CAPITULO III

LOS PRIMEROS AÑOS DE MATRIMONIO

Por muy problemática que fuese la situación de Sisi en la corte de Viena y frente a su suegra, la relación entre el joven matrimonio era excelente. El enamoramiento de Francisco José resultaba bien evidente, y apenas cabe duda de que Sisi correspondía con su cariño al del esposo y se sentía feliz a su lado.

La pareja imperial tuvo primero una niña, Sofía. Gracias a la archiduquesa del mismo nombre, que escribió en su diario frases verdaderamente poéticas, disponemos hoy de una detallada inscripción del parto.

En la mañana del 5 de marzo de 1855, alrededor de las siete, el emperador despertó a su madre. Sisi empezaba a tener dolores. Sofía se sentó con una labor delante del dormitorio imperial, a esperar, «y mi hijo iba de una a la otra».

Cuando las contracciones se hicieron más fuertes —a eso de las once—, Sofía tomó asiento al lado de la cama de su nuera, junto al emperador, observando todas las reacciones de la pareja: «Sisi tenía la mano de Francisco I entre las suyas y, de pronto, la besó con viva y a la vez respetuosa ternura. Fue una escena tan conmovedora, que él no pudo contener las lágrimas. Mi hijo besaba a su mujer sin cesar, tenía para ella palabras de consuelo, compartía sus lamentos y me miraba a cada contracción, para ver si yo estaba satisfecha. AI arreciar los dolores e iniciarse el alumbramiento propiamente dicho, se lo indiqué para dar nuevos ánimos a Sisi y a Francisco I. Yo sostenía la cabeza de la pobre niña, la camarera Pilat le separaba las rodillas y la comadrona la aguantaba por detrás. Por fin, unas cuantas contracciones muy fuertes y asomó la cabeza de la criatura, que en seguida nació (pasadas las tres de la tarde) y se puso a llorar como una niña de seis semanas. La joven mamá dijo en un tono de emocionante dicha: "¡Ahora pasó todo, y no me importa lo que sufrí!". Al emperador se le saltaron las lágrimas; él y Sisi se besaban continuamente y se abrazaban del modo más tierno. Sisi contemplaba a su hija con embeleso, y tanto ella como el joven padre dedicaban todos sus desvelos a la niña, que es grande y robusta».

El emperador recibió las felicitaciones de la familia reunida en la antesala. Una vez lavada y vestida la recién nacida, Sofía la tomó en brazos y se sentó junto al lecho de Sisi con la hija. Esperaron a que Sisi se durmiera, cosa que sucedió alrededor de las seis, y la familia imperial tomó entonces el té «con mucha alegría y tranquilidad». El emperador se fumó un cigarro en compañía de su hermano Max y charló con él un buen rato. En todas las iglesias se celebraron oficios en acción de gracias.

Pocas veces se hace tan evidente el destacado papel de Sofía en la familia imperial como en esta ocasión tan especial. La comadrona obedecía sus órdenes. El emperador, tan inseguro como cualquier otro padre de su edad, intentaba averiguar cómo iba el parto por la expresión de la madre. La propia Elisabeth, a sus diecisiete años recién cumplidos, dependía totalmente de su suegra al no tener allí a su madre, Ludovica. Sin embargo, su conducta —incluso durante los dolores más intensos— fue de «respetuosa y amable ternura» hacia Francisco José, como se expresó Sofía. Esa conducta era la que la suegra esperaba de la joven emperatriz en todo momento, incluso en una situación tan especial.

Las posteriores quejas de Sisi de que la niña le había sido arrebatada inmediatamente después de nacer deben ser consideradas con ciertas reservas. Al menos en las primeras semanas, las medidas de la archiduquesa no pudieron ser tan severas. Porque Elisabeth escribió a una pariente de Baviera, tres semanas después de dar a luz: «Mi pequeña está encantadora y nos proporciona una alegría enorme al emperador y a mí. Al principio me parecía imposible tener una hija propia. Es una alegría nueva y muy especial, y tengo todo el día conmigo a la niña, salvo cuando la llevan a pasear, cosa que el buen tiempo permite con frecuencia».

Pero, desde luego, la joven madre tuvo que avenirse sin protestas a la voluntad de su suegra, como el emperador estaba acostumbrado a hacer desde la niñez. La neófita fue bautizada con el nombre de Sofía y su abuela fue la madrina. Nadie pidió su opinión a Sisi.

La pequeña Sofía ocupó hasta su muerte, acaecida en 1857, un lugar muy importante en el corazón de la archiduquesa. El diario aparece lleno de detalles sobre el cuidado del bebé. Cualquier cosa desataba el orgullo de la gran dama, por lo general tan fría: cada pequeño progreso en su desarrollo, cada diente que asomaba a sus encías merecía ser registrado en el diario de la abuela. Como es natural, este afán de posesión agudizó todavía más los problemas ya existentes en la familia imperial. La inexperta Elisabeth buscó refugio en sí misma, amedrentada. Ni siquiera el nacimiento de un hijo había logrado mejorar su posición en la corte.

Un año más tarde, en julio de 1856, Sisi tuvo otra niña. Se le impuso el nombre de Gisela, en recuerdo de la esposa del primer rey cristiano de Hungría, Esteban I, que además procedía de Baviera. Esta vez, la madrina fue Ludovica, aunque no asistió al bautizo, siendo representada por la archiduquesa Sofía (lo que dio motivo para nuevos cotilleos). Por qué no acudió Ludovica junto a su hija y las dos nietas, pese a los ruegos de Sisi, es cosa que se ignora. No obstante, algunas manifestaciones de Ludovica permiten suponer que temía despertar celos en Sofía.

Grande fue la decepción al ver que tampoco esta vez nacía el ansiado heredero del trono, sobre todo por parte del pueblo, ya que en el caso de tratarse de un varón esperaba generosos donativos, muy necesarios en una época tan difícil.

También esta segunda criatura fue confiada a los cuidados de la abuela. Años más tarde, Elisabeth se lamentaba de no haber vivido más íntimamente unida a sus hijas mayores, y culpaba de esta circunstancia a la suegra. Tuvo que nacer el cuarto hijo de la emperatriz, una niña llamada María Valeria, para que impusiera sus derechos de madre y confesase: «Por fin sé la felicidad que significa un hijo. Esta vez tuve el valor necesario para que mi amor de madre superara las dificultades, y la niña quedó conmigo. Los demás me fueron arrebatados en el acto, y sólo me permitían verles cuando la archiduquesa Sofía daba su permiso. Siempre estaba presente cuando yo visitaba a mis hijos, además. Yo terminé por abandonar la lucha y sólo subía en raras ocasiones».

Por muy poco importante que fuese la persona de Sisi en la corte, entre el pueblo aumentaba su popularidad. Esta popularidad tenía también sus motivos políticos, porque desde que el emperador estaba casado había habido algunas prudentes liberalizaciones. El estado de sitio a que estaban sometidas las grandes ciudades fue levantado poco a poco, siempre con ocasión de acontecimientos familiares como la boda del emperador y el nacimiento de sus hijos. Asimismo fueron amnistiados o puestos en libertad antes de tiempo numerosos presos políticos.

Otra cosa que proporcionó una relajación nacional fue el nuevo Código penal militar publicado en enero de 1855, a los pocos meses del matrimonio imperial. Con esta ley quedaba suprimido el castigo de la carrera de baquetas, todavía frecuente en Austria. Afirmaba el pueblo que la eliminación de esa tortura había sido suplicada a su imperial esposo por la joven Elisabeth como regalo de bodas. Las fuentes utilizadas no nos facilitan pruebas que confirmen tal teoría, pero es perfectamente posible que la sensible emperatriz tuviera que asistir a semejante castigo durante una de sus frecuentes visitas de carácter militar o que al menos hubiese oído hablar de él. Y resulta muy plausible que, por su carácter, protestara con energía contra semejante crueldad. También la supresión del uso de cadenas de hierro en las cárceles se atribuyó a la intervención de Elisabeth. Que, desde luego, esas medidas no se debían a la influencia de la archiduquesa Sofía lo sabía todo el mundo. Porque Sofía seguía siendo partidaria de una máxima dureza con los revolucionarios del año 1848 y todos los demás rebeldes. A los austríacos patrióticos y fieles al emperador les agradaba creer en la beneficiosa influencia de una nueva soberana más amiga del pueblo.

No sabemos, en realidad, si Elisabeth tuvo realmente esa buena influencia sobre el emperador, pero no cabe duda de que Francisco José, tan profundamente enamorado, se hizo más blando y condescendiente gracias a la dicha que encontraba en su matrimonio y que por eso no se mostró tan reacio como antes a la ya tan retrasada liberalización.

La jovencísima emperatriz se convirtió en algo así como una esperanza política para todos lo que no se sentían a gusto bajo el régimen neoabsolutista. Igualmente se agruparon pronto alrededor de la emperatriz los enemigos de la política de concordato. El establecimiento del Concordato en 1855 constituyó un punto culminante del catolicismo político en Austria y, a la vez un triunfo para la archiduquesa Sofía, que con ello pudo imponer sus conceptos de un imperio católico: el Estado cedió a la Iglesia el poder sobre la jurisdicción matrimonial y las escuelas. A partir de entonces, la Iglesia no sólo tenía la palabra decisiva con respecto al contenido de las materias de enseñanza (desde la historia hasta las matemáticas), sino también en lo referente a los maestros. Incluso los profesores de dibujo o de gimnasia tenían que ser católicos ante todo (se comprobaba, por ejemplo, que recibieran los sacramentos). De otro modo no conseguían plaza. El Concordato era una declaración de guerra a todos los no católicos y liberales, pero también a los científicos, artistas y literatos, que se vieron entorpecidos en su labor.

