CAPITULO IX

EL HADA TITANIA

«Yo no había sido educada para emperatriz, desde luego..., y sé que mi educación es deficiente en muchos aspectos, pero sabe Dios que nunca hice nada malo, aunque no me faltaron ocasiones. Hubiesen querido verme separada del emperador», le confió Elisabeth, en 1872, a su dama de honor María de Festetics, y también se lo dijo en otros momentos, con palabras parecidas, a distintas personas de su círculo íntimo. No tenemos ningún motivo para dudar de la veracidad de tal declaración, por mucho que las comidillas vienesas insistieran en las presuntas «relaciones» de Elisabeth con otros hombres, y pese a que la propia sobrina de la emperatriz, nacida María de Wallersee y casada con el conde de Larisch, se extendiera en sus libros acerca de semejantes «aventuras», aunque siempre lo hacía sirviéndose de oscuras insinuaciones. Un estudio de esos escritos ha revelado que ninguno de dichos comadreos se basaba en pruebas evidentes.

La emperatriz fue una de las mujeres más bellas de su tiempo; poco feliz en su matrimonio, insatisfecha de su vida, desocupada y casi siempre viajando de un lado para otro, terriblemente tímida y envuelta siempre en una aureola de misterio... Todo ello se prestaba para que volara la fantasía de ciertas gentes. Estuviera en un sitio o en otro, eran muchas personas las que la observaban, desde la encargada de la limpieza de las habitaciones y los lacayos, hasta las damas de honor y los familiares.

Dadas las circunstancias, pocos secretos podía tener la emperatriz. Todos los miembros de la corte conocían los problemas del matrimonio imperial. Cualquier discusión y reconciliación era registrada en seguida y comentada. Y como el emperador y la emperatriz dormían en alcobas separadas, cualquier reunión de los cónyuges era precedida (al menos así lo consideraba Elisabeth) por una auténtica carrera de baquetas.

He aquí un solo ejemplo de las incontables habladurías que circulaban por Viena. Resulta especialmente característico, porque en él se hallaban complicadas personas muy cercanas a la emperatriz, como su camarero mayor, barón de Nopesa, y la institutriz de Valeria, miss Throckmorton. María de Festetics no pudo contener su indignación cuando miss Throckmorton (sin que interviniera el barón, allí presente) le preguntó «si me habían dejado dormir». Comentario de la enojada Festetics: «Naturalmente, quise saber por qué, y entonces me explicó con sonrisita agridulce que sus imperiales y reales majestades se habían peleado y que la emperatriz no le quiso abrir la puerta al marido y le cerró el paso». Según ella, lo había contado un jardinero. «Esa gente es pagada para enterarse de todo cuanto sucede entre los augustísimos señores.»

En la corte había muchas personas que hacían negocios sucios, formaban partidos o desataban discusiones hasta en la propia familia imperial, para sacar provecho de ello. La condesa de Festetics no era la única que se lamentaba de semejantes manejos y recalcaba una y otra vez lo difícil que para el individuo resultaba mantenerse alejado de todas las intrigas de la corte e incluso enterarse de la verdad. Sólo a su diario podía confiar la condesa los motivos de sus disgustos: «La colmena es el principio monárquico, con la única diferencia de que allí las abejas obreras matan a los zánganos y arrojan fuera sus cuerpos, mientras que aquí los zánganos matan a las abejas obreras y viven de lo que éstas reunieron». Exasperada, se preguntaba la condesa: «¿Por qué la así llamada nobleza del alma no permite que de una vez se les arranque la máscara del rostro?».

Esta dama de honor húngara, que despreciaba a la corte vienesa, intentaba disculpar con estas palabras a la emperatriz, que cada día se alejaba más del ambiente cortesano.

No era muy distinto lo que sucedía en los viajes, si bien existía una diferencia gradual, ya que la emperatriz decidía quién debía acompañarla, y sus peores enemigos permanecían en Viena. Sin embargo, el séquito era siempre considerable: camarero mayor, damas de honor, doncellas, secretarios, peluqueros, bañeras, cocineras, un repostero, cocheros, mozos de cuadras y «chicos perreros». Por regla general, iba también la pequeña María Valeria, acompañada de sus institutrices y profesores. Asimismo, solían formar parte del grupo un médico y un sacerdote. Los miembros importantes del séquito llevaban consigo, naturalmente, a sus propios servidores. El acompañamiento de la emperatriz ascendía casi siempre a cincuenta o sesenta personas, que eran alojadas en el mismo edificio o muy cerca de él. En consecuencia, poco cuesta imaginar el alcance de los comadreos.

Es prácticamente impensable, pues, que la emperatriz hubiera podido mantener en secreto cualesquiera «relaciones» ilícitas. Por tan simple motivo —y prescindiendo de otros de más peso, que trataremos en detalle—, hay que dar crédito a las afirmaciones de Elisabeth de que nunca había hecho nada malo (con lo que se refería a los hombres).

