CAPITULO XI
LA DISCÍPULA DE HEINE
Francisco José se esforzaba por hacerle la vida lo más agradable posible a Sisi en Viena y satisfacer todas sus exigencias. Dado que ella no se encontraba a gusto en el Hofburg ni en Schönbrunn, en Laxemburgo o en Hetzendorf, mediados los ochenta le mandó construir una villa en medio del parque zoológico de Lainz, donde podría sentirse totalmente libre de las molestias cortesanas. El palacete resultó muy del gusto de Elisabeth. Los planos eran del arquitecto Hasenauer, creador asimismo de la famosa Ringstrasse de Viena. Delante de la casa se alza una estatua de Hermes, el dios griego favorito de Elisabeth (por el que el palacete recibió el nombre de Villa Hermes); en el balcón hay un busto del poeta Heine, y en el vestíbulo de donde arranca la escalera vemos una estatua de Aquiles moribundo, su héroe preferido. Las paredes y los techos de la alcoba de Elisabeth estaban cubiertos de frescos representando escenas de su comedia favorita, El sueño de una noche de verano (pintados según dibujos de Makart por el entonces aún joven y desconocido Gustav Klimt). En el cuadro principal, que coronaba el suntuoso lecho de la emperatriz, aparecía Titania con el asno, broma que probablemente no debió de hacer mucha gracia al emperador. Las paredes de la obligada sala de gimnasia estaban decoradas con frescos en los que se veía luchar a los gladiadores de la antigüedad, demostración del amor de Elisabeth a Grecia, como lo eran también las numerosas estatuillas griegas de que se rodeó en su Villa Hermes.
Lo que más agradaba a Elisabeth de su palacete de Lainz, «el castillo encantado de Titania», como lo llamaba, era la soledad en medio de un bosque prácticamente virgen y con gran abundancia de venados. El parque zoológico de Lainz estaba rodeado de un muro, y en las puertas había centinelas. En tiempos de Elisabeth, nadie podía ver la villa. Ella paseaba durante horas sin que nadie la estorbara, observando a los animales (para defenderse de los jabalíes, llevaba siempre consigo una especie de matraca, que los asustaba), y allí se inspiraba para sus poesías.
Al principio, la emperatriz no era muy partidaria de las modernas instalaciones sanitarias ni tampoco de los cuartos de baño ya incorporados (que no existían en ninguno de los demás palacios imperiales). Porque, en tal caso, «quedarían sin trabajo no sé cuántas mujeres encargadas de colocar las bañeras y llenarlas». Otra cosa que le resultaba desacostumbrada eran los lavabos en forma de concha que había en los pasillos. En cierta ocasión, el arquitecto Hasenauer observó cómo la emperatriz se divertía abriendo y cerrando los grifos de agua, pues era para ella algo nuevo.
Cuando la familia imperial pernoctó por primera vez en Lainz en mayo de 1887, Valeria suspiró llena de añoranza hacia Ischl: «Me acosté muy triste en mi blanca cama, situada en una extraña alcoba y desde la cual me mira un mofletudo angelito, rodeado de cielo azul y nubes...».
A la princesa tampoco le agradaban las fastuosas habitaciones de la emperatriz: «Los aposentos de mamá se esfuerzan en resultar bien acogedores, pero su remilgado estilo rococó me molesta. ¡Ojalá estuviéramos de nuevo en casa!».
En opinión de Valeria, Villa Hermes era, en realidad, «de una incómoda y moderna belleza, y no se parece en nada a lo que hasta ahora nos era familiar». Francisco José volvió a reaccionar con indefensión, como otras veces ante las ideas de su esposa: «Siempre tendré miedo de estropearlo todo».
Pero a pesar de que ahora había conseguido una residencia propia y solitaria, Elisabeth no estaba dispuesta a permanecer en Viena con frecuencia. Pocos fueron los días al año que pasó en la costosísima Villa Hermes, ya que de nuevo ansiaba volar. No acudiría a las monterías, pero sí emprendería largos viajes, preferentemente al extranjero.