Los enemigos del Concordato creían ver una simpatizante en la joven emperatriz, cuyos conflictos con la archiduquesa Sofía ya no se podían ocultar. Y, hasta cierto punto, era así. Del año 1856 se cuenta una historia muy significativa: la pequeña parroquia protestante de Attersee quería añadir a su iglesia un campanario, cosa permitida desde hacía poco, y necesitaba dinero. El pastor se dirigió a la corte, que veraneaba en Ischl, y por casualidad topó con la propia emperatriz. En el Wiener Tagblatt pudo leerse más tarde, acerca de la entrevista, que la joven soberana había expresado primero su asombro ante el hecho «de que los protestantes sólo desde hace poco tiempo puedan levantar campanarios en sus iglesias. En mi patria —dijo con amabilidad—, sus correligionarios ya disfrutaban de ese derecho cincuenta años atrás, que yo sepa. Mi abuelo [Maximiliano de Baviera], que en gloria esté, permitió que los protestantes erigiesen con fondos públicos la bonita iglesia de la Karlsplatz de Munich. La reina de Baviera [María, esposa de Maximiliano] también es protestante, y asimismo tenía la religión evangélica mi abuela por parte de madre. Baviera es un país profundamente católico, pero los protestantes no pueden quejarse allí de verse rechazados ni perjudicados en ningún sentido».

La emperatriz hizo un generoso donativo, que «en círculos eclesiásticos causó gran sorpresa». El belicoso obispo de Linz, Rudigier, parece «haber pedido explicaciones oficiales sobre si la cosa había sido realmente así». El periódico de los clericales de Linz expuso el «caso» dando a entender que «la emperatriz no estaba bien informada del verdadero objetivo del donativo y que ella entendió que se trataba de una parroquia pobre, aunque sin saber que era protestante. El pastor, sin embargo, se defendió con una "rectificación»"en el periódico oficial de Linz».

Con este inocente donativo para el campanario de una iglesia protestante, Elisabeth se perfiló —quieras que no— como partidaria de la tolerancia en asuntos religiosos y, por consiguiente, en enemiga del Concordato. A partir de entonces, unos depositaron en ella sus esperanzas, mientras que los otros —más exactamente el partido «clerical» de su suegra— vieron en la emperatriz una enemiga. Las relaciones de Sisi con la corte y la aristocracia empeoraron, como es natural, con esa interpretación de los «liberales».

Asimismo cambió la actitud de Sisi en el círculo familiar. Poco a poco dejó de ser tan sumisa, tan callada, y cada vez se daba más cuenta de su elevada posición. Era la emperatriz, la primera dama del Imperio.

Esto significó también que se atrevió a oponerse a la hasta entonces todopoderosa suegra. En primer lugar luchó contra su influencia en el «cuarto de los niños». De momento no encontró apoyo en el emperador. Sólo en septiembre de 1856, cuando viajó con su marido por Carintia y la Estiria, insistió en su deseo de tener a las niñas junto a ella. Lejos del Hofburg, lejos de las diarias comidas en común con la suegra, se sintió por fin con fuerza suficiente para liberar al emperador de su excesivo servilismo frente a la venerada madre y recordarle que también su esposa tenía unos derechos.

Ahora se desató una abierta lucha entre Sisi y Sofía por las dos niñas imperiales. Sofía se resistía a los pertinaces ruegos de su nuera respecto del traslado de las habitaciones infantiles, buscando excusas (por ejemplo, la de que las piezas propuestas no recibían bastante sol, etcétera). Al ver que Sisi no cedía, la archiduquesa amenazó con abandonar el Hofburg, lo que constituía su arma más fuerte. Pero esta vez la emperatriz consiguió poner de su parte al marido (a juzgar por las cartas de Francisco José, fue la primera y única vez que censuró la actitud de su tan amada madre).

Poco después del regreso de su viaje en compañía de la esposa escribió a Sofía: «Le suplico encarecidamente que tenga condescendencia para con Sisi si tal vez parece una madre demasiado celosa. ¡Es una esposa y madre tan abnegada! Si usted se digna considerar con calma el asunto, quizá comprenda la pena que nos produce ver a nuestras hijas prácticamente encerradas en su casa, con una antecámara casi en común, mientras que la pobre Sisi se ve obligada a subir la estrecha escalera para sólo raras veces encontrar solas a las pequeñas o, incluso, con otras personas extrañas a quienes usted tuvo a bien enseñar las niñas, lo que a mí todavía me acortaba más los breves momentos que yo podía permanecer al lado de ellas, aparte que me resulta sumamente desagradable presentar a las criaturas y, de esta forma, despertar su vanidad, aunque quizás esté equivocado en eso. Además, Sisi no tiene en absoluto la intención de privarla a usted de las niñas, y me encargó especialmente que le dijera que las pequeñas estarán siempre a su completa disposición».

Por primera vez había logrado imponerse Sisi. El viaje constituyó un gran éxito y volvió a acercar más a los cónyuges, que disfrutaron enormemente con las bellezas de la alta montaña..., una de las pocas aficiones que Francisco José y Elisabeth tenían en común. La joven pareja causó admiración en todas partes por la naturalidad y sencillez con que actuó en aquellas zonas rurales. Llevaba el emperador pantalón corto de cuero y sombrero tirolés con adorno de pelo de gamuza, y la emperatriz lucía un conjunto de loden bastante corto, sombrero del mismo material y resistente calzado de montaña. No había allí ceremonial de ninguna clase, y hasta el emperador, tan formal y reprimido siempre en Viena, se comportaba de manera campechana, demostrando que aún le quedaban algo de espontaneidad y alegría de vivir.

El matrimonio efectuó una excursión desde Heiligenblut. Elisabeth, que tenía práctica en el montañismo pero todavía estaba algo débil a consecuencia del parto, descansó a las tres horas de camino en la cabaña de Wallner (lugar donde hoy se alza el Glocknerhaus) y saboreó la espléndida vista sobre el Pasterze y la cumbre del Grossglockner. Ese punto recibió luego el nombre de «Elisabethruhe» (Reposo de Elisabeth). Francisco José continuó hasta el Hohen Sattel y el glaciar de Pasterze, llamado a partir de entonces «Cima de Francisco José».

Los viajes del matrimonio fueron ocasiones en que la emperatriz aprovechaba, llena de satisfacción, para estar a solas con su marido y acrecentar su influencia.

Pero aunque Elisabeth hubiese salido ahora triunfante, la lucha a lo largo de decenios resultó agotadora, sobre todo teniendo en cuenta que la archiduquesa Sofía podía contar en todo momento con el apoyo de la «corte», al contrario de lo que le ocurría a Elisabeth.

Sofía no consiguió moldear a su manera a la nuera, pero con su interminable y encarnizada hostilidad privó a la monarquía y a la familia imperial de una personalidad prometedora e inteligente, empujando a Elisabeth hacia el aislamiento.

La condesa María de Festetics, que lógicamente sólo podía juzgar el problema a través de lo que la emperatriz le explicaba, escribió referente a la archiduquesa: «Su ambición la interponía de continuo entre los cónyuges, de modo que el emperador siempre se encontraba entre la madre y la esposa, y fue un milagro que tal circunstancia no condujese a una ruptura. Sofía estaba empeñada en anular la influencia de Elisabeth sobre el emperador, cosa muy arriesgada, porque el emperador ama a la emperatriz... La emperatriz no tiene otra ayuda que la de su buen derecho y la de su nobleza».

La Paz de París puso fin, en 1856, a la guerra de Crimea y trajo consigo, además, un profundo cambio en el sistema estatal europeo: Rusia perdió su supremacía sobre la Francia de Napoleón III. La estrecha amistad entre Rusia y Austria había dado paso a una enemistad de la que se aprovechó Prusia. Aparte estas repercusiones tan desafortunadas para Austria, este país tuvo que sentir pronto y de manera dolorosa un factor hasta entonces poco tenido en cuenta: la célula germinativa del movimiento de unidad italiano, que eran Cerdeña y el Piamonte, había puesto a disposición de Francia, en la guerra de Crimea, quince mil soldados, ganándose con ello la protección de la Irredenta por parte de Napoleón III. Las provincias austríacas de Lombardía y Venecia quedaron más amenazadas que nunca, así como los estados centroitalianos de Toscana y Módena, gobernados por los Habsburgo y defendidos por las fuerzas militares de Austria. El movimiento de unificación italiano veía en el dominio austríaco el mayor obstáculo para la consecución de sus objetivos.

Francisco José seguía rechazando todo intento de ceder las provincias italianas —insostenibles según la opinión unánime— mediante ventajosos tratados o incluso una venta. También Ernesto II de Coburgo procuró explicar al joven emperador, en 1854, estas ideas de Napoleón, ya que «no era de esperar que Italia se tranquilizara nunca». El príncipe de Coburgo: «Al emperador pareció ponerle muy nervioso esta sugerencia, y con la máxima energía rechazó cualquier pensamiento de una cesión de territorios italianos». Cuatro años después, el legado suizo informó a Viena «que el emperador sacrificaría hasta el último hombre y el último tálero para la defensa de Venecia». Eso significaba que, más tarde o más temprano, se produciría una guerra por Italia.

