CAPÍTULO VII
EL PESO DE LA REPRESENTACIÓN
Los triunfos conseguidos por Elisabeth a mediados de los años sesenta —la liberal educación de Rodolfo y el Ausgleich con Hungría— irritaron de tal forma a la sociedad cortesana de Viena, que el abismo existente entre la corte y la emperatriz se hizo ya insalvable. Sisi, por su parte, evitaba cada vez más la «mazmorra» vienesa, ya que notaba de sobra la general antipatía hacia ella.
Ni siquiera la nueva desgracia que azotó a la familia de los Habsburgo, la muerte del emperador Maximiliano de México, logró suavizar los endurecidos frentes. A principios de julio de 1867 llegó la noticia de que Max había sido fusilado en Querétaro. La archiduquesa Sofía, que entre tanto tenía ya sesenta y dos años, no pudo soportar este golpe del destino, porque Max era su hijo favorito. Su consuelo era que «siempre le había desaconsejado ir a México, sin aprobarlo en ningún momento». Le constaba que, en las últimas horas de su vida, había demostrado dignidad, sentimientos religiosos y un valor heroico. «Pero el recuerdo del martirio que tuvo que pasar, en su soledad y tan lejos de nosotros, me acompañará durante lo que me quede de vida y constituye un dolor indescriptible.» Su ánimo de vivir se había quebrado. Sofía vivió aún cinco años, pero esos cinco años estuvieron llenos de dolor por su Max. La archiduquesa se hizo todavía más devota y abandonó toda lucha, incluso la que siempre había sostenido contra su nuera Elisabeth.
La pena de Francisco José por la muerte de su hermano menor fue relativa. Sobre todo en su época de heredero del trono, Max había sido un rival sumamente incómodo y peligroso. Poseía todo aquello de que Francisco José carecía: encanto personal, fantasía, interés por el arte y la ciencia, y tendencias liberales (también en la política). Entre el pueblo, Max había sido siempre el más querido de los hermanos, y al emperador le constaba que los enemigos del absolutismo habían tenido sus esperanzas puestas en él. Por consiguiente, Francisco José no era la persona más adecuada para consolar a su afligida madre.
En semejante situación, las esperanzas estaban puestas en la emperatriz. Hasta su matrimonio con la hermosa Carlota, Max había sido su cuñado favorito, y Elisabeth había tenido tan poca comprensión para la aventura mexicana como Sofía. La desgracia podría haber traído consigo una reconciliación de las dos mujeres, pero tales esperanzas no se realizaron.
Sofía rechazó muy enérgicamente la idea de reunirse con el «asesino de su hijo», Napoleón III, que en agosto de 1867 viajó a Salzburgo para testimoniar su pésame a la familia imperial por la muerte de Maximiliano. La archiduquesa no perdonaba a los soberanos franceses que hubiesen animado a su hijo a emprender la aventura mexicana, para luego dejarle en la estacada en el momento del apuro.
Elisabeth tenía otros motivos para mantenerse alejada del sensacional encuentro. De nuevo pretextó una indisposición, pensó también en un posible embarazo (hacía un mes de la coronación en Hungría) y le dijo a su marido en una carta: «Es posible que me halle en estado de buena esperanza. En esta incertidumbre, la reunión en Salzburgo se me hace pesada. Me siento tan triste, que podría llorar todo el santo día. ¡Consuélame tú, mi alma, que lo necesito mucho! No tengo ganas de nada; ni monto, ni paseo. Todo me es indiferente».
Pero esta vez no le sirvieron de nada sus lamentos. El encuentro en Salzburgo tuvo efecto, si bien los resultados políticos fueron sumamente escasos, no llegándose a la unión austro-francesa contra Prusia (tan temida por Bismarck). En el círculo de la archiduquesa Sofía, hasta las damas de honor se burlaban del «advenedizo» Napoleón y de la poca alcurnia de Eugenia, que sólo había nacido condesa. Comenta Teresa de Fürstenberg: «Mientras tanto, todos están familiarmente reunidos en Salzburgo: los representantes de la más severa legitimidad y los representantes de todo lo contrario; nuestra sencilla pareja imperial, que se acuesta a las nueve, y los franceses, tan acostumbrados a lujos y fiestas».
Sin embargo, hay que decir que los franceses superaban con mucho a los austríacos en el trato social. El conde Juan de Wilczek, presente en esos encuentros, explicó, por ejemplo, que durante un almuerzo en Hellbrunn, de pronto habían desaparecido los cubiertos de la emperatriz Elisabeth: «El asombro fue grande. Sólo podía tratarse de un juego de manos, pero ¿quién de nosotros era tan hábil para llevarlo a cabo?». Entonces dijo el emperador Napoleón, con una sonrisa: «A lo largo de mi vida adquirí algunas aptitudes, y me sirvo de ellas para distraer a mis amigos cuando la animación empieza a decaer».
Como sucedía con frecuencia en la corte vienesa, la conversación se había detenido alrededor de Francisco José y Elisabeth durante la comida, y sólo las artes de prestidigitación de Napoleón lograron disimular los momentos de embarazo.
Cuanto más improductivo resultaba el encuentro de Salzburgo, más llamaban la atención las dos emperatrices: como se afirmaba, las dos mujeres más bellas de la época. Todo el mundo se creía llamado a dar su opinión sobre cuál era la más hermosa.
En sus apariciones en público, Elisabeth y Eugenia no demostraron (dadas las circunstancias políticas) ninguna amistad, y mucho menos aún intimidad. Sin embargo, se entendían mucho mejor de lo que la gente —que quería ver una rivalidad entre ellas— imaginaba. El conde de Wilczek explicó que, un mediodía, Elisabeth había visitado en Salzburgo a la emperatriz Eugenia de manera disimulada y absolutamente particular, correspondiéndole a él montar guardia delante de la puerta para mantener alejadas a otras personas. Al presentarse el emperador Napoleón III y pedir paso, el conde vaciló y quiso preguntar a Eugenia si su estricta orden de no dejar entrar a nadie incluía también al imperial esposo. Dice Wilczek: «Abrí la puerta sin hacer ruido y tuve que atravesar dos piezas del apartamento, por cierto vacías, y cruzar incluso el dormitorio hasta el boudoir, ya puerta se hallaba entreabierta. Enfrente había un gran espejo, y de espaldas a la puerta tras la que yo estaba, las dos emperatrices se ocupaban en aquel momento en medirse con dos cintas métricas las más bellas pantorrillas que entonces podrían verse en toda Europa. La escena era indescriptible y jamás la olvidaré».
En aquellos días se hablaba mucho en Europa de los pies de la emperatriz Eugenia, porque sus faldas eran tan cortas (detalle que los observadores austríacos consideraron «muy demi-monde»), que permitían verle los tobillos. Sisi, en cambio, lucía vestidos largos, más bien anticuados, y mantenía la dignidad propia de la majestad imperial.
En general predominaba la impresión de que Eugenia, trece años mayor que Elisabeth, tenía unos rasgos más regulares, pero que ésta poseía mucho más encanto. Otros observadores descubrían en Eugenia, aparte su belleza, diversas cualidades. «Pero lo que confería un atractivo especial a su rostro —escribió el príncipe de Hohenlohe-Ingelfingen— era una expresión de ingenio y aplomo que no se veía nunca en su siempre apocada compañera».
La invitación a la exposición internacional de París que por su parte hizo Napoleón III no fue aceptada por Elisabeth, que entre tanto había comprobado efectivamente su embarazo y, por consiguiente, tenía motivos para no acompañar a su marido. Con ello también evitó un encuentro con Paulina de Metternich, que, como esposa del embajador de Austria en París, preparó de manera perfecta la visita de Francisco José y consiguió con ello un éxito extraordinario.
La firmeza de decisión adquirida por Elisabeth se reflejaba también en que, como la cosa más natural del mundo, pasaba —y de manera regular— largas temporadas en Baviera. Por el contrario, cada vez se la veía menos en Ischl, donde veraneaban también los padres del emperador. A Sisi habían dejado de importarle los chismes acerca del «ambiente pordiosero» de Possenhofen, «ese lugar que nos produjo más de un disgusto». Ahora demostraba claramente que se encontraba más a gusto en Baviera que en Austria y que la ruidosa vida alrededor de la duquesa Ludovica tenía para ella más atractivo que la fría y aburrida vida cortesana de Viena.
En tono alegre aseguró Elisabeth a su hijo, entonces de seis años, que acudía «a diario con la abuelita a la capilla particular donde un franciscano dice la misa mucho más de prisa que la que en Viena oímos los domingos», observación que debió de hacer poca gracia a la archiduquesa Sofía, que leía juntamente con el niño todas las cartas. La emperatriz describía la vida que llevaba rodeada de sus hermanos, con los que se reunía cada tarde: «Entonces llega el tío Mapperl [Max Emanuel de Baviera] con un montón de libros, y si lee demasiado, todos se duermen, y a Sofía la salpicamos con agua, para que se enfade, y ésa es nuestra única distracción». Explicaba también Sisi que con frecuencia permanecía levantada con su hermana menor, Sofía, hasta bien entrada la noche, mientras los demás dormían, «y las dos charlamos a gusto, cosa que no podemos hacer durante el día». Las damas de honor confirmaban el «entusiasmo» de la emperatriz por Possenhofen.
En los años sesenta y setenta, Elisabeth mantuvo una relación extraordinariamente estrecha con sus hermanas. Ayudaba a éstas en todo lo que podía; viajó a Zurich cuando, en 1867, Matilde iba a dar a luz, y en 1870 acudió a Roma porque María esperaba un hijo. La verdad es que se ocupaba mucho más de sus hermanas que de sus hijos Gisela y Rodolfo. Las personas de su séquito comentaban que «era bonito ver a la emperatriz en su ambiente familiar, con sus hermanos».
Hay que decir que sus dos hijos mayores —Gisela y Rodolfo— interesaban menos que nunca a Elisabeth. La primera asistencia de éstos a una función de teatro, e incluso la fiesta de la primera comunión de Gisela, así como muchos otros acontecimientos de la vida de esos niños sanos y bien educados, tuvieron efecto en presencia del padre, de la abuela, de sus educadores y de las damas de la corte, pero no de la madre. En opinión de Teresa de Fürstenberg, los dos hijos mayores del emperador eran «encantadores»: «Son unas criaturas amables y cordiales, tan buenos como si únicamente le perteneciesen al padre». Era Francisco José quien, pese a sus muchas obligaciones, buscaba tiempo para pasear con los niños, llevar consigo de caza o a la escuela de natación a Rodolfo o ir con los dos al circo Renz. Escribe Teresa de Fürstenberg: «Apenas llegado, el emperador llevó a sus hijos al Renz; esto no habría sido necesario de no estar vacía la cueva del dragón». Significaba esto que Elisabeth no sólo no se ocupaba de los niños, sino que, cuando estaba en Viena, se adueñaba de tal modo del marido, que no quedaba tiempo para emprender nada todos juntos. «Unas circunstancias —añade Teresa de Fürstenberg— que más vale no divulgar, pero que, a causa de las permanencias en Baviera y del constante contacto con las hermanas, se ven agraviadas al máximo.»
