CAPITULO VI
HUNGRÍA
Las simpatías de Elisabeth por Hungría nacieron probablemente de su oposición contra la corte vienesa. La aristocracia de Viena —o sea aquellas personas en las que la emperatriz veía a sus principales enemigos (y con razón)— se componía en gran parte de familias bohemias. Éstas llevaban la batuta en Viena, proporcionaban a la corte sus más altos dignatarios y funcionarios, dominaban la vida social y tenían en la madre del emperador, la archiduquesa Sofía, una poderosa defensora y amiga. Sofía se esforzaba en demostrar aún su agradecimiento por la leal postura de las tierras bohemias en la época de la revolución. En consecuencia, insistió en que también la joven emperatriz se mostrara agradecida con la gente de Bohemia y, sobre todo, aprendiese su lengua. Pero precisamente por partir ese deseo de su suegra, Sisi no avanzó mucho en el conocimiento del «bohemio». Si apenas conocía los números checos, mucho menos había de ser capaz de pronunciar una alocución —aunque fuese breve y preparada— en lengua checa.
A medida que empeoraban las relaciones de Sisi con los cortesanos que la rodeaban y con su suegra, y a medida también que su juicio sobre el neoabsolutismo se hacía más duro, los húngaros fueron resultándole cada vez más interesantes, ya que en los años cincuenta todavía presentaban una severa oposición a la corte austríaca, incluso por parte de la nobleza. Un importante número de aristócratas húngaros habían participado (al contrario que la aristocracia bohemia) en la revolución de 1848-49. Sus bienes habían sido incautados y muchos vivían aún en el exilio. Los ex revolucionarios no regresaron a Budapest hasta finales de los años cincuenta, después de que el emperador les devolviera sus fortunas, perdonara sus penas de prisión e incluso (como en el caso de Gyula Andrássy) las de muerte. Para los cortesanos de Viena seguían siendo unos revolucionarios. Se les demostraba desconfianza y hasta desprecio. La archiduquesa Sofía, principalmente, no negaba nunca que veía en los magiares —sobre todo en su aristocracia— unos conspiradores, porque actuaban con un orgullo y una altanería que un soberano absoluto por la gracia de Dios —como ella lo veía— no podía tolerar en unos súbditos.
Después de sofocada la revolución, Hungría había sido «nivelada». No tenía ya derechos especiales, y su antigua Constitución había «prescrito». Hungría era gobernada desde Viena, lo que significaba una constante provocación. Desde 1848 hasta 1867, es decir, casi durante veinte años, Hungría fue una provincia levantisca y problemática, que si bien era refrenada por la fuerza militar, se negaba —y con éxito— a pagar impuestos a Viena. En aquellos años llegó a haber convenios bastante amplios con potencias extranjeras (también y sobre todo con Prusia) para la protección de Hungría contra el gobierno de Viena. Ríos de dinero afluyeron al país por oscuros canales para atizar la sublevación. Cada viaje a Hungría representaba un riesgo para el joven emperador.
Que los húngaros de todas las clases sociales y de todos los partidos se atuvieran impertérritos a la exigencia de que Francisco José debía ser coronado rey de Hungría les hizo aún menos simpáticos a los ojos de los vieneses. Porque para la coronación era condición indispensable que se garantizara la reinstauración de la antigua Constitución húngara, y nada había más sospechoso, después de sofocada la revolución de 1848, que la exigencia de una Constitución, dado que significaba una disminución del poder absoluto del soberano y una concesión a la aborrecida voluntad del pueblo (o, como en el caso de la antigua Constitución húngara, una concesión a las fuerzas constitucionales feudales).
Pero cuando Austria perdió la Lombardía en 1859 (también esta vez habían sido aristócratas los «agitadores») y tampoco se vio capaz de conservar Venecia, Hungría adquirió gran importancia. Resultaba evidente que, en caso de un conflicto entre Austria y Prusia por el problema alemán, Hungría podía ser sumamente peligrosa. Por consiguiente, en Viena se iniciaron cautas discusiones sobre las posibilidades de un acercamiento a Hungría sin menoscabo de su superioridad.
Al principio, Elisabeth conocía a pocos húngaros: a su profesor en Baviera, el historiador Mailáth, y a los magnates que con ocasión de su viaje oficial a Hungría en 1857 la habían saludado y aclamado calurosamente (sin duda, más por su hermosura que por ser la emperatriz de Austria).
El pequeño Rodolfo tuvo un ama húngara, con la que Sisi apenas lograba entenderse; luego se produjo en Madeira el romántico episodio con Imre de Hunyady, quien enseñó a la emperatriz las primeras palabra húngaras, y por fin la larga e íntima amistad con la hermana de Imre, Lily de Hunyady. No cabe duda de que esta favorita dama de honor de la emperatriz hablaría de su tierra durante las largas horas de soledad pasadas en Madeira y Corfú.
A su regreso de Corfú —exactamente en febrero de 1863— Sisi impuso su voluntad de tomar clases de húngaro de manera regular. En Possenhofen se comentaba que la archiduquesa Sofía e incluso el emperador Francisco José no estaban conformes con la idea, pretextando que era una lengua difícil y que Sisi nunca la aprendería (cuando tantos problemas había tenido con el checo). Esta oposición fue precisamente lo que dio alas a Sisi. Ahora demostraría de lo que era capaz.
Hasta entonces, en la corte se habían criticado los escasos conocimientos lingüísticos de la emperatriz. Sobre todo habían servido de diversión para la aristocracia vienesa, en los cercles cortesanos, las pocas y breves frases que Elisabeth había aprendido a decir en francés e italiano. La propia duquesa Ludovica opinaba que su hija no tenía el menor talento para los idiomas. Por eso causaron tanto asombro los adelantos de Sisi. «Hace increíbles progresos en la lengua húngara», escribió el emperador a su madre pocos meses después.
Tales progresos no eran sólo mérito del profesor de húngaro, el sacerdote Homoky, sino principalmente de la frágil muchacha húngara del campo que la emperatriz se había traído a la corte en 1864: Ida Ferenczy. Difícilmente daremos a esta joven la importancia que merece en una biografía de Sisi. Durante treinta y cuatro años —hasta la muerte de Elisabeth—, Ida fue la más íntima confidente de la emperatriz, que le llevaba cuatro. Conocía Ida todos los secretos, se ocupaba de su correspondencia más privada y era indispensable no sólo como empleada, sino como amiga.
Aún hoy es un misterio cómo esa muchacha de la nobleza provinciana húngara de veintitrés años llegó a la corte vienesa. El periodista húngaro Max Falk escribió en sus memorias que la corte había establecido una lista con seis nombres de jóvenes aristócratas húngaras merecedoras de llegar a damas de compañía de la soberana. Dicha lista se había visto precedida por varias «pruebas de fuerza» de los diversos partidos. Cuando por fin le fue presentada a la emperatriz, figuraba en ella un séptimo nombre —el de esa Ida Ferenczy— añadido por una mano desconocida. Un nombre, pues, no elegido por elementos de la corte.
Esta historia de un misterioso desconocido que agrega el nombre de una muchacha sencilla a una lista de miembros de la alta aristocracia suena un tanto novelesca, pero demuestra, a la vez, la importancia que los húngaros concedieron más adelante a la persona de Ida. Otra versión más ingenua dice que la condesa de Almássy, realizadora de la lista, pensó en la familia Ferenczy, de Kecskemét, con la que mantenía amistad, y por eso incluyó el nombre de una de sus cinco hijas, o sea Ida. De cualquier modo, eso tuvo que suceder a espaldas de la corte, ya que en Ida no se cumplía una de las condiciones previas indispensables para alcanzar semejante posición: la de pertenecer a la alta aristocracia.
Su procedencia demasiado humilde le impedía ser dama de honor, pero alguien tuvo la idea de nombrarla, de momento, canonesa de Brünn, con lo que al menos obtendría el título de «dama», y elevarla después a la categoría oficial de «lectora de su majestad», con un sueldo inicial de ciento cincuenta gulden, mas alojamiento y comida. Desde luego, Ida no tuvo que leerle nunca nada a la emperatriz. Por encima de todas las demás damas de la más distinguida nobleza, Ida pasó a ser la gran confidente de Elisabeth. Las cartas de ésta a la joven amiga están llenas de afecto, y generalmente van encabezadas, según el estilo húngaro, con el tratamiento de «Mi dulce Ida». En esas larguísimas cartas (a su imperial esposo solía escribirle bastante menos y generalmente de forma no tan expresiva) aparecen frases sorprendentemente cariñosas, como «Pienso mucho en ti mientras me peinan, durante los paseos y mil veces al día». (De las cartas de Elisabeth a Ida Ferenczy sólo se conocen fragmentos. Sin duda, las más importantes fueron quemadas por la propia Ida, y las pocas que se conservaban fueron destruidas durante la segunda guerra mundial, salvo algunos trozos.)
Una cosa es cierta: que la pequeña Ida era una confidente de los liberales húngaros que trabajaban para el Ausgleich, entre los que destacaban Gyula Andrássy y Francisco Deák. Y la incorporación de Ida al Hofburg de Viena fue el comienzo del entusiasmo de Sisi hacia el movimiento húngaro conocido como Ausgleich («Compromiso»), en favor de la restitución a Hungría de sus antiguos privilegios y de la coronación de Francisco José como rey de Hungría. Por lo tanto, los liberales húngaros estaban bien informados, a través de Ida Ferenczy, de la proporción de fuerzas en la familia imperial.
Sin duda, esta relación tan importante entre la emperatriz de Austria e Ida Ferenczy había sido cuidadosamente preparada por Hungría (principalmente, como se comprenderá, por Deák y Andrássy). Con suma habilidad supieron aprovechar para sus conveniencias el aislamiento personal de la joven soberana en la corte y sus diferencias con la archiduquesa Sofía, tan antihúngara. Ida fue la primera persona que desde un principio se puso exclusivamente de parte de Sisi en el conflicto existente entre la emperatriz y la corte vienesa. No intentó conseguir una reconciliación, como en su día el conde de Grünne. No estaba emparentada con la alta aristocracia, como las demás damas de honor que hasta entonces habían constituido la única compañía de la soberana. (Incluso Lily de Hunyady, amiga de Sisi y casada entre tanto con un conde de Walterskirchen, formaba parte de la aristocracia de Viena, pese a ser húngara.) Ida se mantenía apartada de toda murmuración, mostrándose poco comunicativa y reservada hasta un punto máximo y vivía entregada prácticamente en cuerpo y alma a su señora y amiga Elisabeth (postura que conservó también después de la muerte de ésta). No es de extrañar, pues, que Ida Ferenczy, un cuerpo extraño en la corte vienesa, no tardara en ser una de las personas más odiadas del Hofburg, lo que, dado el inquebrantable afecto de Sisi, no le importaba demasiado.
La emperatriz, que aún contaba sólo veintisiete años de edad, pasaba muchas horas del día con su nueva «lectora». Ida tenía que estar presente, sobre todo, cuando le lavaban el pelo y la peinaban, y Elisabeth aprovechaba la ocasión para hablar con ella en húngaro, que sus camareras y peluqueras no entendían. El húngaro se convirtió en algo semejante a un lenguaje secreto para ambas. Ya al cabo de unas semanas escribió Andrássy a Hungría: «Ida está admirada de la buena pronunciación de la emperatriz, que por lo visto habla el húngaro con soltura; o sea que están encantadas la una con la otra».
Como primer paso para una reconciliación del rey con Hungría, los políticos recomendaban una visita de Francisco José a Budapest. Escasas semanas al lado de la emperatriz bastaron para que Ida convenciera a ésta de la conveniencia de realizar tal viaje.
En junio de 1865, por fin, después de una insistencia de meses por parte de los húngaros (y de su mujer), Francisco José se trasladó a Budapest y empezó a hacer concesiones: primero suprimió la jurisdicción militar que aún imperaba en Hungría en lugar de la civil, y luego otorgó una amnistía para los delitos de prensa. Sin embargo, estos pasos no les parecieron suficientes a los húngaros, que no renunciaban a un restablecimiento de la Constitución y a una coronación. En este punto estaban de acuerdo todos los partidos húngaros y apoyaban tanto a Deák como los húngaros que residían en Viena y trabajaban a su manera para el Ausgleich.
Ida Ferenczy no era solamente una entusiasta seguidora de Deák, sino que además le conocía personalmente a través de su familia. Y contagió a la emperatriz su admiración por el «Sabio de la Nación» y la «Conciencia de Hungría», como Deák era llamado. En junio de 1866, Ida se hizo enviar de Hungría un retrato de Deák con dedicatoria: «En confianza le digo que es por deseo de su majestad, pero no debe saberse, para que los periódicos no lo publiquen, porque habría problemas», agregó. Hasta la muerte de Elisabeth, el retrato de Deák pendió encima de la cabecera de su cama en el Hofburg.