Es evidente que Elisabeth atravesaba en aquella época una grave crisis. Se aproximaba a los cincuenta años. El resplandor de su hermosura se había apagado, y Elisabeth escondía su arrugado rostro tras abanicos y sombrillas. La alegre y decidida «reina tras la jauría» padecía de ciática y también de serios trastornos nerviosos. Pese a sus excelentes cualidades intelectuales, Elisabeth se veía aislada, carente de influencia e insatisfecha en todos los sentidos. Una última vez hizo un esfuerzo para dar a su vida un rumbo que valiera la pena, aunque desde luego no dentro del marco de su categoría imperial ni de su familia, sino que se dedicó a la poesía con mayor intensidad que nunca, haciendo un amargo balance de su vida:
(Gödöllö, 1886)
En mi gran soledad
compongo pequeños cantos;
el corazón, lleno de pena y tristeza,
me oprime el espíritu.
¡Qué joven y rica fui un día
en ilusiones y esperanzas!
Creí poseer inmensas fuerzas,
y el mundo se abría ante mí.
Viví y amé,
y recorrí el mundo.
Mas no hallé lo que buscaba.
Engañé y fui engañada.
Elisabeth había perdido la esperanza de ser comprendida por sus coetáneos. Procuraba establecer más contacto que nunca con los espíritus de los muertos y ponía toda su confianza en las «almas del porvenir» para las que escribía poesías. Las obras de los años ochenta estaban destinadas (al contrario que las que compusiera en su juventud) a ser publicadas.
Elisabeth puso enorme cuidado en sus poesías para la posteridad. En los inviernos de 1886 y 1887 mandó efectuar copias, en el más estricto secreto, por dos parientas expresamente llegadas de Baviera: María de Larisch y Henny Pecz, prima (burguesa) de aquélla. Los relatos de la condesa de Larisch, según los cuales tales copias sirvieron como originales para una edición secreta de las poesías, ya no pueden ser considerados una mera fantasía pese a lo novelescos que parezcan.
Entre las obras póstumas de la emperatriz que se conservan en el Archivo Federal Suizo de Berna se hallan, en efecto, junto a los manuscritos originales, la impresión, hasta ahora anónima, de dos volúmenes de poesías (Cantos de invierno y Cantos del mar del Norte), idéntica a las obras manuscritas.
La emperatriz depositó los originales y lo ya impreso en un cofrecillo, en el Hofburg, con la disposición de que, a su muerte, fuese entregado a su hermano el duque Carlos Teodoro. Sucedía esto en 1890. Asimismo, la soberana pidió a su hermano que guardase el cofrecillo para que, al cabo de sesenta años, fuese éste pasado al presidente de la Confederación Suiza, lo que realmente se cumplió en 1951. Otros ejemplares impresos de sus poesías los dio Elisabeth a algunas personas de confianza, por ejemplo, al «bello príncipe» Rodolfo de Licchtenstein. A través de la herencia de este príncipe, en Brünn, y de la Academia Austríaca de Viena, en 1951 llegó a Suiza otro ejemplar de los Cantos de invierno y de los Cantos del mar del Norte.
(Cuántos ejemplares se hallaban en otras manos y se extraviaron es cosa que ignoramos. Es de suponer que también el conde de Wilczek tendría copias de ambas obras, ya que, como insinúa María de Larisch —y no hay motivo para no creerlo—, Wilczek era el mediador de la emperatriz. Elisabeth no trató personalmente con la imprenta [como lo hacía su hijo Rodolfo en ocasiones semejantes], sino que permaneció en el anonimato. Por desgracia, el archivo de la familia Wilczek fue saqueado por los rusos en 1945, en la localidad de Seebarn, no siendo posible conseguir más datos.)
Al cofrecillo puesto en manos de su hermano Carlos Teodoro, la emperatriz agregó una carta de su puño y letra dirigida a la persona que en su día examinara las poesías y las publicara:
«Estimada alma del futuro:
»Te entrego estos escritos. Me los dictó el Maestro, y también fue él quien determinó su destino: que sean publicados sesenta años después de 1890, para bien de los condenados políticos y de sus familiares necesitados. Porque dentro de sesenta años habrá en nuestro pequeño planeta tan poca dicha y paz, o sea libertad, como hay hoy. ¿Quizá las haya en otro? En la actualidad no te lo puedo decir, pero quizá cuando leas estas líneas... Con un cordial saludo, porque siento que eres buena para mí,
»Titania.
»Escrito en el estío del año 1890, en un tren especial que parece volar.»
