CAPÍTULO I

COMPROMISO MATRIMONIAL EN ISCHL

El día 18 de agosto de 1853, domingo y cumpleaños del emperador, entraba en la historia de Austria una muchacha de quince años, nacida en el bávaro palacio de Possenhofen: el emperador Francisco José I pidió la mano de su prima la duquesa Elisabeth de Baviera, y, como era de esperar, le fue concedida.

Hasta entonces, la novia no había llamado especialmente la atención de nadie. Era una niña poco desarrollada y tímida, de largas trenzas trigueñas, muy delgada y con ojos color canela, de expresión algo melancólica. Entre sus siete hermanos, todos muy temperamentales, había crecido como un alma cándida, alejada de toda obligación cortesana. Montaba bien a caballo, era buena nadadora, le gustaba pescar con anzuelo y practicar el montañismo. Amaba profundamente su tierra, sobre todo los Alpes bávaros y el lago de Starnberg, en cuya orilla se alzaba el palacete de verano de la familia, Possenhofen. Elisabeth hablaba el dialecto de la región y tenía buenos amigos entre los hijos de los campesinos de la vecindad. Al igual que su padre y sus hermanos, no daba la menor importancia al ceremonial y al protocolo, cosa que tampoco preocupaba a la corte real de Munich. Porque la rama ducal de los Wittelsbach no tenía que ejercer allí ninguna función oficial, de modo que podía permitirse una cómoda vida privada.

Hacía ya tiempo que la madre, duquesa Ludovica, buscaba un partido adecuado para su segunda hija, Elisabeth. Con toda prudencia pero asimismo con poca esperanza, habíase dirigido a Sajonia: «... Tener a Sisi en vuestras manos sería para mí una gran felicidad... Pero comprendo que no es probable, porque el único en quien cabría pensar [se refiere sin duda al príncipe Jorge, hijo segundo del rey Juan de Sajonia], difícilmente pensará en ella. En primer lugar, no sabemos si le agradaría y, además, él buscará una joven con fortuna... Bonita sí que es gracias a su naturalidad, pero no hay en ella belleza de rasgos». Sin novio regresó Sisi de Dresde en la primavera de 1853.

Le hacía sombra su hermana mayor, Elena, mucho más hermosa, más culta, seria y admirada, y para ésta se había previsto el enlace con el emperador de Austria. Comparada con Elena, Sisi era el patito feo de la familia. Que precisamente fuera la pequeña Elisabeth la elegida para el matrimonio más brillante del siglo XIX la sorprendió a ella más que a nadie.

El novio, el emperador Francisco José, tenía entonces veintitrés años. Era un joven extraordinariamente apuesto, de cabellos rubios, rostro delicado y figura fina y delgada, a la que favorecía notablemente el ceñido uniforme de general que siempre llevaba. No era de extrañar que todas las condesas de Viena soñaran con él, dado que, además, en las fiestas de la alta aristocracia demostraba ser airoso y muy aficionado al baile.

Ese atractivo joven de modales tan exquisitos era uno de los hombres más poderosos de su época. Su «gran» título rezaba así: Francisco José, emperador de Austria por la gracia de Dios; rey de Hungría y Bohemia, rey de Lombardía y Venecia, de Dalmacia, Croacia, Eslovenia, Galitzia, Lodomeria e Iliria; rey de Jerusalén, etcétera; archiduque de Austria; gran duque de Toscana y Cracovia; duque de Lorena, Salzburgo, Estiria, Carintia, Carniola y Bucovina; gran duque deTransilvania; margrave de Moravia; duque de la Alta y Baja Silesia, de Módena, Parma, Piacenza y Guastalla, de Auschwitz y Zator, de Teschen, Friul, Ragusa y Zara; conde-duque de Habsburgo y Tirol, de Kyburgo, Gorizia y Gradiska; príncipe de Trento y Brixen; margrave de la Alta y la Baja Lusacia, así como de Istria; conde de Hohenembs, Feldkirch, Bregenz, Sonnenberg, etcétera; señor de Trieste, de Cattaro y de la Marca de Windisch; gran voivoda de la voivodía de Serbia, etcétera.

En 1848, año de la Revolución, había subido al trono tras la abdicación de su tío, el emperador Fernando I, que padecía una enfermedad mental, y porque su padre, el archiduque Francisco Carlos, hombre de poca energía, había renunciado a sus derechos de sucesión. El nuevo soberano tenía diecisiete años y, dada la lastimosa imagen de su predecesor, se ganó muy pronto todas las simpatías.

Francisco José era un monarca absoluto: jefe supremo de las fuerzas armadas, gobernaba sin Parlamento y sin Constitución, e incluso sin presidente del Consejo de Ministros. En realidad, sus ministros no pasaban de ser unos consejeros de su señor, único responsable de la política del Imperio. Sin temor a errar, podemos definir al joven soberano como jefe de una monarquía militar, aunque —desde luego— «por la gracia de Dios».

El joven emperador mantenía unidos sus países mediante un fuerte poder militar y policial, sometiendo con firmeza cualquier brote democrático o nacional. El viejo chiste de la época de Metternich puede aplicarse también a los primeros tiempos de Francisco José: el dominio se basaba en un ejército de soldados de a pie, un ejército de funcionarios sentados, un ejército de curas arrodillados y un rastrero ejército de denunciantes.

En 1853, Austria era el mayor Estado europeo después de Rusia. Tenía unos cuarenta millones de habitantes, sin contar los seiscientos mil soldados. El plurinacional Estado se componía de ocho millones y medio de alemanes, dieciséis millones de eslavos, seis millones de italianos, cinco millones de magiares, dos millones setecientos mil rumanos, alrededor de un millón de judíos y cerca de cien mil gitanos. El punto más septentrional del Imperio era Hilgersdorf, en el norte de Bohemia (hoy República Checa); el más meridional, el monte Ostrawizza (entonces situado en Dalmacia, la actual Croacia); el más occidental era Rocca d'Angera, a orillas del lago Mayor (en Lombardía, hoy Italia), y el extremo oriental se hallaba en Chilischeny, lugar de la Bucovina (actualmente, Unión Soviética).

La mayoría de los habitantes del Imperio (veintinueve millones) vivían de la agricultura, primera fuente de recursos del país. Austria era el país que más lino y cáñamo producía en todo el mundo, y su viticultura era la segunda después de Francia. La agronomía y la industria agropecuaria se atenían aún a los sistemas de varios siglos antes, y el desarrollo técnico estaba muy atrasado en comparación con los países de Occidente.

Gracias a sus hábiles generales, Austria superó la revolución de 1848 sin pérdidas territoriales. La Asamblea Constituyente de Kremsier, una élite intelectual de la «generación del 48», fue disuelta por la fuerza de las armas. Muchos delegados lograron huir al extranjero, mientras que otros tantos fueron encarcelados. El joven emperador rompió su propia y solemne promesa de dar al país, por fin, una Constitución.

Pero pese al persistente estado de sitio y al poderoso aparato militar, en 1853 todavía surgían relámpagos en el horizonte político, principalmente en Hungría y en el norte de Italia. A principios de febrero, el cabecilla italiano José Mazzini intentó provocar en Milán un levantamiento popular. Durante el carnaval milanés, un grupo de nacionalistas italianos atacó con puñales a los soldados austríacos. Diez resultaron muertos, y heridos otros cincuenta y nueve. Algunos fueron clavados vivos a las puertas de sus casas mediante largos hierros, como advertencia al gobierno central de Austria. La revuelta pudo ser ahogada en pocas horas. Dieciséis italianos fueron ejecutados y cuarenta y ocho se vieron aherrojados en oscuras mazmorras.

También la tranquilidad que reinaba en Viena era sólo aparente: durante los desórdenes de Milán tuvo efecto en la capital austríaca un peligroso atentado contra el joven emperador. Juan Libenyi, oficial de sastrería húngaro, le hirió gravemente en el cuello con una especie de puñal cuando Francisco José paseaba por el baluarte. Pero ni siquiera entonces perdió el emperador su increíble serenidad y valentía. Las primeras palabras que dijo a su madre fueron éstas: «Ahora comparto también una herida con mis soldados, y eso me satisface».

Libenyi se consideraba un reo político por convicción, y al ser apresado gritó:

- Eljen Kossuth!

O sea que lanzó un viva al enemigo mortal de los Habsburgo, el revolucionario húngaro que en 1849 había proclamado la república en su país y, desde el exilio, luchaba por desprender a Hungría de Austria. Libenyi fue ejecutado, pero su acción tuvo que constituir para el emperador una advertencia de que no tenía el trono tan seguro como parecía.

Por mucho que su sentido de la majestad le elevara por encima de todas las demás personas, Francisco José mantenía una relación sumamente cordial con la única que para él representaba una autoridad: su madre, la archiduquesa Sofía.

Esta princesa bávara había llegado a la corte vienesa en 1824, a los diecinueve años, cuando gobernaba Metternich. El emperador Francisco era viejo, y su hijo mayor y sucesor, Fernando, estaba enfermo y era un deficiente mental. La joven y ambiciosa princesa, interesada por la política, encontró en la corte austríaca un hueco que no tardó en llenar por completo con su fuerte personalidad. Convirtióse en un factor con el que pronto tuvo que contar el propio Metternich. Sofía adquirió la fama de ser «el único hombre» de una corte donde abundaban los debiluchos. Fue ella la que, en 1848, intervino con energía para derribar a Metternich, reprochándole «pretender una cosa imposible: acaudillar una monarquía sin emperador y con un imbécil como representante de la Corona», con lo que se refería a su cuñado epiléptico y retrasado mental, el emperador Fernando «el Bondadoso». Asimismo, Sofía disuadió a su marido de aceptar la sucesión al trono, o sea que renunció a ser emperatriz y gobernar a través de un devotísimo esposo. En cambio, preparó el camino para que subiera al trono su hijo «Francisco I», acontecimiento que tuvo lugar en Olmütz en diciembre de 1848. Su orgullo de madre era inmenso.

