toda la monarquía danubiana.
Elisabeth llegó a aconsejar a su hija que no se estableciera en Viena. Valeria: «... nada me atará a Viena; sólo tengo una patria en papá... Cuando él ya no exista, Austria dejará de ser mi patria, y no quiero tener ninguna más». Declaró, además, que no podía hacerse a la idea de vivir gobernada por un emperador Francisco (Fernando) y «pasar nuestra existencia en este corrupto mundo vienés de ambiente bochornoso y moralmente insano». La joven archiduquesa había adoptado de su madre esta forma de pensar.
Para Valeria, Austria-Hungría ya no era su patria, sino Alemania: un Imperio común soñado por todos los alemanes. Dice Amelia, amiga de María Valeria: «La archiduquesa, que antes sentía tanto entusiasmo por Austria, apenas se considera ya ligada al país. No cree que su patria tenga un gran futuro. Sólo siente gran apego por su padre el emperador».
De qué modo tan distinto reaccionaron Francisco José y Elisabeth ante la tragedia de su hijo lo revela Valeria en su diario: «Papá demuestra una resignación casi sobrenatural, de tan devota, y no se lamenta... Mamá está abatida por el dolor. Cree en la predestinación, pero se tortura con la idea de que fue su sangre bávara y del Palatinado lo que se le subió a la cabeza a Rodolfo... Resulta muy amargo verlos...».
Para hacer posible un entierro religioso del suicida era necesario el dictamen médico que confirmara que Rodolfo había padecido un trastorno mental..., dictamen que para Francisco José fue un consuelo, mientras que para Elisabeth constituyó una nueva pena. Demasiado cerca se había sentido siempre del peligro de la locura, para que ahora no pensara que ella misma, o por lo menos su familia de los Wittelsbach, había sido, por su «sangre», una de las causas de la tragedia. Cuando, poco antes del sepelio, encontró a su hermano favorito, Carlos Teodoro, se cubrió de reproches:
—¡Ojalá no hubiese pisado nunca nuestra casa el emperador ni me hubiese visto! ¡Cuántos problemas nos habríamos ahorrado los dos!
Para el emperador, en cambio, la explicación de que Rodolfo no estaba en su sano juicio cuando cometió el suicidio significaba cierta tranquilidad, ya que reducía la culpa del hijo. El doctor Widerhofer, médico de cabecera imperial, que había visto los dos cadáveres en Mayerling, hizo todo lo posible por reforzar esa versión. María Valeria: «Dice Widerhofer que Rodolfo murió de locura, como otra persona muere de cualquier enfermedad. Creo que es esta idea la que sostiene a papá». Ella misma, empero, dudaba de una explicación tan simple para la tragedia de Mayerling: «Yo no puedo creer que esta opinión sea una verdad suficiente para esclarecer toda la desgracia».
A la muerte de Rodolfo siguieron grandes divergencias con los parientes bávaros, ya que resultó que la sobrina favorita de Elisabeth, condesa de Larisch (hija de su hermano Luis), había actuado de mediadora entre el príncipe heredero y María Vetsera. En Viena se produjeron violentas escenas entre la emperatriz y sus hermanos. María de Larisch fue expulsada de la corte. A pesar de sus insistentes súplicas, ansiosa como estaba de poder justificarse, no volvió a ser recibida.
Fue el ya gravemente enfermo Andrássy quien en aquellos días se comportó como auténtico amigo de la emperatriz, y por su encargo visitó a la condesa de Larisch para averiguar lo que se escondía detrás de aquella tragedia. Elisabeth no podía creer en una mera historia de amor, y aunque sospechaba la existencia de algún motivo político (Andrássy también interrogó a la condesa en ese sentido), nadie estaba enterado de ningún detalle. Las actividades políticas del príncipe heredero habían sido tan secretas, y Elisabeth se había interesado tan poco por los problemas de su hijo ya adulto, que ahora todo resultaba terriblemente confuso. Rodolfo había sido un extraño en su propia familia, un hombre solitario y desesperado en su total aislamiento. La única y más sencilla explicación para su desconsoladora muerte era, pues, la afirmación de los médicos: en un momento de enajenación mental, había dado muerte a la muchacha, matándose luego él.