A mediados de los años sesenta, Deák puso en manos del conde Gyula Andrássy, por motivos de edad, sus más importantes funciones políticas. También Andrássy mantenía una correspondencia regular con Ida Ferenczy, para la que era un paternal amigo. A través de los comentarios de Ida, Elisabeth ya conocía bien a Gyula Andrássy antes de verle por primera vez. No sólo estaba al corriente de sus ideas políticas, sino también de su aventurera vida privada, frecuentemente entrelazada con la política. Andrássy no había regresado del exilio hasta 1858, tras haberle sido amnistiada la pena de muerte que databa de los años de la revolución. Al fin y al cabo, había luchado en 1849, en la batalla de Schwechat, contra las tropas imperiales y a favor de Kossuth, un hecho al que sus partidarios quitaban importancia en los años sesenta, afirmando que se había tratado de una «travesura juvenil», pero que en la corte vienesa despertaba, como es lógico, una desconfianza contra él. Vistiendo el uniforme de coronel de Honvéd (es decir, del ejército nacional húngaro que luchaba contra las tropas imperiales), había viajado en 1849 a Constantinopla por encargo del gobierno revolucionario, con objeto de impedir la extradición a Austria de los emigrantes húngaros, misión que cumplió con éxito. Cuando las tropas austríacas y rusas derrotaron al ejército de Honvéd, Andrássy fue condenado a muerte por alta traición, hallándose él ausente, y su nombre fue clavado a la horca por el verdugo, otro romántico detalle para las damas de los salones parisienses que revoloteaban alrededor del «bello ahorcado» (le beau pendu) en el exilio.
Andrássy tuvo un buen exilio, primero en París y después en Londres. No necesitaba ganarse el pan con trabajos accidentales, como tantos otros compatriotas. Su madre le enviaba suficiente dinero desde Hungría, y el hecho de ser no sólo un aristócrata, sino además un conversador sumamente ingenioso, muy apuesto y perfecto conocedor de las lenguas húngara, alemana, francesa e inglesa, le abría en seguida las puertas de las casas más distinguidas.
En Inglaterra pudo permitirse incluso caballos de silla y «hacer en los Derbys con encantadora elegancia el papel de apátrida», como decían sus adversarios en tono de burla. Es innecesario decir que Andrássy aprovechaba en todo momento los efectos de su atractivo personal para obtener información política.
Andrássy conocía como pocos la corte de Napoleón III. Fue también en París donde conoció a su mujer. Desde luego era una aristócrata, húngara además, y la beldad más notable después de la emperatriz Eugenia. Hablamos de la condesa Katinka Kendeffy. Con ella regresó Andrássy a Budapest como celebrado mártir de la revolución, y sin el menor esfuerzo se impuso en seguida en el terreno político. Prácticamente le llovieron los cargos y los títulos.
Los años de la emigración le habían servido para contactar con los poderosos de Europa, y Andrássy estaba ahora familiarizado con los círculos diplomáticos de toda la Europa occidental. El partido liberal húngaro, profundamente anclado en el pueblo gracias a Deák, necesitaba a un hombre como Andrássy, que representara una relación con la aristocracia y con el extranjero. Además, Gyula Andrássy mantenía excelentes relaciones con la prensa (no en vano había escrito durante años para Pesti Napló) y tenía fama de orador chistoso. Sus bonmots políticos se hicieron célebres. Por ejemplo, su frase referente al neoabsolutismo del joven emperador Francisco José: «La nueva Austria era comparable a una pirámide colocada al revés. ¿A quién le extrañará, pues, que no se aguantara de pie?». Ya en 1861, cuando Austria todavía defendía con vehemencia su posición en Italia y Alemania, circularon las populares palabras de Andrássy según las cuales «el águila bicéfala no aleteará en Roma, en la Toscana, en Hesse ni en Holstein, adonde el gobierno imperial quizá la enviara para mayor gloria del ejército, pero no pensando en la prosperidad del pueblo». Dijo también que «la postura defensiva de Austria era un interés europeo». Significaba esto un desaire para la política empleada en Italia y Alemania, al mismo tiempo que una concentración del interés en los países de la monarquía danubiana.
Andrássy era un hombre de grandes ideas y conceptos. No le gustaba el trabajo minucioso. En cambio, defendía sus conceptos con gran seguridad y temperamento. Difícilmente encajará tan bien en otra persona pública la expresión de «sensualidad política». Era vanidoso como una diva y cuidaba su imagen: la del «irresistible». Irresistible era también para sus compatriotas, que le admiraban, e irresistible para las mujeres sobre todo, que le iban detrás.
Hay opiniones muy opuestas con respecto a la personalidad de Andrássy: los húngaros le convirtieron en héroe nacional, mientras que muchos no húngaros le consideraban un sinvergüenza. El conde de Hübner, que le conocía de París, escribió, por ejemplo, en su diario: «Como persona, no es antipático; hay en él una mezcla de bohemio y caballero, de deportista y jugador. Tiene el aspecto de un conspirador y, al mismo tiempo, de un hombre que dice todo aquello que le pasa por la cabeza. Es el embustero más audaz de su época y, a la vez, el más indiscreto de todos los fanfarrones».
Los caminos de Andrássy y Elisabeth se cruzaron por primera vez en enero de 1866. Ella contaba entonces veintiocho años; él, cuarenta y dos.
Los asuntos húngaros eran el comentario del día. Después que el emperador hiciera algunas concesiones con motivo de su viaje a Hungría, una delegación del Landtag húngaro se trasladó a Viena con el príncipe primado para invitar también a la emperatriz a una visita oficial y felicitarla, además, con ocasión de su cumpleaños (que de nuevo era celebrado en Munich). Andrássy formaba parte de esa delegación, ya que por aquel entonces era vicepresidente de la Cámara de Diputados. La comisión avanzó solemnemente, precedida por los imperiales y reales furrieles de la corte y de cámara, por las antesalas ocupadas por guardias de corps, hasta los aposentos de su majestad. En la segunda antecámara, el grupo fue recibido por el camarero mayor de la emperatriz, que lo condujo hasta el salón de audiencias. El encuentro fue de un efecto teatral: Andrássy lucía la espléndida indumentaria bordada en oro de la aristocracia magiar, el llamado attila, consistente en un manto con pedrería, botas con espuelas y una piel de tigre echada por encima de los hombros; y a su lado se hallaban el príncipe primado, el obispo griego-occidental y el resto de los diputados. Incluso en medio de aquel cuadro tan multicolor destacaba Gyula Andrássy por su aspecto de desenvuelto hombre de mundo y por el encanto —entre gitano y salvaje— que irradiaba.
Sisi parecía una emperatriz de ensueño. Llevaba el traje nacional húngaro, aunque en una versión muy majestuosa: vestido de seda blanca, con corpiño negro, acordonado con diamantes y perlas, delantal de encaje blanco, una pequeña cofia húngara en la cabeza y, encima de la frente, una corona de diamantes. Aguardaba bajo un baldaquín, acompañada por su camarero mayor y ocho damas de honor, en su mayoría húngaras. Era una reina de Hungría de pies a cabeza.
Para asombro de todos los asistentes, agradeció las felicitaciones del primado con varias frases espontáneas, pronunciadas en un húngaro perfecto. Sus palabras fueron premiadas con entusiastas voces de «¡Eljen, eljen!».
Siguió a este acto una cena en palacio. Sisi asistió a ella con blanco vestido de larga cola y perlas entrelazadas en su soberbia cabellera. Después hubo un cercle, en el que tanto Francisco José como Elisabeth «se dignaron conversar bastante extensamente con cada miembro de la delegación», como informaron los periódicos. Fue éste el primer diálogo entre la emperatriz y Gyula Andrássy, naturalmente en lengua húngara. Más adelante, Andrássy explicaría detalles de sus conversaciones con la soberana, dando a conocer la luego tan frecuentemente citada frase de Elisabeth: «Mire usted... Si las cosas le van mal al emperador en Italia, me duele; pero si los problemas surgen en Hungría, ¡eso me mata!».
Ida Ferenczy había realizado su labor a fondo. Andrássy supo en seguida que Elisabeth había encontrado una intercesora para los especiales deseos de los húngaros. Tales deseos no tenían nada de modestos y en ellos no contaban para nada los derechos de los pueblos no húngaros de la monarquía. El emperador Fernando, predecesor de Francisco José, se había hecho coronar por partida doble: rey de Bohemia, en Praga, y rey de Hungría en Pressburgo. Pero ahora se hablaba exclusivamente de la Coronación húngara y de las exigencias de «paridad» de Hungría con todo lo que no fuese Hungría (o sea con un territorio considerablemente más extenso y también más importante en sentido económico), cosa que ponía fuera de sí a los bohemios.
Para disgusto del partido cortesano de Viena, la pareja imperial inició, a principios de enero de 1866, un viaje de varias semanas a Hungría. Era la primera vez que Sisi volvía a Budapest desde 1857, nueve años antes. Entre tanto, los tiempos habían cambiado, y el clima reinante entre Viena y Ofen era mejor. Se confiaba en que no tardaría en solucionarse el largo conflicto.
El programa de visitas de la pareja imperial era fatigoso. Pero así como en Viena protestaba Sisi por cualquier recepción oficial, considerando esos actos como una molestia y una limitación de su libertad personal, en Hungría se sometía con la máxima disciplina a las exigencias de su papel de reina. Claro que... Gyula Andrássy estaba siempre cerca de ella. Y las malas lenguas de Ofen notificaron en seguida a Viena lo a gusto que conversaban ambos en las recepciones y durante los cercles, desde luego en húngaro, de manera que las damas de honor de Sisi no entendían una palabra. El general ayudante Crenneville, que acompañaba a los soberanos en el viaje a Ofen, escribió indignado a su mujer que, en el baile del castillo de Ofen, la emperatriz había charlado durante un cuarto de hora con Andrássy en húngaro, y destacó esta noticia con tres signos de admiración.
Los funcionarios de la corte vienesa veían con desaliento y malicia a la vez la parte posterior de la brillante fachada presentada por Hungría. Crenneville criticó, por ejemplo, los «sucios trajes» que llevaban los magnates; «attilas absolutamente ridículos, en ocasiones», y luego pasó a quejarse de las «indecentes» czardas bailadas en la gran fiesta ofrecida en el castillo de Ofen: «Yo novio, no me casaría con una muchacha que bailara eso, o me separaría de mi mujer si se abandonara a los brazos de un desconocido, como ayer en el baile de esas czardas que tan decentes quieren encontrar». Otra cosa que criticó Crenneville fueron los «elegantes pero escotadísimos atuendos» de las damas.
Esa libertad y esa desenvoltura, así como la abierta demostración del temperamento de la aristocracia húngara, fue precisamente lo que atrajo y entusiasmó visiblemente a la joven emperatriz, después de la rigidez de la vida cortesana en Viena. Sisi pareció florecer entre los vivas de la gente sencilla y las miradas de admiración de la nobleza húngara. Sin embargo, toda esa libertad de acción, toda la elegancia y todo el encanto de Hungría se cristalizaban para ella en la persona de Gyula Andrássy.
El éxito de Sisi fue rotundo. El propio Francisco José escribió a su madre, orgulloso: «Sisi constituye una gran ayuda para mí, dada su amabilidad, su tacto y su dominio de la lengua húngara, ya que la gente prefiere oír alguna advertencia de una boca bonita».
El punto culminante del viaje fue sin duda alguna el discurso que Elisabeth dirigió a la Diputación Nacional en un húngaro sin tacha: «¡Que el Todopoderoso premie la eficacia de ustedes con sus más ricas bendiciones!». Al decir esto juntó además sus manos en un gesto de oración y sus ojos se llenaron de lágrimas. Uno de los magnates describió ese momento como «tan emocionante, que los diputados no fueron capaces de lanzar sus eljen y a todos, viejos y jóvenes, les resbalaron las lágrimas por la cara». El malicioso comentario del jefe del gabinete imperial, barón de Braun, fue éste: «No hay quien niegue que los húngaros tienen corazón... ¡Lástima que no dure!».
Pero incluso en Budapest volvió a caer enferma Sisi. Los síntomas eran los ya sobradamente conocidos en Viena: llantos convulsivos, tos y debilidad. Para desesperación de tantas personas como habían acudido a la capital para ver a la «reina», Elisabeth tuvo que guardar cama durante ocho días. Francisco José escribió a Sofía: «El baile fue muy brillante y estuvo muy concurrido, aunque constituyó una decepción, ya que muchas personas habían venido expresamente de todas las partes del país para ver a Sisi y serle presentadas, y me encontraron a mí solamente».
A medida que se prolongaba la visita imperial a Ofen-Pest, más agrios se hacían los comentarios en Viena. El archiduque Alberto, jefe del partido conservador de la corte, escribió indignado al conde de Crenneville: «¡Si hubiese un medio para impedir una estancia demasiado larga y sin duda perjudicial de la augustísima pareja imperial en Hungría! Todo cuanto pudiera conseguirse con esa visita, probablemente se consiguió ya en los primeros ocho o diez días. Ahora, en cambio, la primera buena impresión palidece a causa de la repetición, y la dignidad nacional y el prestigio acabarán hundiéndose». Toda la culpa de la simpatía de Francisco José hacia Hungría se le daba a la emperatriz: «Mientras tanto, aquí [o sea en Viena] se agria el ambiente contra sus majestades, y especialmente contra su majestad la emperatriz, cuando la gente... lee la detallada información sobre las demostraciones de afecto y las amabilidades que aquí nunca hubo para la nobleza ni para los vieneses, y todavía mucho menos para otras provincias».