No obstante, es cierto que ella alimentaba todo el comadreo con su especialísima forma de vida. Su hurañía y las medidas relacionadas con ella (frecuentes ausencias de Viena, senderos enrejados en los jardines, el famoso velo azul con que Elisabeth se cubría la cabeza, los grandes abanicos y las sombrillas) «la ponían casi en ridículo», como escribió María de Festetics. Además —y esto era una consecuencia más grave—, tan extraño comportamiento producía desconfianza. La gente procuraba descubrir el motivo real de aquel juego del escondite e inventaba las historias más extraordinarias. María de Festetics: «Quieren buscar algo detrás de todo eso, y a quienes piensan mal se les da comidilla».

Las circunstancias no permitían esconder que el matrimonio imperial no transcurría de manera armónica. La reconciliación habida con ocasión de la coronación en Hungría y el nacimiento de Valeria no pasó de constituir un episodio. Las discusiones eran continuas y casi siempre acababan con que Elisabeth emprendía un viaje, fuese a un lugar o a otro.

María de Festetics se mostró siempre sumamente discreta en su diario. Sin duda hubo buen fundamento para anotaciones como ésta de 1874: «Ayer pareció poco probable que se quedara aquí. Quería irse. Cómo y por qué, no puedo decirlo. Venció el buen ángel, sin embargo, y se quedó».

Todos los cortesanos sabían, además, cuán poderosa influencia ejercía Elisabeth sobre su marido, cómo lo dominaba y... de qué manera tan sumisa mendigaba Francisco José su favor. Ella era la adorada, ante cuyos caprichos cedía, y Elisabeth se mostraba muy parca en sus concesiones. Si tenía cerca al emperador, solía estar indispuesta: le dolía la cabeza, una muela, el estómago o lo que fuese, de modo que Francisco José, siempre tan considerado, no se atrevía a pedir nada. La relación de los cónyuges entre sí se caracterizaba por una peculiaridad del emperador que se mantuvo durante decenios enteros: desde los años sesenta firmaba sus cartas a Elisabeth con expresiones como «tu pobre pequeño», «tu solitario maridito» o «tu queridito». La emperatriz encabezaba sus escritos poniendo «mi pequeño».

Citemos como ejemplo dos fragmentos de cartas enviadas por Elisabeth en el año 1869: «Te me apartas mucho, mi querido pequeño, ahora que en los últimos días te había educado tan bien. De nuevo me tocará empezar la educación cuando regreses». Y catorce días después: «Te me apartas mucho, querido pequeño, pero todavía más cuando estamos los dos solos. Me conoces de sobra y conoces mis costumbres y la extinction de roi [podría traducirse como "extinción del rey"]. Pero si no te plazco como soy, me jubilaré».

Los celos de Francisco José la animaban una y otra vez a gastarle bromas. Por ejemplo, le escribió desde Zurich en 1867: «Otra cosa que tiene fama aquí son los estudiantes de todas las naciones, muy aseados y que saludan a tu querida esposa con gran cortesía».

Y desde Hungría, en 1868: «Regresé muy tarde del teatro, donde, para tu tranquilidad, no estaba el hermoso Bela».

Desde Possenhofen, el mismo año: «Llegó Bellegarde, pero tranquilízate, porque no coqueteo con él ni con nadie».

Desde Roma, en 1870: «Mi gran favorito es aquí el conde de Malatesta. No puedes figurarte qué persona tan agradable y simpática es. ¡Lástima que no te lo pueda llevar!».

Por otro lado, dejaba bien claro estar enterada de la debilidad de Francisco José por el sexo femenino. Desde la espectacular crisis matrimonial y huida de Viena, ya no demostraba tener celos, sino más bien una burlona comprensión: «Anoche estuve... en el "Molino Rojo", en donde tomamos tortas típicas y vi a una persona muy bonita. Menos mal que tú no estabas, porque hubieses corrido detrás de ella». O: «Debes tener unas audiencias muy entretenidas, ya que recibes constantemente a chicas tan guapas... Sé que fue a verte la Agotha Ebergenyi. ¿Te gusta? No olvides decirle a Andrássy que ha de ir conmigo a París».

La comprensión de Elisabeth llegó finalmente tan lejos, que ella misma sirvió de mediadora para la amistad de Francisco José con Catalina Schratt y la apoyó con decisión.

Tal generosidad demostraba también que el amor de los primeros años de matrimonio había terminado definitivamente para Elisabeth (aunque no así en Francisco José). Su decepción queda reflejada en muchas de sus poesías.

La hipersensible Elisabeth, mujer muy culta y entregada a sus fantasías, se hallaba encadenada a un hombre sensato y trabajador, pero que no acertaba a comprender la complicada vida interior de su esposa. Entre ambos cónyuges había un abismo que con el paso de los años se hizo aún más profundo, y las formas de cortesía y la aparente amabilidad apenas disimulaban ese abismo. Cuanto más excéntrica era la actitud de Elisabeth, tanto más pedante y sensato, parco en palabras e impersonal se volvía Francisco José. Entonces ella lamentaba su rigidez y su falta de sensibilidad.