Tan complicadas disposiciones demuestran el valor que la emperatriz concedía a su labor poética y cuántas esperanzas tenía puestas en su publicación: la comprensión por parte de la posteridad y una rectificación de su imagen en la historia. Mas también revelan hasta qué punto se sentía perseguida Elisabeth y cuánto desconfiaba de las autoridades austríacas y de sus parientes de la Casa de Habsburgo, a quienes no creía capaces de la lealtad precisa para conservar debidamente sus poesías. El propio Francisco José no estaba enterado de esas secretas disposiciones de su esposa para las «almas del futuro», como se deduce de todo el misterio con que fue llevado el asunto.
Elisabeth tampoco confiaba en la estabilidad de la monarquía. Del mismo modo que (sin conocimiento del emperador) había transferido gran parte de su fortuna a la banca Rothschild de Suiza, para protegerse en caso de una emigración, también confió a Suiza lo más precioso que creía legar a la posteridad, ya que Suiza —a la que en varias poesías elogiaba como «salvaguardia de la libertad»— le parecía, por su forma de gobierno (república), más segura de cara al futuro que una monarquía.
El destino del dinero conseguido con la publicación era señalado de nuevo por la emperatriz en un breve escrito adjunto que dirigía al presidente de la Confederación Helvética: «Los beneficios deberán ser empleados exclusivamente en la ayuda a los desvalidos hijos de los condenados políticos de la monarquía austro-húngara, dentro de sesenta años».
De poco les sirve hoy el deseo de la emperatriz a las «almas del futuro». Porque, si bien se entiende que, al expresar esa intención, Elisabeth incluía una critica de las circunstancias políticas de la monarquía danubiana, queda muy incierto a qué «condenados políticos» se refería. ¿Qué «condenados políticos» había entonces, en 1890? Socialistas, anarquistas, nacionalistas alemanes... ¿Pero podía no tratarse de éstos? ¿No estarían en su mente, como otras tantas veces, las familias de los revolucionarios húngaros alzados en 1848-49 contra el Estado central austríaco? ¿Y cómo iban a ser encontrados hoy los descendientes?
En cualquier caso, las disposiciones de Elisabeth demuestran que estaba convencida de la calidad de su obra poética (por lo menos hasta el año 1890, cuando dio estas instrucciones). No se daba cuenta de que las poesías por ella escritas no eran apenas más que las versificaciones de una aficionada..., de una mujer aburrida, solitaria y desgraciada.
Elisabeth pasó casi diez años concentrada en sus poesías, y en ese tiempo la emperatriz de Austria y reina de Hungría y Bohemia se transformó en Titania, reina de las hadas, como gustaba de definirse en los escritos. Francisco José fue convertido en Oberón, pese a lo poco que eso se adaptaba a su personalidad real. Ahora la vida de Elisabeth estaba llena de hadas y enanos, pero sobre todo de la figura del «maestro» Heine. Los súbditos de su Imperio quedaban tan apartados de ella como los problemas de su familia, especialmente los de su hijo, cuyo triste destino había de cumplirse en esos años ochenta, sin que la madre se diese cuenta ni tuviera la más vaga idea de sus verdaderos problemas.
Sólo pocas personas estaban enteradas de que la emperatriz componía obras poéticas. Francisco José, hombre de sentido práctico, no sabía qué hacer con las «ideas fantásticas» de su esposa, y reaccionaba con la amable condescendencia de siempre cuando no entendía las particularidades de Sisi. La archiduquesa María Valeria, que sin duda era la que más tenía que escuchar y recitar las poesías de su madre, consideraba una gran poetisa a Elisabeth, aunque, por otro lado, se reía a veces del afán de su madre en comunicar en seguida a las «almas del futuro», en forma de poesía, cualquier pequeño disgusto o conflicto. Por lo visto, eso de «legarlo todo a la posteridad es característica común de la familia. Posiblemente nos llamen algún día una funny family». «Extraña vida la de mi madre —se lamenta Valeria—. Dedica sus pensamientos al pasado y pone sus ambiciones en un futuro lejano. El presente es para ella como una borrosa sombra chinesca, y su mayor orgullo consiste en que nadie se imagina que sea una poetisa.»
De momento, Elisabeth no decía nada al marido respecto de sus poesías, sino que le mostraba los pinitos literarios de la archiduquesa Valeria, a la que quería convencer de que también tenía dotes de poetisa. La joven, que más bien había heredado la sensatez de su padre y no el temperamento soñador de la madre, vacilaba, y escribió, algo desconcertada, en su diario: «Mamá se empeña en que mañana entregue mi poesía a papá, y eso me preocupa, porque estoy convencida de que papá considera afectado el componer poesías». La propia condesa de Festetics se expresa así, con cuidado, sobre el emperador: «En él no está muy desarrollada la vena poética».