Francisco José le mandó contestar con bastante enojo a su tío: «No existe en esta estancia ningún peligro para el prestigio personal del monarca, dado que el emperador sabe muy bien lo que quiere y lo que nunca puede admitir. Además, no es sólo el emperador de Viena, sino el de todos sus reinos y países, en cada uno de los cuales se siente en su propia casa».
La corte vienesa no estaba nada de acuerdo con las concesiones políticas hechas a Hungría. Crenneville daba rienda suelta a su mal humor en las cartas dirigidas a Viena y no se mostraba parco en expresiones despectivas, tales como «esos rostros patibularios de Deák y compañía...».
La pareja imperial regresó a Viena a primeros de marzo, tras cinco semanas de permanencia en Hungría.
En este país cundió con la velocidad del rayo el rumor de que la bella emperatriz, animada por el entusiasmo de Ida, le había echado el ojo a Gyula Andrássy. Esta comidilla contribuyó, a no dudarlo, a hacer inviolable la posición política interior de este hombre. Elisabeth era ya una madura mujer de casi treinta años y se hallaba en el máximo esplendor de su belleza. Había tenido tres hijos, pero estaba descontenta, se sentía vacía y ansiaba la libertad. Su matrimonio era un continuo problema. Sisi no vivía a gusto en Viena, y un hombre como Gyula Andrássy —en todo, lo contrario de su marido— podía resultarle peligroso. El entusiasmo de Ida por Andrássy aún acababa de fortalecer su evidente enamoramiento, y esos sentimientos brotados de súbito la hicieron emplear todas sus fuerzas en pro de la causa húngara, porque una «aventura» en el sentido vulgar de la palabra era absolutamente imposible para una mujer de su categoría.
Andrássy seguía encargado de las negociaciones relativas al Ausgleich y viajaba continuamente de Budapest a Viena y viceversa. Empezó entonces una intensa correspondencia de carácter político entre él y la emperatriz, aunque no directa, sino siempre a través de Ida Ferenczy. El texto de esas cartas era en clave. La emperatriz casi nunca era mencionada por su nombre: era, por regla general, «su hermana», y Andrássy era «el amigo». De este modo, aun en el caso de ser interceptada una de las cartas, nadie hubiese podido descifrar la misiva. Hasta para el historiador resulta hoy difícil extraer algo aprovechable de las escasas cartas conservadas.
Andrássy era sometido a una constante vigilancia, sobre todo en sus visitas a Viena. No hace falta explicar, pues, que le resultaba imposible ver en privado a la emperatriz. Pero que incluso temiera acudir a casa de Ida demuestra el alto secreto de sus contactos. Una nota de Gyula Andrássy a esta joven dama: «Deseaba subir a saludarla, pero como supongo que siguen cada uno de mis pasos, no quise revelar innecesariamente el camino en el que ahora trabaja la Providencia».
La situación política, y principalmente las relaciones con Prusia, se deterioraron a ojos vistas en estas semanas. Benedek fue nombrado jefe de las tropas de Bohemia contra Prusia, y el archiduque Alberto tomó el mando sobre las de la Alta Italia.
Francisco José y Elisabeth no estaban de acuerdo sobre quién era responsable del ambiente adverso a Austria que reinaba en Berlín. Sisi escribió a su madre, en un tono francamente infantil: «Sería de veras una bendición que el rey de Prusia muriese de repente, porque se ahorrarían muchas desgracias». Francisco José estaba mejor enterado de quién atizaba el fuego en Berlín: «Mientras esté Bismarck, no habrá tranquilidad». En abril de 1866, Prusia estableció un pacto secreto con el joven reino de Italia contra Austria. Y Bismarck supo manejar con tanta habilidad el conflicto de Schleswig-Holstein, que la guerra se hizo inevitable. Se trataba de la supremacía de Alemania.
Temerosa de que también Francia interviniera de nuevo en la guerra y fortaleciese la postura italiana, Austria llegó a un acuerdo secreto con Napoleón III el día del 12 de junio. A cambio de la promesa de neutralidad por parte de Francia, Austria cedió a esta nación la provincia de Venecia, que en realidad hubiese querido entregar a Italia. Se produjo así la extraña situación de que las tropas austríacas luchaban en Italia, con numerosas bajas, por una provincia que ya había sido regalada por el emperador (cosa que los generales ignoraban).
La declaración de guerra tuvo efecto el 15 de junio de 1866. En el escenario septentrional de la guerra peleaba Prusia contra Austria, Sajonia, Baviera, Württemberg, Baden, Hannóver y Hesse-Kassel, o sea prácticamente contra el resto de Alemania. Casi nadie, en Europa, veía probabilidades de éxito para los ejércitos prusianos. Pero el enorme efectivo militar de Austria sólo existía sobre el papel, y, además, sus aliados no valían gran cosa. Sólo Sajonia se lanzó a esa guerra con todos sus bríos. Con los otros Estados alemanes hubo problemas, principalmente con Baviera. En el punto culminante de la crisis, el joven rey Luis II se retiró a su isla de las Rosas en el lago de Starnberg, asqueado de los asuntos políticos. Durante días enteros no permitió que sus ministros le hablasen. En cambio, se tomó tiempo para organizar un soberbio castillo de fuegos de artificio sobre el lago. El embajador austríaco informó a Viena: «Empiezan a tomar por loco al rey».
La propia Elisabeth, siempre dispuesta a defender a sus parientes bávaros, dio rienda suelta a su crítica y le escribió a su madre, que estaba en Possenhofen: «Oí decir que el rey había vuelto a marcharse. ¡Más le valdría ocuparse debidamente del gobierno, en unos tiempos tan malos!».
La emperatriz permanecía junto al esposo en Viena, dadas las graves circunstancias. Por fin había olvidado sus preocupaciones, caprichos y achaques. Estaba al corriente de los acontecimientos militares y políticos, y escribía diariamente largas cartas a su hijo de ocho años, que se encontraba en Ischl, para mantenerlo informado de los sucesos, incluso de cosas terroríficas, como la que le explicó después de la victoriosa batalla de Custozza, a finales de junio de 1866: «Los piamonteses actúan de manera inhumana con los prisioneros. Los matan, ya sean soldados rasos u oficiales, y hasta ahorcaron a varios monteros. Dos aún pudieron ser salvados, pero uno se volvió loco. El tío Alberto les ha amenazado con represalias».
Del escenario septentrional de la guerra —Bohemia— llegaba una mala noticia tras otra. De nuevo fallaban los generales, y una vez más resultaron insuficientes el equipo y las provisiones.
Francisco José se mantenía sorprendentemente tranquilo. Elisabeth escribió a Rodolfo: «A pesar de los malos tiempos y de todos los problemas, tu querido papá tiene buen aspecto, a Dios gracias; conserva una admirable calma y mira al futuro con confianza, aunque los fusiles de aguja de percusión de los prusianos dan un resultado formidable... Esta tarde, papá recibió detallada información referente a los últimos grandes choques, que parecen haber resultado más afortunados de lo que él esperaba, pero las pérdidas son terribles, dado que las tropas son demasiado valientes e impetuosas; tanto, que el jefe de la Intendencia emitió una orden del día según la cual debían esperar a atacar con las bayonetas hasta que la artillería hubiese actuado más a fondo».
El día 1 de julio, la emperatriz dirigió una cauta carta al preceptor de su hijo, coronel Latour: «Haga saber a Rodolfo lo que le parezca conveniente... Las circunstancias han llegado a tal extremo, que ya no puedo enviarle más noticias por telégrafo, mas para cumplir mi promesa voy a decirle por escrito cómo están las cosas. El ejército del norte ha sufrido terribles pérdidas en los últimos combates. Se habla de 20.000 bajas; casi todos los oficiales superiores han caído. También los sajones están malparados...». Prosigue Elisabeth: «El emperador es admirable; siempre se le ve tranquilo y sereno... Las noticias que debo darle son malas; sin embargo, no debemos desanimarnos».
Al día siguiente de la decisiva batalla de Königgrätz (3 de julio), Elisabeth escribió a Latour: «Anoche recibimos la noticia que destruye nuestras últimas esperanzas... Las pérdidas son, por lo visto, espantosas». Seguía una lista de familiares y conocidos heridos: «El archiduque Guillermo resultó herido en la cabeza; al conde de Festetics le fue destrozado un pie, que poco después le amputaban; también figura entre ellos el coronel Müller, y asimismo parece estar gravemente herido el conde de Grünne [hijo de Carlos de Grünne]... Creo que nadie sabe todavía lo que va a suceder, pero quiera Dios que no se firme la paz. Como ya no tenemos nada más que perder, es preferible hundirse del todo con honor». Por último, Elisabeth lamentaba la suerte de Rodolfo, «la pobre criatura cuyo porvenir es tan triste».
Los escalofriantes detalles procedentes de Königgrätz sobrepasaban todo lo imaginable. Dice la landgravesa de Fürstenberg: «Es la guerra más sangrienta de la historia». Los austríacos «se vieron tan cubiertos por las balas, que cayeron en masa; fue como si les arrojaran arena a la cara. Tuvo que ser un horrible baño de sangre. Ponga Dios fin a este desastre, sea de una forma o de otra».
Esa batalla fue el mayor encuentro bélico de la historia moderna. Unos cuatrocientos cincuenta mil hombres lucharon en él, más que en la gran batalla de Leipzig contra Napoleón. En un solo día (el 3 de julio de 1866), Prusia se convirtió en gran potencia europea.
A diario llegaban por la línea férrea del norte trenes repletos de heridos. La emperatriz recorría los hospitales de la mañana a la noche, sin descanso, para darles consuelo. Su entrega fue muy elogiada, tanto por su suegra como por el pueblo. Escribe la landgravesa de Fürstenberg: «La emperatriz estimula y asombra a todo el mundo con su forma tan maternal de ocuparse del cuidado de los heridos y del funcionamiento de los hospitales. Era hora de que volviese a ganarse los corazones de los austríacos. Ahora lleva buen camino para hacerlo».
Las tropas prusianas avanzaban cada día más sobre Viena. Quien se lo podía permitir, huía de la ciudad y ponía sus riquezas a buen recaudo. También en la corte se procedía a empaquetar las cosas. A partir del 10 de julio, los documentos más importantes del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la cancillería del gabinete, así como los más preciosos manuscritos de la biblioteca de la corte, fueron transportados en barco a Budapest. Los mejores cuadros, las más costosas pieles de la familia imperial y, desde luego, las insignias de la Corona siguieron el mismo camino.
El embajador suizo informó a Berna de que, si se producía la decisiva batalla delante de las mismas puertas de Viena, el emperador tomaría personalmente el mando supremo. La crisis de Austria era tan grave, que en Viena ya se hablaba de una posible regencia de la emperatriz.
También la emperatriz abandonó Viena el 9 de julio (o sea a los seis días de la batalla de Königgrätz) y viajó a Budapest, si bien regresó tres días más tarde para recoger a sus hijos, conducidos a la capital desde Ischl.
La archiduquesa Sofía se indignó al conocer tal decisión. Consideraba que los niños estarían mucho más protegidos en Ischl, donde además respiraban el sano aire de las montañas. Temía ella que «el cargado ambiente y las malas aguas de Budapest» pudiesen ser perjudiciales para la salud del príncipe heredero. A Sofía le resultaba sumamente desagradable que la familia imperial hubiera elegido precisamente Hungría como lugar de refugio. Ella se negó a ir y continuó en Ischl, adonde también se había hecho llevar todos sus objetos de valor.
La decisión de Sisi de viajar precisamente a Hungría en unas circunstancias tan precarias e incluso desesperadas fue un acto político de suma importancia. En aquellos mismos días, Bismarck intentaba apoyar con gran ostentación de medios a la Legión Klapka, que buscaba separar Hungría de Austria y quería aprovechar la desastrosa situación de ésta para un levantamiento en Hungría. Si, además, en este país estallaba una revolución, en opinión de casi todos, le había llegado su última hora a la monarquía austríaca.
El viaje de Sisi a Hungría estuvo bien calculado. Era ella el miembro de la familia real que mejores relaciones tenía con Hungría, y esas relaciones eran ahora tremendamente necesarias. No se sabe quién había detrás de esa idea. Si tenemos en cuenta la furiosa oposición de la archiduquesa Sofía a tal viaje, es muy probable que toda esa acción de alta política partiera de la propia emperatriz, en otras ocasiones tan poco política, y que esta vez lograra imponerse. Buena jugada fue, asimismo, que Sisi llevara consigo a los niños. La comparación con la demanda de auxilio de María Teresa a los húngaros desde Bratislava en 1741 (con el pequeño príncipe heredero, José, en brazos) fue destacada pronto por los periódicos húngaros, y la popularidad de la soberana creció todavía más.