Francisco José demostró siempre profundo agradecimiento a su madre. Se dejaba llevar de su segura mano, aunque Sofía se afanara en asegurar que «en el advenimiento de mi hijo al trono me propuse firmemente no intervenir en ningún asunto de Estado; no creo tener derecho a ello, y lo sé todo en tan buenas manos, después de trece años de penoso abandono, que siento profunda alegría de poder presenciar ahora con gran confianza, tras el espinoso año de 1848, el nuevo camino emprendido».

Pero Sofía no cumplió sus buenos propósitos. Los despiadados castigos dados a los revolucionarios, la ilegítima abolición de la prometida (y por poco tiempo realizada) Constitución, el estrecho contacto de Austria con la Iglesia, que culminó en el concordato de 1855..., todo eso no fue considerado por el pueblo como obra del inseguro y joven emperador, sino de la archiduquesa Sofía, que en los años cincuenta fue la secreta emperatriz de Austria.

No es de extrañar que Sofía pensara también en la futura esposa que convenía a su hijo y que, al hacerlo, no tuviese sólo en cuenta el corazón del monarca, sino, sobre todo, el aspecto político de tal enlace. Después de la revolución de 1848, Austria hizo una política claramente alemana: intentaba ser la potencia más importante de la Asamblea Nacional alemana y reafirmar —y recuperar—, además, su decreciente predominio sobre Prusia. También a esta meta —tan directamente opuesta a las ideas prusianas— quería acercarse Sofía con ayuda de su política matrimonial.

En la corte se hablaba mucho de un casamiento del emperador con la archiduquesa Elisabeth, procedente de la rama húngara de la Casa de Habsburgo. Pero ese plan no halló la aprobación de Sofía, contraria a todo lo relacionado con Hungría. Ella prefería una unión con Alemania. Primero pensó en la Casa de los Hohenzollern, con objeto de mejorar las problemáticas relaciones de Austria con Prusia y afirmar la preponderancia de Austria sobre Alemania. Para conseguir esto, incluso aceptaría una nuera protestante, que desde luego hubiese tenido que convertirse al catolicismo antes de la boda.

En el invierno de 1852, el joven emperador viajó a Berlín —naturalmente, pretextando motivos políticos y familiares—, y se enamoró enseguida de una sobrina del rey de Prusia, la princesa Ana, de su misma edad. Aunque la muchacha estaba ya prometida, Sofía no cedió tan fácilmente, y preguntó a su hermana, la reina Elisa de Prusia, «si no hay ninguna esperanza de impedir el triste matrimonio impuesto a la encantadora Ana y que no ha de darle la felicidad». Sofía habló claramente de lo enamorado que ya estaba su hijo, y en su carta decía «... Una felicidad que fue para él un sueño y —helas— se grabó en su joven corazón con mucha más intensidad de lo que yo creía al principio... Tú le conoces lo suficiente para saber que es exigente en sus gustos y no se contenta con cualquier joven. Él necesita poder amar a la que vaya a ser su esposa; necesita que le guste y le caiga simpática. Vuestra pequeña Ana parece reunir todas esas condiciones. Piénsalo bien y comprende lo que deseo para mi hijo, que tanto precisa la felicidad después de haber tenido que renunciar tan pronto a la despreocupación y a las ilusiones de la juventud».

Pero la reina Elisa no pudo imponer su voluntad a los políticos prusianos. Un enlace matrimonial con Austria no entraba para nada en los planes del país. El joven emperador tuvo que tragarse una derrota personal y, por si fuera poco, su visita a Berlín fue objeto de comentarios poco agradables. El príncipe Guillermo, posterior Guillermo I, dijo, por ejemplo: «Los prusianos nos felicitamos de que Austria haya demostrado su sumisión en nuestra capital, sin que nosotros hayamos tenido que ceder ni un palmo en el terreno político».

También a Dresde llegaron los tanteos de Sofía en busca de una novia conveniente y, asimismo, de un reforzamiento de la influencia austríaca sobre Alemania. La elegida era ahora la joven princesa sajona Sidonia, pero tenía aspecto enfermizo y al emperador no le agradó.

Con qué tenacidad se atenía Sofía a su plan de traerse una princesa alemana a la corte de Viena lo demuestra su tercer proyecto, preparado de acuerdo con su hermana Ludovica, archiduquesa de Baviera. Su hija mayor, Elena, era de edad adecuada, si bien constituía un partido de menos categoría que las dos anteriores muchachas, porque sólo procedía de una rama bávara secundaria, sin pertenecer, como ella misma, a la verdadera Casa Real de Baviera. Pero, al fin y al cabo, Baviera era, junto con Sajonia, la más fiel colaboradora de Austria en la Asamblea Nacional alemana, y una nueva unión entre Austria y Baviera podría resultar de notable utilidad política.

Entre ambas casas había habido ya nada menos que veintiún matrimonios, siendo el más prominente de los últimos años el del emperador Francisco con Carolina Augusta, la hermana mayor de Sofía. (Mediante su matrimonio con el segundo hijo del primer enlace del emperador, el archiduque Francisco Carlos, Sofía se convertía en nuera de su hermana Carolina Augusta.)

La duquesa Ludovica era algo así como la parienta pobre de sus poderosas hermanas. Entre las nueve hijas del rey Maximiliano I, era la única cuyo matrimonio había sido modesto. Su marido era un primo segundo, el duque Maximiliano de Baviera, que sólo en 1845 obtuvo el título de «alteza real». El matrimonio no fue feliz, aunque de él nacieron ocho hermosos hijos (que por cierto dieron mucho trabajo).

Ludovica sentía por su hermana Sofía, tres años mayor que ella, un amor devoto, casi sumiso; siempre se la ponía de ejemplo a sus hijos, y seguía sus consejos casi con temor, para no perder su favor. La posibilidad de casar a su hija mayor con el soltero más codiciado de su época acabó por convertirla en la dócil servidora de su enérgica hermana.

Sofía y Ludovica tenían poco en común. La segunda admitió más tarde que, cuando tuvo efecto el compromiso matrimonial de Ischl, se hallaba «prácticamente convertida en una aldeana». Era amante del campo y de la naturaleza y no se preocupaba por vestir de manera adecuada ni de mantener trato con la sociedad que le correspondía. La corte vienesa infundía miedo a Ludovica. Tampoco tenía mucha relación con la corte muniquesa, donde reinaba su sobrino Maximiliano II, porque la línea ducal no cumplía ninguna función oficial. Así, pues, Ludovica no era una figura representativa, sino una persona puramente privada. Vivía para sus hijos, que educaba ella misma, lo que para una aristócrata era algo excepcional.

En contraste con el severo catolicismo —rayano ya en la mojigatería— de la hermana mayor, Sofía, Ludovica era poco religiosa. Con orgullo resaltaba la liberal educación recibida en la Casa Real bávara: «En nuestra juventud, casi nos consideraban protestantes». Como distracción, Ludovica coleccionaba relojes y se dedicaba a la geografía, aunque su marido le tomaba el pelo diciendo que sus conocimientos procedían mayormente de los calendarios de las misiones. De política no tenía ni idea.

El padre de la futura novia, duque Maximiliano de Baviera, no era del gusto de Sofía. No podía negarse que era el Wittelsbach más popular de la época, pero esto no constituía precisamente una virtud a los ojos de la madre de Francisco José, de ideas tan severamente dinásticas. Max —como le llamaban— había viajado mucho y era, además, hombre muy leído. (Su biblioteca comprendía unos veintisiete mil volúmenes, sobre todo de tema histórico.) Su formación había sido totalmente anti aristocrática. Durante siete años fue alumno de un instituto muniqués, rodeado de muchachas de su misma edad, y no estudió exclusivamente con un preceptor, como era costumbre entre los aristócratas. Luego asistió a clases en la Universidad de Munich, mayormente de Historia y Ciencias Naturales.

Max fue siempre fiel a sus predilecciones de juventud. No le interesaba en absoluto la etiqueta y prefería su círculo de sabios y artistas burgueses, llamado la «peña de Arturo». En su casa se bebía y se cultivaba la poesía, se cantaba y se componía, pero también había discusiones de alto nivel.

El nuevo palacio de Max en la Ludwigstrasse, donde precisamente vino al mundo la pequeña Elisabeth, poseía, como atracción, un café chantant al estilo de París y un salón de baile con un enorme «friso de Baco» de cuarenta y cuatro metros de largo y muy libre, obra de Schwanthaler. En el patio del palacio había un circo con palcos y butacas de platea, desde donde la sociedad muniquesa admiraba la habilidad ecuestre del duque, que éste gustaba de demostrar con orgullo en medio de pantomimas, tumultuosas intervenciones de payasos y alborotos soldadescos.

Otra de sus aficiones era la cítara, que incluso llevaba consigo en sus viajes, y ni en la pirámide de Cheops se abstuvo de interpretar sus melodías favoritas, las bávaras schnadahüpfl, para gran asombro de sus acompañantes egipcios. En 1846 publicó su Colección de cantos y melodías populares de la Alta Baviera.

El duque Max era partidario de saborear todo cuanto pudiese darle la vida, y la verdad es que el ambiente familiar no le atraía demasiado. Sólo se mostraba estricto en una cosa: al mediodía no estaba para nadie, y aún menos para su mujer y sus ocho hijos legítimos, porque a esas horas almorzaba en sus aposentos con las dos hijas ilegítimas, a las que amaba profundamente.

Max demostraba abiertamente sus tendencias democráticas, aunque sólo fuese para irritar a quienes le rodeaban. «Pero si creía que alguien intentaba pisarle los callos, se ponía hecho una fiera», comentó uno de sus parientes.

El espíritu reinante en su casa se evidenció en el año revolucionario de 1848: la familia real se refugió de los desórdenes y tumultos callejeros en el palacio muniqués del duque Max, ya que, dada la popularidad de éste, parecía menos probable una intrusión. Se afirma que la pequeña Elena, que entonces contaba catorce años, quiso calmar a los insurrectos gritándoles: «¡Hermanos contra hermanos!», frase que la revelaba como digna hija de su padre y que fue muy jocosamente comentada. En el transcurso de los años siguientes, en cambio, Elena se transformó en una joven seria y religiosa. Con vistas a un posible enlace con Francisco José, había sido especialmente bien educada..., mucho más que sus siete hermanos.