Gyula Andrássy era uno de los pocos que estaban en el secreto. Las poesías de la emperatriz le servían de oportuno motivo para elogiar a Elisabeth. En 1889 escribió, por ejemplo, al barón de Nopsca: «Tú bien sabes cuán elevada opinión tuve siempre de su espíritu y de su corazón, pero esa opinión ha aumentado hasta la máxima admiración después de leer algunas de sus poesías; y el hecho de que en ella se unan una inteligencia que honraría al hombre más notable y tal delicadeza de sentimientos, me impulsa a afirmar, simplemente, que no existe otra mujer igual en el mundo. Una cosa me apena, sin embargo, y es que sólo tan pocas personas sepan quién es ella en realidad. Me gustaría que el mundo entero tuviera noticia de ello y la admirara como merece tan excelsa personalidad».
Carlos Teodoro, el hermano de Elisabeth, que ejercía de oculista, veía esa nueva ocupación de manera mucho más desapasionada y estaba preocupado. Dijo que encontraba bonitas las poesías que le fueron enseñadas, pero recomendó a Elisabeth que «no se enfrascara demasiado en esas exaltadas ideas que envolvían su vida, ya que con su imaginario contacto espiritual con Heine corría el peligro de excitar sus nervios hasta tal punto, que acabara loca». Cuando estaba en familia, Carlos Teodoro expresaba francamente su opinión sobre Sisi: «Que era inteligente, pero, desde luego, le faltaba un tornillo».
El padre de Elisabeth, duque Max, había adoptado siempre una postura sumamente crítica frente a sus hijas, Elisabeth inclusive. Con motivo de la celebración de sus bodas de diamante en septiembre de 1888, leyó ante toda su familia su pasaje favorito de El siglo nervioso, obra de Mantegazza recién publicada: «El nerviosismo de quienes no trabajan sólo podrá ser curado, poco a poco, cuando los duques, condes y barones enseñen a sus hijos que el trabajo es el mejor título de hidalguía y, a la vez, el camino más seguro hacia una vida larga y feliz». Esta cita apareció poco después en un artículo referente a las mencionadas bodas de diamante, publicado por el Wiener Fremdenblatt, y debía entenderse como una abierta censura al comportamiento de la emperatriz. Las relaciones de Elisabeth con su padre —entre tanto, enfermo— habían empeorado de tal manera, que ni siquiera acudió al entierro, que tuvo efecto en Munich en noviembre de 1888. Excusa oficial: no se encontraba bien de salud.
Las poesías compuestas por Elisabeth en los años ochenta (tras la muerte de Rodolfo, en 1889, abandonó de súbito la poesía) abarcan unas seiscientas páginas impresas y constituyen un único gran himno al adorado «maestro» Enrique Heine. Esta admiración iba mucho más allá de la devoción normal de un aficionado a la literatura. La emperatriz se sabía de memoria largos pasajes de las obras de Heine y, además, había estudiado con gran detención la vida del poeta. Elisabeth se creía estrechamente unida a él, muerto en 1856 en París, y se sentía discípula suya, llegando a decir que el maestro le dictaba sus poesías a través de su pluma. «Cada palabra, cada letra que me llega de Heine, es un tesoro», escribió Elisabeth a su hija Valeria, confesando que el poeta «siempre y en todas partes está conmigo».
En esta estrecha relación con su amado «maestro» ya muerto hemos de ver el mismo afán de huida que en sus prácticas de equitación y en sus prolongados viajes. Elisabeth, cada día más resignada y sola, huía de la desagradable realidad al mundo de sus sueños y tenía el convencimiento de mantener contacto espiritista con el difunto «maestro». Por ejemplo, explicó a su hija María Valeria con todo detalle una aparición de Heine. Según ella, había visto una noche, delante de su cama, el perfil de Heine que tanto conocía de uno de sus retratos, teniendo la «extraña pero confortadora sensación de que esa alma quería arrancar del cuerpo la suya. La lucha duró unos segundos, pero Jehová no permitió que el alma abandonase el cuerpo. La aparición se desvaneció y, pese a la decepción de seguir con vida, mamá experimentó durante largo tiempo una feliz consolidación de su fe religiosa, un más profundo amor a Jehová y la convicción de que el alma de Heine estaba en contacto con Él y que su contacto con el alma de mamá era bien visto por la Divinidad».