María de Festetics, que vivió más de veinte años en la más estricta intimidad con la emperatriz, pero que no estuvo con ella en la primera época de su matrimonio, explicaba así la relación de Elisabeth con el emperador: «La soberana estimaba a su esposo y estaba estrechamente unida a él. No..., él no la aburría. No seria ésta la palabra justa. Pero Elisabeth se daba cuenta, naturalmente, de que Francisco José no participaba de su vida interior y de que era incapaz de seguirla en sus vuelos espirituales, que —según la expresión empleada por él— eran sólo "castillos en las nubes". En conjunto debo decir que Elisabeth estimaba y respetaba a su marido, aunque creo que nunca le amó». Para los testigos oculares, fue Gyula Andrássy el «gran amor» de la emperatriz. No cabe duda de que siempre ocupó un lugar muy especial en la vida de Elisabeth. Los acontecimientos que rodearon la coronación de Francisco José como rey de Hungría, hablan por sí solos. Aun así, podemos dar por sentado (en la medida en que a un biógrafo le cabe hacer semejante declaración) que hasta ésa, la más profunda relación que Elisabeth mantuvo con un hombre, tuvo un carácter platónico. Más adelante la emperatriz destacaría ante diversas personas, con orgullo: «Sí, fue una amistad fiel, no emponzoñada por el amor», con lo que se refería al amor físico, que nunca atrajo a Elisabeth.

Todos los demás hombres que hubo en la vida de la emperatriz no pasaron del grado de admiradores sin éxito. Elisabeth aceptaba su homenaje como un tributo a su belleza y saboreaba la fascinación que ejercía, pero sin apearse de su pedestal de majestad inaccesible y fría. María de Larisch describe con gran acierto la actitud de Elisabeth para con sus admiradores al decir: «Elisabeth estaba enamorada del amor, que para ella era el fuego de la vida. Veía un tributo justo a su hermosura en la sensación que le producía sentirse tan admirada. Sin embargo, sus entusiasmos eran siempre de corta duración, probablemente porque su espíritu artístico le impedía dejar que apresaran sus sentidos...

«Tendría que haber ocupado un trono entre los dioses, haber sido cortejada en las colinas del Parnaso o elegida, como Leda y Semele, por un Zeus victorioso. La dureza de la vida repelía tanto a Elisabeth como su belleza la seducía».

A pesar del convencimiento de ser una elegida y de su categoría imperial, Elisabeth nunca perdió el anhelo de conocer la vida de las personas «vulgares». Todo cuanto sucedía fuera del protocolo cortesano la atraía enormemente. Allí buscaba sencillez, rectitud y sinceridad..., en contraste con lo que veía a diario en la corte. Este deseo de «jugar a Harun-al-Rashid» y averiguar todo aquello que nunca podía llegar a los distinguidos círculos de la corte imperial intervino grandemente en la aventura más extraordinaria que se permitió la emperatriz: embozada y con un disfraz asistió en secreto a un baile de máscaras celebrado en un salón de la Asociación de Músicos el martes de carnaval del año 1874. Sus confidentes fueron Ida Ferenczy, que la acompañaba y la peluquera Fanny Feifalik y la camarera Schmidl, que la arreglaron para el gran acontecimiento.

Esta aventura queda registrada en diversos documentos.

Elisabeth la consideró tan importante, que compuso varias poesías sobre el tema. Su flirt de la velada, Federico Pacher de Fheinburg, conservó la subsiguiente correspondencia (con cartas en las que Elisabeth deformaba la letra) y, además, facilitó a Corti, el biógrafo de Elisabeth, un detallado relato. También María de Larisch y María Valeria, hija de la emperatriz, hicieron referencia a la aventura de que la propia Elisabeth les había hablado.

A juzgar por la importancia que la emperatriz dio a su escapada, es de suponer que fue la única de este tipo que se permitió y que, desde luego, quedó muy grabada en ella. Contaba entonces treinta y seis años de edad y acababa de ser abuela. Era en el invierno que siguió a la Exposición Internacional de Viena y faltaba poco para sus monterías en Inglaterra.

Fritz Pacher, un funcionario soltero de sólo veintiséis años, explicó que, en el baile, se había dirigido a él un desconocido dominó rojo. (Este no era otra persona que Ida, ya que Elisabeth era demasiado tímida para tomar la iniciativa. Ambas llevaban ya bastante rato en la galería observando el baile, pero sin establecer contacto con nadie. Por fin, alrededor de las once, cuando empezaban a aburrirse de sólo mirar, Ida propuso que Elisabeth eligiera un joven, y ella ya se encargaría de lo demás: «En un baile así hay que atreverse a hablar, porque eso intriga». El elegido fue Fritz Pacher.)

Ida se aseguró, primero, de que el joven no perteneciera a la aristocracia y de que no conociese personalmente a personalidades muy destacadas. Charló luego un poco con él, y finalmente indicó que su amiga «estaba arriba en la galería, sola, y se aburría como una ostra». Poco después le conducía a un palco. Allí había una dama «vestida con extraordinaria elegancia», de pesado brocado amarillo, y además llevaba «una cola muy poco práctica para la ocasión». Iba tan enmascarada, que Pacher no logró verle la cara ni el cabello: «Mi dominó resultaba irreconocible y debía de pasar un calor terrible con aquel atuendo».

El dominó rojo desapareció discretamente, y —según Pacher— con la dama de amarillo se inició una conversación «bastante sosa». Se asomaron los dos a la barandilla y contemplaron desde allí el ajetreo.

Pacher: «Y mientras yo, en medio de nuestra superficial conversación, no cesaba de preguntarme quién sería aquella mujer ella inquirió de repente: "Oye; yo no soy de aquí... Dime: ¿conoces a la emperatriz? ¿Te gusta? ¿Y sabes qué habla y piensa la gente de ella?"».