Al principio, el emperador confiaba en poder conservar las provincias levantiscas por la fuerza militar. Como demostración del dominio imperial, Francisco José y Elisabeth viajaron en el invierno de 1856-57 a la Alta Italia, se alojaron durante cuatro meses en los antiguos palacios reales de Milán y Venecia, y desplegaron allí todo el esplendor de su corte y de sus ejércitos.

También con ocasión de este largo viaje hubo discusiones en la familia imperial, porque Elisabeth no quería separarse por tanto tiempo de las niñas. En dura lucha con la resistencia de la archiduquesa, Sisi logró que su hijita mayor, Sofía, que entonces tenía ya dos años, les acompañase a Italia. Elisabeth se basó para ello en que los aires de la Lombardía sentarían bien, en invierno, a la algo enfermiza pequeña. Los periódicos italianos sospecharon, sin embargo, que la niña había de servir de protección contra posibles atentados. Sofía, por su parte, alegaba que el viaje podría encerrar peligros para la criatura, en lo que seguramente tenía razón.

La primera parte del viaje, de Viena a Laibach, se hizo en tren. A la llegada a esta ciudad fueron descargados treinta y siete coches que los emperadores llevaban consigo, continuando el viaje con caballos de postas y en barco.

En Italia, Sisi no podía mantenerse apartada de la política. Hasta entonces, en sus viajes a provincias —Bohemia, Estiria, Carintia y desde luego Salzburgo, que durante las semanas de veraneo en Ischl era recorrida en todos sentidos—, la emperatriz había conocido a un pueblo que, cuando no con entusiasmo, por lo menos recibía a sus soberanos amablemente. Ahora, en cambio, la pareja imperial tropezó con desprecio e incluso odio. El pueblo italiano, que padecía bajo la administración militar austríaca, anhelaba una Italia nacional, como propagaban Cavour y Garibaldi. Había habido intentos de insurrección, ejecuciones... Los impuestos que los países otrora ricos tenían que pagar a Austria pesaban (aunque la ocupación militar del país costaba más, entre tanto, que los impuestos ingresados, incluso en la provincia entonces más rica, la Lombardía). Todo ese enojo fue descargado ahora sobre la pareja imperial. Las recepciones habían sido preparadas con el máximo esplendor por las autoridades militares austríacas. Francisco José y Elisabeth aparecían siempre con un gran séquito militar, lo que debía constituir una demostración de poder, pero al mismo tiempo representaba una provocación para los italianos. Las autoridades militares estaban todas sumamente alerta, ya que el viaje imperial casi invitaba a un atentado político. Pero el joven emperador demostró, como de costumbre en semejantes ocasiones, un valor extraordinario, e igualmente la emperatriz, que con una actitud impecable pasó por alto todos los actos de sabotaje y las groserías de que fueron objeto.

Motivos de sobra hubiese tenido para sentirse asustada. Ya en Trieste, se rompió en el barco una gigantesca corona imperial de fino cristal. Nadie creyó en una desdichada casualidad, sino en un sabotaje. Pero así como en Viena la emperatriz procuraba rehuir las recepciones oficiales, en la Alta Italia resistió todo el programa con una voluntad férrea y sólo dejó de acompañar al esposo en las inspecciones puramente militares.

En Venecia, donde la nave imperial atracó escoltada por seis imponentes buques de guerra, el recibimiento militar fue espléndido, pero cuando Francisco José y Elisabeth atravesaron la amplia plaza de San Marcos hacia la basílica del mismo nombre, no sonó entre la gran multitud allí reunida ni un solo evviva. Los únicos que gritaban «¡Viva!» y «¡Hurra!» eran los soldados austríacos. Los italianos callaron de forma demostrativa. El cónsul inglés envió a Londres esta información: «Lo que movía al pueblo era tan sólo la curiosidad de ver a la emperatriz, cuya fama de hermosa también había llegado, naturalmente, hasta aquí».

La nobleza italiana se mantuvo alejada, en gran parte, de las recepciones imperiales. Y quienes acudieron a pesar del boicot, se vieron insultados por la calle. En la función de gala organizada en el teatro La Fenice, los palcos de las familias más distinguidas estaban vacíos. Sin embargo, el ambiente mejoró en el transcurso de la estancia imperial en Venecia, sobre todo cuando el emperador eliminó uno de los mayores motivos de disgusto para la aristocracia italiana, al anular la incautación de los bienes de fugitivos políticos y promulgar también una amnistía para los presos políticos.

Francisco José no perdía ocasión de ensalzar los méritos de su joven esposa. Desde Venecia escribió a la archiduquesa Sofía: «El pueblo se portó muy correctamente, aunque sin demostrar un entusiasmo especial. De todas maneras, el ambiente ha mejorado por diversos motivos, principalmente por el buen efecto que produce Sisi». En Viena se divulgó pronto una frase del emperador según la cual la belleza de Sisi «conquistaba Italia con más eficacia que todos sus soldados y cañones».

El cónsul general británico describió a la resplandeciente emperatriz, aunque con una objeción: «Pero todo esto nada tiene que ver con la política».

Tampoco en las demás ciudades fue más caluroso el recibimiento: ni en Vicenza, ni en el cuartel general de las tropas austríacas, situado en Verona, ni en Brescia, ni en Milán. En esta última capital, las autoridades llegaron a pagar dinero a los habitantes de las zonas rurales para que acudiesen a la ciudad para rendir homenaje a la pareja imperial. La nobleza lombarda adoptó una actitud gélida, y a las recepciones sólo asistió una quinta parte, aproximadamente, de los invitados. Durante la función de gala en la Scala de Milán, los palcos de los aristócratas no estuvieron ocupados por éstos, sino por sus criados, lo que constituyó una monstruosa afrenta.

El emperador se reponía de estas continuas ofensas mediante largas revisiones de tropas. No los tesoros artísticos de Venecia y Milán, sino las fortificaciones, los arsenales y los cuarteles, los barcos de guerra y los escenarios de las batallas, despertaron su mayor interés, y con harta frecuencia debía acompañarle la joven emperatriz, pese a que su salud se resentía un poco.

Dado que el ya nonagenario mariscal de campo Radetzky apenas era capaz de llevar debidamente el mando en la Alta Italia —el emperador le encontró «terriblemente cambiado y pueril»—, Francisco José decidió jubilarle con todos los honores e introducir en las provincias italianas unas administraciones militares y civiles separadas. Al hermano del emperador, archiduque Fernando Maximiliano, de veinticuatro años, le fue confiado el difícil cargo de gobernador civil de Milán. Escribió Francisco José a su madre: «Dios nos ayudará, y también el tiempo, unido al tacto de Max, hará lo suyo».

Es una lástima que no se hayan conservado las cartas de Sisi. En consecuencia, ignoramos si ya expresó su opinión política durante esa primera visita a Italia o no. Sólo se supo que era menos optimista que su marido acerca del problema italiano, y eso a través de su hermano Carlos Teodoro, que la visitó en Venecia y se llevó a Baviera una impresión sumamente negativa de la posición de Austria en esas provincias.

Sólo pocas semanas después de su viaje a Italia, la pareja imperial visitó otra provincia problemática: Hungría. Las relaciones entre Viena y Budapest eran sumamente tensas. Porque Bach, ministro del Interior, tenía la ambición de convertir Austria en un imperio unido, gobernado de manera centralista, «ligando» igualmente a la rebelde Hungría. Los revolucionarios de 1848 se hallaban en el exilio y sus bienes habían sido incautados. La corte de Viena, representada por la archiduquesa Sofía, pero también por el gobernador militar de Hungría, el archiduque Alberto, era extremadamente antihúngara.

La esperanza de Hungría consistía en la joven emperatriz. Era sabido que, gracias a la influencia del conde de Mailáth, se interesaba mucho por la historia húngara, sobre todo por los movimientos independentistas. La distensión política con ocasión de la boda imperial había causado buena impresión. La oposición de Elisabeth frente a la archiduquesa Sofía era suficientemente conocida, además. Ahora, los húngaros confiaban en que tales circunstancias pudieran ser aprovechadas en su favor.

El viaje se realizó en barco por el Danubio, desde Viena, pasando por Pressburgo, hasta Budapest. Esta vez, Sisi había insistido en llevar consigo a las dos niñas, de nuevo en contra del deseo de su suegra. Según indica Francisco José, la pequeña Sofía se encontraba algo indispuesta antes de la partida. Tenía fiebre y algo de diarrea, pero los médicos dijeron que los trastornos eran debidos a la dentición.

Las recepciones, los desfiles militares, un primer baile de la corte en el castillo de Budapest... Todo ello se realizó con la acostumbrada fastuosidad, pero con un entusiasmo más bien moderado por parte de los húngaros. Los asistentes sólo estaban de acuerdo en la belleza de Elisabeth, que todavía no había cumplido los veinte años. Tampoco era difícil adivinar lo receptiva que ella era ante los cumplidos de los magnates. La aristocracia húngara, con sus ropas adornadas de brillantes y con su actitud de suma arrogancia, se diferenciaba tantísimo de la nobleza vienesa-era realmente el polo opuesto—, que la joven emperatriz sintió desde el primer momento una sincera simpatía por Hungría. Durante el gran baile presenció entusiasmada las danzas húngaras, que nunca había visto, y luego participó personalmente en el rigodón, primero con el archiduque Guillermo y después con el conde Nicolás de Esterházy, que más adelante sería su acompañante predilecto en sus horas de caza a caballo. Las simpatías de los húngaros hacia la hermosa soberana fueron plenamente correspondidas. A partir de entonces, los húngaros atribuyeron cada alivio político a una favorable intervención de la emperatriz, del mismo modo que culpaban de todo obstáculo a la archiduquesa Sofía.