Si bien en los primeros días después del desastre, Elisabeth había dado muestras de una admirable entereza, su estado se deterioró, en cambio, durante la primavera de 1889. El embajador de Alemania comunicó a Berlín que «la emperatriz se entrega de continuo a sus cavilaciones sobre el suceso, se hace reproches y atribuye los trastornos mentales de su pobre hijo a la sangre que heredó de los Wittelsbach». Estaba airada consigo misma y con su destino y decía haber nacido para la desgracia.
Al mismo tiempo, el trágico final de Rodolfo iba quedando cada vez más en segundo término. Su suicidio, cuyas causas nunca supo Elisabeth, constituía para ella un creciente motivo para reflexionar sobre su propia vida... y para sentir mayor desesperación.
Ahora, el trono sería heredado por la otra línea de los Habsburgo. Y Elisabeth vio en ello un nuevo y enorme triunfo de las odiadas personas que la rodeaban en Viena. Después del entierro de Rodolfo le dijo a Valeria:
—Toda esa gente que desde la primera hora de mi llegada habló tan mal de mí, tendrá ahora la satisfacción de saber que habré pasado por Austria sin dejar huella.
El conde Alejandro de Hübner escribió en su diario, retratando el ambiente de manera muy acertada: «... no cabe la menor duda de que el pueblo se conduele sinceramente con la desdicha del emperador, pero se preocupa poco por las lágrimas de la emperatriz y todavía menos por las de la archiduquesa Estefanía». Como si quisiera desvirtuar todos esos reproches, Francisco José expresó muy caballerosamente y de manera pública su agradecimiento a Elisabeth: «No hallo palabras suficientes para decir cuánto le debo, en estos penosos días, a mi amadísima esposa la emperatriz por el gran apoyo que me presta. Nunca agradeceré bastante al cielo que me concediese una compañera semejante. Pueden divulgarlo. Cuanto más lo hagan saber, mayor será mi reconocimiento a ustedes», escribió, por ejemplo, al Senado, en agradecimiento a las numerosas muestras de pésame. Y a su amiga Catalina Schratt le envió estas líneas, cinco días después de muerto Rodolfo: «No tengo mejor modo de honrar a la augusta sufridora e insigne mujer que con una oración de gracias a Dios, que me concedió tanta suerte».
Tras la muerte de Rodolfo se acrecentaron las tendencias espiritistas de Elisabeth. A los pocos días de su sepelio ya intentó establecer contacto con el hijo, y un anochecer se encaminó en secreto a la cripta de los Capuchinos. La archiduquesa María Valeria: «La cripta le resulta desagradable y no tenía ningunas ganas de bajar a ella, pero creía percibir una voz interna, y acudió con la esperanza de que Rodolfo se le apareciera, quizá para decirle que no deseaba estar enterrado allí». (En sus cartas de despedida, el príncipe había pedido ser enterrado junto a María Vetsera en el cementerio de Heiligenkreuz, lo que el emperador no permitió.) María Valeria: «Por eso mandó volver salir al religioso que la había acompañado y cerró por dentro la pesada puerta de hierro de la cripta, sólo iluminada por algunas antorchas colocadas cerca del sarcófago dé Rodolfo, y se arrodilló a su lado. Aullaba fuera el viento, y las flores de las coronas ya marchitas se desprendían con un leve crujido, lo que en la cripta sonaba como leves pasos, de modo que Elisabeth se volvió varias veces... Pero no era el hijo».
Comentario de Elisabeth sobre los espíritus que no se le aparecieron en la cripta de los Capuchinos: «Es que únicamente vienen a nuestro mundo si el gran Jehová se lo permite».
Una y otra vez intentaba Elisabeth establecer contacto espiritista con su hijo muerto, para averiguar los motivos de su suicidio. Esas prácticas no eran ya un secreto para la sociedad vienesa, lo que dio lugar a nuevas habladurías. Aún en 1896 se comentaban en Viena (según Berta de Suttner) «diversas excentricidades de la emperatriz Elisabeth. Entre otras cosas: se habían conseguido comunicaciones de espíritus (probablemente durante alguna sesión de ocultismo), y el mensaje obtenido era que el mundo en que se hallaba Rodolfo era peor que el infierno y que de nada le servía rezar; lo que causó la lógica desesperación a la emperatriz».