Elisabeth no habría podido expresarse de manera más torpe porque Pacher sospechó en seguida de la dama y contestó con prudencia:

—A la emperatriz la conozco sólo de vista, cuando va al Prater a montar allí a caballo. ¿Que qué piensa de ella la gente? Pues..., en realidad, no se habla mucho de la emperatriz, ya que no le agrada aparecer en público y con preferencia se ocupa de sus caballos y perros. Otra cosa no sé. Quizá sean injustos con ella. En cualquier caso, es una mujer hermosa.

El dominó amarillo también preguntó a su caballero qué edad le calculaba, pero cuando Pacher lo adivinó en el acto —eran treinta y seis—, la disfrazada emperatriz reaccionó con aspereza y dijo:

—¡Bien; ya puedes marcharte!

Pero lo que todos los cortesanos consentían a su emperatriz no iba a aguantarlo Pacher de una desconocida, por lo que replicó airado:

—¡Vaya amabilidad la tuya! Primero me haces subir, luego me estrujas a preguntas y finalmente me mandas a paseo.

Elisabeth, que no estaba acostumbrada a reacciones semejantes (¡con qué sumisión respondía incluso el emperador si ella expresaba un deseo!), cambió entonces de actitud, como si aquella manera de tratarla la impresionase. Pacher creyó descubrir en ella un cierto asombro. La realidad es que Elisabeth contesto:

—Está bien. Puedes quedarte. Siéntate un poco, y luego me acompañas al salón.

Comenta Pacher: «A partir de ese momento, las invisibles barreras existentes entre nosotros parecieron desaparecer. Mi amarillo dominó, hasta entonces tan rígido y formal, cambió por completo, y nuestra conversación, que tocó los más variados temas, ya no dejó de fluir. La dama me tomó del brazo, aunque sólo lo hizo muy ligeramente, y paseamos charlando por el abarrotado salón y las piezas contiguas durante casi dos horas. Yo evité hacerle la corte de forma inoportuna, temeroso como me sentía, y procuré que ninguna de mis palabras tuvieran doble sentido, y, por parte de ella, toda la conversación llevó el sello de la auténtica "dama"».

La pareja no bailó. Pacher se dio cuenta de lo incómodo que se sentía el dominó amarillo entre el gentío: «Todo su cuerpo temblaba si no le hacían sitio. Era evidente que la dama no estaba acostumbrada a esos apretujones». Su figura, esbelta y extraordinariamente elegante, causaba sensación y «un visible interés entre los aristócratas». Sigue comentando Pacher: «Sobre todo era el célebre deportista Niki Esterházy, asiduo acompañante y jefe de las monterías en que por aquel entonces tomaba parte con tanto entusiasmo la emperatriz, quien no apartaba la vista de ella y parecía atravesarla con la mirada cada vez que pasábamos por su lado. Desde el primer momento tuve la impresión de que sospechaba, o incluso quizá sabía, quién se escondía bajo aquel disfraz».

Ahora, la conversación entre el dominó amarillo y Fritz Pacher giraba alrededor de asuntos personales: la vida de Pacher, su común afición a los perros y hasta la admiración por Enrique Heine, que para Elisabeth constituía un tema inagotable. Sisi demostró francamente su simpatía a Fritz Pacher, aunque sin perder ni un ápice de su dignidad. Tuvo palabras de cumplido para su nuevo amigo y exclamó:

—¡Ay, la gente! Quien ha tenido ocasión de conocerla como yo, sólo puede despreciar a esa pandilla de aduladores.

Y cuando él pidió ver al menos su mano sin el guante, Elisabeth le dio largas diciendo que tal vez pudiesen reunirse más adelante en Stuttgart o en Munich:

—Has de saber que yo no tengo hogar y siempre voy de un lado a otro.

Aumentó en Pacher la sospecha de que detrás de aquella máscara se escondía la emperatriz. Pero al mismo tiempo había obtenido la impresión de que era «una mujer inteligente, culta y muy interesante, de gran originalidad además», y «que se apartaba de todo lo vulgar».

Quedaba ya muy atrás la medianoche cuando de nuevo se presentó el dominó rojo (Ida Ferenczy), que, según Pacher, «había rondado un poco nerviosa alrededor de nosotros». Los tres descendieron la amplia escalinata hasta la entrada principal, donde tuvieron que aguardar unos minutos para encontrar un coche de punto. En el momento de la despedida, Pacher quiso descubrir al menos, con un gesto atrevido, la parte inferior del rostro de la misteriosa dama, pero no lo consiguió. El dominó rojo, en cambio, «lanzó un grito, producto de su gran excitación, y eso significó para mí más que muchas palabras».

La aventura todavía no había terminado. Porque el dominó amarillo, que empleaba el nombre de «Gabriela», envió pocos días después una carta a su caballero. El matasellos era de Munich. La letra, aunque desfigurada, era la de Elisabeth, que seguía el juego, hablaba de un posible rendez-vous en Stuttgart y no se mostraba precisamente modesta respecto al supuesto efecto logrado: «Con mil mujeres y jovencitas habrá usted hablado, considerándose entretenido, pero su espíritu no había encontrado nunca un alma gemela. Por fin halló usted, en un sueño multicolor, aquello que anhelara durante años, quizá para volver a perderlo para siempre».