En la estación de Viena, al despedirse, Elisabeth tuvo otro gesto espectacular: besó la mano al esposo por todos humillado. Nunca se había visto Francisco José menos estimado que en aquellas tristes semanas. El pueblo, atormentado por la guerra y las estrecheces, le reprochaba haber antepuesto los intereses de la dinastía a los del Estado. Corría el rumor, además, de que el emperador Maximiliano iba a regresar de México para hacerse cargo de la regencia de Austria. Había quien exclamaba: «¡Viva Maximiliano!», lo que era una invitación a Francisco José para que abdicara. Alguien llegó a decir: «¡Que vengan los prusianos, les construiremos puentes de oro!». En semejante situación, la emperatriz —por lo general tan censuradora— se puso totalmente al lado del marido.
Elisabeth y sus hijos fueron recibidos en Hungría con enorme entusiasmo. En la estación les aguardaban Deák, Andrássy y otros destacados políticos. Deák hizo referencia al espléndido recibimiento de que habían sido objeto los soberanos en su anterior visita a Hungría, al decir: «Consideraría una cobardía volverle la espalda a la emperatriz en la desgracia, cuando le salimos todos al encuentro en la época en que la dinastía no tenía problemas».
En Budapest, Elisabeth se halló por completo bajo la influencia húngara. En sus diarias cartas, cada vez más enérgicas, procuraba presionar al esposo, apoyaba las exigencias húngaras e insistía en la prisa. Su primer objetivo era el de organizar un encuentro personal entre el emperador y Deák.
Sisi era un dócil y casi fanático instrumento de la persona y de la política de Gyula Andrássy, que sabía despertar en ella con gran habilidad la sensación de ser la salvadora de Austria (y Hungría). El 15 de julio le escribió al marido que había tenido una entrevista con Andrássy, «naturalmente á solas. Me expresó sus opiniones de manera muy clara. Las comprendí y acabé convencida de que, si tú confiaras en él, pero del todo, no sólo Hungría estaría salvada, sino también la monarquía. Pero sería necesario que hablaras personalmente con él sin pérdida de tiempo, porque cada día que pasa puede hacer cambiar las circunstancias de tal modo, que al final ni él mismo pueda solucionar nada, y en un momento como el actual hace falta un gran espíritu de sacrificio para ello. Habla en seguida con él. Puedes hacerlo sin reservas, porque vas a encontrarte con un hombre que no busca interpretar un papel a cualquier precio ni ansía lograr una posición. Al contrario, pone en juego la que tiene ahora, bien buena por cierto. Pero, como todo hombre de honor en el momento en que el Estado está a punto de naufragar, se halla dispuesto a hacer todo cuanto esté en sus manos para contribuir a su salvación. Todo lo pone a tus pies: su inteligencia y su influencia en el país. Por última vez te lo suplico en nombre de Rodolfo: ¡no pierdas la última ocasión!».
En este tono seguía la carta. Nunca en su vida había escrito Elisabeth unas cartas tan largas a su marido como ahora que se trataba de ayudar a Hungría (y de satisfacer a Andrássy). Por amor a Hungría (y a Andrássy), Elisabeth formulaba sus deseos de forma tan insistente, que casi era un chantaje: «Te suplico que, apenas recibas mi carta, me telegrafíes si Andrássy debe tomar por la noche el tren de Viena. Mañana le haré acudir a los aposentos de Paula [Königsegg, su camarera mayor], donde le transmitiré la respuesta. Si dices que no y te niegas a escuchar en estos momentos mi desinteresado consejo, actuarás de manera muy des... [ilegible] para con todos nosotros. Desde luego, en tal caso te verás libre para siempre de mis ruegos y de las molestias que causarte pueda, y a mí sólo me quedará el consuelo de que, suceda lo que suceda, un día podré decirle a Rodolfo: "Yo hice cuanto estuvo en mis manos. Tu desgracia no es culpa mía"».
Francisco José cedió. Contra su propia convicción, y también contra el consejo de su madre y de los ministros de Viena, hizo lo que su mujer exigía de él.
Gyula Andrássy se presentó ante el emperador el 17 de julio, entregándole al mismo tiempo una larga carta que Sisi le había escrito desde Budapest. La entrevista duró hora y media. Según Francisco José, Andrássy habló «muy francamente y con respeto; desarrolló todos sus puntos de vista y me rogó que, sobre todo, hablara con el Viejo», o sea con Deák.
Empero, la desconfianza de Francisco José hacia Andrássy era profunda: «Como otras veces, sin embargo, le vi poco preciso en sus intenciones y sin la necesaria consideración a los demás miembros de la monarquía. Pretende mucho y, en un momento tan decisivo como el actual, ofrece demasiado poco». Por otra parte, el emperador elogió la «gran sinceridad y sensatez» de Andrássy, «aunque temo que no posea la fuerza necesaria ni encuentre en el país los medios suficientes para llevar a cabo sus proyectos».
La política claramente liberal de Andrássy estaba en completo desacuerdo con los principios de la corte vienesa y también con los del emperador. Y era evidente que semejante cambio de rumbo de la política húngara repercutiría sobre las demás partes de la monarquía. Por este mismo motivo, las exigencias húngaras hallaron el apoyo de los fieles a la Constitución y de los liberales también en otras partes del Imperio.
El 19 de julio llegó al Hofburg «el Viejo», como era llamado Deák. El emperador dijo que «le parecía mucho más claro que Andrássy y mucho más considerado de cara al resto de la monarquía. Pero en el fondo me ha causado la misma impresión que A. Lo quieren todo, en el más amplio sentido, y no ofrecen ninguna garantía de éxito, sino únicamente esperanzas y probabilidades, y no prometen perseverar hasta el fin, en el caso de no poder realizar sus ideas en el país y verse vencidos por la Izquierda». Francisco José quedó impresionado «por su sinceridad, su nobleza y su fidelidad a la dinastía..., pero el hombre no cuenta con valor, decisión y constancia en tiempos de desgracia».
Aquellos días, el emperador se veía acosado por todas partes. En la corte se respiraba un ambiente sumamente antihúngaro. Su mujer, en cambio, le escribía una carta tras otra a favor de la causa húngara. Los prusianos se hallaban a las puertas de Bratislava. En Viena hacía un calor tórrido. A diario llegaban trenes abarrotados de heridos.
En la corte vienesa vivían numerosos reyes y príncipes exiliados de Italia y Alemania. Se politizaba y discutía mucho. La agresividad se mascaba. Pero el emperador «quiere resistir hasta el fin», escribió a su madre, Sofía, el archiduque Luis Víctor. Las cartas de Francisco José a Elisabeth llevaban ahora una firma distinta. En vez del acostumbrado «quien tanto te ama, Francisco», el marido ponía ahora, sin duda en busca de un poco de compasión: «tu fiel maridito», «tu mäneken [hombrecito, literalmente]» o «tu pequeño que tantísimo te adora», fórmulas que el emperador ya emplearía de por vida.
También la esperanza de una ayuda por parte de Francia resultó vana. Napoleón III había recibido un regalo formidable —Venecia— ya antes de la guerra y sin la promesa de la ayuda francesa. A Napoleón ni se le pasó por la cabeza acudir en auxilio de los apurados austríacos, porque no se había comprometido a ello. El archiduque Luis Víctor hizo serios reproches al rey Juan de Sajonia: «Mi tío Juan, a quien hoy mismo dije mi opinión acerca de Venecia, se arrepiente de haber dado tal consejo, ya que Napoleón no hace nada por nosotros y ahora todo se ha ido a paseo sin armisticio».
Finalmente y gracias a la mediación francesa, se consiguió una tregua de cinco días para los ejércitos del norte.
Los ejércitos del sur seguían luchando en Italia. El 21 de julio llegó la noticia de la brillante victoria naval austríaca en aguas de Lissa, lograda por el almirante Tegetthoff. Para la archiduquesa Sofía, semejante triunfo constituyó una satisfacción muy especial, ya que había sido su hijo Max quien, como comandante en jefe de la marina de guerra, impusiera importantes reformas en ella antes de abandonar Austria.
Los periódicos no hablaban más que de la victoria y procuraban así levantar la moral del pueblo. Éste aún no sabía que Venecia estaba perdida y que la victoria naval era ya tan inútil como la de Custozza. En Viena, el ambiente era de bastante nerviosismo.
Las diezmadas y exhaustas tropas del norte ansiaban tanto la paz como el pueblo, tan terriblemente afectado por la crisis. En Viena ignoraban que los prusianos también estaban agotados a causa de una epidemia de cólera, por lo que no pudieron sacar provecho de esta circunstancia en las negociaciones.
Francisco José ya forjaba planes privados para el momento del armisticio y le escribió anhelante a su esposa que entones se trasladara a Ischl con los niños «porque tu permanencia en Hungría ya no será necesaria; habrá que atacar en seguida el problema político y el país se tranquilizará». En Ischl «quizá podría visitar alguna vez a la familia, ya que también a mí me sentaría bien algún que otro día de descanso».
Sin embargo, Elisabeth continuó en Budapest, sin dejar de enviar insistentes cartas al esposo. Por fin, Francisco José empezó a dar señales de perder la paciencia.
Las negociaciones de paz se prolongaban. Todo el mundo sabía que la supremacía austríaca en Alemania había terminado. Fragmento de una carta de Francisco José a su mujer: «De Alemania nos retiramos por completo, tanto si nos lo exigen como si no, y considero esto una suerte para Austria después de las experiencias hechas con nuestro querido aliado alemán».
El día 29 de julio, el archiduque Luis Víctor dijo en una carta a su madre: «La paz ya es prácticamente segura. Primero no se produjo ninguna alegría, pero luego leí algunas cartas de militares antes muy partidarios de la guerra y que ahora opinan que no es posible seguir adelante, porque los soldados están demasiado cansados y, además, desanimados por no contar con rifles de percusión. También a causa de Hungría parece ser muy necesaria la paz, porque ese país no es como debiera... De Bismarckse dice que, como es listo, mientras que el rey continúa encastillado en su estúpida soberbia, se ha hecho mucho más tratable que este último. De momento, sin embargo, están en Nikolsburg con la pobre Alinchen y, por lo visto, viven allí de mala manera».
Desde luego, el archiduque Luis Víctor olvidó comentar que no sólo padecía la condesa Alinchen de Mensdorff, en cuyo palacio se alojaba el rey de Prusia, sino que provincias enteras suspiraban bajo el peso de la ocupación prusiana. Francisco José a Elisabeth: «Los prusianos actúan sin consideración en las provincias por ellos dominadas, por lo que la gente se enfrentara pronto con el hambre y ya empiezan a llegar de allí voces en demanda de auxilio. Es desgarrador».
El propio emperador informó a su mujer sobre los puntos principales de la paz preliminar de Nikolsburg. «Se mantiene la integridad de Austria y Sajonia; nos retiramos totalmente de Alemania y pagaremos veinte millones de táleros. Qué harán y robarán los prusianos en el resto de Alemania es cosa que no sé y que ni siquiera me importa ya».
También en esta situación rogó Francisco José a su esposa que le visitara en Viena: «Me gustaría pedirte algo. ¡Sería tan bonito que pudieras venir a verme! Con ello me harías inmensamente feliz».
Y Elisabeth viajó, en efecto, unos días a Viena. Sin embargo, su visita no significó una verdadera alegría para el emperador, ya que Sisi se hallaba totalmente absorbida por el problema de Hungría y de nuevo aprovechó la oportunidad para presionarle en sus decisiones políticas. Francisco José todavía dudaba de la conveniencia de ceder ante las exigencias de los húngaros y se sentía lleno de escrúpulos de cara a los bohemios. A Andrássy, que aquellos días fue recibido por él en audiencia, le dio largas con estas palabras: «Todavía tengo que estudiarlo y reflexionar mucho».
Al día siguiente, la emperatriz Elisabeth invitó a Andrássy al palacio de Schonbrunn para una entrevista. El político húngaro no sabía si lo hacía por encargo de Francisco José o por propia iniciativa (lo que parecía más probable). El 30 de julio de 1866 escribió en su diario esta frase: «Desde luego, si se consigue un éxito, Hungría deberá más de lo que se imagina a la hermosa Providencia [expresión que empleaba siempre para referirse a la emperatriz], que tanto vela por ella».
En la entrevista, la emperatriz se mostró muy pesimista y dijo que no tenía ninguna esperanza de que su actuación se viera coronada por el éxito, con lo que dio a entender a Andrássy bien claramente que no estaba de acuerdo con la postura del soberano. De todos modos, logró que Andrássy fuera recibido una segunda vez por Francisco José y que incluso pudiera entregarle una memoria sobre la reestructuración de la monarquía en el sentido de un dualismo (y no de un federalismo).
Las duras exigencias de Sisi respecto de Hungría amargaron al emperador los pocos días de convivencia, enturbiando, además, sus momentos de vida íntima. Escribió Francisco José a su mujer, después de su nueva partida hacia Budapest: «Aunque tú estuviste molesta y poco amable, te quiero tantísimo que no puedo estar sin ti». Y dos días después, un poco irritado: «Me alegra mucho saber que ahora descansas y duermes mucho, si bien no puedo creer que tu estancia aquí y mi compañía te fatigasen tanto». La tensión aumentó hasta provocar un serio disgusto cuando Sisi se negó rotundamente a abandonar Budapest con los niños. Lo que ella propuso, en cambio, fue que Francisco José la visitara en la capital de Hungría.