Max también daba muestras de su liberalidad en los numerosos artículos históricos que de manera anónima publicaba en los periódicos. En su libro Camino de Oriente (Munich, 1839) demostró poseer también humor: de vez en cuando dejaba algunas líneas en blanco, declarándolas «huecos de la censura». Semejantes bromas no eran lo más adecuado para que su cuñada Sofía simpatizara con él. En la fase inicial de los planes matrimoniales, la existencia del duque Max fue poco menos que ocultada. Hubiese podido comprometer a la familia de la novia con sus grotescas ideas y su postura contraria a la corte, llegando incluso a hacer fracasar el proyecto.

La futura pareja —Francisco José y Elena— debían conocerse y prometerse durante el veraneo imperial en Ischl. Ésa era la idea de ambas madres. Porque el ambiente sin protocolos y casi familiar de Ischl facilitaría la empresa. Ludovica también se llevó de viaje a la región de Salzburgo a su segunda hija, Elisabeth, que tenía quince años y era causa de serias preocupaciones. Se había enamorado de un hombre que no convenía, el conde Ricardo S., al servicio del duque. El idilio fue terminado rápidamente por medio del envío del joven a otro lugar con cualquier pretexto. Cierto es que regresó, pero estaba enfermo y murió poco después. Sisi no hallaba consuelo en nada y su pena se convirtió en grave melancolía. Pasaba horas encerrada en su habitación, llorando y dedicada a escribir poesías. (El pequeño volumen, que contiene muchas poesías de amor procedentes del invierno de 1852-53, se conserva en poder de la familia.) Con este viaje, la duquesa Ludovica quiso arrancar de su melancolía a la desesperada quinceañera. Además, abrigaba la esperanza de acercarla al hermano menor de Francisco José, el archiduque Carlos Luis. Tal esperanza tenía su fundamento, ya que los dos jóvenes intercambiaban cartas desde hacía años. Se enviaban mutuos regalos e incluso pequeñas sortijas. Carlos Luis parecía enamorado de su prima. Y Ludovica había hecho sus cálculos.

Sin embargo, la situación política era extraordinariamente crítica en agosto de 1853 y poco propicia a románticos planes matrimoniales. Había estallado la guerra de Crimea y la situación internacional se presentaba complicada. Estaban en juego, en una Turquía próxima a la disolución, fuertes intereses políticos y económicos. Tropas rusas ocuparon en julio de 1853 los principados del Danubio (núcleo de la posterior Rumania). El zar Nicolás contaba con el apoyo austríaco, en agradecimiento a la ayuda prestada por Rusia en 1849, con ocasión de los levantamientos en Hungría. Como recompensa, ofreció entonces a Austria las provincias turcas de Bosnia y la Herzegovina, aparte su protección en el caso de una nueva revolución en Austria; es decir, una intervención militar en favor de la monarquía, como en Hungría en el año 1849.

Los consejeros del joven emperador no estaban de acuerdo. El viejo Radetzky quería luchar de parte de los rusos, aunque tampoco era contrario a una severa neutralidad austríaca. El ministro de Asuntos Exteriores, Buol, y algunos círculos economistas deseaban combatir a Rusia al lado de Inglaterra y Francia. El emperador se sentía indeciso y carecía de la madurez suficiente para enfrentarse con la situación. Expresó a su madre, Sofía, el desagrado que le causaban «esas complicaciones orientales que cada vez se enredan más», y durante el viaje a Ischl se hizo informar de la marcha de tales asuntos, pero, por lo demás, no estaba dispuesto a molestarse demasiado por la alta política. La vacilación e indecisión del inexperto monarca, distraído, además, por su próximo compromiso matrimonial, trajeron consigo nefastas consecuencias para Austria.

La duquesa Ludovica tenía otras preocupaciones cuando, el 16 de agosto de 1853, llegó a Ischl con sus hijas. Una migraña la había obligado a interrumpir el viaje. Se presentó con retraso en Ischl y, de momento, entorpeció bastante los planes de Sofía. Además, aunque llegaba con sus hijas, lo hizo sin equipaje y sin camareras. Las tres damas vestían de luto, ya que acababa de morirse una tía. Y como fuera que el coche donde iban las prendas de color se había demorado, nadie pudo cambiarse de ropa antes del decisivo encuentro. La archiduquesa Sofía les envió una camarera al hotel.

Mientras todas las atenciones eran para el peinado de la prevista novia, dado que no tenía más remedio que presentarse ante el emperador con un vestido de viaje, negro y polvoriento, la pequeña Sisi tuvo que arreglarse sola: llevaría simplemente dos largas trenzas. No se dio cuenta de que la archiduquesa Sofía no sólo observaba atentamente a Elena, sino que también la miraba a ella. Más adelante, Sofía describió a su hermana María de Sajonia esa escena del peinado, destacando «la gracia» que la pequeña tenía en todos sus movimientos, «sobre todo, sin saber en absoluto la buena impresión que estaba causando. Pese al luto..., Sisi resultaba encantadora con su sencillo vestido negro, de cuello alto».

En comparación con esa hermana tan espontánea e infantil, Elena resultaba muy severa al pronto. El vestido de luto no la favorecía, y quizá fue decisivo para toda su vida, según afirman algunos.

Sofía invitó a tomar el té a su hermana Ludovica con las dos hijas. Aparte el emperador, se hallaban presentes en ese primer encuentro la reina Elisa de Prusia, dos hermanos menores de Francisco José y otros parientes. Ninguno de los allí reunidos poseía el don de una conversación desenvuelta, y el ambiente fue ceremonioso y casi embarazoso, porque todos sabían de qué se trataba.

Fue un auténtico flechazo. Al menos, en lo que respecta a Francisco José. El archiduque Carlos Luis, su hermano menor, le observaba con perspicacia y celos, y dijo a la madre que, «desde el momento en que el emperador vio a Elisabeth, apareció en su rostro tal expresión de contento, que ya no cupo duda de a quién elegiría».

Sofía a María de Sajonia: «Su cara estaba luminosa, y tú sabes cómo resplandecen sus ojos cuando algo le alegra. La encantadora niña no tenía ni idea del efecto producido en Francisco I. Hasta el instante en que su madre habló con ella, sólo estuvo llena de timidez, porque el gran número de personas allí reunidas le infundía casi temor». Era tanto su nerviosismo, que Sisi apenas probó bocado, y luego le confió a su camarera: «Nene [Elena] tiene suerte, porque ya se ha tratado con mucha gente, pero yo no estoy acostumbrada, y lo paso tan mal que se me quita el apetito». Tan confusa se sentía, que ni siquiera notó que, en vez de interesarse por Elena, el emperador sólo la miraba a ella.

A la mañana siguiente, el 17 de agosto, el joven emperador acudió muy temprano a los aposentos de su madre, que acababa de levantarse. Escribió Sofía a María de Sajonia: «Me comunicó, muy sonriente, que encontraba encantadora a Elisabeth. Yo le pedí que no se precipitara y que reflexionara bien, pero él me contestó que tampoco era cosa de prolongar la situación».

En su diario, la archiduquesa Sofía es aún más explícita: «¡Pero qué mona es Sisi! Se la ve fresca como una almendra cuando se abre, y... ¡qué espléndida corona de cabellos enmarca su cara! Tiene los ojos dulces y hermosos, y sus labios parecen fresas».

La madre intentó llevar la conversación hacia la novia por ella prevista:

—¿No crees que Elena es una muchacha inteligente y que su figura es bonita y esbelta?

—Sí... Un poco demasiado seria y callada, aunque sin duda es simpática y agradable... Pero Sisi..., ¡qué encanto tiene esa chiquilla, tan niña todavía, y qué alborozo tan gracioso hay en ella!

No hubo nada a hacer. Aquel día, Francisco José incluso rehusó ir de caza, goce que procuraba no perderse nunca. Elisa de Prusia, que se enteró de ello, hizo a su hermana Sofía una seña que significaba: «¡Éste se ha enamorado!». La reina Elisa estaba muy satisfecha del rumbo tomado por los acontecimientos, ya que la pequeña Elisabeth era su ahijada. Reinaba una confusión general, y las dos muchachas estaban desconcertadas. El único radiante era el emperador.

La víspera del cumpleaños de Francisco José se celebró un baile. Elena acudió luciendo un espléndido vestido de seda blanca. Se adornaba la frente con hojas de hiedra, detalle que confería un cierto romanticismo a su figura, alta y más bien algo severa. Y durante los preparativos efectuados en Munich, toda la atención se había centrado en esa velada. La pequeña Sisi iba de blanco y rosa más sencilla que la hermana, y al lado de ésta resultaba muy infantil.

El emperador no tomó parte en el primer baile, como tampoco lo hicieron las dos princesas bávaras. Al iniciarse el segundo, una polca, la archiduquesa Sofía pidió a Hugo de Weckbecker, ayudante personal de Francisco José, que «bailara con la princesa Elisabeth, que hasta entonces sólo había practicado con su maestro de danza y necesitaría una pareja segura para su debut». Dice Weckbecker: «Me presentó a la encantadora princesa, que, sumamente turbada, me confesó que no sabía cómo lo haría sin su maestro». Weckbecker tranquilizó a la jovencita, si bien estaba «un poco preocupado, porque le constaba que —por regla general y pese a tener maestros de danza— las princesas de Baviera no bailaban bien... Por fortuna, la princesa Elisabeth era musical y, por lo menos, llevaba bien el compás». Lo que asombró a Weckbecker fue que el káiser, que, contra lo que era su costumbre, tampoco bailaba, ahora no apartaba los ojos de Sisi, que, «cual una sílfide, parecía pasar flotando junto a mi brazo». Al terminar el baile, Weckbecker le susurró a un amigo: «Creo que acabo de bailar con nuestra futura emperatriz».

Francisco José bailó el cotillón con la princesa Sisi, y a continuación le ofreció su ramillete, lo que constituía la manifestación tradicional de que ella era la elegida. Todos los testigos oculares de la escena lo entendieron en seguida. Menos la propia Sisi. Cuando luego le preguntaron si no le había llamado la atención tal detalle, ella respondió:

—No. Sólo me ha hecho sentir incómoda.