La siguiente carta de «Gabriela» llegó un mes más tarde, desde Londres. En ella se disculpaba por el largo intervalo transcurrido: «Mi espíritu estaba muerto de cansancio y mis pensamientos no podían volar. Más de un día permanecí horas enteras junto a la ventana, perdida la mirada en la desconsoladora niebla... En otros momentos me sentía traviesa y me lanzaba de una diversión a otra... Quieres saber qué es de mi vida. No resulta muy interesante. Un par de tías ya viejas, un doguillo que muerde, muchas protestas por mi extravagancia; cada tarde, como descanso, un solitario paseo en coche por el Hyde Park... Por la noche, alguna reunión después del teatro, y aquí tienes mi vida, con toda su monotonía e insipidez y desesperante aburrimiento».

El estilo de Elisabeth es tan inconfundible como estas frases sarcásticas: «¿Sueñas en estos momentos conmigo, o envías heroicas canciones al silencio de la noche? En interés de tu trabajo, preferiría lo primero.»

Hubo una tercera y última carta, igualmente desde Londres, con las ya acostumbradas bromas y expresiones desconcertantes, entre las cuales centelleaba de cuando en cuando una verdad: «De modo que quieres saber qué leo. Leo mucho, pero sin un sistema, del mismo modo que toda mi vida carece de sistema, saltando de un día al otro».

Después surgió un dominó llamado «Henriette», que reclamaba (inútilmente) las cartas de «Gabriela». Habían transcurrido dos años.

Pacher explicó en sus relatos haber visto una vez a Elisabeth el Prater, años más tarde. Él iba a caballo y ella en coche. Tenía la certeza de que Elisabeth le había reconocido. Y estas poesías de Sisi nos lo confirman:

Te veo montar, triste y serio,

por la espesa nieve de una noche de invierno;

sopla el viento, gélido y horrendo,

¡y a mí me pesa tanto el alma!

En el oscuro oriente, pedido y borroso,

amanece ahora un descolorido día,

encogido el corazón por la carga,

te llevas tú el amargo lamento.

Sin embargo, de las palabras de Pacher no se desprende ningún «amargo lamento». Él sentía, sobre todo, una enorme curiosidad por saber si, en efecto, detrás del desconocido dominó amarillo se había escondido la emperatriz en persona. No dice para nada que sufriera por la pérdida de un gran amor, como da a entender Elisabeth en sus poesías.

La sorpresa de Pacher fue grande cuando en 1885 —o sea al cabo de once años— volvió a recibir una carta del dominó amarillo con el ruego de que le enviara su dirección y una fotografía a la posta de correos.

Pacher contestó: «... me he vuelto calvo, pero soy un marido respetable y feliz; tengo una esposa que se parece a ti por su tipo y estatura, y soy padre de una niñita encantadora». No agregó a su carta ninguna fotografía. Cuatro meses más tarde recibió una nueva súplica: la de que se hiciera retratar la «paternal calva». Esta vez, Pacher se enfadó y repuso en tono irritado: «Me molesta que, al cabo de once años, aún consideres necesario al escondite conmigo. Desenmascararte hubiese sido una simpática broma y un bonito final para aquel martes de carnaval de 1874. Una correspondencia anónima, en cambio, ya no tiene atractivo después de tanto tiempo».

Elisabeth había esperado una reacción muy distinta (¡recordemos sus soñadoras poesías sobre aquel amor de carnaval!) se enfadó tanto, que compuso versos muy poco imperiales:

¡Una bestia vulgar!

Además, calvo y feo.

¡Al estercolero con él!

Pacher desconocía estas palabras de Elisabeth. Dos años después recibió, como punto final a la aventura de carnaval, una carta del Brasil, sin remate ni firma, en la que sólo iba esta poesía, impresa:

Canción del dominó amarillo

long, long ago...

¿Recuerdas aún la velada de tanto resplandor?

¡Cuánto tiempo hace ya de ello, cuánto!

En la que dos almas se hallaron... ¡Cuánto tiempo hace ya!

¿Recuerdas, mi caro amigo, el lugar

donde empezó nuestra extraña amistad?

¿Recuerdas aún las íntimas palabras susurradas

mientras la música sonaba?

Tu mano estrechó la mía, y tuve que escapar;

no podía mostrarte mi rostro.

En cambio, mi alma iluminé,

y eso fue más, fue más.

Llegaron años y pasaron,

mas nuestra unión nunca fue.

De noche, mis ojos consultaban las estrellas,

que no dicen nada ni contestan.

A veces te creo cerca, a veces lejos.

Quizá mores ya en otro mundo.

Si vives, envíame una misiva

que casi no me atrevo ya a esperar.

¡Cuánto tiempo hace ya de ello, cuánto!

No me hagas esperar más tiempo,

¡no más tiempo, no!

La respuesta, que, igualmente en verso, mandó Pacher a lista de correos, nunca fue recogida.