Las cuatro hermanas de la emperatriz tenían fama de hermosas y, con excepción de Teresa de Taxis, eran todas muy vivarachas. La que gozaba de menos simpatía entre los vieneses era la ex reina María de Nápoles, ya que apoyaba a la emperatriz en su egoísmo. Dijo Teresa de Fürstenberg: «Uno no sabe qué pensar: si es maldad, locura o tontería, pero sería preferible esconderse para no ser testigo, y desde luego no hay suficientes palabras para admirar la inagotable tolerancia y bondad de la "Mía" [con lo que se refiere a la archiduquesa Sofía]». Hasta la institutriz inglesa de Valeria, en la que Elisabeth creía tener una fiel adicta, comentó con desprecio: «Todas las princesas de Possenhofen parecen mujeres del demi-monde».
Las hermanas procuraban destacar su parecido con Elisabeth. He aquí unas palabras de María de Festetics: «La figura, el velo, el peinado, la forma de vestir, las costumbres... ¡Nunca se sabe quién es quién!». También María «habla en voz baja. Casi me hizo reír ver lo mucho que imita a la emperatriz». Matilde y Sofía no les iban muy a la zaga a sus dos hermanas mayores. La única excepción era Elena. María de Festetics la encontraba demasiado rígida e informe, descuidada, fea y antipática. «Parece una caricatura de la hermana, y cualquiera verá en seguida que realmente es su hermana.»
Esta semejanza tan notoria hacía que cada aparición en Viena de las cinco hermosas bávaras fuese tomada como una demostración de su común acuerdo. Con esas hermanas, los conflictos de Sisi parecían multiplicarse. Porque ninguna de ellas supo establecer contacto con la sociedad vienesa, y las cinco permanecieron aisladas en la capital austríaca.
Sisi pasaba la mayor parte del año en Hungría o en Baviera con su hija menor, y dejaba en manos de Francisco José todos los deberes de representación, lo que era motivo de interminables críticas. Crenneville, por ejemplo, escribe el Jueves Santo de 1869 en su diario: «¡Asistencia a la iglesia y lavatorio de pies por S.M. [su majestad] solo, ya que la reina reside en Ofen!».
Una y otra vez, la emperatriz decepcionaba a los vieneses por sus desaires al no asistir a los grandes acontecimientos.
En mayo de 1869, por ejemplo, fue inaugurado el nuevo teatro de la Ópera, uno de los más bonitos y costosos edificios de la Ringstrasse. Con la mayor ilusión, los arquitectos habían hecho construir y decorar un salón especial para la emperatriz. Era de estilo Renacimiento, con paredes recubiertas de seda violeta y ricos adornos dorados. Todo había sido preparado teniendo en cuenta los gustos de Sisi: en las paredes se veían gigantescos paisajes de Possenhofen y del lago de Stamberg, y la lujosa mesa llevaba grabadas las iniciales de Elisabeth. Cubrían el techo tres pinturas con temas tomados de Oberón, de Weber. En la pintura central aparecían Oberón y Titania como soberanos del reino de las hadas, en una carroza en forma de concha y tirada por cisnes, lo que constituía una fina referencia al drama favorito de Elisabeth, el Sueño de una noche de verano y su mundo de hadas, al que también dio vida Weber en su Oberón. Dado que Elisabeth no se interesaba demasiado por la música (salvo por la de los gitanos húngaros), era necesario ese rodeo a través de la literatura, que a su vez demostraba el esfuerzo realizado por los artistas en el «salón de la Emperatriz».
La fecha de inauguración de la nueva Ópera vienesa fue retrasada a causa de Elisabeth, que de nuevo permanecía en Budapest más tiempo del previsto. Como si la construcción del teatro no hubiese producido ya suficientes problemas (la crítica general les había costado la vida a los dos arquitectos: Van der Nuil se suicidaba un año antes de la inauguración, y Siccardsburg moriría meses más tarde a consecuencia de los disgustos), la emperatriz se permitió causar todavía más trastornos con la fecha de la inauguración, retrasada por respeto a ella. Pese a haber dado su conformidad y encontrarse en Viena, poco antes del comienzo del Don Juan, obra elegida para la apertura, se disculpó pretextando una «indisposición» muy poco creíble.
Después de ese escándalo, Elisabeth trató de calmar los excitados ánimos asistiendo —por primera vez desde hacía siete años— a la procesión del Corpus. La esposa del embajador belga escribió a Bruselas: «El pueblo estaba ya furioso. Creo que, de no participar ella esta mañana en la procesión, se hubiese producido un levantamiento». Elisabeth tuvo que estar junto a la catedral de San Esteban a las siete de la mañana, vestida de toda gala. Lucía un vestido de color malva, bordado en plata y adornado con diamantes, y su peinado era muy complicado. A las tres horas necesarias para su arreglo hay que añadir el traslado desde Schönbrunn a la ciudad, lo que significa que la emperatriz tuvo que levantarse a las tres de la madrugada para participar-como principal centro de atracción, pero al mismo tiempo en una actitud humilde y devota— en la procesión del Corpus, acompañada de un séquito también pomposamente vestido. Comenta la condesa de Jonghe: «La infeliz iba escotada, y soplaba un viento que, aunque ligero, era bastante frío. Detrás de ella iban doce princesas, todas con cola e igualmente escotadas. Si esta noche no están todas enfermas, tienen suerte». Todos los espectadores estuvieron de acuerdo en que Elisabeth era muy hermosa. Continúa la condesa de Jonghe: «El modo de andar de la emperatriz recordaba el deslizarse de un precioso cisne sobre las aguas. Hasta el último momento, la gente temió que Elisabeth no acudiera, porque esta beldad no ama el sol ni presentarse en público».
No sólo la multitud tomaba a mal las frecuentes disculpas de Elisabeth, sino también quienes colaboraban en esos espectáculos cortesanos. Porque si la emperatriz se negaba a acudir, sus damas de honor tampoco tenían ocasión de lucir, como miembros del séquito, sus mantos ricamente bordados sobre los fastuosos vestidos, aparte las mejores alhajas familiares.
En las ceremonias del Jueves Santo, todavía eran más los perjudicados, pues era costumbre que el emperador efectuara el lavatorio de doce ancianos de la Casa de la Caridad, que a continuación eran invitados a un banquete y recibían buenos regalos. La emperatriz hacía lo mismo con doce ancianas pobres. Pero dado que casi siempre era sólo el emperador quien realizaba ese acto de pública humildad, doce ancianas se quedaban cada año sin la ilusión de la gran fiesta y sin los generosos regalos. Si tenemos en cuenta que la emperatriz faltó a las ceremonias de más de cuarenta Jueves Santos, las perjudicadas fueron muchas.
La emperatriz efectuaba a su manera las visitas a los orfanatos, hospitales y asilos. No era nada partidaria de la representación de las grandes recepciones, de los discursos pronunciados por los directores de los institutos ni de los artículos con que los periódicos elogiaban las visitas imperiales a los pobres y enfermos. Elisabeth solía presentarse sin previo aviso, sin más compañía que la de una dama de honor. Lo que ella quería era ver personalmente a los enfermos y comprobar si eran bien tratados y cuidados. Por ejemplo, se hacía servir una pequeña cantidad de comida en el asilo y hospital, la probaba y decía si le parecía buena o no. Hablaba detenidamente con las personas internadas, se interesaba por sus circunstancias familiares y hacía dádivas a la vez que procuraba dar ánimos.
Con este modo de actuar, la emperatriz disgustaba a los directores de los centros y también a los organizadores cortesanos (a los que, simplemente, ignoraba), pero despertaba el entusiasmo entre los enfermos y asilados, que veían en ella un hada buena, sobre todo por su naturalidad y sencillez en el trato con la gente humilde (rasgo traído consigo de Baviera). Cada una de sus palabras era ansiosamente acogida y luego repetida en la familia a través de las generaciones. La condesa de Festetics, que acompañaba a la emperatriz en muchas de estas visitas, escribió con admiración en su diario: «... porque, ¿cómo va a los hospitales? Tal como es en todo, sin ostentaciones... ¡No! Ella quiere consolar y ayudar a los enfermos. ¡Y les habla con tanta espontaneidad!».
La atención a los pobres y enfermos era tradición en la familia ducal de Baviera y se diferenciaba principalmente de la actividad social de la familia imperial austríaca en que tenía un carácter personal y no iba encauzada hacia las instituciones.
Elisabeth trató siempre de continuar esa tradición.
Sin embargo, cada vez iba uniendo más esas visitas a su interés por las singularidades de todo tipo: ya de joven quiso visitar, en Verona, el «Instituto para la Educación de Negros», escuela misional en la que recibían enseñanza los esclavos negros emancipados, que después eran devueltos a África para colaborar allí en las misiones cristianas. Asimismo, la visita de Elisabeth a un lazareto para enfermos del cólera, en Munich, en el año 1874, no fue el cumplimiento de un deber caritativo, sino la satisfacción de una pura curiosidad y, además, una gran imprudencia a causa del peligro de contagio. Esa visita tuvo efecto sin conocimiento del emperador. Elisabeth, acompañada por la fiel Festetics, pasó por los lechos de los moribundos y estrechó con gesto de consuelo la mano de un joven —que a las pocas horas dejaría de existir—, diciéndole luego a la condesa: «Este chico se muere, y algún día me recibirá contento en el otro mundo». Era ésa la misma Elisabeth que en Viena huía del cólera con una aprensión terrible.
Era manifiesto su interés por los manicomios (también en el extranjero, donde no se trataba de obligaciones de representación, sino de visitas totalmente particulares), donde se informaba a fondo sobre el destino de los enfermos. En aquella época, el tratamiento de los problemas mentales se hallaba todavía en sus comienzos y, en general, se limitaba a un internamiento de los enfermos, a alimentarlos y cuidarlos. Los nuevos experimentos terapéuticos interesaban sobremanera a Elisabeth, que incluso quiso estar presente en la hipnotización de un paciente, lo que entonces constituía un método revolucionario y sensacional.
Este sorprendente interés de la emperatriz por las enfermedades mentales y su tratamiento hubiese podido ser el principio de una dedicación por su parte, pero Elisabeth no dio el necesario paso para un apoyo activo de las nuevas terapias, aunque en 1871 expuso a Francisco José un original deseo con motivo de su onomástica: «Ya que me preguntas qué me haría ilusión, te pido que me regales un pequeño tigre real (en el parque zoológico de Berlín hay tres cachorros) o un medallón. Sin embargo, lo que más me alegraría sería un manicomio completamente instalado. Ahora ya tienes para elegir». Y cuatro días después: «Te agradezco por adelantado el medallón... Lamento que, por lo visto, no tengas ni un momento de tiempo para reflexionar sobre las otras dos cosas». El interés de Elisabeth por las «casas de locos» fue considerado otra de sus numerosas extravagancias, ampliamente satirizado y estimado impropio de una emperatriz.