Desde luego, Elisabeth intercedía ya ahora a favor de Hungría. Y si bien el emperador denegó en este viaje la petición de los nobles, que solicitaban la restitución de la antigua Constitución húngara, puso menos trabas al retorno de varios emigrantes destacados —entre ellos Gyula Andrássy, que se hallaba en París— y autorizó la devolución de bienes incautados. Los prudentes indicios de una progresiva liberalización eran evidentes, pese a que el emperador insistía en una política severamente centralista.

El ambiente mejoró paulatinamente en el transcurso de la visita, sobre todo cada vez que la hermosa emperatriz aparecía en público. Por ejemplo, el día en que asistió a caballo, junto al esposo, a una de las paradas militares. Su habilidad para la equitación despertó gran admiración en Hungría. El conde de Crenneville, en cambio, perteneciente al séquito, se horrorizó al tener que ver a una emperatriz montada a caballo: «Una actitud tan impropia de una soberana me causó un efecto deplorable», le escribió a su mujer.

Cuando la pareja imperial se disponía a emprender el previsto viaje a las provincias húngaras, la pequeña Gisela, de sólo diez meses de edad, cayó enferma con fiebre y diarreas. El viaje fue retrasado. Cuando, por fin, se repuso Gisela, enfermó Sofía, que contaba dos años. Sus padres estaban muy preocupados. Escribe Francisco José a su madre: «La niña no ha dormido más de hora y media durante toda la noche, está muy nerviosa y llora sin cesar, lo que nos destroza el corazón».

El médico de cámara, doctor Seeburger, tranquilizó a los padres. Francisco José incluso se animó a salir de caza y comunicó con orgullo a su madre que había abatido «setenta y dos garzas y cormoranes». Se emprendió después el viaje al interior del país, pero hubo que interrumpirlo a los cinco días, en Debrezin, cuando llegaron noticias alarmantes sobre el estado de la pequeña Sofía.

Durante once horas tuvo que presenciar la desesperada emperatriz de sólo diecinueve años cómo la hija se le moría. «Nuestra niñita es ya un ángel en el cielo. Después de larga agonía falleció tranquilamente a las nueve y media», telegrafió el emperador desde Budapest a su madre. Era el día 29 de mayo de 1857. La joven pareja imperial regresó a Viena con el cadáver de la criatura.

Elisabeth estaba inconsolable. Así como el emperador se calmó al cabo de un tiempo razonable, Sisi se aisló de todo el mundo. Buscaba la soledad, lloró sin cesar durante días y semanas, se negaba a tomar alimento y únicamente vivía volcada en el dolor. En vista de su desesperación, nadie se atrevía a hacerle abiertos reproches. Pero la relación con la suegra, que había sentido algo especial por la pequeña Sofía, se hizo aún más fría, porque, al fin y al cabo, era ella, la emperatriz, quien se había empeñado en llevar las niñas consigo a Hungría, incluso contra la voluntad de la archiduquesa.

En las semanas y los meses siguientes se produjo en Elisabeth un cambio notable. Ocurrida la tremenda desgracia, de la que no se sentía totalmente libre de responsabilidad, abandonó la lucha por la hija que le quedaba, Gisela. Diríase que no deseaba darse cuenta de su existencia. Dejó de preocuparse por la niña y cedió por completo el terreno a la abuela Sofía.

El estado anímico y físico de Sisi constituía, en el verano de 1857, un verdadero motivo de intranquilidad. Dado que ni Francisco José ni Sofía sabían qué hacer, fue llamada a Viena la duquesa Ludovica, que llegó con tres de los hermanos menores de Sisi. Escribe Ludovica: «A Sisi pareció sentarle bien la presencia de sus hermanos, siempre tan alegres, y como la despedida le resultaba tan dolorosa, me hizo prometer que procuraría ir a Ischl».

Había pasado medio año, y Sisi aún no lograba superar la pérdida. El emperador escribió esto a su madre: «La pobre Sisi siente una terrible pena con todos los recuerdos que tiene aquí, en Viena, y llora mucho. Ayer, Gisela se sentó en el pequeño sillón rojo que había pertenecido a nuestra pequeña Sofía y que sigue en el salón escritorio. Nosotros dos no podíamos contener las lágrimas. Gisela, en cambio, reía la mar de contenta por haber conseguido un sitio de honor».

Precisamente en esta época tan problemática contrajo matrimonio el hermano menor de Francisco José, archiduque Maximiliano, con la hija del rey de Bélgica, Carlota. La nueva cuñada de Sisi no sólo era bella e inteligente, sino también riquísima. Además, contaba con un árbol genealógico sin tacha. Sofía y sus partidarios hicieron ahora todo lo posible por enfrentar a la esposa de Maximiliano con la emperatriz, que procedía de un ambiente mucho más sencillo. En su correspondencia, en sus conversaciones y en su diario, Sofía no se cansaba de ensalzar la buena educación, la belleza y la prudencia, pero por encima de todo la dulzura, de Carlota hacia su marido y su suegra. Cada una de sus palabras encerraba un reproche dirigido a Sisi. «Carlota es encantadora, bonita, atractiva, cariñosa y muy delicada conmigo. Me parece haberla amado siempre... Doy gracias a Dios por la maravillosa mujer que concedió a Max y también por la nueva hija que nos ha enviado», leemos en el diario de Sofía. No es de extrañar, pues, que ambas cuñadas se aborreciesen de todo corazón. La posición de Elisabeth en la corte empeoraba a ojos vistas.

En diciembre de 1857, la emperatriz tuvo los primeros síntomas de un nuevo embarazo, tan esperado por todos. Una carta de Ludovica a su hermana Sofía revela las desavenencias entre esta última y Elisabeth: «Con respecto al estado de buena esperanza de Sisi, me da dado un gran alivio, una gran alegría —escribió Ludovica, agregando—: Tú dices que esa noticia te libró de ciertas preocupaciones. ¿Se referían éstas a lo físico o a lo moral? De cualquier forma, si se ha producido una mejoría más satisfactoria para ti, lo celebro de veras». Al día siguiente, Ludovica volvió a escribir a Sofía acerca de su «gran tranquilidad de saber que Sisi se muestra ahora tan sensata con respecto a los corsés y las ropas ceñidas, cosa que siempre me tenía preocupada; yo también creo que puede influir en el estado de ánimo, porque una sensación desagradable como la de hallarse incómoda tiene que llegar a poner de mal humor».

Con gran satisfacción de Sofía, para Elisabeth se habían acabado las curas de hambre y su querida equitación. En vez de eso, Sisi debía dar largos paseos. Francisco José la acompañaba siempre que su escaso tiempo se lo permitía. Ni siquiera lo vivido en los últimos meses había podido deteriorar la buena armonía del matrimonio. Francisco José demostraba abiertamente el cariño que sentía hacia su joven esposa.

Aun así, Sofía siempre encontraba algo que censurar en la emperatriz. Y Ludovica, sumisa y temerosa, escribía cartas como ésta: «Quisiera poder confiar en que las relaciones se hayan dulcificado respecto del año pasado, y espero que tú tengas más motivo para sentirte contenta, lo que ya sabes que me importa mucho».

Ludovica vivía unos meses de gran nerviosismo a causa de sus hermosas y complicadas hijas. Elena, la mayor, dejada de lado por el emperador de Austria al enamorarse de Sisi, había cumplido ya los veintidós años. Comenta Ludovica: «Hubiese sido buena esposa y madre. Ahora, tanto ella como nosotros hemos abandonado la idea de un matrimonio, pero la veo muy contenta». Elena se dedicaba preferentemente a la pintura, «y también visita con frecuencia a los pobres y enfermos de las aldeas». De pronto apareció un pretendiente a la mano de la joven: el príncipe Maximiliano de Thurn y Taxis. El rey de Baviera no sabía si dar su consentimiento, ya que la familia de Thurn y Taxis no era de igual alcurnia. Ludovica dirigió apremiantes cartas a su hija la emperatriz pidiéndole que interviniese en favor de Elena y que Francisco José, por su parte, hablara con el rey de Baviera. Pese a lo mucho que molestaba a Sisi el cumplimiento de sus deberes, por su familia estaba dispuesta a cualquier cosa. Comenzó a escribir a unos y otros, tranquilizando a su madre y a Elena. Sin duda influiría en ello un resto de remordimiento por haberle quitado el novio a su hermana. La cosa es que el matrimonio se celebró, por fin, en 1858.

Entre tanto, en el invierno de 1857, también la hermana menor de Elisabeth, María, se había convertido en un «partido» de gran belleza. Como pretendiente surgió el príncipe heredero de Nápoles, a quien nadie de la familia bávara había visto jamás. De nuevo aumentó la correspondencia con Viena. Ludovica: «María cree que vosotros tenéis noticias exactas y seguras sobre ese joven, y necesita que la tranquilicen, porque no conoce a nadie de allí y la idea de tener que pertenecer a un hombre que no la conoce a ella, ni ella a él, le infunde mucho miedo... Que él no es guapo ya lo sabe». Este innegable hecho lo había averiguado Sisi a través de unos parientes —también de la Casa de Habsburgo— que residían en Italia.

Ludovica temía asimismo que la «gran religiosidad» del pretendiente «asustara» a la pequeña María, aunque se apresuró a añadir-sin duda para no alarmar a Sofía con los liberales conceptos que predominaban en Possenhofen— que confiaba en que esa religiosidad haría «cada vez más devota» a la propia María.