En la crisis que pasó Elisabeth tras la muerte de su hijo se vio claramente hasta qué punto se había apartado de la religión católica. María Valeria estaba muy preocupada: «En realidad, mamá es sólo deísta. Reza al imponente Jehová en su destructora fuerza y grandeza; sin embargo, no cree que Él escuche el ruego de sus criaturas, porque (según ella) todo está predestinado desde el comienzo de los tiempos y el hombre nada puede hacer contra tal predestinación eterna, cuya causa es la inescrutable voluntad de Jehová. Ante El, mamá se ve comparable al mosquito más insignificante. ¿Cómo podría, pues, interesarse por ella?».
Una noche, la emperatriz visitó con su hija el Observatorio de Viena y estuvo filosofando acerca de lo insignificantes que son los seres humanos en comparación con el universo. María Valeria: «Comprendo la interpretación de mamá, según la cual un ser humano no es nada a los ojos del Señor, que creó esos incontables mundos... No obstante, su idea me parece deprimente y demasiado alejada del cristianismo». Elisabeth a su hija Valeria: «Rodolfo mató mi fe».
Según Valeria, la emperatriz «ya tenía desde joven el presentimiento —y ahora su convencimiento era absoluto— de que el gran Jehová la conduciría a un lugar selvático donde pasar la vejez como ermitaña, entregada sólo a Él en adoración y contemplación de su divina magnificencia».
También a su joven sobrina Amelia le confesó Elisabeth que no era capaz de una «fe al estilo de la Iglesia», ya que en tal caso tendría que considerar condenado a Rodolfo... Y añadió que «la persona más feliz es aquella que se hace más ilusiones». Amelia respondió que «la dicha se halla en una actividad que sea provechosa para el prójimo». La reacción de Elisabeth a esta observación fue típica de ella. «La tía Sisi lo encuentra muy bonito —comenta Amelia—, pero los humanos le interesan demasiado poco para que puedan producirle felicidad. Ahí está la clave de muchas cosas que, de otra forma, son inexplicables en ella.»
La opinión de Elisabeth acerca de la muerte de Rodolfo cambiaba según las circunstancias. En cierta ocasión le dijo a Amelia que Rodolfo «había sido un gran filósofo. Lo tenía todo: juventud, riqueza, salud, y todo lo había abandonado...». En otros momentos veía su suicidio como «semejante vergüenza, que quisiera esconderse de todo el mundo».
El estado de ánimo de la emperatriz era cada día peor, y sus nervios estaban cada vez más tensos. Valeria: «Mamá me preocupa mucho últimamente... Dice que papá lo ha superado y que el creciente dolor de ella le resulta engorroso; se queja de que él no la comprende, y lamenta haberle conocido un día, porque le trajo desgracia. No hay fuerza en el mundo capaz de librarla de esa idea».
Al mismo tiempo, hasta personas bastante alejadas —como, por ejemplo, la esposa del embajador belga, De Jonghe— observaban en el emperador un contento desacostumbrado: «La alegría del emperador llama la atención de todos. Tiene la mirada viva, actúa con energía y habla más que nunca. ¿Acaso es forzada su postura? Podría serlo, y resultaría más lógico». Cierto es que la amistad con Catalina Schratt reanimó extraordinariamente al emperador, que se hizo más equilibrado, a veces incluso demostraba humor y, sin duda gracias a ese tardío amor, pudo resistir mejor la catástrofe de su hijo.
Elisabeth ansiaba abandonar Viena, pero, a la vez, no se atrevía a dejar solo a su marido en tan tristes circunstancias. María Valeria: «Dice mamá que es su obligación ante el mundo la de no dejar demasiado solo a papá..., aunque quedándose aquí enloquezca..., porque papá le ataca los nervios de manera terrible, cosa que, pese a todo el amor que le tengo, al carácter de mamá y a la incapacidad de papá para comprenderla a ella, entiendo perfectamente. Hay momentos en que temo por mamá, sobre todo cuando se echa a reír de excitación, habla del manicomio o hace cosas por el estilo. Si entonces le suplico que vigile su salud, me responde: "¿Y para qué? Para papá sería un alivio que yo muriera, y tú no verías enturbiada tu felicidad junto a Francisco al pensar en mi triste vida"».
También en una visita de la pareja imperial a Munich, en diciembre de 1889, llamó la atención general la desavenencia entre Francisco José y su esposa. Comenta Amelia: «Como tantas veces en otros tiempos, volví a observar que mi tía Sisi y Francisco José no cesan de herirse mutuamente, aunque quizá lo hagan sin querer. El es incapaz de comprender la poco corriente y fogosa naturaleza de la emperatriz, mientras que ella no congenia con su carácter sencillo y su sentido práctico. Sin embargo, ¡hay que ver cuánto la ama él todavía!».