Sofía describió con todo detalle a su hermana María el aspecto de Sisi: «En sus preciosos cabellos llevaba una gran peineta que mantenía las trenzas sujetas hacia atrás. Como es moda ahora, se aparta el pelo de la cara. ¡La actitud de la pequeña es tan delicada, tan modesta y perfecta y tan llena de una gracia casi sumisa cuando baila con el emperador! A su lado parecía un capullo de rosa abriéndose bajo los rayos del sol. La encontré extraordinariamente atractiva, en su modestia de niña, y, sin embargo, se mostraba muy natural con él. Lo único que la apocaba era el gran número de personas».

El 18 de agosto fue celebrado el cumpleaños de Francisco José en un amplio círculo familiar. La archiduquesa Sofía escribió a María de Sajonia: «Durante el banquete, el emperador se mostraba muy orgulloso de que Sisi, sentada a su lado, comiese con tan buen apetito. Por la tarde hicimos una excursión a Wolfgang. También caminamos un trocito. Yo iba en mi calesa con las dos chicas y el emperador. ¡Mi hijo tiene que estar muy enamorado, para resistir tanto en la cerrada calesa! Elena se mostró muy locuaz y amena. Yo la encuentro muy atractiva...».

Después del paseo, el emperador rogó a su madre que tanteara si la pequeña Sisi «le aceptaba», pero sin que ninguna de las dos madres ejerciera presión sobre ella.

—Mi situación es tan difícil, que sabe Dios que no ha de ser un placer compartirla conmigo —dijo.

A lo que contestó Sofía:

—¡Hijo mío! ¿Cómo puedes temer que una mujer no se sienta feliz de aliviar tu carga con su alegría y su gracia?

Seguidamente, Sofía notificó a su hermana Ludovica, de manera totalmente oficial, el deseo de Francisco José: «Ludovica estrechó mi mano con emoción, porque, en su gran modestia, había dudado de que el emperador pensara seriamente en una de sus hijas». Y, según la archiduquesa Sofía, Sisi respondió a su madre, cuando ésta le preguntó si se creía capaz de amar al emperador: «¿Cómo no habría de poder amar a un hombre como él?». Luego le brotaron las lágrimas, y prometió hacer todo lo posible para que el emperador fuese feliz y ser «la hija más cariñosa» para su tía Sofía. «Pero —parece ser que agregó— ¿cómo puede haberse fijado en mi? ¡Si soy tan poca cosa!» Y algo más tarde: «¡Quiero tanto al emperador! Lástima que sea emperador...».

Comentario de Sofía: «Es su futura condición lo que la asusta. El emperador quedó literalmente fascinado cuando yo le repetí esas conmovedoras palabras de su novia, dada la profunda y sencilla comprensión que encierran».

Quede en tela de juicio si la conversación entre madre e hija tuvo efecto como aquí se explica y si podemos creernos los relatos de Sofía y Ludovica. Cuando, más adelante, alguien preguntaba a Ludovica si su hija había sido consultada respecto de sus sentimientos antes de dar un paso tan serio, la duquesa siempre contestaba lo mismo: «Al emperador de Austria no se le dan calabazas».

Cada una de las nueve hermanas bávaras había sufrido su propia tragedia amorosa. Cada una de ellas sabía que, como princesa casadera, se convertía en un objeto de la política y tenía que tomar por esposo al hombre que le mandaran. Para no desconcertar a las muchachas y evitarles innecesarios conflictos, en la Casa Real de Baviera estaba terminantemente prohibida la lectura de novelas de amor. Hasta los clásicos alemanes estaban mal vistos, por el mismo motivo.

Ludovica había sido una extraordinaria belleza en su juventud. Incluso había quien decía que su hermosura había superado la de todas sus hijas, también la de Elisabeth. Vivió un romance con el príncipe Miguel de Braganza, posterior rey de Portugal, pero (por motivos políticos) no pudo casarse con él. Su familia decidió unirla en matrimonio a un primo, Max, que le dijo francamente que no la amaba y que sólo accedía al casamiento por temor a su enérgico abuelo. Toda su pasión era para una burguesa a la que —por consideraciones de clase— no podía hacer su mujer.

El matrimonio fue desdichado desde el primer día. Ludovica explicó más tarde a sus hijos que había pasado llorando todo el primer aniversario de boda, de la mañana a la noche. Le costó mucho aprender a soportar la inquietud y las aventuras del marido y permanecer sola con su creciente prole. Ya viuda, confesó a sus nietos que Max había empezado a portarse bien con ella a partir de las bodas de oro. Pero entre una fecha y otra mediaban cincuenta amargos años. Toda una vida conyugal. La pequeña Elisabeth estaba acostumbrada a los lamentos de su madre sobre la desgracia de su matrimonio y conocía de sobra la triste frase de Ludovica: «Cuando una está casada, ¡se encuentra tan sola!».

Tampoco la archiduquesa Sofía tuvo mucha suerte. Se vio obligada a contraer matrimonio con el archiduque Francisco Carlos, hermano del gravemente enfermo emperador Fernando y «hombre débil de cuerpo y espíritu». En Baviera se decía que Sofía había pasado noches enteras llorando, de tanta desesperación como le causaba el enlace. Y cuando su aya confió sus sufrimientos a la madre, ésta contestó con frialdad:

—¿Qué quiere usted? ¡El asunto fue decidido en el Congreso de Viena!

Cuando Sofía comprendió que su destino estaba inevitablemente sellado, declaró con valentía querer llegar a ser feliz con el archiduque. El emperador Francisco le dijo que, «dado el estado de su hijo, ella tendría que hacerse cargo de todo». Es lo que hizo Sofía, y se transformó en una mujer independiente y enérgica. Amaba a su bondadoso marido «como un niño al que hay que cuidar», y educó bien a sus cuatro hijos. De joven vivió una intensa amistad con el hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt, al que atendió con gran entrega durante su mortal enfermedad. El comadreo vienés convirtió a este joven en el padre del segundo hijo de Sofía, el archiduque Fernando Maximiliano. Con toda posibilidad, semejantes habladurías carecían de fundamento, pero demuestran que a la bonita archiduquesa se la consideraba bien capaz de un romance.

Las madres de la pareja habían tenido que renunciar, pues, al amor, como la mayoría de las princesas de su época. Ambas habían cumplido con su obligación, aunque les costara muchas lágrimas. En consecuencia, ahora tenían que considerar el compromiso matrimonial de Ischl como un caso de rara suerte. Francisco José amaba a su novia, como todos podían ver. Era joven y apuesto, no un débil mental como su padre y su tío. Además, era emperador de Austria. La chiquilla ya sabría adaptarse a su situación, que, en comparación con la suerte de ambas madres, era envidiable. Realmente, al emperador de Austria no se le dan «calabazas».

Por su modo de pensar, la archiduquesa Sofía pertenecía totalmente al siglo XVIII. Para ella, el individualismo no merecía ninguna consideración, y menos aún había que tener en cuenta los sentimientos, para los que no había sitio en la política de la corte. Su nueva nuera era todo lo contrario. Sofía escribió en cierta ocasión a la princesa de Metternich que «nunca había que creer que las individualidades tuviesen la menor importancia. Ella siempre había visto que una persona era sustituida por otra sin que el mundo notara ninguna diferencia». Según esta forma de pensar, pues, poco importaba que la futura emperatriz se llamara Elena o Elisabeth. Las dos procedían de la misma familia, eran de igual alcurnia, católicas y sobrinas de Sofía... Y eso era lo que contaba.

Ludovica dio a su hermana Sofía, por escrito, la conformidad de Sisi. El día 19 de agosto, a las ocho de la mañana, se presentó el radiante emperador en el hotel de Ischl donde se alojaba la novia. Ludovica escribió a una parienta: «Le dejé a solas con Sisi, porque Francisco José deseaba hablar directamente con ella, y cuando volvió a donde yo estaba, se le veía contento y alegre, e igualmente a mi hija, como corresponde a una novia feliz».

La excitación de Ludovica era tan grande como su agradecimiento a Sofía: «Es una suerte tan enorme y a la vez una situación tan importante y difícil, que estoy impresionada en todos los sentidos. ¡Ella es tan joven e inexperta...! Espero, sin embargo, que sean benevolentes con Sisi. Su tía Sofía es muy buena y cariñosa con ella, y para mí representa un gran consuelo que mi hija tenga como segunda madre a una hermana tan querida».

Elisabeth, por su parte, hizo después continuas y amargas referencias a esa situación y decía: «El matrimonio es una institución absurda. Una se ve vendida a los quince años y presta un juramento que no entiende y del que luego se arrepiente a lo largo de treinta años o más, pero que ya no puede romper».

En agosto de 1853, sin embargo, los testigos oculares vieron en el compromiso matrimonial del emperador, como escribe el conde de Hübner, «un sincero, encantador y noble idilio».

La joven pareja abandonó el hotel del brazo, con el fin de tomar el desayuno con la archiduquesa, naturalmente, acompañados de toda la familia, que observaba a los novios con curiosidad y satisfacción (con excepción del archiduque Carlos Luis, que acababa de perder a su amor de juventud). Francisco José también presentó la quinceañera a sus ayudantes, especialmente al conde Grünne, de cuyo juicio hacía mucho caso..., incluso respecto a las mujeres.

A las once, todos acudieron a la iglesia parroquial. La comunidad presenció, respetuosa, cómo la archiduquesa Sofía permanecía delante de la puerta y cedía el paso a su pequeña sobrina: Sisi era la novia del emperador y, a partir de ahora, superaba en rango a la madre de su futuro esposo. Con este noble gesto demostraba Sofía su deferencia a la jerarquía imperial. Sisi apenas se dio cuenta de ese gesto. Entró en la iglesia con timidez y casi temor, desagradablemente impresionada por el interés que despertaba. Explicaba Sofía: «El párroco nos recibió con el agua bendita. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cuando entramos en la iglesia, todos entonaron el himno nacional». Después de la bendición, el emperador Francisco José tomó cariñosamente de la mano a la muchacha, la condujo hasta el sacerdote y le dijo:

—Os suplico, señor cura, que nos deis la bendición. Ésta es mi prometida.