De manera muy poco imperial se comportaba también Elisabeth en las escasas visitas que hacía a algunos artistas, como por ejemplo, al más admirado de la Viena de entonces, Hans Makart, que con uno de sus monumentales retratos, el de Catarina Cornaro (hoy expuesto en la villa de Hermes, del parque zoológico de Lainz), había causado gran sensación. Sin previo aviso, la emperatriz se presentó un día en el estudio de Makart. Guillermo Unger, discípulo de Makart, que casualmente presenció la escena, comentó: «Permaneció largo rato en silencio tal como había venido, ante el retrato de Catarina Cornaro, casi sin moverse. Que la pintura le impresionó creo haberlo comprobado, pero Elisabeth no tuvo ni una palabra con Makart, quien tampoco podía romper el silencio con un comentario cualquiera... Finalmente, la emperatriz le dirigió esta pregunta: "Me han dicho que tiene usted dos galgos escoceses... ¿Puedo verlos?" Makart mandó traer los perros. La emperatriz, que poseía un par de espléndidos ejemplares de esa misma raza..., contempló un rato los animales, dio las gracias y se despidió sin haber dedicado ni una sola palabra al cuadro». La excesiva timidez de Elisabeth llegaba a ser ofensiva en casos como éste.
En su trato con la nobleza era cuando la emperatriz menos se esforzaba en ser atenta, y de este modo se creaba enemistades totalmente innecesarias. En tono de burla comentaba la insulsa conversación de las damas consideradas merecedoras de entrar en sus aposentos y también de las demás, así como de los dignatarios de la corte. Su silencio en el cercle era siempre clara demostración de desprecio, pero no de su incapacidad personal. La postura de la emperatriz era interpretada como una excentricidad. No se sometía al orden de la corte, se permitía de vez en cuando alguna ironía y, si se le antojaba, enfurecía con una sonrisa burlona a los interlocutores que, según ella, observaban las reglas de la etiqueta con demasiada rigidez.
Sisi se mantenía alejada de la política desde 1867. Si lo hizo voluntariamente o no, es cosa que no se desprende de las fuentes informativas. Incluso en el crítico verano de 1870, después de estallar la guerra franco-prusiana, demostró poco interés por la tensa situación y las excitadas discusiones en Viena. Unos veían en esa guerra una posibilidad para que Austria se desquitara del descalabro sufrido en 1866, luchando contra Prusia al lado de Francia. Baviera (sujeta por los pactos establecidos en 1866) estaba de parte de Prusia, al igual que los restantes países del sur de Alemania, que cuatro años antes habían sido aliados de Austria contra Prusia. Por consiguiente, una intervención de Austria de acuerdo con los franceses hubiese significado también la guerra contra los antiguos aliados alemanes, o sea no sólo contra Prusia. La situación era sumamente delicada, pues, y, desde el punto de vista militar austríaco, muy poco favorable. Las rápidas victorias del Ejército prusiano destruyeron pronto todas las esperanzas de poder derrotar a Prusia. Austria-Hungría permaneció neutral.
Ni siquiera tan tensa situación logró mejorar el clima familiar que se respiraba en la casa imperial. Al contrario: Elisabeth se negó a pasar el verano con su suegra en Ischl y viajó con los niños a Neuberg del Mürz. Extracto de una carta de la emperatriz a su marido: «... comprenderás que prefiera evitar pasar todo el verano con tu mamá».
La suerte de sus tres hermanos, que luchaban contra Francia en el frente prusiano, sí preocupaba a Elisabeth. Con respecto al futuro de Austria se mostraba muy pesimista, y en agosto de 1870 le escribió a Francisco José: «Quizá aún vegetemos durante un par de años, antes de que nos toque el turno. ¿Qué opinas tú?».
En septiembre de 1870 fue proclamada en París la República. El Imperio de Napoleón III fue derrocado. Las tropas de la nueva Italia entraron en Roma y pusieron fin a los Estados Pontificios. La hermana de Sisi, ex reina de Nápoles, huyó de Roma a Baviera. Elisabeth, sin embargo, apenas se interesó por todos esos acontecimientos; ni siquiera por la proclamación de Guillermo I como emperador de Alemania en Versalles. Lo que hizo fue provocar aún más a quienes la rodeaban con su decisión de volver a abandonar Viena (esta vez con sus hijas Gisela y Valeria) y dirigirse a Merano para pasar allí el invierno.
La archiduquesa Sofía, por regla general muy reservada al respecto, confió a su diario las preocupaciones que su nuera le causaba y se lamentó de «la noticia de que Sisi se dispone a pasar otro invierno lejos de Viena, llevándose las dos hijas a Merano. ¡Pobre hijo mío! Y Rodolfo se queja de tener que separarse de sus hermanas por tanto tiempo!».
El príncipe heredero, que entre tanto había cumplido doce años, demostró por primera vez una disconformidad con lo que hacía su madre al enviar estas líneas justamente a su abuela Sofía: «... y el pobre papá tendrá que estar separado de la querida mamá en estos tiempos tan difíciles. Yo acepto con alegría la bonita misión de ser el único apoyo de mi querido papá», frases que Sofía incluyó en su diario.
La decepción del pequeño príncipe heredero es comprensible. La estancia de Elisabeth en Merano duró desde el 17 de octubre de 1870 hasta el 5 de junio de 1871 (con una breve interrupción en marzo de 1871, cuando tuvo que acudir a Viena por la muerte de su cuñada María Anunciada). El emperador debía trasladarse a Merano si quería ver a su mujer y a las niñas. Elisabeth pasó casi todo el verano de 1871 en Baviera e Ischl, pero en octubre viajó de nuevo a Merano, donde (con un breve intermedio en Budapest para asistir al compromiso matrimonial de Gisela) permaneció hasta el 15 de mayo de 1872. Siempre tenía la compañía de alguna hermana. La condesa de Festetics, nueva dama de compañía, fue también a Merano después de vacilar mucho en aceptar el cargo, que sin duda constituía un gran honor. El encanto de la emperatriz era extraordinario, según dijo, «pero con que sólo una décima parte de lo que explica Bellegarde [sucesor de Crenneville como general ayudante del emperador] sea verdad, tengo miedo...». Fue Gyula Andrássy quien disipó los reparos de la severa condesa y le hizo ver que era su obligación sacrificarse por la patria (Hungría, desde luego) y aceptar el nombramiento: «Usted puede hacer mucho bien, y la reina necesita personas fieles». Si ya en el caso de una húngara fue tan difícil conseguir que entrase a formar parte del círculo más íntimo de la emperatriz, no será difícil imaginar las reservas de la nobleza austríaca, y mucho más aún de la bohemia.
La condesa había oído decir tantas cosas negativas, que quedó sorprendida al comprobar que, si bien Elisabeth ansiaba salir de Viena, en sus viajes llevaba una vida absolutamente retraída, sin que nada permitiese sospechar la menor aventura de ningún tipo. Anotó en su diario: «Por ahora sólo veo que la emperatriz pasea mucho sola, con su enorme perro, y que se cubre con un grueso velo azul; que si lleva a alguien consigo, es la Ferenczy, y que rehuye a la gente. Esto es muy lamentable, pero nada tiene de malo».
Una de las pocas distracciones de Sisi, pero muy característica de ella, fue la de mandar a buscar en coche a una giganta llamada Eugenia, de doscientos kilos de peso, que era expuesta en una barraca de feria de Merano, y llevarla a su residencia, el palacio de Trauttmansdorff, para poder verla de cerca.
Durante un paseo preguntó Elisabeth a la condesa, naturalmente en húngaro:
—¿No se extraña usted de que yo viva como una ermitaña? —Y agregó—: No me quedó más remedio que elegir esta vida. En el gran mundo me perseguían y hablaban mal de mí, me calumniaban y me ofendían y herían de tal manera... Dios, que ve mi alma, sabe que jamás hice daño a nadie. Decidí, pues, buscar una compañía que no turbara mi tranquilidad y que, a la vez, me hiciera feliz. Me encerré en mí misma y, en cambio, me abrí a la naturaleza. Sé que el bosque no me traicionará... La naturaleza es mucho más agradecida que los hombres.
Después de una de sus conversaciones con la emperatriz, la condesa escribió en su diario: «No es nada trivial, y de todo cuanto dice se desprende su vida contemplativa. Lástima, sólo, que pierda su tiempo en cavilaciones y que no tenga nada que hacer. Es una persona con tendencia a la actividad mental y con ansias de libertad, para la que cualquier limitación resulta horrible». La dama de honor no se cansaba de elogiar el calor humano y sus destacadas facultades intelectuales, que se revelaban en sus ocurrencias a veces sarcásticas pero siempre acertadas. Sin embargo, María de Festetics también veía los rasgos negativos de Elisabeth: «En "Ella" hay de todo, pero como en un museo desordenado: montones de tesoros no aprovechados. Ni ella misma sabe qué hacer con ellos».
Por otro lado, la condesa comprendía perfectamente que la emperatriz evitara la corte. Mientras estuvo en Viena, María de Festetics censuró la vacuidad, la excesiva formalidad y la mendacidad de la vida cortesana: «Una vida insípida». Se lamentaba de que «la vanidad, la pérdida de unos valores dignos de ser vividos, en ninguna otra parte se nota tanto como en la corte, si uno se acostumbra al resplandor superficial y a la vez se da cuenta de que todo es sólo exterior, simplemente dorado, como las nueces y manzanas para la decoración navideña... ¡Cómo comprendo la falta de íntima satisfacción que siente la emperatriz!».
No obstante, los lamentos de este tipo no eran motivo suficiente para que la emperatriz abandonara Viena por tanto tiempo. Probablemente existieron otros, más serios, que sólo nos cabe sospechar. Fue en ausencia de Sisi cuando en Viena tuvo efecto precisamente un cambio total en la política exterior. El conde de Beust, hasta entonces canciller del Imperio y ministro de Asuntos Exteriores, fue cesado. Y le sucedió —¿cómo no?— Gyula Andrássy, que desde 1867 anhelaba este cargo (con el vehemente apoyo de Elisabeth). No poseemos ningún documento de esa época que demuestre la influencia de la emperatriz a favor de Andrássy, y hay que tener en cuenta que también intervenían otros factores: en primer lugar, la postura más bien bélica de Beust en la guerra franco-prusiana, en la que Andrássy prefería una postura neutral de Austria-Hungría.