María Valeria, que entre tanto había cumplido veintidós años, se veía obligada a presenciar esos diarios roces sin poder hacer nada para evitarlos. Y su creciente disgusto al ver que Catalina Schratt disfrutaba de una posición cada vez más destacada la hizo escribir en otoño de 1889 en su diario: «Si siempre fue difícil mantener con papá algo semejante a una conversación, desde la terrible desgracia del invierno pasado resulta casi imposible... Me hago cargo de que una convivencia así, sin más puntos de contacto que el dolor (e incluso éste tan distinto en cada cual), pesa mucho sobre mamá. Está entonces mucho más desconsolada que cuando nos encontramos a solas..., sobre todo si empieza a pensar en el futuro y en los años que todavía le quedan de vida».
Valeria anhelaba «salir de este triste ambiente y vivir en otro más sano». Las desavenencias entre sus padres pesaban mucho sobre ella. «Yo me digo, con gran pena, que el tremendo sufrimiento... ha separado aún más a mis padres, en vez de unirlos (porque uno no entiende el dolor del otro).»
Justamente en esa época de profunda desesperación llegaron noticias muy intranquilizadoras acerca del estado de salud de Gyula Andrássy, que moría en febrero de 1890 tras larga enfermedad. Elisabeth visitó a su viuda en Budapest, y a Valeria le dijo que «sólo ahora sabía lo que para ella había significado Andrássy y que por primera vez se sentía completamente abandonada, sin ningún amigo ni consejero».
Tres meses más tarde, en mayo de 1890, Elisabeth tuvo que acudir junto al lecho de muerte de su hermana Elena de Thurn y Taxis, en Ratisbona. Valeria nos transmite la última conversación de las dos hermanas: «Mi tía Nene, que no creía morirse, tuvo una gran alegría al ver a mamá y la llamó "Old Sisi", porque ellas dos hablaban casi siempre en inglés.
»-We two have hard puffs in our lives —dijo mamá.
»-Yes, but we had hearts —contestó la tía Nene».
Treinta y siete años habían transcurrido desde aquel verano en Ischl, tan decisivo para ambas. Las dos habían vivido rodeadas de lujo y esplendor, en medio de inmensa riqueza e inmensa vacuidad interior. Tras un breve y feliz matrimonio, Elena había permanecido viuda durante más de veinte años. Su espíritu estaba enturbiado por depresiones y melancolías. Las últimas palabras de Elena impresionaron grandemente a la emperatriz:
—¡Ay, sí...! La vida no es más que dolor y aflicción.
Los progresivos deseos de muerte de Elisabeth angustiaban a todos los testigos oculares, tanto si eran de la familia como si se trataba de damas de honor. Valeria: «Creo que mamá nunca volverá a ser la que fue. Envidia la muerte de Rodolfo y la anhela noche y día». Y un mes después: «Mamá dice que se siente demasiado vieja y cansada para luchar; que tiene las alas quemadas y sólo ansia el reposo. Llega a afirmar que lo mejor sería que todos los padres mataran a sus hijos recién nacidos».
En octubre de 1889, las diversas representaciones diplomáticas austríacas en el extranjero recibieron una circular en la que se expresaba el deseo de la emperatriz de no ser felicitada nunca más con motivo de su onomástica o de su cumpleaños, y «no sólo por ahora, sino para siempre».
Finalizado el año de luto de 1889, la emperatriz regaló a sus hijas Gisela y Valeria todas las prendas de colores: vestidos, sombrillas, pañuelos, bolsos y objetos de adorno. Sólo se quedó sencillos trajes de luto y nunca más pudo convencerla nadie para que se vistiera de color. La única concesión que hizo fue un modesto vestido gris perla para la boda de Valeria y con ocasión del bautizo de la primera hija de ésta, Elisabeth (Ella).
También repartió sus joyas: gran número de perlas, esmeraldas y diamantes. La mayor parte fue para sus hijas y la nieta llamada Erzsi. Pero igualmente obtuvo regalos el resto de la familia. A María José, la cuñada bávara, le correspondió un broche con este comentario: «Es un recuerdo de la época en que yo aún vivía». La emperatriz deseaba pasar los años que aún le quedaran en plan de mater dolorosa, siempre vestida de negro y apartada de toda pompa cortesana. El embajador de Alemania en Viena se expresó así: «El emperador también soporta estas lamentables rarezas con gran resignación y paciencia».