A la bendición sacerdotal siguieron las felicitaciones de todos los asistentes a tan histórico momento. A continuación, el conde de Grünne dirigió unas palabras a la joven pareja. Weckbecker se expresa así: «La princesa estaba tan emocionada y medrosa, que apenas supo contestar». La emoción era general. El emperador tuvo dificultades para liberar a su novia de aquel cordial tumulto.

Aparte todos los festejos, la duquesa Ludovica estaba tan preocupada por el futuro de su hija, que aquel mismo día le confió a un desconocido para ella, el ayudante personal Weckbecker, «cuánto la asustaba la complicada tarea que aguardaba a su hija Elisabeth, que prácticamente ascendía al trono desde la nursery. Asimismo, sentía preocupación ante las mordaces críticas de las damas de la aristocracia vienesa». Que sus temores eran justificados iba a quedar demostrado bien pronto.

El almuerzo tuvo lugar en Hallstatt. Seguidamente se organizó un paseo en coche. Tras la lluvia de los días precedentes, la vista resultaba preciosa. Las montañas y las rocas aparecían iluminadas por el sol del crepúsculo. Las aguas del lago centelleaban. El emperador tomó a su novia de la mano y le mostró los alrededores. La reina Elisa de Prusia estaba fascinada: «¡Es tan bello ver a una feliz pareja en medio de un paisaje tan maravilloso!». Sofía explicó por carta a su hermana María, reina de Sajonia, con cuánta delicadeza había envuelto el emperador a su prometida en su propio abrigo de uniforme, para que no se resfriara, y que luego le había confesado: «¡No sabría expresarte lo dichoso que soy!».

Al anochecer, todo Ischl estaba iluminado con decenas de miles de velas y faroles de los colores nacionales de Austria y Baviera. En lo alto del monte llamado Siriuskogel había sido formado, a base de luces, un templo de líneas clásicas, en el que destacaban las iniciales «FJ» y «E», rodeadas de una corona nupcial. Por primera vez vivió Sisi el júbilo de un pueblo amistoso y fiel, amontonado en las calles para saludar a su futura emperatriz. El día terminó en un ambiente de suma alegría, aunque también de cierta confusión.

La feliz reacción del emperador se hace evidente en todo lo escrito sobre aquellos días de Ischl. De las reacciones de la novia sabemos muy poco, en cambio, salvo que se mostraba muy tímida, callada y propensa a las lágrimas. Comentario de Sofía a su hermana: «No puedes imaginarte lo encantadora que resulta Sisi cuando llora». Una fiesta seguía a la otra. La pequeña recibía regalos de todas partes. El emperador la obsequió con costosas alhajas, entre ellas una espléndida diadema de diamantes y esmeraldas, que podía entrelazar con sus hermosos cabellos. Sisi, que se elegantizaba de día en día, era el centro de la vida social de Ischl. La gente la admiraba y elogiaba su encanto.

El joven emperador trataba a su casi infantil novia con gran consideración y delicadeza. Para tenerla contenta, llegó a mandar instalar en el jardín de su residencia de verano un columpio, que Sisi usaba con el entusiasmo propio de una chiquilla. Y dado que había observado el miedo que le infundían los rostros desconocidos, dispuso que su soberbia carroza, tirada por cinco caballos píos, no fuese conducida por un cochero, sino por su principal ayudante, el conde Carlos de Grünne. Se daba cuenta de que la jovencita se había acostumbrado a ese su más íntimo colaborador y le tenía afecto.

Grünne contaba entonces cuarenta y cinco años y era una de las personalidades más influyentes de la monarquía, así como un importante miembro de la muy criticada «camarilla» de la corte vienesa. Como presidente de la Cancillería Militar, era el primer hombre del Ejército austríaco después del emperador. Acompañaba a su joven señor en todos los viajes y era su más íntimo consejero político, pero, además, conocía como nadie la vida privada del soberano. En la sociedad vienesa se comenta aún hoy que era Grünne quien le organizaba al emperador sus aventuras amorosas. (Francisco José no tenía nada de inexperto cuando se prometió.) Para el emperador fue una satisfacción ver que Sisi confiaba desde un principio en Grünne, y con mucho gusto le eligió patrón de su joven amor para esos paseos de a tres, en coche, por los alrededores de Ischl.

Aún quedaban tres bailes en programa. Según el diario de Sofía, Sisi seguía tímida y formalita. Cuando la condesa Sofía de Esterházy, que pronto había de convertirse en su camarera mayor, la felicitó y dijo: «¡Estamos tan agradecidos a su alteza real por lo feliz que hace al emperador!», Sisi contestó: «¡Al principio necesitaré tanta benevolencia...!».

En contraste con la novia, los demás miembros jóvenes de la familia imperial se mostraban muy alegres. Un día arrojaron bengalas y petardos durante el cotillón. La pobre Ludovica, cuyos nervios estaban bastante agotados, huyó espantada a la alcoba de su hermana. Aún no sabía si sentir satisfacción ante el gran honor o preocupación por las enormes cargas psíquicas que se le venían encima a su hija de sólo quince años. Además, la intranquilizaba Elena, que mostraba desconcierto y disgusto. Ya tenía dieciocho años, lo que significaba una cierta edad para la preparación de un nuevo «partido». Ni siquiera el espléndido regalo de Sofía, consistente en una cruz de diamantes y turquesas, y la certeza de que la tía seguía encontrándola extraordinariamente atractiva, podía consolar a la joven, que ansiaba regresar a Baviera. Lo mismo le sucedía a su madre, Ludovica, que escribió a sus parientes bávaros: «La vida de aquí es de una gran animación. Sisi todavía no está acostumbrada a ello, y menos a acostarse tan tarde. Me sorprende gratamente ver cómo se adapta, habla con tanta gente desconocida y, pese a su timidez, sabe mantener una postura serena».

El padre de la novia fue informado del compromiso matrimonial por vía telegráfica. Y asimismo el rey de Baviera, ya que, como jefe de los Wittelsbach, tenía que dar la aprobación a los esponsales de su sobrina.

También es notable la carta de Francisco José al zar Nicolás, porque revela una confianza y un afecto entre ambos soberanos que hace comprensible el desengaño que pronto sufriría el zar ante la postura de Francisco José en la guerra de Crimea: «En el desborde de mi alegría, me apresuro, querido y caro amigo, a hablarte de mi felicidad. Digo de mi felicidad porque tengo el convencimiento de que mi prometida posee todas las virtudes y cualidades del alma y del corazón para hacerme feliz».

Por último hubo que solicitar también la dispensa papal para la celebración del matrimonio, ya que los novios eran primo y prima en primer grado. Nadie parecía haberse preocupado por esa circunstancia. También los padres de Elisabeth eran parientes próximos: ambos de la familia Wittelsbach y primos en segundo grado. Que los hijos de este matrimonio imperial —sobretodo, el deseado príncipe heredero— tendrían que llevar un día la carga hereditaria de los Wittelsbach a causa de tantos casamientos entre parientes no acababa de entrar dentro de los conocimientos médicos de la época.

Los Wittelsbach no eran personas sin tara hereditaria. Existían en la familia varios casos de enfermedad mental. Incluso el padre del duque Max, duque Pío (es decir, el abuelo de Sisi), padecía una deficiencia mental y era contrahecho. Tuvo temporadas de una vida muy desordenada; fue detenido una vez por la policía después de una pelea, y terminó su triste vida como ermitaño, en la soledad más absoluta. (En 1853 aún no se sabía que también dos hijos del rey de Baviera, Luis —el príncipe heredero— y Otón, padecían anormalidades, ya que eran todavía unos niños. Además, esa tara hereditaria fue atribuida a la familia materna, con la que la rama ducal no estaba emparentada.)

El comunicado oficial publicado el 24 de agosto en el Wiener Zeitung rezaba así: «Su apostólica majestad real e imperial, nuestro benignísimo señor y emperador Francisco José I, se ha prometido en matrimonio, durante su estancia en Ischl, con su alteza serenísima la princesa Elisabeth Amalia Eugenia, duquesa de Baviera, hija de sus altezas reales el duque Maximiliano José y la duquesa Ludovica, nacida princesa real de Baviera, una vez obtenido el consentimiento de su majestad el rey Maximiliano II de Baviera, así como de sus altezas serenísimas los padres de la novia. La bendición del Todopoderoso descienda sobre este acontecimiento tan feliz y afortunado para la augusta Casa Imperial y todo el Imperio».

La noticia causó sensación. Hacía tiempo que, sobre todo en la sociedad, la gente se devanaba los sesos preguntándose quién sería la futura emperatriz. Se había hablado de muchas princesas, pero sin que entre ellas figurase nunca la pequeña Elisabeth. Ahora eran esperados con impaciencia los primeros retratos de la novia imperial. Durante las largas sesiones para pintores y dibujantes, el enamorado Francisco José hacía compañía a Sisi. Pasaba horas enteras a su lado, observándola con orgullo.

Como en Viena se sabía muy poco acerca de la elegida, floreció el comadreo. Lo primero que se hacía cuando a la corte llegaba una persona nueva era echar una maliciosa mirada al Gotha. Y en este punto sí que no podía resistir la crítica la jovencísima novia del emperador, porque en su árbol genealógico figuraba una tal princesa de Arenberg (la madre de su padre, Max), y esos Arenberg, si bien pertenecían a la alta aristocracia, no eran de sangre real y no podían compararse en alcurnia con los Habsburgo. Esa abuela Arenberg estaba emparentada, por su parte, con una serie de familias nobles, pero no soberanas: los Schwarzenberg, Windischgrätz, Lobkovic, Schönburg, Neipperg y Esterházy. Con ello, la futura emperatriz no quedaba situada por encima de la sociedad aristocrática, sino que formaba parte de ella, dados sus numerosos parentescos con casas no reales. O sea que Elisabeth no poseía la más importante condición para ser admitida sin discusión en la corte vienesa: una línea genealógica absolutamente pura. Y bien pronto le harían notar esa mácula.

También el padre de la novia era motivo de abundantes habladurías. Se comentaban sus números ecuestres, su trato excesivamente familiar con burgueses y campesinos, su desprecio hacia el mundo aristocrático, sus poco finas fiestas para hombres en Possenhofen y en Munich... La gente decía que el duque Max había dejado crecer a sus hijos como salvajes y que éstos montaban a caballo como los artistas de circo, pero apenas sabían formar una frase correcta en francés, y mucho menos sostener una conversación. El parqué de la corte vienesa tenía fama de muy resbaladizo.