De nuevo entró en Possenhofen un enjambre de profesores. Por segunda vez, una «muchacha del campo» tenía que ser preparada para las costumbres cortesanas. Y se repetía el caso de que una duquesa bávara no sintiera demasiados deseos de enfrentarse con una serie de obligaciones: aprender italiano y recibir damas «para acostumbrarse a conversar». Como fuera que la niña todavía no estaba «formada» (no tenía aún la regla), los médicos probaban en ella, además, todas sus artes, tratándola a base de sangrías y baños calientes.

Ludovica se lamentaba (como siempre, sin poder contar con la ayuda de su marido): «La idea de la separación se me hace cada vez más dura, pese a que debo desear que el asunto no se alargue, ya que es mejor que se enfrente con lo extraño ahora, cuando todavía es tan joven, porque así se acostumbrará y adaptará antes».

Por desgracia, sólo se conservan las numerosas cartas de la duquesa Ludovica a sus hermanas, pero éstas nos permiten deducir la gran actividad desplegada por Sisi para ayudar a su familia. Las cartas de la propia Sisi (y eso que era muy diligente en la correspondencia si se trataba de los suyos) no están aún a disposición de los historiadores.

El día 21 de agosto de 1858, la emperatriz dio a luz en Laxemburgo al príncipe heredero. Recibió el nombre de Rodolfo, en memoria del gran antepasado de la Casa de Habsburgo que, en 1278, había arrebatado al rey Ottokar de Bohemia los territorios que por herencia pertenecían a Austria, cediéndoselos a sus hijos en feudo. Como ya en el caso de Gisela, la casa imperial recurrió a la historia del medievo y fortificó así su tradición. En aquella época, Francisco José mandó restaurar a su costa el sepulcro de Rodolfo de Habsburgo en la ciudad de Espira. Aún confiaba en poder reanudar la vieja tradición del dominio habsburgués sobre toda Alemania, abandonada por el emperador Francisco en 1806 al renunciar a la corona imperial romana. En consecuencia, la elección del nombre obedeció a motivos políticos.

La alegría por el nacimiento del tan esperado príncipe heredero fue inmensa en la corte y sincera entre el «pueblo», ya que el acontecimiento iría acompañado de generosos donativos. El emperador regaló a su esposa un collar de perlas de tres hileras, por valor de setenta y cinco mil gulden. Al pequeño Rodolfo le impuso en la cuna la orden del Toisón de Oro, y ya el primer día de su vida le nombró coronel de los ejércitos. «Quiero —declaró— que el hijo que me ha sido dado por la gracia de Dios pertenezca a mi valeroso Ejército desde su llegada al mundo.» Esto no fue sólo una demostración del carácter militar del Estado, que disgustaba a muchos «paisanos», sino también una determinación de cara al príncipe recién nacido: le gustara o no, tenía que ser soldado. Los posteriores conflictos entre padre e hijo tuvieron aquí una de sus raíces.

El emperador halló numerosas palabras de agradecimiento para las felicitaciones de Viena, capital y sede de la corte: «El cielo me ha concedido un hijo que, en su día, encontrará una Viena nueva, mayor y más elegante. Pero aunque la ciudad se transforme, el príncipe hallará los viejos y fieles corazones de siempre, es decir, a los viejos vieneses que, de ser preciso, también a él le demostrarán su probado espíritu de sacrificio bajo cualesquiera circunstancias».

El nacimiento del príncipe heredero cayó en plena transformación de Viena. Las medievales murallas fueron derruidas, y en su lugar apareció una amplia y espléndida avenida que cual aro envolvía la ciudad antigua y que hoy se llama Ringstrasse. La angostura de la vieja capital encajonada entre muros debía dar paso a la generosa anchura de una moderna urbe que abarcara las poblaciones de sus alrededores.

Pero que no todo se iba a solucionar con este documento pétreo de una nueva época y con el nacimiento de un príncipe heredero lo indicó Francisco Grillparzer en una de sus redondillas:

Caen los muros en la arena;

¿quién vive entre estas esquinas?

Todo el país y toda Viena

cercados ya están como China.

La presión pública sobre el emperador para que por fin creara un Estado moderno y, sobre todo, concediera una Constitución, se hacía cada vez más fuerte.

El parto fue difícil para Elisabeth, que luego tuvo dificultades para reponerse, ya que no la dejaban amamantar al niño y, por consiguiente, tenía subidas de leche y fiebre. Pese a los ruegos de Sisi, tampoco en esta ocasión se le hizo caso: como estaba previsto, el bebé fue criado exclusivamente por el ama, una (según Sofía) «preciosa» campesina de Moravia llamada Marianka. La convalecencia de la emperatriz se prolongó más de lo acostumbrado. Habían transcurrido semanas desde el alumbramiento y la insistente fiebre debilitaba grandemente a Sisi. Dadas las circunstancias, es lógico que el recién nacido no pudiese ser atendido por su madre. Como ya antes, la abuela Sofía se hizo cargo de todo lo referente al pequeño.

Al ver que pasaba el otoño y se hacía invierno sin que Sisi mejorara, la duquesa Ludovica fue llamada de nuevo a Austria. Acudió la madre a Viena con varias hermanas menores de la soberana, pero también se mandó acompañar por el viejo médico de cabecera de la familia, el doctor Fischer, que inspiraba a Sisi más confianza que el doctor Seeburger, médico de cámara del emperador. No se conoce el diagnóstico del doctor Fischer. Asimismo está lleno de observaciones relativas a la enfermedad de Sisi el diario de Sofía, pero no menciona ningún síntoma claro (aparte la fiebre, debilidad general y falta de apetito).

Ni el nacimiento del príncipe heredero pudo reducir las disensiones entre suegra y nuera. Llegaron las cosas a tal extremo, que Sofía se quejó a Ludovica, quien entonces dio rienda suelta a estos lamentos: «Tu carta me ha causado mucho pesar, en un aspecto. Creía que todo iba mejor y que ya no sucedían cosas como las que me explicas. Me apena realmente que sigan los problemas y ni los años traigan consigo un cambio. Es un comportamiento incomprensible, una injusticia que me asusta y martiriza; la única preocupación que existe para mí en esa gran dicha, donde todo se une para proporcionar felicidad y gozar una suerte que tan raras veces se da».

La enfermedad de Sisi sólo desaparecía cuando había a su lado algún familiar de Baviera. En enero de 1859 se detuvo en Viena la hermana menor de Sisi, María, casada ya por poderes con el príncipe heredero de Nápoles y que se dirigía a su nuevo país. La belleza de la novia, de diecisiete años, fue admirada hasta por la archiduquesa Sofía: «Sus preciosos ojos tienen una expresión de dulce melancolía, que todavía la hace más bonita, si cabe».

María permaneció dos semanas en Viena y fue mimada de manera extraordinaria por la emperatriz. «Sisi escribe tan contenta... Y también María. Ha de ser una verdadera dicha verlas juntas», dijo Ludovica en una carta a Sofía. Sisi llevó a su hermana al Burgtheater, al Prater y al circo Renz. Las dos se retiraban a charlar durante horas. «Fue como si el destino, sabedor de lo que el futuro deparaba a nuestra pobre María, quisiera concederle un par de buenos días más», comentó Sisi más adelante.

Ludovica temía, y con razón, que ese extraño y solitario viaje de bodas engañara demasiado a María con respecto a la seriedad de la vida: «Sólo me da miedo que María se divierta mucho en Viena, y confío en que no compare su futura situación con la de Sisi, sobre todo en lo que respecta a su tan amado esposo imperial. Quiera Dios que ella también encuentre la felicidad en el matrimonio, pero nunca será fácil una comparación con Francisco José. Mi esperanza se basa en el carácter dulce, dócil y benevolente de María».

Ludovica todavía pensaba en la antigua forma cortesana. Una unión con la Casa Real de Nápoles constituía un gran partido para una duquesa de Baviera. Sin embargo, Ludovica tenía que estar enterada de que el trono imperial napolitano, sostenido mediante un sistema absolutista duro e incluso cruel, se veía amenazado por las sublevaciones de todo tipo, aunque cabe que ella no estuviese enterada de toda la verdad. El rey Fernando II («re bomba») se negaba a cualquier liberalización y se mantenía firme en que su trono le venía por la gracia de Dios. Que casase a su hijo con la pequeña María sólo era debido a motivos políticos: mediante este paso, el futuro rey de Nápoles y Sicilia se convertía en cuñado del emperador de Austria. Y en vista de la amenaza que en el sur significaban Garibaldi y sus guerrilleros, y en el norte las tropas de Piamonte-Cerdeña, políticamente interesaba mucho contar con el apoyo de la primera potencia absolutista del continente. En aquellos tiempos tan revolucionarios, los soberanos procuraban arrimarse al máximo los unos a los otros.

A pesar de su mal estado de salud, Elisabeth acompañó a su hermana hasta Trieste. También fue con ellas el hermano mayor, duque Luis. Las medievales ceremonias con que los napolitanos recibieron a su futura reina llenaron de asombro a los tres hermanos. En el gran salón del Gobierno Civil de Trieste habían colocado un cordón de seda que simbolizaba la frontera entre Baviera y Nápoles. Debajo de ese cordón se hallaba, en medio de la pieza, una gran mesa. Dos de sus patas estaban en «Baviera» y dos en «Nápoles». María fue conducida a un sillón situado junto a la parte bávara de la mesa. Entonces salieron por las dos puertas, engalanados con escudos y banderas, los delegados de ambos países, custodiados respectivamente por soldados napolitanos y bávaros. Por encima del cordón de seda, los delegados intercambiaron los documentos, se saludaron con solemnes reverencias y pasaron la documentación a los miembros del séquito. El delegado bávaro dedicó unas palabras de despedida a María, y todos los bávaros allí presentes besaron la mano a la futura reina. Seguidamente fue descolgado el cordón, y María tuvo que sentarse en el sillón «napolitano». Tras la presentación del grupo napolitano, María se vio conducida al yate real, llamado Fulminante.