Cuando María de Wallersee-Larisch, sobrina de Elisabeth, descubrió esa aventura carnavalesca en su libro titulado Mi pasado, que se editó en 1913, Fritz Pacher tuvo la prueba de que su dominó amarillo había sido, en efecto, la emperatriz de Austria. Sin embargo, contradijo de forma bien clara a la autora de la mencionada obra, que había dado un carácter abiertamente amoroso a ese episodio: «Si las demás aventuras de la emperatriz fueron tan inocentes como la broma carnavalesca que montó conmigo "a lo Harun-al-Rashid", realmente no tiene nada que reprocharse».

El problema no consistía en que la soberana se permitiese diversiones tan ingenuas como la asistencia a un baile de máscaras. En Munich, cuando Elisabeth era una niña, la propia archiduquesa Ludovica había acudido a escondidas a fiestas secantes. También la emperatriz Eugenia era amiga de ir a bailes en compañía de Paulina de Metternich, protegidas por sendas máscaras. Lo importante, en el caso de Elisabeth, son los motivos y las consecuencias de tales diversiones: la emperatriz de Austria se aburría tanto y se sentía tan vacía, que los pasatiempos de este tipo no constituían sólo un breve entretenimiento (como eran para la emperatriz Eugenia), sino que degeneraba en sueños que luego ocultaban la dura realidad.

La sociedad cortesana era incapaz de comprender esos sueños tan ilusos de su emperatriz. Las habladurías se ocupaban siempre de lo que entonces no era raro entre las damas bellas, infelices y ricas: las «relaciones amorosas». Corría el ruido, por ejemplo, de que «los amoríos de su majestad con Niky Esterházy eran un secreto a voces en todo el palacio y de que era cosa sabida que este hombre entraba por los jardines, disfrazado de cura, para reunirse con su amada en los aposentos de la Condesa de Festetics».

La ira de la condesa, persona sumamente formal y que estaba por encima de cualquier sospecha, adquirió unas dimensiones alarmantes cuando se enteró de semejantes chismes. Durante decenios enteros, no sólo la emperatriz, sino también las personas más íntimas —y principalmente los húngaros pertenecientes a ese estrecho círculo—, se vieron observadas con terrible malicia. Un encuentro secreto —incluso en casa de unas mediadoras como María de Festetics o Ida de Ferenczy— habría sido totalmente imposible.

Parecido fue el comadreo armado alrededor de la persona de Bay Middleton. Tampoco aquí nos demuestra nada el examen de los documentos. La propia María de Larisch describe sólo, como punto culminante de la aventura amorosa, un encuentro de la emperatriz con Middleton en Londres. Dice que, con el pretexto de acudir a un salón de belleza de la capital inglesa Elisabeth había viajado hasta allí con Enrique de Larisch, su sobrina María y dos personas del servicio. Naturalmente, de severísimo incógnito. «Mi tía parecía una colegiala que emprendiese unas vacaciones por su cuenta.»

Una vez en Londres, la emperatriz cambió de plan y, en lugar de dirigirse al salón de belleza, prefirió visitar el Crystal Palace. Alquilaron dos coches y, de repente, se unió al pequeño grupo Bay Middleton. Elisabeth se cubrió el rostro con el velo y acompañada por Bay, desapareció entre la multitud. Durante un rato (¡qué «escándalo» para una emperatriz!) paseó sola con un hombre no aristocrático, entre barracas de feria con monos amaestrados, adivinas, puestos de tiro..., en un mundo de volatineros y prestidigitadores, mundo que a ella siempre le había gustado mucho, pero que ahora —desde que era emperatriz— le estaba vedado. Tampoco en este episodio podemos encontrar nada reprobable.

Tras esa breve inmersión en el mundo de la gente no cortesana, la emperatriz hizo algo más: siempre acompañada por su amigo «plebeyo», pero ahora ya con dos «carabinas» (el conde Enrique de Larisch y su sobrina María), se permitió entrar en un pequeño restaurante. María de Larisch: «Yo no podía dar crédito a mis ojos, ¡Mi tía Sisi, tan fanática de su régimen y de la exacta división del tiempo, deseando comer en un restaurante!». Su marido calmó a la excitada María y opinó que «bien merecía la emperatriz la inocente diversión de disfrutar por una vez de libertad». Para asombro de su sobrina, Elisabeth tomó, «pese a lo avanzado de la hora, pollo asado, ensalada italiana, champán y, además, una considerable cantidad de pastas finas, cosas que normalmente solía prohibirse». La emperatriz nunca había comido tanto en un banquete oficial.

Durante el viaje de regreso —ya sin Bay Middleton—, la soberana se mostró «extraordinariamente alegre, comentando que era estupendo pasar un día sin el eterno séquito». Sin embargo, no fue poco el asombro de María cuando Bay Middleton, que había partido en el tren de la noche hacia Brighton, acudió a recibir a la emperatriz con la cara más inocente, hizo una galante reverencia y dijo:

- I hope your Majesty had a good time. (Espero que su majestad lo haya pasado bien.)

Hay que reconocer que las escapadas de Elisabeth estaban marcadas por el humor. Otra cosa que la divertía era tomarle el pelo al entonces príncipe de Gales (el posterior rey Eduardo VII), y compuso la siguiente poesía sobre esta escena (sin duda exagerada con su usual fantasía):

«There is somebody coming upstairs»

(«Alguien sube la escalera»)

Los dos estábamos cómodamente en el salón,

el príncipe Eduardo y yo.

El me piropeaba con entusiasmo

y dijo: «¡Te amo!».