Tampoco escaparon a la crítica los palacios del duque Max. El nuevo edificio de la Ludwigstrasse, obra del famoso arquitecto Klenze, correspondía perfectamente a su posición social. En cambio, el palacete de verano de Possenhofen, situado a orillas del lago de Starnberg, era menos elegante. Alguien dejó caer pronto en Viena la frase «ambiente de mendicidad» con respecto al origen de la futura emperatriz.

Veinte años más tarde, la condesa María de Festetics, dama de honor de Elisabeth, todavía se indignaba ante semejantes calumnias. A ella le gustaba Possenhofen: «La casa es sencilla, pero está bien atendida y limpia; es acogedora y cuenta con una cuidada cocina. No hallé suntuosidad en ella, y todo resulta agradablemente pasado de moda, pero con distinción, sin que se vea por ninguna parte ese "ambiente de mendicidad" de que hablaban mis compañeras de otrora e incluso de hoy».

A la condesa la entusiasmaba, sobre todo, la situación del palacete. Ensalzaba la belleza de los rayos de luna sobre las tranquilas aguas del lago, así como el gorjeo de los pájaros, que la despertaba por las mañanas: «Cantaban como si estuviésemos en primavera, y yo corría a la ventana... La vista es una maravilla: azules, muy azules, las aguas; a su alrededor, un verde paraíso de árboles y plantas, y, más allá del lago, las soberbias montañas... Todo delicioso e inundado de sol... El jardín, lleno de flores... La vieja casa, medio cubierta de vid silvestre y de hiedra... ¡Tan poético todo, tan bonito!». Y esa misma dama, que realmente quería a su emperatriz, continúa: «¡Sí; así tuvo que ser su casa paterna, para que su espíritu soñador y su amor a la naturaleza pudiesen desarrollarse tanto!».

Ya de pequeña, Elisabeth había demostrado poseer un espíritu soñador y amor a la naturaleza. Todas las románticas historias de los veranos de la niñez de Elisabeth en Possenhofen resisten el análisis más crítico. El amor a la naturaleza fue una de las pocas cosas que Francisco José y Elisabeth tenían en común.

El «divino séjour en Ischl» —según las propias palabras de Francisco José— duró hasta el 31 de agosto. La despedida tuvo lugar «muy tiernamente», como anotó Sofía en su diario, en la engalanada ciudad de Salzburgo. Como recuerdo del compromiso matrimonial, la archiduquesa Sofía decidió comprar la casa —entonces sólo alquilada— donde se habían conocido los novios y transformarla en «villa imperial» para el veraneo anual de la familia. Mediante la construcción de dos nuevas alas, el edificio adquirió ahora la forma de una «E»: Elisabeth.

La dicha de Francisco José persistió pese al regreso a «esta existencia de escritorio cargado de papeles, con sus preocupaciones y fatigas». Hasta las sesiones para el pintor Schwager le hacían ilusión: «Aunque me resulta aburridísimo posar, ahora me alegra cada sesión, ya que me recuerda las de Sisi en Ischl y, además, Schwager siempre me trae su retrato». A su madre le confesó «que sus pensamientos volaban con inmensa añoranza hacia occidente».

El buen humor del joven emperador se reflejó también en la política interior: el estado de sitio existente desde 1848, año de la revolución, fue levantado, por lo menos en las ciudades de Viena, Graz y Praga.

El hecho de que poco después de la entrada de Elisabeth en la historia de Austria fuese vuelta a hallar la corona de San Esteban pudo parecer un augurio para el futuro. Había sido enterrada en 1848 por Kossuth. La máxima reliquia de la nación húngara fue solemnemente devuelta a Ofen, lo que para algunas personas significó una advertencia para la reconciliación entre Austria y Hungría, que desde luego sólo podría quedar sellada mediante la coronación del emperador austríaco con ese símbolo húngaro. Elisabeth consiguió ese objetivo en 1867: su único acto político.

A Sisi la aguardaba ahora un extenso programa de estudios. Sobre todo era urgente que aprendiese idiomas: francés e italiano. Todo cuanto se había descuidado durante años enteros en la formación y educación de la niña tenía que ser recuperado en el plazo de los pocos meses que faltaban para la boda. La duquesa Ludovica estaba preocupada porque los estudios no avanzaban demasiado bien: «Por desgracia, mis hijos no tienen facilidad para los idiomas extranjeros, y en la sociedad de aquí se va perdiendo de manera asombrosa la costumbre de hablar en francés».

Lo más importante que Sisi debía aprender era historia austríaca. Tres veces por semana acudía a su casa el historiador conde Juan de Mailáth para explicarle personalmente lo escrito en su propia obra principal, la Historia del Imperio austríaco. Mailáth era un hombre de poca estatura, muy vivaracho y ameno, de casi sesenta años. Vivía muy modestamente —casi en franca pobreza— en la ciudad de Munich, de los beneficios que le producían sus libros. (Sólo un año más tarde, había de suicidarse en el lago de Starnberg a causa de sus problemas monetarios.) Como historiador no era persona indiscutida, ya que su exposición de la historia era muy poética y poco crítica. Entre los liberales húngaros era poco estimado a consecuencia de su postura demasiado austrófila.

Pero la pequeña Sisi le tenía afecto. Las lecciones de historia solían prolongarse hasta el anochecer, y el círculo de asistentes se hacía cada vez mayor. Acudían a las clases Elena y Carlos Teodoro («Gackel»), varios profesores y también Ludovica. Mailáth, sin embargo, sólo impartía su lección pour les beaux yeux de Sisi. Decenios más tarde, Elisabeth aún se refería a este profesor con sincero elogio. No obstante y a pesar de su lealtad al gobierno central vienés, Mailáth era, en el fondo, un húngaro tan orgulloso, que explicaba a la futura reina de Hungría la historia austríaca desde un punto de vista bastante húngaro. Buscaba su comprensión para los privilegios húngaros y se extendía sobre la antigua Constitución húngara, abolida en 1849 por Francisco José. El, que entre los de la «generación del 48» tenía fama de viejo conservador, incluso enseñaba ahora a la pequeña Sisi las ventajas de la forma de gobierno republicana. A Mailáth aludía más tarde Elisabeth, cuando asombró a sus cortesanos de Viena con esta frase: «He oído decir que la república es la forma de gobierno más conveniente».

Esas agradables clases de historia en el círculo de la familia ducal en Possenhofen constituyeron en la quinceañera novia imperial la base para sus posteriores ideas políticas. Por lo tanto, nunca les daremos demasiada importancia.

Se inició la correspondencia entre Viena y Munich, sobre todo respecto del trousseau, que debía ser confeccionado a una rapidez vertiginosa y en el que trabajaban de la mañana a la noche docenas de modistas, bordadoras, zapateros y sombrereras de Baviera. La archiduquesa Sofía daba consejos por escrito. Por ejemplo, que Sisi debía limpiarse mejor los dientes. A la fuerza había que convertir a la muchachita bávara de ambiente rural en un personaje representativo.

Aumentaba el temor de la jovencita al Hofburg de Viena y a la suntuosa vida que la aguardaba allí. Los numerosos vestidos nuevos apenas le interesaban, las continuas pruebas le resultaban odiosas y ni siquiera las joyas enviadas de Viena despertaban su ilusión. Sisi era todavía una niña, y ninguno de los costosos regalos la alegró tanto como un papagayo que el emperador le envió a Baviera.

Sisi no estaba acostumbrada a verse encajonada de la mañana a la noche en un rígido programa. Su familia observaba con precaución que, por un lado, la pequeña se sentía halagada por su éxito y por la extraordinaria consideración de que ahora era objeto, mientras que, por otro, se volvía cada vez más callada y melancólica. Dedicaba poesías a su querido Possenhofen, aún derramaba lágrimas por su antiguo amor y, evidentemente, temía al nuevo.

Las preocupaciones de Ludovica estaban de sobra justificadas y eran bien conocidas. El embajador belga envió este informe a Bruselas: «Dicen que la madre, con el fin de evitar a su hija las fatigas relacionadas con los festejos, desea el retraso del enlace hasta junio. Si la ceremonia tuviera efecto más adelantada la temporada y la mayor parte de la nobleza estuviese ya fuera de Viena, se podría uno librar de las fiestas relacionadas con la boda». Este deseo, tan singular (teniendo en cuenta las costumbres vienesas), no fue satisfecho. Un emperador de Austria no deja de contraer matrimonio de manera pública sólo porque la futura emperatriz tema a la aristocracia.

También se discutió largamente sobre si el enlace debía celebrarse en Munich o en Viena. Escribe Ludovica: «De un casamiento por poderes no hay ni que hablar; y aquí, por desgracia, el emperador no puede venir. Sería imposible celebrar la boda en Baviera, aunque, desde luego, resultaría más agradable. Lo siento de veras, porque acompañar a Sisi a Viena significa ya una gran empresa: una corte tan importante, los numerosos familiares que se reúnen, la sociedad vienesa, las fiestas, etcétera... A mí, todo eso no me va... No me apetece nada pensar en ello, y creo que aún no me hago perfecto cargo de lo que sucede. Lo cierto es que no me gusta pensar en el alejamiento de Sisi, y quisiera retrasar más y más este momento».

Aparte el enamoramiento del emperador, la crisis de Oriente se hacía cada vez más complicada. El 1o. de noviembre, Turquía declaró la guerra a Rusia. El problema de los Balcanes entraba en una fase decisiva. Viena no se dio cuenta de la importancia de semejante conflicto para Austria. Aquel mismo octubre, el Ejército austríaco había sido drásticamente reducido por falta de dinero. Durante unos meses, la política austríaca ofreció un cuadro muy confuso.

Parece que el joven y todopoderoso emperador, todavía inexperto en el terreno político, no preveía las consecuencias de su insegura actitud. Sus ministros, sobre todo el de Asuntos Exteriores, Buol, disponían de poca fuerza y tampoco tenían responsabilidad alguna, limitándose su función a la de consejeros. Y dado que las opiniones de los ministros y de la corte estaban divididas, Francisco José vacilaba constantemente en sus decisiones, aunque sin confiarse a ningún político experto, demasiado convencido como estaba de su majestad imperial.