En el camarote tuvo efecto la lacrimosa despedida de los hermanos. María Sofía, princesa de Calabria y princesa heredera de Nápoles y Sicilia, de sólo diecisiete años, partió hacia Bari rodeada de personas totalmente extrañas, cuya lengua apenas conocía. La única criatura viva de su patria que la acompañaba era su pequeño canario. En Nápoles le aguardaban un matrimonio desdichado, la revolución y el destierro de su reino.

Ante la poca suerte de sus hermanas (imperial una y real otra), Luis reaccionó a su modo: pocos meses después del espectáculo vivido en Trieste, rompió con las rígidas costumbres de la vida cortesana y —contra la voluntad del rey de Baviera y de la familia ducal— se casó con la que era su amante desde hacía años, la burguesa actriz Enriqueta Mendel, unión de la que tenía una hija. Por amor a ella renunció incluso a sus derechos de primogénito y a importantes fuentes de ingresos.

Sisi había incluso llegado a rechazar entre tanto hasta tal punto los conceptos cortesanos, que aprobó de manera demostrativa el casamiento de su hermano e inició con la cuñada —despreciada en los círculos aristocráticos— una relación casi íntima y fraternal que había de durar hasta su muerte.

A la pequeña María, las cosas le fueron todavía peor de lo que había temido Elisabeth. El novio era mental y físicamente débil, tenía manías religiosas y, además, era impotente. Como sea que el rey Fernando II murió a los pocos meses de llegar María, la jovencita se halló ocupando el trono junto a un rey apocado y temeroso, en un reino amenazado por la revolución y por enemigos exteriores y cuya lengua apenas entendía aún. Ludovica no tardó en enviar a Viena fotografías «de María y su rey. Por lo visto, es horrible... Y María parece pálida y consumida».

Toda Italia estaba alborotada; el movimiento de unificación era incontenible. No sólo corría peligro el reino de Nápoles-Sicilia, sino también los principados habsburgueses de Toscana y Módena, así como las provincias austríacas de la Alta Italia: la Lombardía y Venecia. Con el respaldo de un pacto con Francia, Piamonte-Cerdeña azuzaba con todos sus medios los desórdenes políticos de Italia para así provocar una intervención armada de Austria.

Y, en efecto, Austria cayó en la trampa. El 23 de abril de 1859, Francisco José envió un ultimátum a Turín con la exigencia de que «el ejército fuese puesto en pie de paz y que despidieran a los cuerpos de voluntarios». El ultimátum fue rechazado por Cavour y considerado un buen motivo para un conflicto armado con Austria. Fue éste el primer ultimátum con que el emperador Francisco José originaba una sangrienta guerra, militar y políticamente mal preparada.

Las tropas austríacas irrumpieron en el Piamonte, y para todo el mundo fueron la parte agresora. Francia acudió en apoyo del pequeño país. Francisco José se indignó con Napoleón III: «Volvemos a estar en la víspera de una época en que el derribo de todo lo existente, no sólo ya por parte de sectas, sino también de tronos, ha de dar en tierra con todo el orden establecido».

Estallada ya la guerra, Francisco José buscó la ayuda de la Asamblea Nacional alemana, pero sobre todo de Prusia: «Al llamar la atención sobre el peligro común, hablo ante la Asamblea Nacional alemana como soberano». Mas no existía una total solidaridad alemana. La política prusiana tenía otros objetivos, y a Berlín le convenía, precisamente, que el rival austríaco se debilitara. Por consiguiente, Austria no consiguió el apoyo. La situación era desesperada.

Se decretaron nuevos impuestos para financiar la guerra. El legado suizo informó a Berna: «Tanto para el pueblo de Viena como para la monarquía es un duro golpe, y el encarecimiento de los víveres y de los alquileres, así como de los intereses bancarios, ya todo enormemente elevado de por sí, superará pronto las circunstancias que se dan en París. No se le ve la salida al problema, y nada hay que alivie el ambiente».

Por ejemplo, el Círculo Artístico tuvo que cerrar sus exposiciones «por falta de asistencia». Y una carta escrita en Viena dice: «La ruina no se acerca sólo al comercio y a la industria, sino también al arte». Podríamos citar muchos más ejemplos.

Que la pareja imperial, rodeada de todos los archiduques y las archiduquesas, acudiese en tales circunstancias a las carreras de caballos del Prater y se dejara homenajear no fue lo más adecuado para mejorar la moral del pueblo. Sin hacer caso de la guerra en la Alta Italia ni de la miseria que azotaba al país, se presentó en el Prater una preciosa y joven emperatriz y entregó solemnemente los premios nacionales del concurso hípico.

Los Habsburgo que gobernaban la Toscana y Módena tuvieron que huir con sus familias, buscando refugio en Viena. Ahora, esos numerosos Habsburgo italianos eran continuos convidados a las comidas familiares del Hofburg, explicaban con todo detalle los sucesos y atizaban así la ira contra la revolución.

La familia imperial se aferraba todavía a las viejas ilusiones y tenía una idea muy equivocada de la situación. En mayo, Francisco José aún quiso pintar la cosa mejor de lo que estaba y le dijo a Sofía que los franceses habían perdido mil hombres a causa del frío y de la falta de alimentos. Comentario de Sofía: «... ¡Pobre gente, y por una causa tan injusta! En Alemania ya se organizan los ejércitos».

Pero los prusianos («esa vergonzosa escoria de Prusia», como escribió Francisco José), los bávaros y los de otros estados alemanes no pensaban para nada en apoyar a Austria en su lucha por las provincias italianas ni en atacar por su parte a Francia. Austria se vio aislada en ese conflicto, lo que fue otra de las consecuencias de la torpe política empleada en la guerra de Crimea.

Uno de aquellos días, la archiduquesa Sofía envió ochenta y cinco mil cigarros —por valor de quinientos gulden— a las tropas de la Alta Italia. No sabemos si llegaron a su destino, ya que la organización del avituallamiento era tan deficiente que no resultaba raro que los soldados tuvieran que lanzarse hambrientos a la batalla mientras que, entre bastidores, algunos traficantes se enriquecían con la mercancía retenida. Pese a la gran valentía de las tropas atormentadas por el hambre y la desorganización, la batalla de Magenta se perdió por incapacidad de los generales.

Entre tanto, en los elegantes salones de Viena, las damas preparaban vendas. Incluso la emperatriz, la archiduquesa Sofía y las damas de honor. A diario llegaban del escenario de la guerra, en largos trenes, incontables heridos y enfermos. «Maldecían con toda su alma a los generales que dirigían las operaciones en la Alta Italia. Sobre todo era objeto de sátiras e insultos el general en jefe Gyulai», según confió el príncipe de Khevenhüller a su diario.

Tras la penosa y sangrienta derrota de Magenta le fue retirado el mando a Gyulai, íntimo amigo de Grünne. Cuando el emperador reconoció la desastrosa situación de Austria, viajó a la Alta Italia para animar a los soldados con su presencia. Insistía aún en que Austria luchaba «por una causa justa contra la infamia y la traición», pero empezó a darse cuenta de la gravedad de las circunstancias: «Nos enfrentamos con un enemigo numéricamente superior y muy arrojado, que se vale de cualesquiera medios y que tiene como aliada a la revolución, con lo que se proporciona nuevas fuerzas, mientras que nosotros nos vemos traicionados por todas partes en nuestro propio país».

Francisco José actuó en esa situación como un soldado cuya obligación es la de ir a la guerra. Pero con semejante decisión, surgida de un romanticismo militar, «demostró carecer de una penetración más profunda en el concepto de su posición de soberanía», como dice su biógrafo José Redlich. Porque la partida de Viena del señor absoluto significaba también que las negociaciones diplomáticas, principalmente las que debía celebrar con los monarcas alemanes, sufrían una interrupción, lo que estropeaba toda posibilidad de un acuerdo no militar.

Antes de su marcha, Francisco José consultó con el anciano Metternich cómo había de redactar su testamento y cuál era la regencia a prever en el caso de su muerte.

La despedida del emperador fue conmovedora. Sus hijos le acompañaron a la estación en un coche tirado por seis caballos, para decirles adiós una vez más. La niñera, Leopoldina Nischer, describió en su diario cómo una densa multitud se agolpaba alrededor del vehículo: «Más de una mujer se acercó llorosa a la ventana exclamando: "¡Pobres criaturas!", con lo que los pequeños se asustaron». Gisela apenas contaba tres años, y el príncipe heredero, sólo ocho meses.

Elisabeth fue con su marido hasta Mürzzuschlag y suplicó a sus acompañantes en el momento de la despedida, sobre todo al conde de Grünne, que cuidaran de él: «Estoy segura de que usted recordará siempre, en toda ocasión, su promesa y atenderá bien al emperador. Es mi único consuelo en unos momentos tan terribles. De no tener esta certeza, creo que me desesperaría». Que Sisi opinaba que, en unas horas tan cruciales, al emperador le correspondía más permanecer en Viena que en el escenario de la guerra lo revela su carta a Grünne: «Pero sé que, por su parte, usted hará todo lo posible para moverle a regresar pronto y recordarle en toda ocasión la falta que también hace en Viena. Si supiera usted lo que sufro, sin duda se compadecería de mí».