Lo cierto es que Andrássy se veía como el salvador de la monarquía. Y también Elisabeth se expresó en este sentido al decir, en una de sus poesías, que Andrássy había «sacado el carro del fango» en 1871. Su política era totalmente nueva. Si Beust había sido el gran adversario de Bismarck, Andrássy buscaba ahora un entendimiento con el Imperio alemán, y con ello complacía a Bismarck. Ambos estadistas tenían como objetivo la reconciliación con los enemigos de Königgrätz y el establecimiento de un pacto austro-alemán, que finalmente se hizo realidad en la «Doble Alianza» de 1879.
El proceso que condujo a la destitución del conde de Beust y al nombramiento de Andrássy queda aún hoy un poco turbio, pese a todas las averiguaciones efectuadas. Sobre todo habría que aclarar qué papel tuvo Elisabeth en ese cambio. No es de suponer que se mantuviera muy al margen. Porque incluso más tarde demostraba con suficiente desenvoltura su antipatía hacia Breust y su aprobación de todo cuanto hiciera Andrássy. Pero su influencia política ya había suscitado serias discordias en 1867, principalmente respecto de la persona de Andrássy. Y ahora que este político no sólo era responsable de los asuntos húngaros, sino también de toda la política exterior del Estado, en Viena tenían mucho miedo de que el liberal Andrássy volviera a servirse de Elisabeth para sus fines políticos —como había sabido hacer tan magistralmente en 1867—, consiguiendo con ello un poder como ningún otro ministro de Asuntos Exteriores tuvo antes ni después. Esta preocupación era lógica. En consecuencia, es posible (aunque no hay forma de comprobarlo, ya que de aquella época tan crítica no se ha conservado correspondencia entre la pareja imperial) que Elisabeth prefiriera esquivar toda discusión sobre su influencia política en los delicados días del nombramiento de Andrássy, y el mejor medio para ello era ausentarse de Viena. Dada la situación, con ello reforzaba, además, la postura de Andrássy. El partido conservador de la corte (lo que los liberales llamaban «la camarilla»), que rodeaba al archiduque Alberto y a la archiduquesa Sofía, deploraba el nuevo desarrollo político. El propio Andrássy nada podía hacer contra el odio a Prusia de la archiduquesa Sofía. Y el rumbo consecuentemente liberal de la política interior-que ya pronto habría de conseguir la supresión del Concordato— supuso para la delicada y ya añosa mujer muchas horas de preocupación. El último día del año 1871, cuando Andrássy ya había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores, escribió llena de amargura en su diario: «... el liberalismo con todos sus corifeos y utopías... ¡Que Dios se apiade de nosotros!».
La relación entre Elisabeth y Andrássy continuó igual, si bien no volvió a trascender al público. La correspondencia seguía como antes, pero ahora eran tres las personas encargadas de transmitirla: Ida Ferenczy, la condesa de Festetics y el nuevo camarero mayor, barón de Nops, buen amigo de Andrássy. La mayor y más importante parte de esta correspondencia fue destruida por Ida, sin duda con buen motivo. Las escasas cartas conservada, contienen, aparte algunas sugerencias insignificantes, el ruego de Andrássy a la emperatriz de que trate de mejorar, en la medida de lo posible para ella, las relaciones con el Imperio alemán sobre todo con visitas. Y Elisabeth, pese a todas sus reservas con respecto a los «prusianos», hizo lo que pudo. Sus contactos con el príncipe heredero y su esposa, la princesa Victoria (principalmente con ésta, ya que era más o menos de su misma edad, y tenía unas ideas políticas muy perfiladas) fueron francamente cordiales, y ella las aprovechó para luchar por el liberalismo Elisabeth cultivó esa relación porque Andrássy lo consideraba adecuado e importante, y porque la princesa heredera alemana tenía sus mismas ideas políticas (y las de Andrássy, claro). Igual, mente, Elisabeth seguía procurando hacer llegar a su imperial esposo los deseos de Andrássy; por ejemplo, cuando se trató de nombrar un nuevo presidente del Consejo de Ministros húngaro. En 1874 escribió a Francisco José: «Si tuvieras la suerte de conseguir a Tisza, te llevarías el mejor. Ayer mismo vino a verme Andrássy».
Cuando, a finales de abril de 1872, en Viena empezó a causar mal efecto la ausencia excesivamente larga de la emperatriz, fue Andrássy quien dirigió estas líneas a Ida Ferenczy, que se hallaba también en Merano: «Quisiera pedirle que, mediante su influencia, trate de lograr que la emperatriz no permanezca mucho tiempo alejada de la capital». Unas dos semanas después de recibir esta carta, Elisabeth regresaba a Viena.
Si bien la emperatriz se ocupaba muy poco de sus dos hijos mayores, también es cierto que desplegó una gran actividad cuando se trató de buscar un novio adecuado para Gisela, que había cumplido quince años. Elisabeth se quejaba siempre de haber sido casada tan joven, pero ahora tampoco daba ocasión de esperar a su hija o incluso de seguir su propio camino. (Sólo con la menor, Valeria, se sintió generosa Elisabeth, llegando a declarar que, si se empeñaba, la dejaría casar hasta con un deshollinador.) Como antaño la duquesa Ludovica, también Elisabeth se sirvió de las relaciones familiares.
Gisela era muy bonita. Además, las casas reales católicas de Europa no podían ofrecer, en los años setenta, ningún príncipe apropiado. Hubo, pues, que pensar de nuevo en Baviera. Más exactamente, en el segundo hijo del príncipe Luitpold, el príncipe Leopoldo, diez años mayor que Gisela.
Pero Leopoldo no estaba libre. Hacía ya tiempo que se habían iniciado negociaciones para una unión con la princesa Amalia de Coburgo. Nadie —o casi nadie— de la corte vienesa, con excepción de Elisabeth, sabía que esa misma Amalia de Coburgo era el amor de Max Emanuel, «Mapperl», su hermano menor. De cualquier forma, causó asombro la insólita actividad de Sisi, que en la primavera de 1872 invitó a Ofen y a Gödöllö al casi novio de la princesa Amalia. Motivo oficial fue una caza de chochas. Elisabeth a Leopoldo: «Espero que así no llame la atención».
Leopoldo dilató las negociaciones con los Coburgo, ya que —como él dijo— no se ponían de acuerdo sobre la cuestión de la dote. Se trataba de cincuenta mil gulden. La princesa Amalia, por su parte, no tenía ni idea de lo que sucedía. Además, dio la casualidad de que por aquel entonces también se hallaba en Ofen, con lo que se produjo más de una situación violenta.
El compromiso matrimonial de Leopoldo y Gisela fue decidido en pocos días. Dice la condesa de Festetics sobre la novia: «Es tan feliz como corresponde a una chiquilla, pero no puede afirmarse que sea una pareja hermosa». El emperador escribió a su madre: «Todo fue sencillo, cordial y patriarcal, pese a que ni Sisi ni yo somos todavía patriarcas». Comentario de Sofía: «La dicha hogareña de la pequeña y del buen Leopoldo me parece segura, pero este enlace no constituye un gran partido».
En realidad, el novio tenía la conciencia sucia, por lo que escribió preocupado a su tía, desde Hungría: «Espero no perjudicar a A[malia]. He de confesar que me siento intranquilo... Al marchar encontré a A. en la escalera y la vi muy contenta. La pobrecilla...». Sin embargo, Leopoldo se consoló muy de prisa: «Estaba escrito que debía ser así, y no pudo suceder de otra forma. Gisela es encantadora; tiene la dulce mirada de su padre». Para Leopoldo, la unión con la hija del emperador de Austria era rentable en todos los aspectos. Sólo de su abuelo, el archiduque Francisco Carlos, y de su abuela, la archiduquesa Sofía, Gisela recibió con motivo de su boda la cantidad de quinientos mil gulden.
Con gran habilidad, Elisabeth dejó pasar una temporada bastante larga, para que Amalia pudiese reponerse del golpe sufrido. Luego —en mayo de 1875— se ocupó personalmente de negociar, ayudada por la condesa de Festetics, el enlace de su hermano con Amalia de Coburgo. Por supuesto que, ni en este caso, dejó Elisabeth de comentar la mala opinión que tenía del matrimonio, declarando que era «una broma de mal gusto tener que abandonar la libertad siendo tan joven. Pero nadie sabe valorar lo que tiene hasta que lo ha perdido». El matrimonio concertado por Elisabeth fue un acierto.
No sabemos si la emperatriz dio algún paso para preparar a su hija para la vida conyugal. Que no se iba a preocupar de cosas tan prosaicas como la confección del equipo de novia, dejando eso en manos del personal, se sobrentiende. Si tenemos en cuenta el amor y el interés con que la duquesa Ludovica había preparado en su día el trousseau de la joven Elisabeth y el esmero con que incluso la futura suegra, Sofía, lo dispuso todo para la nueva emperatriz —desde la ropa de cama, pasando por cualquier detalle de la decoración, hasta las alfombras—, no es de extrañar que en la corte se criticara «la frialdad de la soberana», como nos revela el diario de la condesa de Festetics.
Desde luego, Gisela era incolora e insulsa en todos sentidos y no se prestaba para el lucimiento. No tenía nada de los vuelos intelectuales de su madre y de su hermano Rodolfo. En su trivial modestia se parecía a su padre, y, contentadiza como era, nunca protestó por nada. Convirtióse en una esposa buena y tranquila, algo llena, y tuvo cuatro hijos. De Elisabeth no ha quedado ni una sola palabra que demuestre afecto hacia Gisela, su hija mayor.
Poco después de la boda de Gisela moría, tras larga enfermedad, la archiduquesa Sofía, que siempre había hecho de madre de los dos hijos mayores de Elisabeth y se había ocupado, asimismo, de la novia que aún no tenía dieciséis años. La agonía de Sofía fue lenta y penosa. Sus deseos de vivir se habían apagado desde la triste muerte de su segundo hijo, Max. Cierto es que siguió cumpliendo valientemente con sus obligaciones respecto de su marido, sus hijos y nietos y la familia de los Habsburgo, pero en los últimos años ya no intervenía en la política, cuyo rumbo tanto la disgustaba, ni se atrevía a dar consejos a su nuera.
La relación entre Sofía y el emperador había sido siempre estrecha y profunda. En la corte, todo el mundo fue testimonio del dolor que le causaron a Francisco José la enfermedad y el fallecimiento de su madre. Se le veía afligido, y fueron muchas las horas que pasó junto al lecho de la archiduquesa. Incluso mandó cubrir de paja el suelo del patio de su residencia, para atenuar el traqueteo de los pesados carruajes sobre los adoquines. Elisabeth se hallaba en Merano, pero al recibir la noticia de la inminente muerte de Sofía interrumpió la cura y acudió a Viena.
Diez días con sus noches permaneció la familia imperial al lado de la moribunda, que padecía crisis convulsivas y a ratos perdía el habla.