Sus pensamientos se hallaban más junto a la bonita novia que en la política. Continuamente ideaba nuevos y cada vez más magníficos regalos, y se ocupaba de que tanto en Viena como en Ischl avanzaran las reformas de los edificios, si bien advirtió a su madre, encargada de supervisar las obras en la villa de Ischl, que «procurara que los gastos no excedieran del presupuesto, ya que andaba muy justo de dinero».

Tratándose del soberano de un imperio tan poderoso, nos extrañan las frecuentes quejas de Francisco José respecto a la falta de medios. Pero la verdad es que la familia imperial de Viena disponía de unos fondos relativamente escasos, porque aunque el emperador Fernando el Bondadoso había renunciado al trono en 1848, retirándose al Hradshin de Praga, su fortuna seguía en sus manos. Los enormes bienes imperiales, que producían al año muchos millones de gulden, no pertenecían al emperador reinante, sino al abdicado Francisco. La fortuna no pasó a poder de Francisco José hasta la muerte de aquél, acaecida en 1875. Desde 1848 hasta 1875, o sea durante largos años, la familia imperial de Viena no nadaba precisamente en la abundancia, e incluso para las reformas en una villa de veraneo necesitaba hacer sus cálculos.

Además, la economía austríaca patinaba entonces de una crisis a otra, y de eso era responsable el tremendo gasto ocasionado por las tropas durante los años del estado de sitio. El enamorado emperador prefirió olvidar todos esos quebraderos de cabeza cuando le escribió a su madre: «Apenas puedo esperar el momento de viajar a Possenhofen para ver de nuevo a Sisi, en la que pienso constantemente».

Como entonces no había comunicación ferroviaria directa entre Viena y Munich, el viaje resultaba pesado. Había que pasar por Praga, Dresde y Leipzig antes de llegar a Munich, y se tardaba bastante más de un día. Durante el noviazgo, Francisco José realizó el viaje tres veces.

La duquesa Ludovica temía que el emperador pudiera aburrirse en su círculo familiar. Pero él sólo tenía ojos para la pequeña Sisi y escribió desde Munich a su madre, lleno de agradecimiento: «Nunca podré quedaros suficientemente reconocido, querida mamá, por la profunda felicidad que me proporcionasteis. Cada día amo más a Sisi y me convenzo más de que ninguna sería mejor para mí».

Teniendo en cuenta los consejos de Sofía, el emperador escribió lo siguiente sobre su prometida: «Aparte otras muchas cualidades más importantes, monta con suma gracia, detalle del que me cercioré siguiendo vuestros deseos. Tal como vos me aconsejasteis, pedí a mi suegra que no dejara montar demasiado a Sisi, aunque creo que eso será difícil de conseguir, porque ella no estará dispuesta a renunciar a la equitación. De todos modos, me parece que le sienta muy bien, porque desde los días de Ischl ha engordado bastante y nunca tiene mala cara. Y ahora, gracias a vos, tiene los dientes muy blancos, con lo que resulta preciosa».

Lo que no había mejorado era la incomodidad de Sisi ante los deberes de representación. Francisco José le comentó a su madre que el entusiástico recibimiento en el teatro muniqués «la había turbado mucho». Pero añadió, para tranquilizar a la madre, que, con ocasión del baile en palacio (que encontró «verdaderamente brillante» y «muy animado»), su novia había demostrado más aplomo: «A la pobre Sisi le fue presentado el cuerpo diplomático en peso, pero estuvo encantadora y habló con todos».

El compromiso matrimonial de Sisi había revalorizado a la familia ducal. También el rey de Baviera estaba orgulloso de que al lado de un emperador de los Habsburgo volviera a haber una mujer de la Casa de Wittelsbach. Después de que durante varios decenios habían existido bastantes discordias entre la rama real y la ducal de los Wittelsbach, el rey y los suyos se interesaban de manera muy notoria por los parientes ducales. La pequeña Elisabeth era el centro de atención. Pero ella no se dejaba deslumbrar. Al contrario: cada día demostraba más miedo al futuro. «Ojalá fuese un sastre», le confesó a su también temerosa madre refiriéndose a Francisco José.

El afecto de Sisi hacia su prometido iba en aumento. Sin embargo, no comprendía sus preocupaciones. Incluso cuando él se hallaba en Munich, llegaba a diario un correo con las últimas noticias. El embajador de Bélgica escribió: «La grave situación obliga al emperador a adelantar su regreso... Los problemas políticos le causan muchos quebraderos de cabeza». Cuando Francisco José tuvo que marcharse precipitadamente, la pequeña Sisi lloró tanto, que «tenía la cara hinchada».

Por Navidad, cuando Sisi celebraba su cumpleaños (cumplía dieciséis), el emperador se presentó en Munich con las ya indispensables alhajas elegidas por él mismo, además de un retrato de su persona, un pequeño juego de desayuno para los viajes, en plata y una «E» y la corona imperial en cada una de las piezas, y, como regalo de la archiduquesa Sofía, un centro en forma de corona y un ramo, todo ello de rosas frescas, «que sin duda harán mucho efecto, ya que allí no las hay» (en invierno, quería decir). Francisco José escribió a su madre que «había encontrado muy bien y floreciente a Sisi. Es siempre igual de cariñosa y atractiva, y ahora aprende muchas y muy diversas cosas».

Ludovica todavía dudaba de que Sisi fuese capaz de responder a las elevadas exigencias en Viena. En una carta le decía a María de Sajonia, con referencia al emperador: «Espero que Sisi le satisfaga en todo. Su amor hacia ella me hace muy feliz; parece quererla muy de veras». Como broche final a la visita del emperador a Munich se organizó una representación de Fausto, aunque Ludovica opinaba, como era de esperar, que «no era una obra para damas jóvenes».

También esta vez los problemas de la política con Oriente forzaron a Francisco José a un apresurado retorno, y el soberano se lamentó de que «los enojosos asuntos, que incluso aquí me fastidian de mala manera, me quiten tiempo para el amor».

A los pocos días de la partida de Francisco José llegó la noticia de que la flota anglo-francesa había zarpado hacia el mar Negro. La Bolsa vienesa reaccionó con pánico. La postura de Austria en ese conflicto aún no estaba clara. El emperador seguía dejando en la incertidumbre a su «fiel y querido amigo el zar», con lo que éste se ofendió profundamente.

Resulta sorprendente lo poco que las complicaciones bélicas afectaban a la vida cortesana. Quien no fuese político o tuviese asuntos personales en los Balcanes no hacía el menor caso de los acontecimientos. Los preparativos de la boda imperial absorbían gran parte del interés público.

Las condesas vienesas, que hasta entonces habían disfrutado especialmente del carnaval porque les brindaba la posibilidad de tener como pareja de baile al joven y apuesto emperador, sufrieron aquel invierno una seria decepción. Francisco José no bailó («lo que demuestra sus caballerosos sentimientos», comentaban), y ellas no tardaron en quejarse de «un carnaval que ahora transcurre muy flojo. Como el emperador no baila, falta lo que constituía el máximo interés. De momento sólo ha habido tres bailes, y aun moderadamente brillantes. Todo el mundo parece esperar los festejos de la boda». Y: «¡Las condesas encuentran a faltar terriblemente al mejor de todos los bailadores!».

Claro que, aparte el enamoramiento, había otro motivo más serio para que Francisco José no bailara. De nuevo padecía «las molestias de la afección cerebral y de la vista surgidas a consecuencia del atentado», que obligaban al emperador a cuidarse más que de costumbre.

A principios de marzo se firmó el contrato matrimonial. El duque Max de Baviera se comprometía a conceder a su «serenísima señora hija» una dote de cincuenta múgulden, «que serán entregados en Munich, antes de la boda, al poderhabiente expresamente nombrado por su majestad imperial, contra entrega del correspondiente recibo». Además, Elisabeth iría «provista de todo lo necesario en cuanto a joyas, vestidos y objetos de oro y plata que corresponden a su elevada alcurnia». El emperador se comprometió a aumentar esa dote con otros cien mil gulden, acrecentando así notablemente el capital privado de la emperatriz. Aparte ello, prometió ofrecer a la novia, «como regalo de tornaboda después de consumada la unión conyugal», doce mil ducados. Ese regalo de tornaboda era antigua costumbre de la Casa Imperial. Como anualidad —incluso en el caso de enviudar y mientras permaneciese en este estado—, la emperatriz recibiría cien mil ducados, destinados solamente «a vestidos, adornos y limosnas y otros gastos menores». Porque todo lo demás —«mesa, ropa de casa y caballos, mantenimiento y pago.de la servidumbre, así como todo lo relativo al mobiliario, etcétera»— era pagado, naturalmente, por el emperador.

Tal anualidad era cinco veces mayor que la de la archiduquesa Sofía, que únicamente recibía veinte mil gulden. De todos modos, tres días antes de la boda, el emperador aumentó los ingresos de su madre a cincuenta mil gulden al año. (Un obrero de la época ganaba —si, pese al paro reinante, tenía la suerte de encontrar trabajo— un máximo de doscientos o trescientos gulden al año, y las mujeres cobraban la mitad, siendo su jornada laboral de doce a catorce horas diarias. Los niños no ganaban más que una fracción de esa cantidad. El sueldo de un teniente ascendía a veinticuatro gulden al mes, y los subalternos recibían bastante menos.)

En su última visita a Munich, cuatro semanas antes de la boda, el emperador se presentó con una fastuosa diadema de brillantes, guarnecida de grandes ópalos, con la que hacían juego un collar y los pendientes. Era el regalo de la archiduquesa Sofía, que ya había lucido la diadema en su propio casamiento. El aderezo completo tenía un valor de más de sesenta mil gulden, lo que incluso para el emperador representaba una enorme cantidad. Desde el mismo Munich, Francisco José escribió a su madre para asegurarle que no debía padecer, ya que las joyas «estarán sin duda en muy buenas manos y serán guardadas en seguida». Por lo visto, Sofía no tenía excesiva confianza en el orden reinante en la casa de su hermana.