«El desconsuelo de la emperatriz sobrepasa todo lo imaginable —escribe Leopoldina Nischer—. No ha dejado de llorar desde ayer por la mañana [tras su regreso de Mürzzuschlag], no come nada y está siempre sola, como no sea con los niños.» La angustia de la madre se contagiaba a los pequeños, y la niñera estaba preocupada porque «la pobre Gisela se desconcierta al ver las lágrimas de su mamá. Anoche estaba quietecita en un rincón, con los ojos húmedos. Al preguntarle yo qué tenía, dijo: "¡Gisela también tiene que llorar por su buen papá!"».

Como la mayoría de austríacos, también la niñera tenía familiares en la guerra de Italia. Su cuñado murió pocos días después de la batalla de Magenta, pero su hijo mayor sobrevivió, por fortuna, a la batalla de Solferino.

Sisi pasaba por un estado de desesperación casi histérico. Palabras de Ludovica: «Sus cartas están emborronadas por las lágrimas». Suplicó al emperador que la dejara reunirse con él en Italia, a lo que él contestó: «Por desgracia, ahora no puedo acceder a tus deseos, por mucho que quisiera hacerlo. En la agitada vida del cuartel general no hay sitio para las mujeres, y yo no puedo dar mal ejemplo a mis soldados».

No sabía cómo tranquilizar a su esposa, de nuevo delicada: «Te suplico, ángel mío, que, si me amas, no te angusties tanto. Cuídate, procura hallar distracción, monta a caballo y sal a pasear en coche, pero con mesura y prudencia. Conserva para mí tu preciosa salud, para que a mi regreso te encuentres bien dispuesta y podamos ser muy felices».

Estaba aún en Verona cuando Francisco José escribió a su suegra Ludovica pidiéndole que se trasladara a Viena o, al menos, enviase allí a su hija Matilde, para animar un poco a Sisi.

De nuevo tuvo que viajar a Viena el doctor Fischer, esta vez por deseo de la desconcertada Sofía. Ludovica estaba fuera de sí y casi se disculpó ante su hermana por lo difícil que resultaba Sisi: «¡Cuánto cuesta reconocer, por lo visto, todo cuanto tú haces y la buena voluntad que te impulsa! Haga Dios que las cosas cambien algún día».

La emperatriz volvía a sus curas de hambre, paseaba en caballo cada día durante horas enteras, estaba siempre ensimismada y rehuía los tés y las comidas familiares que daba la archiduquesa.

Aumentó el número de quienes criticaban a Sisi. También se había pasado a ellos el médico de cámara imperial, doctor Seeburger. «Se explayaba en quejas y reprobaciones acerca de la emperatriz, que ni como tal, ni como mujer, respondía a lo que de ella se esperaba. Pese a no tener prácticamente ninguna obligación, sus contactos con los niños eran sólo superficiales, y mientras lloraba por el noble emperador ausente, montaba horas y horas en perjuicio de su salud... Entre ella y la archiduquesa existía un gélido abismo».

El capitán de palacio censuraba «la actitud de la emperatriz, que fumaba mientras iba en coche, hasta el punto de que me resultaba desagradable tener que oír tales críticas», anotó en su diario el ministro de Policía, Kempen. Incluso la reina Victoria de Inglaterra se enteró del escandaloso hecho y de que también la hermana menor de Elisabeth, María de Nápoles, era aficionada al tabaco. Estos detalles demuestran hasta qué punto estaba extendido el comadreo.

El emperador recordaba a su esposa, con delicadeza, los deberes inherentes a su posición: «No olvides visitar algunos centros vieneses, para que en la capital se mantenga el buen estado de ánimo. Es importantísimo para mí».

Y en otra ocasión: «Te suplico, por el amor que me profesas, que procures contenerte y te dejes ver alguna vez en la ciudad. Visita instituciones. No te imaginas cómo puedes ayudarme de esta forma. Eso animará a las gentes de Viena y conservará el optimismo que tanto necesito. Cuídate, a través de la condesa de Esterházy, de que la Sociedad de Beneficencia envíe a Italia todo lo posible, especialmente vendas para tantos heridos como tenemos, y quizá también vino».

Los informes de Francisco José, llenos de detalles militares, Pero también de nombres de muertos y heridos, cubrían muchas páginas y no servían precisamente para calmar a la emperatriz:

«La lucha fue tan dura, que quedaron montones de cadáveres. La gran pérdida de oficiales será muy difícil de remediar».

El 18 de junio, mediante una sensacional orden del día, el emperador asumió «el directo mando supremo sobre mis ejércitos contra el enemigo». Quería «continuar la lucha a la cabeza de mis bravas tropas; esa lucha a la que Austria se ve forzada para conservar su honor y su legítimo derecho».

Esta decisión del emperador de sólo veintinueve años de edad, inexperto en cuestiones de estrategia, fue objeto de severas críticas, sobre todo dada la precaria situación, y quienes reprobaban su determinación verían confirmados bien pronto sus temores. Porque la batalla siguiente, la de Solferino, resultó la más sangrienta y catastrófica de toda esa desafortunada guerra y significó la derrota definitiva. El campo de batalla de Solferino, azotado además por un sol sin compasión, se convirtió en un horror que sobrepasaba cualquier fantasía. (Conmovido por el abandono en que yacían los heridos, el médico Enrique Dunant decidió en Solferino la fundación de la Cruz Roja.)

Los deficientes conocimientos estratégicos del emperador, unidos a precipitadas maniobras de retirada, fueron las causas principales de la derrota. La malévola expresión: «Leones conducidos por asnos» corrió de boca en boca y llegó en primer lugar al joven emperador. Desde el principio de su gobierno, nada le había interesado tanto como la milicia. En ninguna otra cosa habíase empeñado tanto dinero (ni contraído tantas deudas), y ahora terminaba toda su ambición en un enorme ridículo y en un baño de sangre. El conde de Mensdorff escribió a su padre, el príncipe de Coburgo: «Así los manes de aquellos muertos vuelvan a menudo para turbar el tranquilo sueño de quienes, cómodamente sentados en sus escritorios, toman decisiones políticas estériles».

El estado de ánimo era tan desastroso en Austria, que muchas personas habían anhelado una derrota final, en vista del absurdo mando político y militar y de las terribles cargas que el pueblo ya no podía soportar. Enrique Laube, el director del Burgtheater, que procedía del norte de Alemania, dijo con referencia a los sucesos: «En todas esas guerras, y también en la del año 66, comprobé con asombro y espanto que a la gente poco le importaba ya que fuésemos derrotados. ¡Si fuesen bien los asuntos políticos —se comentaba sin miramientos—, nos alegraría ver victoriosas a nuestras tropas! Pero así..., para nosotros, el año 1848 fue perdido, y sólo nos hacen concesiones cuando el gobierno se ve en apuros por las batallas perdidas. Yo no era mas que un austríaco de adopción, pero tales pensamientos me resultaban insoportables».

El emperador Francisco José tuvo que apurar hasta las heces el cáliz de las consecuencias de la derrota. Nunca había sido tan impopular como durante aquellos meses. El disgusto de la empobrecida población, que reprochaba a los desacertados políticos y al no más afortunado mando militar la pérdida de docenas de miles de vidas, sacrificadas por una provincia al fin y al cabo extranjera, llegaba a expresarse en manifestaciones que exigían la abdicación del emperador para dejar el gobierno en manos de su hermano Max, de ideas más liberales. O sea que también en Viena se respiraban aires revolucionarios.

Los periódicos austríacos no podían dar rienda suelta a sus sentimientos dada la severa censura. Tanto más acremente trataban al joven emperador los diarios extranjeros. Federico Engels, por ejemplo, le tachó de «niño arrogante» y «miserable alfeñique», afirmando que los valientes soldados austríacos no habían sido «batidos por los franceses, sino por la presuntuosa imbecilidad de su propio emperador».

Era fácil hacer responsable de la catástrofe en la Lombardía a la «camarilla» militar y aristocrática que rodeaba al inexperto pero todopoderoso monarca. Un sistema que se identificaba tanto con la milicia como el del emperador Francisco José, no podía resistir semejante catástrofe militar sin graves perjuicios. El soberano escribió a su mujer: «He adquirido muchas nuevas experiencias, y ahora conozco lo que siente un general derrotado. Las graves consecuencias de nuestra desgracia todavía están por venir, pero yo confío en Dios y creo no tener de qué arrepentirme m haber cometido ningún error de estrategia».

Napoleón III, en cambio, atribuía a Francisco José la culpa principal del desastre, y confesó al príncipe de Coburgo que consideraba «pura casualidad» la victoria francesa. Según él, sus ejércitos pasaban por un mal momento, y los generales no habían dado grandes muestras de aptitud para conducir a los hombres. Añadió que los austríacos se habían batido mucho mejor que los franceses... y no cabía duda de que hubiesen ganado en Solferino de haber mandado el emperador avanzar a sus reservas. «El emperador de Austria —dijo— es hombre de gran importancia, mais malheureusemente il lui manque l'energie de la volonté» («... pero, por desgracia, le falta la energía de la voluntad»).