Hay que procurar figurarse la situación política y militar de Austria, así como la sobrecarga del emperador, con preocupaciones de todo tipo: aún no se había llegado a una paz con Italia sino que, por el contrario, era de temer un nuevo recrudecimiento de las luchas; seguían las negociaciones con Prusia; la Legión húngara atizaba los disturbios en Hungría; los países bohemios necesitaban víveres con urgencia, y el cólera y el tifus hacían estragos entre los deprimidos soldados austríacos. En tan desesperada situación, la emperatriz no sólo se negaba a permanecer junto a su marido, sino que, además, le reprochaba que no le devolviera la visita. Elisabeth ignoraba por completo sus obligaciones de soberana y prefería el papel de esposa descuidada y enfadada. Estaba hechizada por los húngaros y trabajaba con verdadero fanatismo e increíble energía para alcanzar una sola meta: el Ausgleich húngaro, tal y como lo querían Deák y Andrássy.
El emperador, en cambio, tenía que pensar también en las exigencias de las demás provincias, que, dada la situación, tenían mucho más derecho a una consideración que Hungría. Porque las aldeas y los campos de Bohemia habían quedado devastados por las batallas; por doquier imperaban las enfermedades, la miseria y el hambre, mientras que Hungría apenas había sufrido las consecuencias de la guerra. Francisco José apeló inútilmente a la conciencia de Sisi respecto de la situación por la que él pasaba: «Actuaría contra lo que es mi deber si me pusiera exclusivamente de parte de Hungría y arrinconara a aquellos países que con tanta facilidad soportaron incontables penalidades y necesitan nuestra atención».
Pero Elisabeth no demostró, en este caso, el menor afecto por su «solitario maridito». Con el más que discutible motivo de que los aires de Viena eran «poco sanos», continuó con sus hijos en Budapest. Francisco José le escribió, resignado: «...No me queda más remedio que conformarme y soportar con paciencia mi soledad, a la que ya estoy acostumbrado. En este sentido yo aprendí a resistir mucho, y uno acaba habituándose. No desperdiciaré ni una sola palabra más sobre el tema porque, si no, nuestra correspondencia resultaría demasiado aburrida, como tú misma indicas, y esperaré con serenidad lo que tú más adelante decidas».
El egoísmo de Elisabeth todavía llegó más lejos. En una época de máximas dificultades y forzosas economías, sintió de pronto el apremiante deseo de adquirir un castillo en Hungría. La paz preliminar de Nikolsburg obligaba a Austria al pago de veinte millones de táleros, a cambio de la retirada de las tropas prusianas. Para el emperador, lo más urgente era «pagar esa cantidad, para que abandonen pronto este país que están destrozando». Era preciso ahorrar en todo, tanto en lo grande como en lo pequeño, para reunir esa enorme cantidad. Las economías iban de la mano de los despidos. La población, diezmada y hambrienta a causa de la guerra, tenía que enfrentarse ahora, además, con el problema del desempleo.
En vez de preocuparse por todas esas calamidades, la emperatriz sólo pensaba en su propia comodidad y en su ilusión por instalarse de manera fija en su amada Hungría. La villa alquilada resultaba demasiado pequeña para estancias más prolongadas, y el castillo de Budapest era excesivamente caluroso en verano. En consecuencia, Elisabeth quería poseer una residencia en el campo, y ya sabía cuál: el castillo de Gödöllö.
En plenas negociaciones para el armisticio con Italia, Francisco José escribió estas líneas a su esposa: «Puedes visitar a los heridos de Gödöllö, si te parece bien, pero no mires el castillo como si tuviésemos intención de comprarlo, porque ahora no cuento con dinero suficiente y en estos momentos hemos de ahorrar todo lo posible. También las posesiones de la familia han sufrido serios destrozos durante la ocupación prusiana y tardarán años en reponerse. El presupuesto de la corte para el año próximo ha sido reducido por mí a cinco millones, de modo que debemos gastar dos millones menos. Hay que vender casi la mitad de nuestras caballerías y es preciso que limitemos mucho los gastos».
En medio de tantos y tan diversos problemas cayó como una bomba la noticia de que la emperatriz Carlota de México había llegado a París para pedir auxilio a Napoleón, ya que su imperio se hallaba en una situación apuradísima. Primera reacción de Francisco José: «Confío en que no venga a Austria, porque es lo único que nos faltaba». No parecía necesario preocuparse en exceso por Max, que en las cartas que con regularidad enviaba a su madre pintaba su posición como muy positiva. En Viena no se sabía que, mientras tanto, los levantiscos nativos habían acorralado a aquel emperador que, si bien tenía buena voluntad, no dejaba de ser un extraño en su tierra. Los desdichados acontecimientos que sacudían a Austria habían relegado a segundo lugar los problemas que pudiesen existir en el lejano México. Además, el correo tardaba entre seis y ocho semanas desde aquella parte de América. Nadie estaba bien enterado de lo que allí sucedía, y resultaba más cómodo pensar que no sería tan grave la cosa. En Viena ya tenían suficientes quebraderos de cabeza.
Como se acercaba el 18 de agosto, cumpleaños del emperador, Sisi tuvo que trasladarse a Viena, y Francisco José se lo agradeció de manera casi sumisa: «No sabes cuánto me emociona que seas tan buena y me visites de nuevo... Sé comprensiva conmigo cuando estés aquí, porque me siento terriblemente triste y solo y necesito un poco de alegría». Los niños, sin embargo, permanecieron en Budapest. La landgravesa de Fürstenberg, entonces aún dama de honor de la archiduquesa Sofía, se expresó así: «¡Ni siquiera le han podido traer a los hijos para este día! Esto duele mucho a la «mía» [archiduquesa Sofía]».
Elisabeth no estuvo en Viena más que un día, porque el 19 de agosto se celebraba en Hungría la fiesta de San Esteban, patrono del país, y Sisi no podía faltar. Después de su partida, Francisco José se lamentó: «¡Ay, ojalá pueda reunirme pronto con los míos y vivir épocas mejores! Me siento muy melancólico, y mis ánimos decaen a medida que nos acercamos a una paz y se destacan las dificultades internas que habrá que combatir. Sólo me sostiene mi sentido del deber y la pequeña esperanza de que quizá de las complicaciones que ahora surgen en Europa nazcan algún día tiempos más felices».
El cólera se había extendido también a Hungría, cobrándose las primeras víctimas. Pese a ello y a la constante preocupación por la salud de sus hijos, Sisi no se movió de Budapest. Francisco José a Sisi: «Te encuentro muchísimo a faltar, ya que contigo puedo hablar y a veces me distraes, aunque actualmente te veo algo seca. ¡Sí, mi tesoro (¡y qué tesoro!), me faltas de un modo terrible!».
A finales de agosto, por fin, se firmó en Praga la paz con Prusia, pero el acuerdo con Italia no llegó hasta octubre. A pesar de las victorias austríacas, Venecia se había perdido. De momento fue cedida a Francia, pero luego, tras un plebiscito, pasó formar parte de Italia. Prusia se anexionó Hannóver, Hesse, Schleswig-Holstein, Nassau y Francfort del Meno, creó la Federación de Alemania del Norte (en la que también fue incluida Sajonia, ex aliada de Austria) y estableció un pacto con los Estados del sur de Alemania. Después de mil años de historia común, Austria se separaba de Alemania.
Hasta primeros de septiembre —o sea tras casi dos meses en Hungría—, Elisabeth no abandonó Budapest con los niños, y antes de regresar a Viena estuvo en Ischl. Seguía luchando incansable por la causa húngara.
Ida Ferenczy no se apartó en todos esos importantes meses del lado de Elisabeth. En el otoño de 1866, la emperatriz acogió en su más estrecho círculo de colaboradores a otro húngaro, el periodista Max Falk, que trabajaba en una caja de ahorros de Viena, escribía para el periódico Pesti Napló, de Budapest, era íntimo amigo de Andrássy y... estaba fichado por la policía. En 1860, ésta había efectuado un registro en su casa, incautándose de toda su correspondencia, que llenó dos sacos. Falk permaneció algún tiempo en la cárcel de Viena, acusado de un delito de prensa, y luego escribió sobre ello diversos artículos que despertaron gran interés.
Las diarias lecciones de húngaro no eran más que un pretexto muy útil. En realidad se trataba de la causa de Hungría... en el sentido de Andrássy. Que Max Falk no practicaba con Elisabeth la gramática húngara es evidente. Propuso él explicar la historia de su país, «los períodos lejanos, de forma más breve; los recientes, con más detalle». Además, deseaba familiarizarla con la literatura húngara, y como «deberes» la hacía traducir textos al húngaro.
Falk escribió más adelante que «la enseñanza propiamente dicha pasaba cada vez más a segundo lugar... Empezamos a hablar también un poco de los acontecimientos del día, nos internamos lentamente en el terreno político y, dados unos cuanto pasos muy cautos, desembocamos en los asuntos relativos a Hungría».
Falk estableció contacto con otro político y literato de ideas liberales, José Eötvös. También en este caso procedió con sumo cuidado. Primero leyó a Elisabeth poesías de Eötvös y luego le habló de cierta poesía prohibida. La emperatriz preguntó enseguida:
—¿Prohibida una obra de Eötvös? ¿Por qué? ¿O sea que también está prohibido ya un Eötvös? ¡Dígame lo que contiene esa poesía!
Falk se expresa así en su escrito: «Hacía tiempo que esperaba este momento, y el manuscrito del Zászlótarto [Abanderado] se hallaba ya desde hacía días en mi bolsillo. Leí la poesía a su majestad, a quien agradó extraordinariamente. Luego me lo pidió, y en sus manos está todavía». La poesía trataba del carácter simbólico de la bandera húngara como emblema de la libertad y la independencia del país.
Por deseo de Sisi, Falk también le llevó al Hofburg el libelo prohibido del héroe nacional húngaro Esteban Széchényi, Ojeada a una ojeada retrospectiva, impreso en Londres a finales de los años cincuenta e introducido en Hungría en páginas sueltas. Cuando Falk vaciló en proporcionarle ese escrito, la emperatriz extrajo de su cajón otro folleto igualmente prohibido, publicado en 1867 y que constituyó una secreta sensación: El desmoronamiento de Austria. El anónimo autor, hijo de un funcionario imperial (cosa que Elisabeth también sabía), arremetía lleno de odio, aunque perfectamente informado, contra la política austriaca de los últimos años, haciendo responsable, sobre todo, a la camarilla cortesana del conde de Grünne, pero asimismo al joven emperador, y terminaba su obra con esta frase: «¡El desmoronamiento es una necesidad para Europa!».
La importancia de esas diarias horas de conversación es muy superior a lo que a primera vista pueda parecer, porque presentan un claro paralelo con las posteriores reuniones del joven príncipe heredero, Rodolfo, con el periodista Szeps en los años ochenta. Tanto Elisabeth como Rodolfo se interesaban por la política, pero carecían de suficiente información. Por consiguiente, ambos se proporcionaron por caminos particulares los conocimientos que oficialmente les eran negados. En los dos casos, los informadores políticos —Falk y Szeps— aprovecharon la ocasión para ejercer una masiva influencia política.
Elisabeth pidió a Falk que le mostrara las cartas de Eötvös, y éste fue informado por Falk de que la emperatriz leía sus cartas. Eötvös lo tuvo en cuenta, y así, «en forma de cartas dirigidas a mí enteré a su majestad de cosas que difícilmente hubiese averiguado por otro camino», dijo Falk. La emperatriz ya se había servido de ese sistema para recibir incontables noticias de Andrássy, oficialmente dirigidas a Ida.
Max Falk regresó a Hungría el año de la coronación. Fue nombrado redactor jefe del diario en lengua alemana Pester Lloyd, de tendencias liberales, y pronto llegó a ser también un destacado miembro de la Dieta del Imperio. Apoyaba la política de su amigo Andrássy y se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Hungría.
A principios de octubre llegaron inesperadamente preocupantes noticias de Roma. Allí estaba la emperatriz Carlota de México para pedir al papa que prestase ayuda al católico Imperio mexicano, después que Napoleón III rechazara toda idea de apoyo. Mas tampoco el papa vio posibilidades de hacer nada y, además, trató a Carlota con suma frialdad. La emperatriz se derrumbó psíquica y mentalmente, empezó a desvariar y tuvo que Ser trasladada a su palacio de Miramare, junto a Trieste, por un psiquiatra y dos enfermeras. Su estado físico era perfecto, sin embargo, y Carlota vivió hasta 1927 sin haber vuelto a ver a su Max ni enterarse de su triste final. Con la corte vienesa no tuvo más tratos.