Se arrimó a mí y tomó mi mano,

susurrando: «¿Qué respondes, dear cousin?».

Yo me eché a reír y le advertí:

«There is somedoby coming upstairs».

Aguzamos el oído, mas no había nada,

y el divertido juego prosiguió.

Sir Eduardo estaba decidido

y se exponía.

Yo no protestaba; era divertido,

y a mi vez pregunté:

«¿Qué hay, dear cousin?».

Entonces, turbado, él musitó:

«There is somedoby coming upstairs...».

Un hombre tan bien informado como el conde Carlos de Bombelles, camarero mayor del príncipe Rodolfo, rechazó todas las habladurías acerca de la emperatriz, y eso que no era precisamente partidario de ella. En 1876 se extendió sobre «las extravagancias de la emperatriz, aunque todas muy inocentes», como escribió Hübner en su diario. También él atribuía gran parte de las reacciones de Sisi a las primeras épocas vividas en Viena, tan poco felices, y a la excesiva severidad de la archiduquesa Sofía. «Pusieron una y otra cadena alrededor de esta botella de champán, hasta que saltó el corcho. Y aún tenemos suerte de que esa explosión no tuviera más consecuencias que las que vemos: una desmedida afición a los caballos, a la caza y al deporte, así como una vida muy retirada, que no encaja bien con los deberes de una emperatriz.»

A medida que Elisabeth se hacía mayor y más tímida, aumentaba su afán de huir a su mundo de fantasías y cuentos. Y es aquí donde más se evidencia su forzada relación con los hombres.

Entre los mitos y las leyendas que más seducían a la emperatriz se hallaba la historia de una fabulosa reina de Egipto que nunca envejecía y habitaba, envuelta en velos, en un lugar secreto. Nadie conocía ya su nombre.

La reina She conservaría el poder de no envejecer mientras no se entregara al amor de un hombre. También Elisabeth era inaccesible, temerosa de que el amor pudiera robarle la fuerza y el prestigio.

En su poesía solía verse como Titania, la reina de las hadas. Sus admiradores, que nunca tenían éxito, eran descritos como asnos, (igual que en el Sueño de una noche de verano, la obra favorita de Elisabeth). En todos los palacios o castillos que la emperatriz habitaba había algún cuadro representando a Titania con el asno.

Palabras de Elisabeth a Christomanos: «Es la cabeza de burro de nuestras ilusiones la que sin cesar acariciamos... No me canso de contemplar esta obra».

Continuamente lamentaba la suerte de Titania, la solitaria, que nunca halló satisfacción en el amor.

En casi todas las poesías, Francisco José era Oberón, rey de las hadas, compañero de Titania. De cuando en cuando, no obstante, Elisabeth incluía a su marido en la serie de admiradores, lo que al fin y al cabo —y dada su actitud ante todo el mundo— era lo que le correspondía.

No hay poesía de Elisabeth en la que no asome la influencia de Enrique Heine: sus lamentos a causa de la falsedad del amor, la falacia y el desengaño. Una vez abandonada la equitación, la emperatriz vivía totalmente apartada, procuraba estar bien lejos de Viena, buscaba la soledad y la naturaleza, y no sentía añoranza de ningún hombre.

Dedicaba poesías a personas ya difuntas y a personajes de leyenda; por ejemplo, a Heine y a su héroe preferido, Aquiles. Resulta difícil distinguir en ella dónde acababa el enamoramiento y dónde empezaba el anhelo de muerte que sin lugar a dudas revelan las actividades espiritistas de la emperatriz. Entre los vivos ya no había nadie que la comprendiera. Elisabeth era demasiado sensible, demasiado delicada para mantener una relación real y «normal» con un hombre. Por consiguiente, se refugiaba en fantásticos lazos con héroes muertos, que no podían hacerle ningún daño.

Por muy ampulosas que puedan resultar algunas de sus poesías e ideas, hay que admitir que la realidad era mucho más profana. En muchas frases y poesías de Elisabeth se nos evidencia una postura sumamente violenta frente a la sexualidad.

Titania sólo descendía hasta sus «asnos» en las poesías. En el fondo odiaba el amor:

Para mí, nada de amor; para mí, nada de vino. Lo primero marea y lo segundo hace vomitar.

El amor se agria, el amor se hace áspero; y el vino, adulterado, produce sucios beneficios.

Pero aún más falso que el vino es a veces el amor. Uno simula besarse y... se siente un ladrón.

Para mí, nada de amor; para mí, nada de vino. Lo primero marea y lo segundo hace vomitar.

Podríamos citar otros muchos ejemplos de este tipo. El cuadro clínico de Elisabeth, que hoy sería diagnosticado como una anorexia nerviosa, con sus interminables curas de hambre y la manía de un continuo movimiento, es atribuido por los psicólogos de la actualidad a una profunda aversión a todo lo físico y voluptuoso, principalmente a la sexualidad.

Ni siquiera cuando su hija favorita, María Valeria, se casó y quedó embarazada, pudo vencer Elisabeth esa actitud negativa. A la joven y feliz desposada y futura madre sólo sabía decirle que «suspiraba por "los buenos tiempos de antaño, cuando yo todavía era una niña inocente", y bromeando a su manera decía luego que estaba impaciente por ver mi figura deformada y que "sentía vergüenza por mí"».