Hasta la propia duquesa Ludovica criticó el afán que Francisco José había demostrado por destacar como jefe de los ejércitos, y escribió a María de Sajonia: «No había esperado que sufriese derrota tras derrota... Y todavía entristece más la cosa el hecho de que el emperador tuviese el mando. Nunca me pareció bien que abandonase Viena en unos momentos tan difíciles, y ahora será muy desagradable su regreso».

Entre tanto, Sisi había organizado en Laxemburgo un hospital para los heridos. Carta de Francisco José: «Alberga a los heridos donde tú quieras; en todas las casas de Laxemburgo. Serán muy felices de estar atendidos por ti. Nunca te lo agradeceré bastante». Tras las sangrientas batallas, había sesenta y dos mil heridos y enfermos que cuidar, y los hospitales de Austria no eran suficientes. Monasterios, iglesias y palacios tuvieron que acogerlos. Pasaron meses antes de que se decidiera la suerte de los soldados heridos: si morían o sobrevivían como inválidos o, por fortuna, sanos. Equipar a las tropas había costado muchísimo dinero, y la asistencia médica de los heridos resultó deficiente.

La joven emperatriz tuvo que enfrentarse de pronto con estos problemas. Se procuró amplia información mediante los periódicos y adoptó una postura cada vez más contraria al régimen totalmente absolutista, militar y aristocrático de su marido. No sabemos con exactitud si hubo en ello alguna influencia personal y si las visitas que recibía de sus familiares bávaros pudieron tener algo que ver con su cambio. Desde luego, era tan evidente que la soberana estaba cada día más de parte del «pueblo» como el hecho de que este factor político se interponía también entre suegra y nuera. Porque si bien la joven emperatriz no hacía reproches directos a su marido, atribuía todas las calamidades a la influencia reaccionaria de la archiduquesa Sofía, como también lo hacían los burgueses intelectuales de la época.

La soberana, de sólo veintiún años, se atrevió incluso a dar un consejo político al emperador (consejo que delataba la «voz del pueblo»): que buscara la paz lo antes posible. Francisco José no le hizo ningún caso, sino que contestó en tono de rechazo:

—Tu plan político encierra muy buenas ideas, pero aún no tenemos por qué enterrar las esperanzas de que Prusia y Alemania nos ayuden al final. Mientras tanto, no hay por qué pensar en negociaciones con el enemigo.

Resulta sorprendente lo mal informado que estaba el emperador sobre los planes y los principios políticos de Prusia, ya que, cuando la guerra estaba perdida de sobra, aún se hacía semejantes ilusiones. A Francisco José sólo le quedaba la fe en Dios, «que sin duda nos dará solución para todo. Nos castiga duramente, y lo más probable es que sólo estemos al principio de padecimientos todavía peores, pero tendremos que soportarlos con resignación y cumplir siempre con nuestro deber».

Elisabeth tenía poca suerte con sus observaciones políticas. También cuando preguntó si Grünne (odiado en todo el ejército) iba a ser destituido, el emperador respondió:

—Nunca se ha hablado de destituir al conde de Grünne, y no pienso para nada en ello. Además, te ruego que no creas todo lo que dicen los diarios, porque publican una serie de falsedades y tonterías.

A la vez recomendaba a su mujer que comiera más, montara menos y, sobre todo, que procurase dormir suficientes horas: «Te suplico que cambies en seguida de vida y descanses de noche, que para dormir se ha hecho y no para leer y escribir. Tampoco debes montar tanto ni con tanto ímpetu».

Las dos madres, Ludovica y Sofía, no veían con buenos ojos que la joven emperatriz se interesase ahora por la política. Extracto de una carta de Ludovica a Sofía: «Espero que la presencia de los niños la ocupe muchas horas del día, calmándola y despertando en ella el sentido del hogar, para así dar un nuevo rumbo a sus costumbres y gustos. Quisiera yo avivar cada chispa, alimentar cada buen deseo».

No habían transcurrido muchos días desde que el emperador rechazara la proposición de Sisi respecto de buscar la paz, cuando él mismo comprendió que aquella guerra no tenía la menor probabilidad de éxito. Sin embargo, la iniciativa para el armisticio no partió de Francisco José, sino de Napoleón III, el «archisinvergüenza», como el monarca austríaco le llamaba.

En el Tratado de Villafranca, Austria tuvo que ceder la Lombardía, que había pertenecido a Austria desde el Congreso de Viena y constituía su más rica provincia. Venecia continuó formando parte de Austria, aunque nadie creía que pudiera ser suya durante mucho tiempo.

El legado suizo comentó que la paz había causado en Viena «un efecto terriblemente desfavorable... El nimbo que hasta ahora había envuelto al emperador se ha desvanecido hasta para las clases más humildes de la población. Desde hace diez años se realizan los más duros esfuerzos para mantener los ejércitos y llevarlos a una máxima perfección, y ahora resulta que se han arrojado por la ventana millones y más millones con el único fin de conservar un juguete y un arma para el ultramontanismo y la aristocracia. Si el emperador se aferra a la idea de mantener el actual sistema de gobierno y seguir mandando con ayuda del Concordato y de los militares favoritos, la monarquía se enfrentará con un futuro muy turbio. Este sistema está totalmente corrompido y ha de terminar».

En Hungría se fraguaba una nueva revolución. Sobre la situación en Viena dijo el doctor Seeburger que «el ambiente nunca había sido peor que ahora, aunque la archiduquesa no lo quiera creer, como declaró. En los restaurantes y cafés, la gente no teme criticar al emperador, pero éste se va mañana de caza a Reichenau, y la emperatriz le acompañará para montar a su gusto».

También el esposo de Sofía, Francisco Carlos, tenía una idea equivocada de la realidad. Aunque hablaba «con claridad sobre el mal humor reinante en Viena, negaba que la cosa tuviese mayor importancia, pues la gente bien le saludaba. ¡Vaya miserable consuelo!», escribió Kempen, ministro de Policía, en su diario.

Fueron descubiertos varios planes de atentados, uno de ellos incluso contra el Hofburg. Ludovica consideraba el enojo popular contra el emperador «tan doloroso como indignante»: «porque va dirigido contra la persona del emperador, a quien se injuria de manera increíble. Se divulgan mentiras sobre él, que precisamente carecen de todo fundamento y son más que injustas. Por desgracia, la hostilidad parte mayormente de los militares, aunque también en el extranjero... se expresan con tanta amargura sobre él». Seguía una frase que define el carácter de Francisco José y aparece en diversas variaciones e incluso en el diario de la archiduquesa Sofía: «... Él mismo es tan ingenuo, diría yo, que se le ve contento, cosa que en realidad me sorprende».

Salieron a la luz monstruosas corrupciones en la milicia y en Hacienda. El ministro de Hacienda, Bruck, se degolló, desesperado, al ver que el emperador desconfiaba de él. Hubo destituciones de ministros y generales: del ministro de Asuntos Exteriores, Buol; del ministro del Interior, Bach; del de Policía, Kempen; de los generales Gyulaí y Hess... El emperador tuvo un enorme trabajo para «calmar la desmedida furia reorganizadora y el empeño de derribarlo todo», como se quejó a su madre.

Centro de las críticas era el general ayudante de campo del emperador, su más íntimo confidente personal y político, además de paternal amigo, el conde Carlos de Grünne, quien desde luego se sentía la cabeza de turco de su augustísimo señor y cargó con culpas que le hubiesen correspondido al emperador. La propia Ludovica sabía que «el odio principal se desata contra Grünne, porque afirman que expresamente dejó al emperador en la ignorancia de todo lo triste que había sucedido, así como de todos los terribles descuidos, errores y fraudes».

El periódico liberal Neue Wiener Tagblatt publicó más tarde: «El apellido Grünne gozó de una impopularidad que casi se acercaba ya a la popularidad». Dijo que era un «dictador no sistematizado», un jefe de gobierno extra statum, con el «nimbo de un vice-emperador», y que en el Consejo de Ministros había llevado también con frecuencia la voz del monarca.

La presión de la opinión pública obligó por fin al emperador a destituir a Grünne de sus cargos de general ayudante de campo y de jefe de la Cancillería militar, aunque lo hizo con grandes muestras de favor. La única función que le quedó a Grünne fue la de caballerizo mayor.

La amistad entre Sisi y Grünne no se resintió por los asuntos políticos. Tras su destitución le deseó, sobre todo, «más felicidad que en los últimos años. Yo aún no puedo hacerme a la idea de que todo vaya a ser tan diferente de antes, y menos todavía a ver a otra persona en el lugar de usted. Mi único consuelo es que no le hemos perdido del todo, y usted sabe bien cuánto se lo agradezco».

Francisco José luchó con todas sus fuerzas contra una limitación de su poder absoluto, y la archiduquesa Sofía le apoyaba en ello. Detestaba la «voluntad del pueblo» y la consideraba un crimen de lesa majestad. En sus cartas hablaba de traición y no admitía la culpa del «sistema». Lamentábase de que «mi pobre hijo, duramente acosado por el triunfo de la injusticia sobre la buena justicia, por la traición y la deslealtad, se vio incomprendido, además, por muchos».

Para formarnos un juicio certero sobre la postura política de la emperatriz, que pronto fue conocida en círculos bastante más amplios, hay que tener en cuenta que esta mal vista liberalidad (en el ambiente cortesano), este anticlericalismo y este entusiasmo por el Estado constitucional surgieron en la época políticamente más oscura para Austria..., en un contraste totalmente personal con las pretensiones de la gracia de Dios, con el absolutismo y con los conceptos aristocráticos de la archiduquesa Sofía.

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