La carta de agradecimiento de Sisi a la futura suegra vuelve a sonar sumamente torpe: «... tenga la certeza, querida tía, de que me emociona profundamente su bondad para conmigo y que me hace bien pensar que, siempre y en cualquier situación de mi vida, he de poder descansar por completo en su amor de madre».

Prescindiendo de las numerosas recomendaciones y de los a veces indiscretos consejos, Elisabeth no tenía motivo —de momento— para quejarse de su futura suegra. Sofía se ocupaba de las reformas en la villa imperial de Ischl y llenaba de joyas y preciosidades de todo tipo a la jovencita. En sus cartas a su hermana de Sajonia, la archiduquesa nunca criticaba a Sisi. Por el contrario, elogiaba cualquier pequeñez que considerara positiva: sobre todo, su modestia y su timidez.

Sofía dedicó meses enteros a decorar con el máximo gusto la vivienda de la pareja imperial. Situada en el Hofburg, esa vivienda se componía de recibidor, sala de espejos, salón, gabinete y dormitorio; o sea que, dejando aparte el mobiliario y los detalles, así como las dimensiones de las piezas principales, podía considerarse más bien un hogar de la alta burguesía. Sin embargo, no disponía de cuarto de baño ni de servicios (en la residencia imperial era todavía la época de los dompedros), y tampoco había cocina, ya que las comidas tenían lugar en familia. A la archiduquesa ni se le ocurrió pensar que una recién casada quizá prefiriera tener su propio hogar.

Las tapicerías y las cortinas, las alfombras y los muebles fueron del gusto de Sofía, quien tuvo mucho interés en que todo se comprase en su país, con objeto de impulsar el comercio.

Para Sisi, todo tenía que ser lo mejor y más caro. Su juego de tocador, por ejemplo, era de oro macizo. Sofía mandó trasladar al apartamento imperial numerosos tesoros, cuadros, objetos de plata, porcelanas chinas, estatuas y relojes de las diversas colecciones de la Casa Imperial, así como también de la cámara del tesoro y de la colección del castillo de Ambras. Las listas se han conservado, incluso aquellas referentes al equipo personal del novio, que era muy extenso. A Sofía le constaba que la princesa bávara no contaría con un ajuar adecuado.

Sofía, por su parte, no escondía sus propios méritos. Sus hermanas admiraban la actividad de la madre del emperador, y María de Sajonia escribe: «Mi querida Sofía es..., como siempre, la abnegación personificada. Quiere renunciar a todo para dárselo a su futura nuera, y piensa en cualquier detalle que pueda contribuir a la felicidad y al confort de la joven pareja. También Luisa [Ludovica] me escribió hace poco, y con razón, que nunca una novia se había visto tan bien atendida como ahora su hija».

Un mes antes de la boda tuvo efecto en Munich el solemne «acto de renuncia», es decir, la declaración de renuncia al derecho de sucesión al trono de Baviera por parte de Sisi. Los miembros de las casas real y ducal, los dignatarios de la corte y los ministros veían por primera vez en su vida a la muchacha de dieciséis años que aparecía sentada junto al soberano bajo el baldaquín que cubría el estrado del salón del Trono. Muchos pares de ojos presenciaron cómo la pequeña Sisi, «después de las reverencias ante sus majestades y los serenísimos padres, se dirige hacia la mesa donde está el Evangelio que el señor arzobispo presentará a su alteza real». La declaración de renuncia fue leída, y Sisi prestó juramento. A continuación firmó el manuscrito. La formalidad de esa ceremonia pudo dar a la princesa una idea de la protocolaria vida que le esperaba en Viena.

El equipo de novia, el llamado trousseau, llegó puntualmente a la capital de Austria, en veinticinco baúles, unos días antes que ella. Se conserva la exacta relación de todo lo que Sisi llevó consigo a Viena y revela claramente que la novia del emperador no era, en efecto, lo que se dice «un buen partido». En el inventario hay registradas joyas por valor de unos cien mil gulden, pero un detenido examen delata que más del noventa por ciento de las alhajas anotadas eran regalo del novio y de la archiduquesa Sofía durante los meses de relaciones.

Las piezas de plata, que en aquellos tiempos constituían el orgullo de toda novia de «casa buena», formaban un conjunto más que modesto, cuyo valor ascendía a unos setecientos gulden. En este importe iban comprendidos cada aguamanil, cada plato —por pequeño que fuera—, cada espejo y cada cafetera.

Así, pues, no podía hablarse de un equipo adecuado, como se establecía en el contrato matrimonial. Si tenemos en cuenta el orgullo con que, entonces, hasta las novias de la alta burguesía exponían su ajuar ante los curiosos ojos de su nueva parentela (la propia nuera de Sisi, Estefanía, lo había de hacer con satisfacción en su día), podremos comprender más de una desdeñosa mirada de las damas de la corte vienesa y más de un juicio desfavorable de la tan rica aristocracia austríaca. Allí, el dinero y las posesiones tenían enorme importancia, aparte, desde luego, un árbol genealógico sin tacha, que era condición indispensable para pertenecer a la corte.

Las prendas de vestir, cuyo coste alcanzaba los cincuenta mil gulden, constituían buena parte del equipo de Elisabeth, aunque la pieza más valiosa, una capa de terciopelo azul adornada con visón y un manguito de la misma piel, era también un regalo del emperador. La futura soberana poseía cuatro vestidos de baile (dos blancos, uno rosa y uno azul celeste con rosas blancas); diecisiete vestidos de gala, o sea de ceremonia, con cola (en primer lugar, el vestido de novia, un manto de moiré plateado; otros vestidos de raso y de tul, preferentemente en blanco o rosa, pero asimismo uno negro, por si en la corte se presentara un caso de luto); catorce vestidos de seda, y diecinueve de verano, que según la moda imperante llevaban florecillas bordadas o adornos a base de rosas, violetas, tallos de hierba y espigas.

Aún era la época de los miriñaques, de los que Sisi tenía tres. Exigían éstos, por su anchura, una cintura bien esbelta, e incluso en chicas tan jovencitas como Sisi se ceñía el talle todavía más con ayuda de corsés y cordones (Sisi contaba con cuatro corsés, aparte otros tres especiales para montar a caballo, ya que una dama debía ir siempre bien sujeta, aunque fuese para practicar deporte).

Los vestidos iban acompañados de piezas de complemento haciendo juego. A Sisi, por ejemplo, le habían confeccionado doce tocados de plumas, pétalos de rosas, flores de manzano, encajes, cintas y perlas, y también ramilletes y las coronitas de flores que las damas solían ponerse o llevar en la mano como un detalle más. Sus sombreros eran dieciséis: blancos y rosas, de plumas, varios de encaje y de paja y uno para el jardín, con una guirnalda de flores del campo. Era aquel sombrero que tanto había entusiasmado al emperador al vérselo en Ischl.

Hasta la ropa interior queda registrada en las listas: doce docenas (o sea ciento cuarenta y cuatro) camisas, casi todas de batista con encajes; tres docenas de camisones... Las catorce docenas de pares de medias eran de seda, pero también las había de algodón. El ajuar comprendía asimismo diez «mañanitas» de muselina y seda, doce bordados gorros de dormir, tres cofias de muselina bordadas para estar en negligé, veinticuatro pañoletas para la cama y seis docenas de enaguas de piqué, seda y franela; cinco docenas de calzones, veinticuatro peinadores y tres camisas de baño.

El número de pares de zapatos era considerable, pero entre ellos sólo había seis pares de botines de cuero. Todos los demás (en total sumaban ciento trece) eran de terciopelo, raso, seda u otro género, por lo que no durarían mucho. Parece ser que Sisi no iba muy bien provista de calzado. Porque, apenas llegada a Viena, hubo que comprarle zapatos nuevos (que costaron nada menos que setecientos gulden). La emperatriz de Austria sólo podía llevar los zapatos un día. Luego eran regalados. Elisabeth nunca pudo avenirse a semejante costumbre, y más tarde la suprimió.

El último grupo del inventario lo formaban «otros objetos». Entre ellos había dos abanicos, dos paraguas, tres sombrillas grandes y tres pequeñas, tres pares de chanclos de goma y, además, peines de concha, cepillos para la ropa, el cabello, las uñas y los dientes. También figuran calzadores y una caja llena de alfileres y horquillas, cintas y botones.

Esta relación de cosas permite ver fácilmente la prisa y el nerviosismo con que había sido preparado el trousseau. Del equipo para Elena, Ludovica ya se había ocupado con tiempo, dado que era ella la destinada al «gran partido». Para la pequeña Sisi, en cambio, hubo de improvisarlo todo. No servía nada de lo ya disponible, y fue preciso concentrarse en lo más necesario, que eran los vestidos para las ocasiones más destacadas. Todo lo demás era secundario.

Para la muchachita de dieciséis años, semejante ajuar representaba un lujo hasta entonces desconocido. Acostumbrada a vivir en unas condiciones más bien modestas, tuvo que sentirse extraordinariamente rica con tantos vestidos, y no podía imaginarse que todo eso no era nada en comparación con el estilo de vida en Viena, donde no tardarían en burlarse de ella por esa sencillez. Hasta el enamorado emperador había escrito en octubre a su madre, desde Munich: «Tengo la impresión de que el trousseau no adelanta como debiera, y me temo que no resulte bien».

Era perfectamente comprensible que la inteligente Ludovica, que amaba a sus hijos, tuviese miedo del porvenir de Sisi. Conocía a ésta y había observado su tendencia a refugiarse en sí misma y a huir de las superficialidades. Y conocía también lo suficiente la corte vienesa, que daba preferencia a las superficialidades, cuestiones de rango y también de dinero.

Por otro lado, la familia confiaba en la «buena estrella» de Elisabeth. Era una niña nacida con suerte: por Navidad, en domingo, y al venir al mundo tenía ya un diente, el «diente de la suerte», como se decía en Baviera. La propia Elisabeth compuso esta poesía:

Nací en domingo, hija del Sol,

que con sus rayos me hizo un trono,

con su fulgor me trenzó una corona

y en su luz es donde vivo.