La condesa de Festetics describió así la muerte de Sofía: «Toda la corte se había reunido; los ministros... Era horrible». A medida que avanzaba la mañana, quienes allí aguardaban empezaron a mostrarse inquietos. «El nerviosismo aumentaba a cada minuto, porque una espera así es agotadora. Luego todos sintieron hambre, ya que la muerte no llegaba. ¡Nunca lo olvidaré! En una corte, todo es distinto que entre otras personas; lo sé, pero el acto de morir no puede ser una ceremonia, ni la muerte una función cortesana.» Hacia las siete de la tarde sonó por fin la «palabra liberadora..., mas no por el fallecimiento de la archiduquesa, sino que una voz anunció en tono bastante fuerte: "Los augustos señores se disponen a cenar". Eso resultó casi ridículo, y todos los demás se sintieron absueltos y escaparon en todas direcciones».
Elisabeth, en cambio, permaneció junto a su suegra. También ella llevaba diez horas sin probar bocado, pero no se movió de allí hasta que Sofía expiró a la mañana siguiente. María de Festetics escribió, llena de admiración: «El corazón de la emperatriz procede de sus bosques bávaros. Por eso no la comprende nadie de aquí, donde el inflexible ceremonial tiene que ahogar forzosamente todo sentimiento espontáneo».
Sofía murió la mañana del 27 de mayo de 1972. «Una mujer de gran espíritu», como escribió Crenneville. La profunda pena del emperador era evidente. El embajador suizo informó a Berna: «Para el emperador, la pérdida de su madre constituye un duro golpe, ya que era la única persona que le proporcionaba el calor familiar que en su vida íntima encuentra a faltar». Todos los comentaristas estuvieron de acuerdo en la influencia ejercida por Sofía en la vida política, sobre todo entre los importantes años de 1848 a 1859. Hasta el embajador suizo, que no siempre había estado conforme con la línea política de Sofía, destacó en su informe: «No cabe duda de que, después de María Teresa, la archiduquesa Sofía fue la figura política más importante entre todas las mujeres de la Casa Imperial». Todos estos comentarios incluían una tácita censura de la inactividad de Elisabeth, en negativo contraste con el cumplimiento de sus deberes por parte de la difunta Sofía.
También el conde de Hübner escribió en su diario, con evidente alusión a Elisabeth, que la muerte de Sofía era «una pérdida para la familia imperial y para quienes se sienten fieles a la tradición de la corte y comprenden su importancia». Y después del sepelio, María de Festetics, la fiel dama de honor de Elisabeth, tuvo que oír estas duras palabras: «Acabamos de enterrar a nuestra emperatriz», clara indicación de que Elisabeth no había logrado, en casi veinte años, ser aceptada como tal.
Sofía dejó una carta de despedida (escrita en 1862), en la que resumía una vez más sus principios y recalcaba la destacada posición del emperador en la propia familia: «Permaneced todos unidos, queridos hijos, en inalterable amor y en la fidelidad y el respeto de los más jóvenes hacia su emperador y señor». Tampoco aquí dejó la menor duda acerca de su aversión al liberalismo, al recomendarle a su hijo: «... mi caro Franzi: sobre ti pesa una grave responsabilidad con respecto a tu católico Imperio, que ante todo debes conservar católico, aunque a la vez cuides paternalmente de unos cuantos millones de personas de otras creencias...». Y le animaba a la energía y a la perseverancia en los principios de siempre: «Sólo la debilidad y el abandono de los bienintencionados... alienta a los impulsores de la revolución».
Eran ésos los principios de los viejos tiempos, de la época del legitimismo y del Concordato. Pero, entre tanto, la evolución había dejado atrás esos principios. Austria-Hungría tenía desde 1867 una Constitución liberal. El Concordato había sido suprimido, y también la reforma escolar era de carácter muy liberal. Francisco José ya no era un emperador autocrítico, sino un monarca que respetaba la Constitución. En el poder estaban, tanto en Austria como en Hungría, los viejos enemigos de Sofía, el «partido constitucional», los liberales. El ex revolucionario y emigrante Gyula Andrássy era imperial y real ministro de Asuntos Exteriores. Con la muerte de Sofía terminaba claramente la era católica-conservadora del Estado de los Habsburgo, añorado por unos y detestado por otros. Con la archiduquesa había muerto un símbolo de los tiempos pasados.
En la monarquía eran de sobra conocidas las diferencias entre Sofía y Elisabeth, y todos sabían, además, hasta qué punto habían influido esas desavenencias personales en el terreno político. Por consiguiente, el fallecimiento de la vieja archiduquesa significó un cambio de clima en ese aspecto. Algunos esperaban —sobre todo los húngaros, naturalmente— que Elisabeth aprovecharía la oportunidad y entraría en acción. Sus ideas liberales eran suficientemente conocidas. Y la gente confiaba en su inteligencia, demostrada ya con bastante frecuencia, principalmente en el año 1867.
Al día siguiente del sepelio de Sofía, la condesa de Festetics anotó en su diario: «... sin duda, un momento muy serio. Los firmes lazos entre el "hoy" y el pasado ya no existen. ¿Querrá la emperatriz lo que podría conseguir o ha renunciado a ello, cansada de las eternas luchas? ¿Se ha vuelto perezosa o ha perdido toda la ilusión por esa tarea?».
Las esperanzas (y los correspondientes temores del «partido cortesano») no se cumplieron. Elisabeth continuó rehuyendo la corte. La propia condesa de Festetics, siempre dispuesta a defender a la emperatriz, comprobó, preocupada, que ésta se retiraba cada vez más a una «soledad física y psíquica», y escribió: «Todo esto alimenta todavía más su tendencia a la apatía. Lo que hoy resulta doloroso, será cómodo dentro de un tiempo, y ella hará cada día menos cosas, y la gente la atacará más y más, y ella será cada vez más pobre, con todas su riquezas, y nadie recordará que fueron los demás quienes la empujaron hacia esa soledad».
Además, la hurañía de Elisabeth empezó a adquirir ahora —a principios de los años setenta— unas dimensiones realmente preocupantes, y hacía cada vez más improbable cualquier actividad política o social. La emperatriz no sólo había desarrollado verdadero temor a las grandes masas, a los curiosos e incluso a sus seguidores, sino que ahora se escondía también de los funcionarios de la corte. Dice María de Festetics: «Me sorprende el retraimiento que demuestra al tropezar con cualquier miembro de la corte. La vista de un ayudante personal del emperador (no hablemos ya del general ayudante) basta para que la soberana se ponga a la defensiva y se proteja con el velo azul, la gran sombrilla, el abanico, y tuerza hacia el primer camino». Cuando un día estuvo a punto de chocar con un cortesano, Elisabeth exclamó casi alarmada: «¡Dios mío! Echemos a correr. ¡Por poco nos habla!». Y otra vez: «¡Cielos, ahí viene Bellegarde! Me odia tanto, que sólo con que me mire ya me brota el sudor», y cosas por el estilo.
Cuanto más se entregaba Elisabeth a sus cavilaciones y filosofías, menos actividad desplegaba, mayor era su aburrimiento y, asimismo, mayor se hacía su distanciamiento del emperador, siempre activo y dedicado a sus obligaciones. María de Festetics: «El la irrita... pese a toda su adoración, y considera absurdas fantasías todos sus entusiasmos».
Hay docenas de testimonios del casi desesperante aburrimiento de las comidas en familia. Realmente era complicado: nadie podía dirigir la palabra al emperador, ya fuese para preguntarle algo o hacer cualquier comentario. El propio Francisco José guardaba un silencio férreo, porque no tenía la menor elocuencia. Sentado a la mesa, sólo hacía lo que debía: comer, y aun eso de la manera más breve y moderada. Cuando él había terminado, se daba por finalizada la comida o la cena, sin tener en consideración si los demás comensales habían llegado ya al plato principal o no. (Es cosa sabida que, en aquellos días, el hotel «Sacher» prosperó de modo extraordinario, porque los archiduques, que habían quedado hambrientos en la mesa imperial, acudían a toda prisa al famoso restaurante para saciarse al fin.) La presencia de la emperatriz no mejoraba la situación, ya que ella comía aún menos que su esposo y terminaba todavía más rápidamente.
Hacía tiempo que Elisabeth había renunciado a mantener una conversación durante la cena, aunque hay que reconocer que sus intentos, a base de temas poco adecuados —como, por ejemplo, la filosofía de Schopenhauer o las poesías de Heine—, tampoco se prestaban para ello. Era muy raro que la emperatriz tomara parte en la cena común (dado que, además, se sometía a constantes curas de hambre), y de esta manera esquivaba el encuentro con Francisco José... y con los restantes cortesanos. Los cónyuges se veían ya sólo, prácticamente, en las ocasiones especiales: fiestas de cumpleaños o ceremonias religiosas, y siempre rodeados de damas de honor y lacayos, en un ambiente que hasta la pequeña Valeria lamentaba: por ejemplo, cuando la familia imperial se reunía cada año bajo el árbol de Navidad y nadie era capaz de pronunciar una frase espontánea.
La hija menor de Francisco José y Elisabeth no conoció el calor de la vida hogareña hasta que se hubo casado y, desde luego, vivió apartada de sus imperiales padres. Fue entonces cuando Valeria se dio verdadera cuenta de lo poco felices que habían transcurrido sus años en la corte vienesa. Entusiasmada, escribió en su diario cómo habían sido sus primeras Navidades de casada: «La alegre convivencia con la servidumbre hizo de la Nochebuena algo tan feliz como nunca lo había conocido. ¡Qué contraste con las celebraciones en el Hofburg, donde todo era siempre tan rígido y violento!».
Principalmente eran los húngaros quienes criticaban la vida de la corte, ya que desde un principio habían desconfiado de Viena. Y María de Festetics no constituía una excepción. «El baile de la corte es el día 10-comenta en su diario—. ¡Hay que ver cuántas nimiedades se producen, y qué cosas tan insignificantes y mezquinas se tienen en cuenta, y hasta dónde llega la ambición de la naturaleza humana, y lo penosos que pueden resultar los esfuerzos por "parecer algo", y la importancia que se da a los oropeles... Donde más se nota es precisamente en la corte.» Y en otra ocasión: «Casi todos los que te rodean son unos egoístas. Cada archiduque forma una pequeña corte aparte, con sus propias aspiraciones y su mundo particular. Todos ven en la gran corte imperial algo ante lo que deben doblegarse, o sea una especie de peso, y la "costumbre" hace imposible todo acercamiento un poco más íntimo, con lo que las buenas cualidades de las distintas personas no benefician a nadie, o sólo a muy pocos».