Max, por su parte, prefirió —después de algunas dudas— permanecer en México pese a la difícil situación. Y la archiduquesa Sofía, aunque muy preocupada, aprobó la determinación de su hijo. «Por fortuna, seguirá allí, sacrificándose por el país que tanto necesita de él en estos momentos. Porque si Max abandonara, en el acto sería presa de una anarquía de partidos. Hace poco me escribió que el interés y el afecto que demuestran por él son emocionantes. Quedándose se honra a sí mismo, al contrario de lo que hizo Luis Napoleón [Napoleón III]. Y si algún día tiene que abandonar su cargo a instigación de los Estados Unidos, lo hará con dignidad». Que un miembro de la Casa de Habsburgo pudiera ser ajusticiado era inconcebible para Sofía, incluso en un país tan lejano e inquietante como México.
Las damas de la corte comentaban, en un tono entre crítico y compasivo, las muchas desgracias ocurridas en la familia imperial: «...cómo estos pobres, a los que una casi pertenece, reciben golpe tras golpe y soportan tantas preocupaciones, por qué no pueden sentir verdadera alegría, pues desconocen la vida familiar y sólo lo superan todo debido a una innata elasticidad..., pero dan mucha pena... ¡Éstos son los grandes de este mundo, que vistos de cerca no son más que unos seres dignos de lástima!».
Los propios quebraderos de cabeza eran todavía los más abrumadores. A finales de octubre, Francisco José visitó la Bohemia, tan castigada por la guerra. Elisabeth no le acompañó. Ella, que tanto había hecho aquel año por Hungría, no vio la necesidad de demostrar, en unos tiempos tan difíciles, que también era la reina de Bohemia.
El emperador regresó muy deprimido de su visita a los campos de batalla de aquella región. Las aldeas estaban destruidas, y centenares de miles de personas se habían quedado sin hogar. Los extensos campos que rodeaban Königgrätz, Trautenau y Chlum habían sido tan pisoteados por los soldados en lucha, que ya no crecía ni un tallo de hierba. En consecuencia, escaseaban los alimentos. En los lugares de las batallas habían sido enterrados nada menos que veintitrés mil soldados y cuatro mil caballos. A causa del intenso calor y del peligro de epidemias no se había podido proceder a un sepelio adecuado. Toda la zona tuvo que ser desinfectada a fondo para que por fin, al cabo de cuatro meses, desapareciera el olor cadavérico.
Cuán desesperada y al mismo tiempo políticamente peligrosa era la situación en Bohemia lo demostró el intento de atentado contra el emperador en el teatro checo de Praga. La posición de Francisco José ya no era indiscutible. Había una gran efervescencia. A medida que se hacía más evidente el favoritismo de los magiares, crecía también el nacionalismo checo. La propia emperatriz se dio cuenta, aunque mucho más tarde, de la importancia del enojo bohemio: «No les tomo a mal a los checos que se rebelen contra el dominio austríaco. ¡Los eslavos pertenecen a los eslavos! Algún día, quizá dentro de muchos decenios, Bohemia podrá imponer su voluntad. Pero ya ahora nos vemos sentados en un barril de pólvora». Pero que la hasta entonces relativamente tranquila Bohemia se convirtiera en un «barril de pólvora» no se debió en último lugar a la actitud de la misma Elisabeth.
Las negociaciones con Hungría continuaron durante todas aquellas semanas. Gyula Andrássy seguía viajando de Viena a Budapest y viceversa, hablaba con unos y otros y, a través de Ida Ferenczy, permanecía en constante contacto con la emperatriz. Asimismo prosiguieron las diarias conversaciones de Elisabeth con Max Falk y las frecuentes cartas de Eötvös al periodista, que luego leía Sisi.
En la corte, las discusiones sobre las exigencias de Hungría y el modo de impedirlas mediante la persona de la emperatriz eran violentas y llenas de agresividad. Los bohemios se sentían relegados a segundo término, a pesar de que la archiduquesa Sofía defendía su causa. La influencia de la madre del emperador había decaído mucho en los últimos tiempos, a la vez que la de Sisi se hacía más poderosa también en el aspecto político.
El concepto del dualismo —un vasto Imperio con dos centros políticos de igual importancia, Budapest y Viena— se basaba en la exclusión de los eslavos. Porque el dualismo dividía el poder político del Estado en dos factores: los húngaros, que en su territorio (Transleitania) podían dominar a todas las demás nacionalidades, y los alemanes, que podían hacer lo mismo en «Cisleitania» frente a una parte de eslavos demográficamente muy superior. Con ese reparto de poder, a la población eslava de Austria se le hizo una grave injusticia. Las objeciones del partido cortesano de Viena, que desde luego simpatizaba con los bohemios, estuvieron más que justificadas.
Portavoz de ese «partido de la corte» fue, una vez más, el archiduque Alberto, uno de los Habsburgo más importantes e influyentes, pero también de los más inteligentes del siglo XIX. Era unos trece años mayor que su resobrino Francisco José, poseía una inmensa fortuna (que superaba en mucho a la del emperador) y, después de su tan celebrada victoria de Custozza en 1866, contaba con suficiente autoridad para que su voz sonara en la política de Austria. Al mismo tiempo, el mariscal de campo era —desde sus días de gobernador militar de Hungría-uno de los hombres más odiados de aquel país. Y en tan críticos momentos no eran el emperador ni los ministros quienes presentaban oposición a la emperatriz, sino únicamente el archiduque Alberto. Se produjeron duras discusiones entre Alberto y Elisabeth, y los rumores de sus «violentas escenas» se extendieron por la población. A la Oficina de Información, por ejemplo, llegaron seis notas sobre este conflicto. (Desde luego, no conocemos los detalles del mismo. Todos los documentos referentes a esta fundamental lucha política por el futuro de la monarquía danubiana fueron retirados más tarde de los archivos de la Oficina de Información y no han podido ser hallados.)
Las discusiones en la corte giraban también alrededor de la valoración del año 1848. Ante la revolución, la familia imperial había huido de Viena para refugiarse en Olmütz, encontrando allí fidelidad y afecto, mientras los húngaros avanzaban contra Viena y el emperador con su ejército de rebeldes (entre los que figuraba también el joven Andrássy).
Ahora, de repente, dadas las exigencias húngaras y las constantes negociaciones políticas, el año 1848 era descrito de manera totalmente distinta: los húngaros no cesaban de señalar la injusticia de que habían sido objeto por parte de Francisco José. Los revolucionarios de entonces eran celebrados como mártires y héroes de la nación —como, por ejemplo, Andrássy—, y el joven emperador, que había dictado sentencias de muerte, era considerado el culpable.
También en este asunto tomó cartas la emperatriz. No sólo en los círculos familiares, sino incluso en conversaciones con húngaros —uno de éstos fue el obispo Miguel Horváth—, Elisabeth no dejó lugar a dudas con respecto a su crítica de la situaron de Francisco José (bajo la poderosa influencia de Sofía), pero al mismo tiempo supo salvar viejas diferencias con suma habilidad: «Créame que, si estuviese en nuestro poder, seríamos mi marido y yo los primeros en devolver la vida a Luis Batthyány y a los mártires de Arada».
La archiduquesa Sofía y el archiduque Alberto adoptaron su postura anterior: no tenían compasión con los ajusticiados del año 1849. Para ellos no eran más que un montón de sublevados contra el legítimo poder del emperador.
Hasta el pequeño príncipe heredero fue incluido en las desavenencias. Sofía tenía que hablarle del año 1848: «Siempre quería saber todos los detalles», escribió en su diario. Al niño también le atraían las románticas historias que su adorada madre le explicaba de los héroes de la revolución húngara. La larga permanencia en Hungría fue de gran importancia para el pequeño de ocho años. Allí comprobó el entusiasmo del pueblo hacia su madre, tan hermosa y activa en el terreno político. Y, como Elisabeth, se sentía fascinado por Gyula Andrássy, que fue su mentor e ídolo hasta el día de su propia muerte.
El emperador se encontraba de nuevo entre dos mujeres, Sofía y Elisabeth. Y esta vez no se trataba de problemas familiares, sino de asuntos políticos de primera magnitud: nada menos que de la cuestión de cómo sería Austria en el futuro, de si el poder sería repartido únicamente entre alemanes y húngaros, perjudicando con ello a todas las demás naciones, o si cabía alguna otra solución, de acuerdo con Bohemia...
La joven emperatriz se valía, en Viena, de sus medios acostumbrados: cuando había alguna recepción oficial, tenía dolor de muelas o de cabeza. Ni siquiera asistió a la solemne ceremonia de la Pascua de Resurrección. Demostraba su desprecio a Viena, pero brillaba en toda su belleza y hacía gala de un encanto insuperable cuando un húngaro llegaba a la corte.
Elisabeth se dejaba ver raras veces por su imperial esposo Pero Francisco José continuaba tan enamorado de ella, que por la más pequeña condescendencia se creía en la obligación de testimoniarle un agradecimiento casi servil. Y Elisabeth, por su parte, no dejaba escapar ningún medio para obligarle a hacer lo que ella quería.
En febrero de 1867, el presidente del Consejo de Ministros Belcredi, pidió (y obtuvo) la dimisión. Explicó su decisión por carta al emperador con palabras bien claras: «Un constitucionalismo que por adelantado se basa sólo en el dominio de los alemanes y los húngaros —o sea, de una evidente minoría— estará condenado a tener, en Austria, una vida ficticia». Recordaba, además, al emperador su promesa de que, «antes de la decisión definitiva sobre la cuestión del Ausgleich, se tendrá en cuenta la opinión de los demás reinos y países. Considero cuestión de honor permanecer fiel a esta promesa, y, de no cumplirla, tendría que reconocer en ello un grave error político».
Como ex gobernador de Bohemia, el conde de Belcredi no podía adoptar otra postura. En sus notas reprochó a la emperatriz el haberse aprovechado del estado anímico del emperador durante los tristes sucesos de la guerra «para apoyar todavía más los específicos y egoístas afanes húngaros que ya patrocinaba desde hacía tiempo, aunque hasta ahora sin éxito». Belcredi (y, como él, otros muchos) acusaba a la emperatriz de haber dejado solo al marido en los difíciles meses que siguieron al desastre de Königgrätz y, además, de haberle presionado: «En unos momentos tan duros, la separación de su familia es dolorosa para cualquiera, pero todavía lo es mucho más para un monarca que tiene tan difícil el contacto íntimo con otras personas. Hallarle completamente solo en los amplios aposentos del castillo cada vez que le visitaba me producía una impresión muy penosa».
Sucesor de Belcredi en el cargo de presidente del Consejo de Ministros fue el conde de Beust, que había sido ministro de Asuntos Exteriores y, por consiguiente, contaba ya con una gran plenitud de poderes. Andrássy vio desvanecerse las esperanzas de conseguir, al menos, el Ministerio regido por Beust. Convencido de sí mismo como estaba, le dijo a la emperatriz, durante una de las numerosas conversaciones políticas, que no lo tomara como un engreimiento por su parte si, con toda franqueza, afirmaba que, en este momento, sólo él podía salvar la situación, Elisabeth casi no le dejó terminar la frase: «¡Cuántas veces se lo he dicho yo al emperador!».
Ya que lo del Ministerio de Asuntos Exteriores le había fallado, Andrássy instó a la emperatriz para que activara la pronta creación de un Ministerio responsable de los asuntos húngaros, desde luego bajo su dirección. La archiduquesa Sofía no tuvo más remedio que resignarse, y escribió a principios de febrero en su diario: «Parece ser que habrá un acuerdo con Hungría y se le harán concesiones».
A mediados de febrero de 1867, los húngaros lograron el «Compromiso». La antigua Constitución húngara fue restablecida. El Imperio austríaco se transformó en la doble monarquía de «Austria-Hungría», con dos capitales (Viena y Budapest), dos Parlamentos y dos gabinetes. Sólo había tres ministros comunes: el de Guerra, el de Asuntos Exteriores y el de Hacienda (este último, naturalmente, sólo para las cuestiones financieras referentes a la totalidad del Imperio). La complicada estructura del Estado confería a los húngaros —que, en contraste con los pueblos de la mitad occidental del Imperio, formaban un bloque nacional bastante cerrado— un poder enorme, que en realidad no correspondía a su proporción numérica. Los gastos comunes fueron repartidos del siguiente modo: 70 por 100 a cargo de «Cisleitania», y 30 por 100 a cargo de Hungría. Esta norma debía ser estudiada de nuevo cada diez años (lo que más adelante resultó ser un gran handicap). Nada se oponía ya a que Francisco José fuera coronado rey de Hungría.
El 17 de febrero de 1867, Gyula Andrássy fue nombrado presidente del Consejo de Ministros húngaro. Aquel día fue pronunciada la memorable frase de agradecimiento de Francisco Deák a «mi amigo Andrássy, el providencial hombre que, realmente, nos ha sido concedido por la gracia de Dios». En relación con esto recordaremos el título que en aquellos meses se le dio a la emperatriz, de la que se dijo que era «la hermosa Providencia para la patria húngara». Mediante estas comparaciones se recalcaba en Hungría que sobre todo eran dos personas las que habían conseguido la reestructuración de la monarquía: Andrássy y Elisabeth. El Ausgleich o «Compromiso» era su obra conjunta.