El juego favorito de Elisabeth —el de la inaccesible diosa frente al asno enamorado— llegaba a veces a una auténtica farsa. A finales de los años ochenta —cuando Elisabeth contaba ya cincuenta años—, se pegó a sus talones un joven noble procedente de Sajonia, Alfredo Gurniak de Schreibendorf. La siguió hasta Rumania, bombardeándola con interminables y ampulosas cartas de amor e insistentes súplicas de alguna prueba de su benevolencia.

Elisabeth permaneció inaccesible, aunque conservó las cartas de Alfredo y le sirvieron de base para una poesía bastante cínica, titulada Titania y Alfredo y que nunca fue terminada.

No cabe la menor duda de que, para la emperatriz, ese joven tan exaltado fue solamente un objeto de burla. Sin embargo, dedicó tan intensos pensamientos al asunto, que compuso páginas y páginas de poesías y se divirtió manteniendo la pasión del «verraco encantado» con diminutas muestras de favor (como, por ejemplo, unas flores dejadas expresamente en un banco del parque). Tomó este episodio como una distracción en su aburrida existencia y un pequeño motivo de entretenimiento.

Entre los numerosos versos referentes a Alfredo hallamos, no obstante, algunos detalles muy significativos:

¿Tendrías tú la audacia

de acercarte a mí?

Mas, cuidado, mi frío ardor mata.

Me gusta bailar sobre cadáveres.

Y en otro momento, en una poesía distinta (Canción de rueca de Titania), aparecen estas palabras:

¿Buscas un juego de amor, loco humano mortal?

¡Si con hilos de oro ya tejo tu sudario...!

Mi hermosa apariencia te impacienta hasta morir,

mientras yo te observo y río desde ahora hasta la aurora.

Pero Alfredo, pese a sus amenazas de suicidio, no pensaba para nada en convertirse en un «cadáver». Al contrario: además exigía dinero a su adorada. Mas también para esto no tenía Elisabeth más que palabras de desdén:

No creo en tu amor. Lo que te amarga la vida son otras cosas... Imagino lo que sucede. Tienes deudas, jovencito, y con astucia piensas: «El amor con áureos gulden mi reina me pagará».

Este juego de «Titania y Alfredo» no tiene tan poca importancia —para una biografía— como pueda parecer a primera vista, porque refleja la relación de Elisabeth con sus cambiantes admiradores, así como su incapacidad para separar la realidad de la fantasía. El hecho de que dedicara tantas horas a componer poesías referentes a Alfredo demuestra la medida de su aislamiento, su poca participación en todos los problemas familiares y del Imperio cuya soberana era... y su terrible tedio.

El episodio de Alfredo se produjo en los años 1887-88, una época de crisis en los Balcanes y de constante peligro de guerra..., una época en la que el sistema de alianzas europeo cambia de manera considerable debido al tratado de reaseguro que Alemania concierta con Rusia a espaldas de Austria-Hungría. Dos hombres también políticamente muy cercanos a la emperatriz —Gyula Andrássy y el príncipe heredero, Rodolfo— presentaron su oposición a la política exterior de Francisco José. Ambos esperaban contar con el apoyo de la única persona a la que el emperador haría caso: Elisabeth. Pero ésta les falló, dejando solos a Andrássy y a Rodolfo, del mismo modo que dejara solo con sus problemas durante decenios al imperial esposo. Demostró al mundo su desprecio... y prefirió entretenerse jugando con el enamoramiento de Alfredo, el joven de Dresde.

La tragedia del príncipe heredero se iba cerniendo. Elisabeth vivía tan enzarzada en sus fantasías de Titania, la reina de las hadas, y los diversos asnos enamorados, que ni siquiera se dio cuenta de la desgracia de su único hijo varón, pese a que Rodolfo —de forma tímida y cauta— buscó repetidas veces su ayuda.

El efecto de Elisabeth sobre los hombres sobrevivió incluso a su belleza. En los años noventa, cuando su cutis se había arrugado y su mirada ya no era radiante, seguía cautivando a cualquiera si ella se lo proponía. Los jóvenes lectores griegos que la acompañaban entonces, por ejemplo, se enamoraban todos de la solitaria y melancólica mujer y recordaron durante toda su vida las horas que les había sido dado pasar junto a la emperatriz. El propio Constantino Christomanos escribió románticos libros sobre ella. Sin embargo, quienes rodeaban a Elisabeth sentían lástima de esos jóvenes. Nopsca, el camarero mayor de la emperatriz, escribió a Ida Ferenczy que la soberana mimaba al griego «como nunca se lo había visto hacer a su majestad. El pobre chico me da pena, porque será un desgraciado».

Hasta el literato Alejandro de Warsberg, que al principio había adoptado una actitud extraordinariamente crítica frente a Elisabeth, dio muestras de su enamoramiento después de haber realizado con ella algunos viajes a Grecia.

Que el amor de Francisco José hacia su esposa se mantuvo inalterable a través de todos los años, pese a tantos «castillos en las nubes» por parte de ella, no hace falta destacarlo. En la corte, todo el mundo sabía que —aun existiendo Catalina Schratt y después incluso de eso— el emperador era y sería siempre el primer enamorado de su «angelical Sisi».