Responsable de tanta frialdad y tanto despego era, sin duda la severa etiqueta de la corte. Pero ese protocolo también había existido en otras épocas, y las diversas emperatrices —incluso María Teresa, mucho más ocupada que Elisabeth— habían sabido reservar tiempo para la vida familiar. (¡Téngase en cuenta, por ejemplo, la importancia que a ello le daba la reina Victoria!) Pero Elisabeth tampoco supo cumplir ese deber, tan tradicional entre las mujeres de la Casa de Habsburgo, de mantener un círculo familiar casi «burgués» en medio de todo el protocolo cortesano. No así Sofía, que mediante desayunos comunes y cenas en un ambiente muy íntimo y con largas conversaciones con sus hijos, hijos políticos y nietos, interesándose por sus problemas, con palabras de elogio o de desaprobación, había logrado crear, incluso en los momentos más difíciles, un ambiente de calor familiar. Su muerte, acaecida en 1872, dejó un sensible vacío y puso fin prácticamente a esa ya tan escasa atmósfera de intimidad. Porque hay que decir que la emperatriz tampoco rechazaba todo tipo de etiqueta: referente a su persona, estaba muy de acuerdo en que se mantuviesen unas reglas protectoras de su majestad. De esto se dio cuenta la propia María de Festetics, que confió a su diario: «A no dudarlo, la etiqueta es un invento muy inteligente. Sin ella, el Olimpo ya se habría derrumbado. Tan pronto como los dioses muestran sus defectos humanos, son retirados de los altares y la gente deja de arrodillarse ante ellos. Esto es lo que rige para el mundo, pero no satisface a los ídolos, y si a éstos no les basta la adoración, las cosas van mal. Porque esos ídolos lo querrán todo: siervos para todo lo que les plazca y apetezca, abajo, mientras que ellos, arriba, reciben el culto».
Para Elisabeth, la boda de su hija mayor, Gisela, celebrada abril de 1873, apenas constituyó más que una temida aparición en público. La novia contaba dieciséis años, y ella, la emperatriz, sólo treinta y cinco. Como solía suceder, casi nadie se fijó en la hija. La presencia de Elisabeth eclipsó todo lo demás. María de Festetics: «Imposible describir lo hermosa que estaba con su vestido bordado de plata y la resplandeciente cascada de cabello» coronada por una esplendorosa diadema. Pero lo más bello no es en ella lo puramente físico, sino lo que parece flotar en el ambiente cuando ella está... Crea algo semejante a una atmósfera... Podríamos hablar de un hálito de gracia, señorío, encanto, castidad...; de un aire juvenil y, al mismo tiempo, de una grandiosidad que la envuelve y resulta emocionante».
En la estación se produjo la escena de la despedida familiar. Comentó el Neue Wiener Tagblatt: «Lo más enternecedor fue el llanto del príncipe heredero, Rodolfo, que no podía contener las lágrimas ni los sollozos, por mucho que se esforzara en parecer sereno». Los dos hijos mayores de Francisco José y Elisabeth habían crecido tan aislados de todo el resto de la familia, que entre ellos existían unos lazos de afecto increíblemente fuertes. La separación resultó muy dura para ambos, tanto para la jovencísima Gisela como para su hermano, de sólo catorce años. También la recién casada lloró al despedirse. Y el emperador tenía lágrimas en los ojos. «Sin embargo, la princesa y su madre avanzaron con paso firme, entre amables saludos para la multitud que se inclinaba respetuosa, hasta el cupé que aguardaba a la novia.» La más serena de todos era la emperatriz, y la única emoción que se le vio fue el gesto de llevarse «el pañuelo a los húmedos ojos», mientras todos los demás lloraban abiertamente.
La misma serenidad demostró la soberana cuando, nueve meses más tarde, fue abuela por primera vez y escribió a Ida Ferenczy después del bautizo de la pequeña Elisabeth (que con el tiempo llegaría a ser condesa de Seefried): «¡Gracias a Dios que ha pasado un día más! Permanecer aquí me resulta amargo, porque estoy sola y no tengo con quien hablar. Me faltas de manera indecible. Hoy tuvo efecto el bautizo. Madre e hija están tan sanas, que vivirán cien años cada una. Sepas, pues, para tu tranquilidad, que no será su estado de salud lo que me reten aquí...».
También con ocasión del nacimiento de la segunda hija de Gisela se mostró Elisabeth muy fría, llegándole a escribir a su hijo (en húngaro): «La niña de Gisela es de una fealdad poco común, pero muy vivaracha. Se parece mucho a ella».
El emperador aprovechó el nacimiento de la primera nieta para dedicar unas frases bonitas a su gallarda esposa. En una carta a su yerno, el príncipe Leopoldo, decía orgulloso: «Cuando contemplo a tu suegra y cuando pienso en nuestras cazas de zorros, me cuesta creer que ya es abuela».
A las pocas semanas de la boda de Gisela, la Casa Imperial tuvo que enfrentarse con una tarea representativa de primer orden: la Exposición Internacional de Viena. Los preparativos habían durado años enteros. En el Prater, y como centro de exposición, se elevaba la Rotonda, símbolo de la Viena moderna (según la condesa de Festetics, «una construcción gigantesca ante la cual el hombre parece un átomo»).
Dados los enormes beneficios que se esperaba obtener, en la Bolsa vienesa hubo especulaciones de un alcance nunca visto antes. Hasta la gente de pocos medios especulaba con sus ahorros penosamente reunidos. Y los ricos (el archiduque Luis Víctor, hermano del emperador, inclusive) invirtieron millones con la esperanza de ganar aún mucho más. Tal esperanza se cumplió durante un tiempo... en negocios imaginarios, como se demostró poco después de la inauguración del certamen. Miles de personas perdieron sus fortunas en el tristemente célebre desastre financiero del año 1873. Una ola de suicidios entre los antes ricos y ahora paupérrimos acompañó la pompa de la exposición, que no significó lo que tantos habían esperado.
Viena, sin embargo, seguía en plan de fiestas. María de Festetics se indignaba ante el «alarmante lujo»: «Nadie luce dos veces un mismo vestido. Yo creía que las personas que llenan los palcos, los foyers y los salones eran enormemente ricas, a juzgar por el esplendor de los brillantes, las perlas y los encajes... Pero ahora se empieza a saber que, salvo en algunos casos de excepción, toda esa riqueza depende de la Bolsa y que, en realidad, no pertenece a nadie de manera segura. Quizás aún hoy, pero mañana ya no. ¡Qué vergüenza de época! Uno se ceba con las pérdidas del prójimo... y vive de los beneficios que convierten a otro en pordiosero».
Se esperaban visitantes del mundo entero. El nerviosismo era extraordinario, incluso en el propio emperador, ya que resultaba enormemente difícil albergar de forma adecuada a las numerosas personalidades (a cargo de la Casa Imperial) sin que se produjesen problemas de precedencia.
Uno de los primeros en llegar fue el príncipe heredero de Prusia, Federico Guillermo, el mismo que, entre otros destacados generales, luchara en Königgrätz contra los austríacos. Era preciso reprimir todos los sentimientos de odio hacia el enemigo de 1866, y la principesca pareja alemana debía ser recibida, precisamente, con especial cordialidad y de modo claramente fraternal, según la nueva política seguida por Andrássy.
El mismo día de la inauguración, cuando el nerviosismo general estaba en su punto más alto, muchas cosas salieron al revés, justamente en relación con los príncipes alemanes. El cortejo partió con demasiada antelación del pequeño palacio de Hetzendorf, donde se alojaban el heredero de la Corona prusiana y su esposa, mientras el emperador esperaba aún en el Hofburg con su séquito. Eso significaba que los príncipes herederos de Prusia no podrían ser recibidos —como debía ser— por el emperador Francisco José en el Prater. Comenta María de Festetics: «El emperador estaba rojo de ira y gritó excitadísimo: "¡Es increíble que pueda suceder algo semejante! ¡Es una cochinada que él llegue y yo no esté...! ¿Quién encargó los coches para hora tan temprana, contra mi deseo?" El conde de Grünne había palidecido tanto, que hasta los labios tenía blancos. Sin embargo, dijo con serenidad: "¡Yo, majestad!" El emperador avanzó furibundo hacia Grünne con estas palabras: "¡Le haré responsable de...!" Pero de pronto apareció la emperatriz a su lado. Había entrado en la estancia sin ser vista, mientras todos nosotros estábamos presenciando la penosa escena en silencio y con la mayor atención. Y apoyó una mano en le brazo del esposo. Como si le hubiese tocado una varita mágica, Francisco José enmudeció, y Elisabeth le dirigió tal mirada de amorosa súplica, que en el acto desapareció la amenazadora arruga de su entrecejo. Llevándoselo consigo, dijo: "¡Vayamos ya; no perdamos más tiempo!" Y su voz era tan dulce y tranquila, que el emperador la siguió dócilmente».
El cortejo principesco fue detenido unos minutos y todo pudo realizarse según el plan previsto. Una vez más, la corte había podido comprobar la influencia que sobre Francisco José ejercía la emperatriz y cómo reaccionaba si ella intercedía. Por muy colérico que estuviese el soberano, su mujer lograba calmarle de inmediato.
Hubo discursos de inauguración, himnos, interminables caminatas por el recinto de la exposición, visitando pabellones de los más diversos países, y todo ello con un calor agobiante, en una atmósfera cargada y entre una gran multitud de curiosos. A los banquetes seguían soirées y grandes bailes. Había que invitar y aceptar invitaciones, así como hacer visitas de cortesía. María de Festetics escribió en su diario al cabo de pocos días: «¿Lo resistirá la emperatriz? Esto es demasiado y, además, dura demasiado. Se exige mucho de ella».
Apenas hubo partido la pareja principesca alemana llegó el rey Leopoldo de Bélgica. Palabras de María de Festetics: «Muy amable e ingenioso, pero no simpático y, según creo, maldiciente». Y sigue: «Son tantas las personas, que es casi imposible recordarlo todo», por lo que ya no se ve capaz de mencionar a los príncipes de «menor importancia»; pero añade: «Prácticamente, estuvo aquí toda Alemania».
Tampoco podían faltar el soberano de Montenegro y su esposa: «El parece un hermoso jefe de bandidos; ella procede de Trieste... Todo en ellos resulta salvaje», anotó brevemente la agotada dama de honor en su diario.
El siguiente invitado fue el zar Alejandro II, que viajó a Viena con el príncipe heredero, la esposa de éste y el gran duque Vladimiro, más «setenta miembros de séquito», como señala María de Festetics. Le acompañaba el ministro de Asuntos Exteriores, conde de Gortschakov. Esta visita tuvo que ser organiza da con la «máxima precaución policial», «algo a lo que no estamos acostumbrados».
Junto al emperador y a los archiduques, Elisabeth tuvo que acudir a la estación para recibir al zar y a sus familiares. Lucía un vestido de seda lila, chaquetilla bordada de blanco y ribeteaba con zorro plateado de Siberia y sombrero blanco, como al día siguiente publicaron todos los periódicos de la capital. Por cierto que se ajustó perfectamente al protocolo: una leve inclinación ante el zar y un beso en la mano a ella; seguidamente, un abrazo y un beso a la gran duquesa, una inclinación ante el gran duque y besamanos a Elisabeth por parte de éste. Para las damas acompañantes, sólo un pequeño gesto de saludo con la cabeza. A los rusos restantes no tenía por qué prestarles atención.