En cambio, las Cámaras bohemia y morava tuvieron que ser cerradas en marzo «¡a causa de las progresivas concesiones a Hungría!», como escribió Sofía llena de indignación. El mariscal de campo bohemio conde Hugo de Salm y el príncipe Edmundo de Schwarzenberg fueron invitados a cenar por la archiduquesa Sofía, y allí descargaron todo su impotente enojo. Nada podían hacer los políticos vieneses ante la decisión del emperador y de su primer ministro, el conde de Beust.
Los amigos húngaros que Elisabeth tenía en Viena, sobre todo Ida Ferenczy y Max Falk, se lamentaban en aquella época de las continuas trabas cortesanas que principalmente les ponían en cosas de poca monta. Así, por ejemplo, el coche que en primavera recogía diariamente a Max Falk en la oficina de la Primera Caja de Ahorros de Austria para trasladarle a Schönbrunn, llegaba casi siempre con retraso. Si hacía calor, le enviaban un coche cerrado, y forrado de terciopelo, y cuando comenzaron las lluvias primaverales, no era raro que delante de la Caja de Ahorros se detuviera un coche descubierto. Falk, que según las costumbres de la corte debía presentarse ante la emperatriz vestido de frac, con sombrero de copa y pechera almidonada, tenía que dar sus lecciones tan pronto empapado de agua como bañado en sudor. Elisabeth le resarcía con su cordialidad y amistad, así como con su adhesión a la causa húngara.
La primera visita de Sisi a Hungría después del establecimiento del Ausgleich constituyó un viaje triunfal. Eötvös, entre tanto ascendido a ministro de Cultura del gobierno húngaro presidido por Andrássy, le escribió a Max Falk desde Budapest: «Su augusta alumna fue recibida aquí con flores. El entusiasmo aumenta de día en día. Y del mismo modo que creo que nunca hubo país que tuviera una reina más merecedora de estos homenajes, me consta que nunca hubo reina tan querida... Yo siempre tuve el convencimiento de que si una Corona se rompía, como sucedió con la de Hungría, sólo podrían volver a soldarla las llamas de los sentimientos despertados en el corazón del pueblo». Hungría había esperado durante siglos «que la nación amara de verdad, con toda su alma, a un miembro de la dinastía; y dado que esto se ha conseguido, ya no le temo al futuro».
Elisabeth premió la concesión del «Compromiso» con un mayor afecto conyugal. Sus cartas de esta época a Francisco José están llenas de ternura, como ésta escrita desde Budapest: «Mi amado emperador: Aún me dura la tristeza. Sin ti, todo está terriblemente vacío. Continuamente creo que tienes que entrar o que yo voy a correr a tu encuentro. Confío, sin embargo, en que vuelvas pronto. ¡Si la coronación pudiera ser ya el día 5!». Todas las cartas de Sisi a su marido y a los niños estaban ahora redactadas en húngaro.
En mayo de 1867, el emperador pidió con retraso al Consejo del Imperio, en su discurso del trono, que aprobara el «Compromiso» con Hungría, prometiendo a la vez a la mitad occidental del Imperio —«a los reinos y países representados en el Consejo del Imperio», como complicadamente se llamaron desde entonces— una ampliación de la Constitución, aparte el Diploma de Octubre de 1860 y la Patente de Febrero de 1861, ya que el nuevo orden tenía que «significar necesariamente la misma seguridad para los restantes reinos y países». Además, Francisco José prometió conceder a los países no húngaros «toda aquella ampliación de la autonomía que corresponda a sus deseos y pueda ser otorgada sin riesgo para la monarquía total». El emperador definió la reestructuración estatal como «una obra de paz y concordia», y rogó «extender un velo del olvido sobre el reciente pasado, que tan profundas heridas produjo al Imperio».
Semanas antes de la coronación empezaron los preparativos. Día tras día, los vieneses podían presenciar en el muelle de Weissgerber, donde atracaban los barcos fluviales, la carga de enormes cantidades de cajas, arcones, alfombras e incluso carrozas envueltas en mantas, que eran enviadas a Budapest. Desde la vajilla de porcelana hasta los muebles, pasando por los cubiertos y los manteles, todo tenía que ser llevado al castillo de Ofen para que la corte imperial estuviera debidamente instalada. Hay que tener en cuenta que, mientras durasen los festejos, allí habría que cocinar para más de mil personas. También los coches y los correspondientes caballos eran trasladados en barco.
En Budapest tenían otros problemas. Con la máxima urgencia había que preparar alojamientos para los numerosos visitantes (y a unos precios exorbitantes, como se lamentaban los diplomáticos). La policía estaba muy ocupada alejando de Budapest a los sospechosos y seguidores de Kossuth. (No en vano había declarado Kossuth desde el exilio que seguiría luchando por la independencia de Hungría y que rechazaba el «Compromiso» y la coronación de Francisco José.)
Los actos del día de la coronación (8 de junio de 1867) se iniciaron a las cuatro de la madrugada con veintiún cañonazos disparados desde la ciudadela del monte San Gerardo. A esas horas ya entraban en la ciudad riadas de personas procedentes del campo, para situarse a lo largo de las calles. Las esposas de los magnates habían requerido los servicios de sus modistas y peluqueras durante la noche, con objeto de poder salir alrededor de las seis de la mañana, en largas filas de coches, en dirección a la iglesia de San Matías, de Ofen.
A las siete se puso en marcha la comitiva real, que partía del castillo. Once abanderados de la alta aristocracia iban delante, seguidos por Gyula Andrássy, que llevaba en el pecho la gran cruz de la Orden de San Esteban y en la mano la sagrada corona de Hungría. Avanzaban detrás los señores de pendón y caldera, portadores de las insignias imperiales sobre almohadones de terciopelo carmesí. A continuación iba Francisco José. Pero el punto culminante del cortejo lo constituyó la emperatriz. Todos los periódicos de Hungría describieron su aparición con el máximo detalle. El Pester Lloyd, por ejemplo, decía: «Con la corona de diamantes, deslumbrante símbolo de majestad, en la cabeza, pero con expresión de humildad en su postura y huellas de la más profunda emoción en el noble rostro, la soberana caminaba o, mejor dicho, se deslizaba como si una de las pinturas que adornan los sagrados lugares hubiese descendido de su marco y cobrado vida. La presencia de la reina en el templo produjo una honda y persistente impresión».
Durante la ceremonia religiosa, Francisco José fue ungido rey por el primado de Hungría, pero fue Andrássy quien —en representación del palatino— le colocó la corona. También Elisabeth se vio ungida, aunque la corona, según una antigua costumbre, le fue sostenida encima del hombro derecho... por Andrássy.
El canto de tradicionales salmos acompañó toda la ceremonia, en la que se estrenó, asimismo, una gran composición moderna. Años antes, en espera de la coronación de un rey y por deseo del príncipe primado de Hungría, Franz Liszt había compuesto ya una «misa de coronación» llena de vibrante impulso nacionalista. Liszt viajó de Roma a Budapest para el estreno, pero —cosa que criticó el Pester Lloyd— «el rígido ceremonial» le impidió dirigir su propia obra. El hecho de que la obra musical de un húngaro tuviera que ser dirigida por un maestro no húngaro e interpretada por la orquesta de la corte vienesa produjo un notable disgusto.
Otro punto culminante de los numerosos festejos fue el paso del real cortejo por el puente colgante de cadenas que unía Ofen (o Buda) con Pest, después de la solemne coronación. (Ambas ciudades se hallaban aún separadas entonces, y no fueron unidas para formar «Budapest» hasta cinco años más tarde, en 1872.) Esta vez, las damas eran sólo espectadoras. Todos los principiantes en el cortejo iban a caballo. El rey montaba un espléndido corcel blanco. Przibram, testigo ocular, nos informa: «La magnificencia de los atavíos nacionales, de los arreos y de las monturas, de las piedras preciosas que se veían en los prendedores, cinturones y hebillas, en antiguas armas y sables guarnecidos con turquesas, rubíes y perlas, era más propia de un cuadro de fastuosidad oriental, que —como bien dijo en la réplica al discurso del trono— formaba un craso contraste con la depauperación y explotación que sufría el país. De todos modos, la impresión de conjunto era la de un desfile militar aristocrático-feudal. Uno se creía transportado a la Edad Media ante tan pomposos barones del Imperio y señores de pendón y caldera, a cuyo apellido acudían en muda sumisión los armados vasallos. La bandera de los jacigios y cumanios, que en parte iban vestidos con cotas de mallas y en parte con pieles de oso, llevando en la cabeza cuernos de búfalo o cabezas de animal, llamó muy especialmente la atención para recordar los tiempos en que la Europa cristiana tenía que defenderse de las invasiones del Oriente pagano. En cambio, no desfilaron elementos burgueses ni gremios de ningún tipo».
El lujo formaba un violento contraste con la época, sumamente mala. Por ejemplo, un banquero húngaro le compró a su hijo, que cabalgaba en el cortejo, unos botones antiguos para su fastuoso attila que costaron la friolera de cuarenta mil gulden. El conde Edmundo de Batthyány había encargado al pintor Carlos Telepy que, guiándose por unos dibujos medievales, creara un traje para él. Debajo lucía una cota de mallas de plata, compuesta —en minucioso trabajo manual— de dieciocho mil anillas. El conde Edmundo de Zichy llevaba su famoso aderezo de esmeraldas, cuyo valor superaba ampliamente los cien mil gulden con piedras del tamaño de huevos de gallina. El conde Ladislao de Batthyány se había mandado confeccionar unos arreos de plata maciza. La gualdrapa sola ya pesaba veinticuatro libras. Y todo ello en un momento en que los campesinos de Hungría vivían en la miseria. Los observadores extranjeros descubrieron detrás de tanto fausto más de un motivo de crítica. Comentó, por ejemplo, el embajador suizo: «Pese a su magnificencia y verdadero esplendor, todo el cortejo daba la impresión, para el espectador no participante, de una carnavalada, a lo que contribuían especialmente los arzobispos, también montados a caballo. Semejante escena medieval no encaja en nuestra época, ni con nuestro grado de cultura, ni con el desarrollo político de la actualidad».
Przibram nos habla con más detalle de los obispos a caballo. Explica que algunos de ellos habían sido sujetados a sus monturas para que no se cayesen: «Cuando un jamelgo se espantaba a causa de la gritería o de los disparos, o si una cincha suelta resbalaba, el jinete se agarraba con cara de susto al cuello del animal, y la alta tiara que debía adornar su cabeza y que, por precaución, había sido atada debajo de la barbilla, se bamboleaba colgada del cogote; el público que se agolpaba a los lados de las calles se divertía en grande».
También la esposa del embajador belga, De Jonghe, describió el esplendor de la fiesta: «Los trajes húngaros transformaban un Vulcano en un Adonis», pero asimismo señala el reverso de la medalla: «Cuando vi a esos hermosos señores con su ropa cotidiana: con botas, una especie de levita abrochada, corbata fea y pequeña y sólo en casos raros una camisa, me parecieron todos bastante sucios... Detrás de tanto lujo se esconde un resto de barbarie».
El cortejo se detuvo por fin delante del edificio del Lloyd, donde estaba montada la tribuna para la jura. Allí, luciendo el manto casi milenario y la corona, Francisco José pronunció la fórmula de juramento: «Nos mantendremos intactos los derechos, la Constitución, la independencia legal y la integridad territorial de Hungría y de los países anejos».
Tras la tradicional subida a caballo del rey a la colina de la coronación se celebró un gran banquete, con el que disfrutaron de lo lindo los invitados, mientras que la pareja imperial sólo tomó un poco de vino. Como en todas las ceremonias de esos días, también se hallaba junto a los soberanos Gyula Andrássy. En ese banquete, por ejemplo, le correspondió la función de verter agua, antes y después de la comida, en un cuenco sostenido por un paje, mientras el príncipe primado ofrecía una toalla a sus majestades para que se secaran las manos.
En los festejos, el «pueblo» tomó parte principalmente como espectador. Sólo a la gran «fiesta nocturna» en el prado comunal estuvo invitado todo el mundo. Explica Przibram: «Hubo bueyes y carneros hechos al asador o sobre auténticas hogueras; de los barriles fluía el vino, y en enormes calderos borboteaba el gulash; de unas sartenes del diámetro de ruedas de carro servían una mezcla de pescados, tocino y pimentón, y todo eso era gratis». En medio del barullo, «la figura del monarca, rodeada de multitud de hombres y mujeres con sus ropas campesinas; unos de rodillas y otros con los brazos levantados y lanzando sus entusiastas eljen; entre medio, el vibrante y arrebatador sonido de los violines de un grupo de gitanos..., todo ello iluminado por el resplandor de una de las grandes hogueras... ¡Realmente, un cuadro novelesco!».
Dos actos de clemencia «exaltaron de manera casi frenética a toda Hungría», como escribió el embajador suizo. El primero consistió en la amnistía general para todos los delitos políticos desde 1848, así como la restitución total de los bienes incautados. «Esta amnistía es una de las más incondicionales otorgadas en el Imperio, ya que no excluye a ninguno de los condenados o comprometidos. Hasta un Kossuth o un Klapka pueden regresar a su patria sin temor a nada, siempre que juren fidelidad al rey y obediencia a las leyes del país.» (Poco después, el emperador otorgó otra amnistía igual para la mitad oriental del Imperio. Cisleitania.)