El casamiento de su hija favorita, Valeria, constituyó para Elisabeth un nuevo golpe del destino: «Mamá está como atontada, de tanta melancolía, sobre todo por ser incapaz de comprender que uno desee el matrimonio y espere algo bueno de él». Elisabeth expresaba bien a las claras que «consideraba el matrimonio algo contranatural», como anotó la joven desposada en su diario. Para Valeria, que poseía la sensatez de su padre y tenía ilusión por la vida de casada, una madre tan melancólica y exaltada constituía una gran carga psíquica: «El excesivo amor de mamá pesa sobre mí como una carga insoportable. Me reprocho ingratitud y me asusta la idea de que el feliz hogar (eso me parece, al menos) no se desprenda de mí cuando lo abandone».
Por ninguna otra persona se había interesado nunca tanto Elisabeth como lo hizo por su hija menor, su «única». Y precisamente ésta sufría bajo el excesivo afecto, establecía comparaciones entre el padre y la madre y cada día daba más la razón a Francisco José. Agotada por las continuas excitaciones y los sufrimientos que Elisabeth causaba, Valeria elogiaba la «emocionante y casi infantil pureza de alma» del padre, «de la que, pese a todo, sabe extraer consuelo y paz. ¡Cómo podría haber complementado este corazón el alma tempestuosa y sombría de mamá, y qué feliz podría haber sido ella, aun con todas sus pequeñas faltas y debilidades!». Y Valeria, que se preparaba muy concienzudamente para el matrimonio, volvió a decirse —cosa sólo en ocasiones puesta en duda— que «es mamá la que dejó escapar la dicha, probablemente a causa de las circunstancias, pero no por culpa de mi querido padre. Confío en que estos pensamientos no sean injustos..., y de ellos extraigo las más profundas enseñanzas para mi propia vida».
La boda de Valeria y el archiduque Francisco Salvador se celebró a finales de julio de 1890 en la iglesia parroquial de Ischl. Tanto Elisabeth como la novia habían deseado suprimir todas las ceremonias cortesanas que habían parecido ineludibles en los respectivos enlaces de Gisela y Rodolfo, realizados en Viena. Ni siquiera hubo misa de esponsales, sino únicamente una sencilla misa en la intimidad, antes de la bendición nupcial. También eso fue un deseo expreso de la emperatriz, que consideraba «demasiado larga» la acostumbrada y solemne misa de esponsales. Entre las doncellas de honor figuraba también la pequeña Erzsi, hija de Rodolfo, que apenas contaba siete años. Anton Bruckner, muy estimado y protegido por la joven archiduquesa, tocó el órgano.
La felicidad de Valeria era evidente. De los hijos del matrimonio imperial, ella fue la única que se casó por amor y sin consideraciones cortesanas. Eso no hubiese sido posible sin el apoyo de Elisabeth, quien, por cierto, desconsolada por la pérdida de su hija favorita, recomendó, el mismo día de la boda, a la suegra de Valeria, archiduquesa María Inmaculada, que no visitara a la pareja durante su luna de miel «y no se metiera en nada».
A partir de entonces, Elisabeth enviaba cariñosas cartas desde todos sus viajes a Valeria, que residía en el palacio de Lichtenegg, y como de costumbre escribía en húngaro, encabezando sus misivas con el usual «Mi queridísima palomita». Y explicaba que le pedía a Jehová «que El, el grande y poderoso, proteja a mi pequeña palomita junto al que vos amáis, y que os conceda a su debido tiempo palomitas chiquitinas. Voy a rezar especialmente por ello en la misa, aunque me vaya a contrapelo»
Sin embargo, las visitas de Elisabeth a su hija eran escasas y breves. Siempre señalaba que una suegra no hacía más que estorbar la dicha de una joven pareja. A Valeria, que cada vez insistía en que permaneciera más días con ella en Lichtenese le dijo que «precisamente por lo a gusto que se encontraba allí no debía acostumbrarse a ello, porque una gaviota no se adaptaba a un nido de golondrinas, y que la feliz y tranquila vida familiar no se había hecho para ella».
La emperatriz se aferraba a la manía de haber perdido ahora a todos sus hijos.