Fue precisamente el severo conde de Crenneville el encargado de asistir a los huéspedes llegados de Rusia. Se quejó éste: «¡Lo que cuesta recordar, en las presentaciones, los nombres y los rostros de todos esos moscovitas!». La intervención de Elisabeth se redujo al mínimo. Comentó Crenneville después de un banquete ofrecido a los rusos: «Sisi ponía cara de aburrimiento y se muestra rígida». Un día dejó plantada a la gran duquesa, que la esperaba para acudir juntas a un desfile. «Todo el mundo lamentó que la rusa tuviera que ir sola —según Crenneville— porque Sisi ''necesitaba dormir más".» En cambio, para el emperador tuvo nuevamente palabras de elogio: «Mi pobre señor no se cansa de mostrarse amable. ¡Ojalá sirva de algo con los falsos moscovitas!»
Llegó después el príncipe Eduardo, heredero del trono inglés y que, si bien encantó a todas las damas, constituyó un continuo problema para el protocolo, ya que siempre se retrasaba y, además, no parecía conocer la moderación. Crenneville: «Dicen que, porque tenía calor, en el baile rompió con una silla el cristal de una ventana...».
Otra invitada: la emperatriz Augusta de Alemania. Comentario de Crenneville: «Una persona remilgada y ridícula, afectada y charlatana, con voz de muerta». Como anfitriona, a Elisabeth le correspondía atender especialmente a la soberana alemana. Palabras de Crenneville: «A su lado, Sisi da la impresión de una sordomuda aburrida, mientras que el emperador se desvive por cumplir celosamente con su deber y dedicarle todas las amabilidades posibles».
Le tocó el turno a Isabel, reina de España, que —de nuevo según Crenneville— «iba muy emperejilada, pero era muy fea y, además, callada. Su hijo, el príncipe de Asturias, un muchachito despierto». De los reyes de Württemberg dijo María de Festetics: «Él resulta insignificante. Ella, en cambio, impone. ¡La única que al lado de la emperatriz sabe ser reina!».
De nuevo María de Festetics: «¡Esto no es vida, sino una embriaguez! La Exposición Internacional parece un purgatorio que todo lo devore. Cualquier otro interés diríase desvanecido y sólo impone el afán de disfrutar a lo loco, como si realmente ya no existiera lo serio en la vida. Casi da miedo».
A finales de julio, Elisabeth se retiró a Payerbach, junto a Reichenau, para respirar aires de montaña lejos del ajetreo de Viena. Los funcionarios de la corte, que veían cómo se esforzaban el emperador e incluso el príncipe heredero, de casi quince años de edad, la criticaron duramente. Esta vez, Elisabeth dio como excusa para su partida su «indisposición» mensual. La corte conocía las fechas de sus «molestias», que desde luego tenían que ser recordadas al establecer el plan de los compromisos sociales. Elisabeth solía hacer un drama de tales indisposiciones, y hasta en sus cartas (por ejemplo, a Ida Ferenczy, pero también al emperador) se extendía en detalles sobre ellas. A causa de una menstruación se negaba a participar en cualquier acto oficial (pese a todos los preparativos especiales que por ella siempre se efectuaban), y lo decía abiertamente, de manera oficial. Las damas de la corte se burlaban de tanto melindre por parte de la soberana, ya que ni la emperatriz anterior, María Ana, ni la archiduquesa Sofía habían hecho nada semejante. Para ellas, la acentuación de los «trastornos» de Sisi no era más que una excusa para poder escapar de nuevo por algunos días del ambiente vienés.
Una vez en Payerbach, Elisabeth decidió no volver a Viena antes de iniciar su veraneo en Ischl. Estaba harta de reyes y príncipes extranjeros, de festejos, bailes y fuegos de artificio. Ansiaba tener tranquilidad, dar sus solitarios paseos y montar a caballo.
También a su imperial esposo le recomendó un largo descanso, y, al contestar él que no se lo podía permitir, le respondió: «Tienes tan malacostumbrados a todos, que ni siquiera se molestan ya en agradecer tus excesivas amabilidades, sino al contrario. En el fondo, me das la razón, pero no quieres reconocerlo. Uno siempre actúa así cuando ha cometido una tontería...».
La ausencia de Elisabeth desató gran confusión en Viena. Porque, al fin y al cabo, ella venía a constituir una de las principales atracciones de la Exposición Internacional. Todo soberano o príncipe que visitaba Viena deseaba, como es lógico, no ver sólo al emperador tan celosamente cumplidor de sus deberes, sino también a la emperatriz, famosa en el mundo entero por su belleza. Más de uno tuvo que contentarse, aunque decepcionado, con la excusa de que Elisabeth se hallaba «indispuesta» y necesitaba respirar aires puros lejos de Viena.
Sólo un soberano se negó a aceptar tal excusa. Era Nasr-es-Din, sha de Persia. A últimos de julio llegó a Viena con un séquito de lo más pintoresco: multitud de dignatarios de la corte y familiares, pero también dos ladies of pleasure —como se expresó Crenneville—, cuarenta carneros, numerosos caballos, cinco perros y cuatro gacelas (como regalo para la emperatriz, tan amante de los animales). Nuevamente le tocó a Crenneville atender a sus huéspedes. Para él, los persas eran sólo «la horda» y «la chusma»: «Nadie puede figurarse qué hatajo forman. En comparación con ellos, los turcos son finos».
El sha fue alojado en Laxemburgo, allí donde Elisabeth y Francisco José pasaron un día su luna de miel y donde también había nacido Rodolfo, el príncipe heredero. Semanas enteras de obras fueron necesarias para adecuar la residencia a los deseos del «Centro del Universo». En medio de los aposentos imperiales tuvo que ser instalada una cocina con fogón para asar, espetados, los carneros especialmente bendecidos y destinados al sha. Un gabinete contiguo servía de matadero, donde el jifero sacrificaba a diario un carnero en presencia del sha. Sobre los suelos de parqué fueron montados unos hogares para los narguiles (grandes pipas que requerían brasa viva). A última hora hubo que instalar también un gallinero, ya que el sha tenía la costumbre de matar cada día personalmente, a la salida del sol, tres gallinas bien gordas.
El soberano persa dejaba incumplidos muchos de sus compromisos y llegaba tarde a todas partes (retrasándose horas enteras, que el emperador debía perder en la espera, con su séquito). Su excusa consistía en que su astrólogo particular había señalado que el momento no era favorable para el encuentro y que era mejor aguardar una o más horas.
Especial afán ponía el sha en coquetear de manera muy llamativa con todas las mujeres posibles, y en los periódicos aparecían columnas enteras dedicadas a las bellas por él elegidas. Ni siquiera en la primera visita oficial a la Exposición Internacional, siendo guiado por el propio emperador, dejó escapar la ocasión cuando se le acercó, curiosa, una audaz mujerzuela. Comentó el Neue Wiener Tagblatt: «El se detuvo ante aquella Dulcinea de provocativa sonrisa, la observó atentamente a través de sus gafas..., le pellizcó divertido los brazos, palpó sus senos y, al mismo tiempo que se humedecía los labios con la lengua, como hacía siempre cuando algo le agradaba, hizo un gesto de aprobación con la cabeza». Al momento, la joven fue acogida en el séquito con todo respeto. Francisco José miró discretamente hacia otro lado. El mencionado rotativo acababa aconsejando a «ciertas madres que se abstuvieran de enviar cartas y fotografías de sus hijas al jefe de ceremonias del sha, dado que el "Centro del Universo" no podía satisfacer a todas las jóvenes desocupadas, de padres sin reparos».
La paciencia del imperial anfitrión estaba a punto de agotarse, y Crenneville había llegado al término de sus fuerzas. Los periódicos no contuvieron sus críticas. Moriz Szeps, del Neue Wiener Tagblatt, calculó el valor de los diamantes del sha y no olvidó indicar que, bajo su «glorioso reinado», unos cuatro millones de personas habían muerto de hambre. Tachaba Szeps al monarca persa de «déspota manchado de sangre» y le acusaba, además, de megalómano: «Nos parece poco elegante que un soberano dé muerte con sus propias manos a un carnero y ensucie de sangre sus vestimentas cargadas de historia. Los ritos del sha y de su corte son tan sucios y repelentes, que es preciso expresar en voz alta el desagrado que producen».
La emperatriz se había ahorrado todas esas fatigas con su escapada a Payerbach. Y dado que proyectaba no regresar a Viena, sino viajar directamente a Ischl, el sha no iba a tener la oportunidad de conocerla. Pero Nars-es-Din estaba empeñado en saludar a Elisabeth en Viena y no cedía. La corte vienesa llegó a temer, simplemente, que el sha se quedara en Laxemburgo hasta ver por fin a la emperatriz. La confusión era terrible, pero nada movía al soberano a abandonar Austria. Los cortesanos criticaron una vez más a Elisabeth por el abandono de sus deberes. Los diarios liberales, en cambio, defendían a la emperatriz y consignaban excesiva la cortesía de Francisco José ante un huésped tan desvergonzado: «Es lógico que la corte austríaca se atuviera a las costumbres internacionales y recibiese al sha con los honores de un gran soberano —decía con cautela el artículo—, pero la negativa por parte de la emperatriz a darle la bienvenida tendría que bastar para hacer comprender al sha que uno no puede infringir impunemente las costumbres y los preceptos morales». Y: «Si ahora preguntamos por qué Europa ofrece tantos homenajes a Nasr-es-Din, que en el fondo no es más que un tirano carente de verdadero poder, nadie tendrá una respuesta».
Finalmente se hizo tan fuerte la presión y era tanto el miedo a que el sha permaneciese aún más tiempo en Viena, que Elisabeth decidió acudir a Schönbrunn para la fiesta de despedida organizada en su honor. Durante el día se había producido una considerable confusión, ya que el sha hizo saber que estaba enfermo y, por consiguiente, no podría trasladarse a Schönbrunn. Corrieron rumores de que tal indisposición debía ser interpretada como una amenaza de seguir instalado en Viena mientras no fuese recibido en audiencia por Elisabeth. La emperatriz transigió en el último instante: «Sólo después de la hora señalada para el comienzo de la fiesta pudo ser enviada a Laxemburgo la noticia de que el sha podría ser presentado a Elisabeth. Su indisposición terminó en el acto, y el sha de Persia acudió a la fiesta, que, debido a este incidente, empezó con hora y media de retraso».
María de Festetics: «Resultó muy divertido observarle cuando por primera vez vio a Elisabeth. Quedó mudo de asombro ante ella, se puso las gafas de montura de oro y miró a la soberana desde el ricito más alto de su cabeza hasta la punta del zapato, exclamando de repente: “Ah, qu 'elle est belle!"».