El segundo acto de gracia constituyó una provocación para todos los no húngaros y para todos aquellos que en los años 1848-49 habían luchado fielmente por la causa imperial: el tradicional regalo de la coronación —la cantidad de cien mil gulden-fue entregado, a petición de Andrássy, a las viudas, los huérfanos y los inválidos del ejército de Honvéd, o sea a aquel ejército nacionalista húngaro que en los mencionados años había luchado contra las tropas imperiales. He aquí el amargo comentario de Crenneville (y de otros muchos austríacos): «Es una infamia. Preferiría estar muerto a vivir semejante vergüenza. ¿Adonde vamos a llegar? Seguir el consejo de unos canallas no es gobernar. ¡Andrássy merece la horca más ahora que en 1848!».
Gracias a los manejos de Andrássy, que era oficial de los honvéds, este ejército volvió a ser organizado como real milicia nacional húngara, desde luego con el compromiso de someterse al común ejército imperial en caso de guerra. En ningún momento se habló de una concesión de este tipo a otros grupos nacionales.
Buena parte de estos otorgamientos imperiales fue atribuida —y probablemente con razón— a la actividad de Elisabeth. El embajador suizo pudo comprobar que la emperatriz era «actualmente la personalidad más popular de toda Hungría».
El regalo que la nación húngara hizo a la pareja imperial con motivo de la coronación fue el castillo de Gödöllö, que sería su residencia privada. Hallábase el castillo a una hora de camino de Budapest aproximadamente y procedía del siglo XVIII. Contaba con unas cien habitaciones y estaba rodeado de una zona boscosa que cubría unas diez mil hectáreas y se prestaba extraordinariamente para la caza a caballo. Tal regalo constituye un triunfo para Elisabeth, ya que Francisco José no le había podido conceder ese deseo por falta de dinero. Ahora era precisamente Andrássy quien, en nombre de la nación, se lo satisfacía. Sisi demostró su agradecimiento pasando muchos, muchos meses al año en Gödöllö u Ofen, en vez de permanecer en Viena.
Pero la mayor concesión de Elisabeth a Hungría y a su esposo, que ahora era rey coronado de Hungría y monarca constitucional, fue el abandono de su terca negativa a tener otro hijo. Dejó bien claro, sin embargo, para lógico disgusto de la Cisleitania, que hacía ese sacrificio exclusivamente en bien de la nación húngara y que, además, pensaba criar de otra manera a este hijo y no como los mayores, educados —como se sabe— por la archiduquesa Sofía.
Unos tres meses antes de la fecha prevista para el nacimiento, Elisabeth abandonó Viena y se instaló en Budapest, donde todo estaba preparado para el parto. Los dos hijos mayores, Gisela y Rodolfo, continuaron en Viena, y el emperador iba y venía de un lado a otro, con objeto de estar, alternativamente, con su mujer y con los hijos.
La decisión sumamente privada de tener otro hijo se debió a motivos políticos en grado máximo y tuvo también efectos políticos, ya que profundizó los contrastes entre Trans y Cisleitania. El embajador suizo informó a Berna: «Cuanto más intentaba la emperatriz ganarse las simpatías de los húngaros, tanto más perdió las de la población de los países austríacos, y todo el mundo expresaba el deseo de que fuese una niña, porque resultaba evidente que, pese a la Pragmática Sanción y a todos los pactos establecidos después, un varón nacido de la reina en el castillo de Ofen sería el futuro rey de Hungría y, con ello, el tiempo traería consigo la separación de Austria de los países pertenecientes a la Corona húngara».
A los diez meses de la coronación, en abril de 1868, nació en Budapest la última hija de Sisi, María Valeria. Viena acogió con gran alivio la noticia de que no hubiera sido un niño, sino una niña, la criatura venida al mundo casi como regalo para los húngaros.
Esta hija «única» fue la comidilla de Viena, donde se empeñaban en ver a Andrássy como padre de la pequeña. Esos chismes llegaron también a oídos de la emperatriz y, lógicamente, aumentaron más su odio a toda la corte vienesa. La paternidad de Francisco José queda suficientemente demostrada por algunas cartas íntimas de la emperatriz a su marido —por fortuna conservadas—, aparte que precisamente María Valeria tenía una gran semejanza con el soberano. Pese a la enorme curiosidad y la sagacidad casi criminalista desplegada por ciertos miembros de la corte, nunca se pudo comprobar ese «desliz» de la emperatriz con Andrássy. Ambos, tanto Elisabeth como Gyula Andrássy, se hallaban siempre bajo el control de cortesanos poco bien intencionados. Que el (indudable) amor entre ellos condujese a un solo «pecado» manifiesto es prácticamente inimaginable según las fuentes de que disponemos, prescindiendo ya de que Elisabeth no era mujer que viese algo tan apetecible en el amor físico y de que Andrássy era ante todo, en cualquier situación, un político muy calculador.
El bautizo en el castillo de Ofen fue una gran fiesta de carácter húngaro, que empezó con la solemne llegada de las carrozas de gala de la aristocracia. El lujoso carruaje del canciller del Imperio, Beust, en el que iba también el presidente del Consejo de Ministros, Andrássy, fue el único que entró directamente en el patio del castillo, después de recibir sus dos ocupantes el entusiasta homenaje del pueblo húngaro durante el camino.
Las dos madrinas fueron hermanas de Sisi: la ex reina María de Nápoles (que lucía con orgullo la medalla de Gaeta y, para sorpresa general, contestó en húngaro al príncipe primado con varias muletillas que Elisabeth le había enseñado antes con gran paciencia), y la condesa Matilde de Trani.
Los festejos terminaron con salvas de regocijo disparadas por los cazadores de Ofen, y a ese acto asistieron también el rey y Andrássy. En el ejercicio de tiro al blanco, Francisco José consiguió un modesto «dos», siendo superado por Andrássy, que con un «cuatro» logró el mejor tiro de toda la tarde.
Las nuevas fiestas en Hungría fueron comentadas en Viena con muy escasa simpatía, como era de esperar. La archiduquesa Teresa, por ejemplo, escribió a su padre, el archiduque Alberto: «Ese bautizo en Hungría me indignó, pero, sobre todo, que el emperador fuese recibido con tanta frialdad en el teatro. Eso demuestra qué nación tan ingrata es Hungría».
La pequeña Valeria, que en Viena recibió bien pronto el sobrenombre de «la Única», no fue objeto de un recibimiento muy caluroso en Cisleitania. Crenneville se refirió con malicia a «la niña húngara. Tiene el mismo aspecto que cualquier otra criatura y no lloró, detalle que demuestra precisamente una personalidad muy húngara».
Elisabeth se dedicó a su hija menor con un cariño extraordinario y exclusivo. Algunos años más tarde le dijo a su dama de honor la condesa de Festetics: «Ahora sé la felicidad que significa un hijo propio. Esta vez tuve el valor de amar a mi pequeña y quedármela». Y añadió la queja de que los demás niños «le habían sido arrebatados en seguida».
El amor de Sisi hacia su hija menor le pareció tan exagerado a la condesa de Festetics (que, por otro lado, tanto la quería), que llegó a sentir preocupación: «No conoce la medida, y esa alegría le produce más sufrimientos que felicidad: vive temerosa de que Valeria enferme, y de repente tiene miedo de que la quieran distanciar de ella». La poca salud de la niña tuvo años enteros sin descanso a quienes rodeaban a Elisabeth, porque ésta se excitaba terriblemente cada vez que Valeria tenía algún problema de dentición o tosía un poco.
La emperatriz siguió demostrando de tal forma su preferencia por Hungría, que constituía ya una provocación. No se le ocurrió nada mejor que encargar en la iglesia parroquial de Ischl una misa para el día de San Esteban, fiesta nacional de los magiares. Comenta la landgravesa de Fürstenberg: «A esa pequeña demostración no asistió nadie de la familia; elle seule et ses fidèles». Según esta landgravesa, tal detalle «divirtió en grande» a la gente de Ischl, «sobre todo porque ningún domingo ni día festivo acude a la iglesia parroquial».
Elisabeth mantuvo durante toda su vida el contacto con los grandes hombres de Hungría —Deák, Andrássy, Falk, Eötvös...—, dejando fuera de toda duda que reconocía su grandeza: «Hoy viene Deák a almorzar, lo que considero un honor para mí», escribió al emperador en 1869. Innecesario es decir que ninguno de los «grandes» de Cisleitania pertenecientes al mundo de la política, del arte o de las ciencias fue invitado jamás a almorzar por la emperatriz, y ni hablar ya de que ella considerase «un honor» tal visita. La escena del llanto de la reina ante el cadáver de Deák, en 1876, se convirtió en una patriótica leyenda húngara.
La correspondencia entre Elisabeth y Andrássy (siempre a través de Ida Ferenczy) se mantuvo hasta la muerte de este político, acaecida en 1890. La admiración de Andrássy por la emperatriz quedaba fuera de toda duda y se refleja en cada línea de sus cartas: «Usted ya sabe —le escribió una vez a Ida— que tengo muchos amos: el rey, la Cámara de los Comunes, la Alta Cámara, etcétera... Pero ama no tengo más que una, y precisamente por conocer a una mujer que puede mandarme obedezco muy a gusto».
Las frecuentes y prolongadas estancias de Elisabeth en Hungría condujeron a unos celos constantes en Austria. Al mismo tiempo, se criticaba duramente la pérdida de autoridad del emperador. Aquellas personas que antes habían tolerado e incluso aprobado la influencia de la archiduquesa Sofía, censuraban ahora la evidente debilidad de Francisco José frente a una esposa igualmente enérgica. Elisabeth había tensado demasiado el arco y demostrado con excesiva claridad su poder sobre su marido.
La emperatriz, por su parte, hipersensible a cualquier crítica, vio en la maliciosa reacción del ambiente cortesano un nuevo motivo para retirarse todavía más y avivar su odio a Viena. Sus cartas particulares están llenas de comentarios despectivos sobre Viena y Austria. En 1869, por ejemplo, escribió a Ida que su hermana Matilde «tampoco soportaba lo austríaco, igual que otra persona», con lo que se refería a ella misma.
Sus partidarios húngaros, entre ellos la condesa de Festetics, acusaban a la corte de haber «empujado a la emperatriz hacia el aislamiento». Dice esta dama de honor: «¡Y todo por el desdichado Ausgleich con Hungría! Se realizó, sí, y fue obra de ella, pero... ¿es un delito tan grande devolver fielmente al emperador un país y media monarquía? ¿Acaso es tan delicioso gobernar mediante la pólvora, las balas y la horca? ¿Es digno de un hombre noble privar de su lengua a un país al que se le prometió una Constitución?». Con estas palabras, María de Festetics expresó lo que la mayoría de los húngaros decían en una serie de variaciones siempre nuevas. Ya podían enfadarse y protestar los vieneses, que los húngaros —desde el sencillo hombre del campo hasta el primer magnate— no permitían ni una sola palabra contra su reina.
Independientemente de todos los celos nacionalistas y también de la persona de la emperatriz, la creación del nuevo doble Estado de Austria-Hungría mediante el compromiso de 1867 tropezó con la crítica de muchos conservadores. Por ejemplo, el barón de Prokesch-Osten, orientalista, escribió al literato Alejandro de Warsberg en 1876 (y el director de la imperial cancillería del gabinete, barón de Braun, consideró tan importante la carta que la copió a mano): «Tanto para individuos como para pueblos y Estados existe una fatalidad que ellos mismos se causan. Con la bipartición, Austria se ha dado a sí misma el golpe mortal. Todo lo que desde entonces sucede es inevitable consecuencia de ello, y tanto da que corra hacia su destino con los ojos abiertos o cerrados, ya que en cualquier caso será el mismo».
Aún hoy, después de más de cien años, están divididas las opiniones sobre si el Ausgleich con Hungría debe considerarse positivo o negativo para Austria. La alternativa hubiese sido, con toda probabilidad, la separación de Hungría, como ocurrió en el caso de la evolución de Italia. Las discusiones acerca del Ausgleich conducen, pues, forzosamente a la pregunta de si la permanencia de Hungría junto a Austria debe valorarse de manera positiva o negativa. Los argumentos en pro y en contra han adquirido desde entonces unas dimensiones considerables. No obstante, desde el punto de vista bohemio (pero también desde el eslavo meridional, polaco, eslovaco, etc.), el compromiso con Hungría sólo pudo ser considerado negativo.
Por otra parte, la catástrofe de Königgrätz y el Ausgleich con la Hungría liberalmente gobernada tuvieron como consecuencia un debilitamiento del poder imperial: el emperador Francisco José retrocedió a la categoría de monarca constitucional. La nueva Constitución y las libertades ya concedidas en 1867 a Cisleitania y Transleitania fueron la condición previa para el florecimiento de la economía y de las ciencias en la liberal era que siguió. El Imperio austríaco, gobernado según los severos principios del legitimismo, se había convertido en el doble Estado de Austria-Hungría, moderno y dotado de una generosa y liberal legislación, encabezada por el emperador Francisco José como leal monarca constitucional.