Comentó el Neue Wiener Tagblatt: «Dicen que, frente a la emperatriz, Nasr-es-Din reveló una timidez y una turbación antes desconocidas en él y que durante la hora que la soberana le permitió estar junto a ella demostró en todos sus movimientos y en cada palabra una timidez casi propia de un niño».
La presencia de la hermosa emperatriz y el castillo de fuegos de artificio disparado cerca de la glorieta de Schönbrunn fascinaron de tal modo al sha, que dijo que aquella velada era la más hermosa de todo su viaje por Europa y que estaba dispuesto a regresar a Persia a la mañana siguiente. Tres días más tarde partía hacia Ischl la emperatriz. Francisco José siguió atendiendo a los visitantes de la Exposición Internacional, ayudado por el príncipe heredero.
En plena celebración del extraordinario certamen llegaron alarmantes noticias sobre la aparición del cólera. El día 2 de julio escribió Crenneville a su mujer: «En Schonbünn (ne le racontez pas) murió ayer, del cólera, una bruñidora de plata. Quieren mantenerlo en silencio porque aseguran que no es un caso epidémico». Pero el número de enfermos fue en aumento. Pese a todas las precauciones para mantener el secreto, la gente empezó a tener miedo de viajar a Viena. En la rotonda del Prater, las aglomeraciones fueron menores de lo esperado. El enorme déficit se perfilaba cada día con más claridad.
También en los círculos cortesanos de Viena se desató una verdadera histeria por temor al cólera. A la menor molestia de estómago, cualquiera creía haber contraído ya la terrible enfermedad. No constituía una excepción en ello la emperatriz, tan sensible y preocupada siempre por la salud. Fuera pretexto o no, a su regreso de Ischl, cuando llegó de visita el rey Víctor Manuel de Italia, Elisabeth se acostó con dolor de estómago, temerosa, desde luego, de que fuese cólera. Crenneville escribió en una carta a su esposa: «Víctor Manuel no pudo conocer a Sisi, que en efecto padece una gastritis catarral».
Según María de Festetics, el rey quedó «desolado de no tener oportunidad de verla, cosa que también molesta a Andrássy. Todo esto es motivo de habladurías y artículos que ahora sería más prudente evitar, cuando por fin se ha iniciado un acercamiento».
Se murmuraba que la emperatriz se negaba a recibir a Víctor Manuel porque éste hacía echado de Nápoles a su hermana María en 1860. Al ministro de Asuntos Exteriores, Andrássy, no le convenían nada unos resentimientos de este tipo, ya que ahora, en 1873, todos sus esfuerzos iban encaminados a conseguir una alianza entre Austria y la ex enemiga Italia. La enfermedad de Sisi duró tanto, que ni siquiera en octubre pudo honrar con su presencia la visita del emperador de Alemania, Guillermo I. Esta vez permaneció en Gödöllö. Con excepción de la fiesta de despedida en honor del sha de Persia, Francisco José había tenido que cumplir solo, desde finales de julio, con todos los deberes de representación que la Exposición Internacional llevaba consigo.
En diciembre de 1873, una vez clausurada la Exposición Internacional de Viena, hubo otros festejos, esta vez con motivo de los veinticinco años de gobierno de Francisco José. De nuevo se organizaron castillos de fuegos artificiales, la capital lució sus más espléndidas iluminaciones, hubo solemnes funciones religiosas, grandes discursos y una amnistía para todos los acusados de crímenes de lesa majestad. En Trieste y Praga se produjeron «algunas fanáticas o pueriles manifestaciones» contra la Casa Imperial, según informó el embajador suizo. Sin embargo, la impresión general sobre el ambiente era positiva: las fiestas conmemorativas habían «demostrado de modo irrefutable que los pueblos de Austria sienten viva y cordial simpatía por su monarca, que si bien estuvo desafortunado en la mayoría de sus guerras, en tiempos de paz y tranquilidad siempre procura, con afán y honradez, lo mejor para sus súbditos».
Los periódicos enumeraban lo conseguido durante los veinticinco años de gobierno de Francisco José, es decir, desde 1848. Sobre todo había cambiado la capital y sede imperial, Viena, que desde hacía siglos no conocía semejante transformación. El número de habitantes había pasado de quinientos mil (contando los suburbios, seiscientos mil) a más de un millón. La ampliación de la ciudad, el derribo de las antiguas murallas y la nueva avenida de circunvalación habían creado una Viena distinta. Poco faltaba para terminar la regulación del caudal del Danubio, con lo que habría pasado el frecuente peligro de inundaciones. Dijo el periódico Fremden-Blatt: «En un futuro próximo, sobre la amplia superficie del Danubio se deslizarán los soberbios barcos mercantes de todas las naciones». Las otrora deficientes condiciones higiénicas de Viena habían cambiado de súbito con la instalación del nuevo sistema de conducción de aguas procedentes de manantiales de montaña. Existían ahora numerosas escuelas, iglesias y hospitales. La nueva Universidad de Schottentör estaba a medio construir, y el edificio de la Sociedad de Amigos de la Música, la Casa de los Artistas, la nueva Hofoper, el Teatro Nacional y la Ópera Popular estaban ya inaugurados. Desde 1848, Viena contaba con once nuevos puentes.
Nada indica que la emperatriz participara en esa favorable evolución del Imperio o que se sintiese orgullosa de ello. Por el contrario, hizo mal efecto que para los festejos del vigésimo segundo aniversario de la subida al trono de su marido sólo interrumpiera por dos días su estancia en Hungría. E incluso en estas pocas horas se mostró sumamente inaccesible. Ya a su llegada a la estación de Viena se protegía con «un espeso velo de gasa gris plateada», como comentaron los periódicos. En el solemne paseo a través de la iluminada Viena nocturna, el emperador iba con su hijo en una carroza abierta, mientras que Elisabeth seguía en un coche cerrado, de manera que nadie pudo verla.
Mucha polvareda levantó el comportamiento de Elisabeth durante un paseo por la Ringstrasse. María de Festetics, que la acompañaba, explicó luego: «La emperatriz fue reconocida, rodeada y saludada con voces de júbilo. Al principio no hubo problemas. Elisabeth sonrió y se mostró agradecida. Pero la gente seguía afluyendo por todas partes... No podíamos avanzar ni retroceder; cada vez teníamos menos espacio alrededor de nosotras... El círculo se reducía y nos vimos en peligro de muerte... Yo no sabía ya cómo suplicar que nos dejaran... A ella y a mí nos faltaba el aliento. El sudor nos resbalaba por la frente. Nadie oía mi voz, pese a que yo gritaba: "¡Que aplastan a la emperatriz, por Dios...! ¡Socorro, socorro...! ¡Hagan sitio...!".Tardamos una hora o más en poder volver al coche... La emperatriz subió a él en seguida, y por fin pudimos respirar las dos, pero Elisabeth estaba agotada y realmente enferma».
La verdad es que la gente había sido amable, actuando sin ninguna malicia. Sin duda, los temores de la condesa fueron producto de la histeria. Elisabeth, por su parte, fue incapaz de articular palabra, y se la vio totalmente pasiva, indefensa, asustada. No hubo la menor posibilidad de un entendimiento entre la emperatriz y el «pueblo». La prensa describió la escena de un modo muy distinto a como lo hizo María de Festetics. No era cierto, según los diarios, que las ovaciones hubiesen adquirido unas dimensiones preocupantes: «La augusta señora fue reconocida por el público y saludada con los más efusivos vivas. Es evidente que su majestad acogió emocionada y contenta tal demostración de afecto».
La postura de Elisabeth durante las fiestas conmemorativas fue muy criticada. Incluso se publicó un artículo titulado Die seltsame Frau («La extraña mujer»), en el que se hablaba de la poca frecuencia con que la soberana estaba en la capital. El emperador se basó en dicho artículo para reprender severamente a la delegación de la Asociación de Periodistas, «Concordia», que había acudido a felicitarle. Dijo «haber estado de acuerdo en la eliminación de las barreras que impedían una expresión libre de las opiniones, pero que esperaba que la prensa se abstuviera de entremeterse en las esferas de la vida familiar y privada, tratando las circunstancias nacionales con una objetividad comedida y dentro de un espíritu patriótico».
Cuanto más perceptibles se hacían las críticas, mayor era el enojo de Elisabeth contra Viena y más se empeñaba en creerse perseguida, hasta que al fin sólo veía enemigos alrededor de ella. María de Festetics enumera así a sus adversarios:
«Existe un partido bohemio, que opina que la culpa de que el emperador no se deje coronar es de ella, ya que odia a Bohemia y, en cambio, ama a Hungría.
»Están luego los ultramontanos, que afirman que la emperatriz no es suficientemente religiosa y que es ella quien retiene al emperador, ya que, de no ser así, el Estado volvería a estar sometido a la Iglesia.
»Y los centralistas acusan a la emperatriz de ser contraria al absolutismo y que, de vencer su influencia, sería fácil volver a la antigua forma de gobierno.
»Dicen también que el dualismo es obra suya. Y que es lo único en que intervino. Esto no lo negaré. Pero sin duda no perjudicó con ello a Austria. Porque, si algún día se tambaleara todo, ¡Francisco José sería, al menos, rey de Hungría!».
Seguramente, eso era cierto en su mayor parte. Ahora bien: Elisabeth no se había creado casi todos sus enemigos con sus opiniones políticas (apenas declaradas en público), como acertadamente reconoció su fiel dama de honor, sino con su abierto antagonismo con respecto a la corte vienesa y, además, con sus continuas negativas a cumplir con los tradicionales deberes de una emperatriz. Se justificaba ella diciendo que debía compensar los errores de otras personas: los de su suegra, de su primera camarera mayor (Sofía de Esterházy) y de toda la corte. María de Festetics escribió sobre esta particularidad, que todavía se acentuó más en los años siguientes (pero no olvidemos, al leer sus palabras, que siempre fue una ardiente admiradora de Elisabeth): «Aunque no tenga razón, siempre encuentra algo que sirva de motivo para no hacer esto o aquello».
Elisabeth se negaba a cumplir con los deberes tradicionales de una esposa y madre, y también los de una emperatriz. Empero, no tenía nada importante en que ocupar su mucho tiempo libre. La condesa de Festetics se preocupaba con razón: «Es una romántica, y su actividad favorita es la de cavilar. ¡Con lo peligroso que eso es! Ella quisiera averiguarlo todo y reflexiona demasiado, y yo me atrevería a decir que hasta la mente más sana padecería con semejante forma de vida. Necesitaría la emperatriz una ocupación, un cargo, pero lo único que tiene va en contra de su forma de ser, todo lo suyo está en barbecho». La dama de honor veía que Elisabeth nunca hacía nada a medias: «¡Con qué energía estudió húngaro! ¡Aquello era una mortificación! La archiduquesa Valeria la llena ahora totalmente. Mas para un ser de tanto talento, el contacto con la niña le ofrece poco alimento espiritual, y pocas son las demás ocupaciones que tiene. ¡De sobra se nota lo vacía que se siente!».