La emperatriz coleccionaba ediciones de las obras de Heine y también retratos suyos. Vivía rodeada de bustos de Heine. Visitó en Hamburgo a la anciana hermana del poeta, Carlota de Embden, y en París la tumba de Heine.
Elisabeth compartía también las preferencias y las aversiones de su maestro. Por ejemplo, se interesó por el poeta hebreo Jehuda ben Halevy, elogiado por Heine en su Romancero. Residía entonces en Viena uno de los más profundos conocedores de Halevy, el profesor Seligmann Heller. Sin previo aviso y sin haber intercambiado ni una sola línea con el literato, la emperatriz se presentó un día en casa de Heller. Estaba éste «asomado a la ventana en cómoda bata, cuando vio detenerse delante un carruaje. Heller, que era miope, no se fijó en que se trataba de un coche de la corte y bromeó con su hijo acerca de que un vehículo tan elegante se parase delante de una vieja casa de los arrabales... ¿Acaso iba a recibir una distinguida visita? Pocos minutos después llamaron a la puerta y ante el asombrado poeta y erudito apareció la emperatriz. Pero Elisabeth supo vencer la turbación del hombre con aquella naturalidad tan peculiar en ella, y en pocas palabras le expuso el motivo de su visita, hablándole de Jehuda ben Halevy, al que sólo conocía a través de las obras de Heine, pero en cuyas composiciones ansiaba profundizar de su mano».
Sin la menor preparación, Seligmann Heller dio a la emperatriz una conferencia sobre la vida y la obra del poeta hebreo, a la vez que señalaba la dificultad de trasladarse a un ambiente ideológico tan distinto. Recomendó a la emperatriz, finalmente, que se atuviera a la «opinión sinceramente elogiosa» de Heine.
La fama de Elisabeth como buena conocedora de Heine era tan grande, que en ocasiones le pedían consejo. Así lo hizo un profesor de historia de la literatura, de Berlín. Envió a la emperatriz tres poesías inéditas de Heine y le pidió su opinión acerca de si esas obras, un poco audaces, debían ser publicadas o no. Elisabeth contestó, en una larga carta autógrafa, que una de aquellas tres poesías no le parecía proceder de la pluma de Heine (con lo que tenía razón, según una investigación realizada más adelante), mientras que se declaraba partidaria de que las otras dos fueran editadas: «... porque el público de Heine son los pueblos del mundo, y éstos tienen derecho a conocerlo todo, ya que el propio autor, al contrario que la mayoría de los escritores, despreciaba toda hipocresía y procuraba mostrarse tal cual era, con todos sus méritos y todas sus debilidades humanas».
La admiración de Elisabeth por Heine no excluía su interés por otros poetas. Seguía leyendo con entusiasmo las obras de Shakespeare y se sabía casi de memoria su comedia favorita, El sueño de una noche de verano, y con María Valeria leyó Fausto (en su versión no abreviada, lo que en aquella época se consideraba inadecuado para una jovencita, dada la «inmoral» tragedia de Margarita). A finales de los años ochenta, Elisabeth inició sus estudios de griego antiguo, con objeto de poder leer textos originales de Homero, pero luego se concentró en la lengua griega moderna. Como ejercicio tradujo, por ejemplo, el Hamlet de Shakespeare del inglés al griego moderno, y en 1892 se atrevió con textos de Schopenhauer, pero exclamando: «¡Aunque el día fuese el doble de largo, no podría estudiar y leer todo lo que quisiera!».
Como justificación de las horas que pasaba a diario dedicada al estudio del griego sin rendirse, hasta conocer a fondo el idioma, dijo: «Es muy sano tener que ocuparse de algo bien difícil, porque con ello se olvidan los propios problemas».
Como en la lengua húngara, también en la griega moderna prefería Elisabeth la forma de expresarse del pueblo. A uno de sus lectores le explicó esta preferencia muy al estilo de Heine: «La única causa de mi interés por el lenguaje popular es que deseo hablar como lo hace el noventa por ciento de la población y no como se expresan los profesores y los políticos. Si hay una cosa que aborrezco es la desfiguración de los pensamientos, escritos y demás».
En sus paseos la acompañaba un estudiante griego, que no sólo conversaba en griego con ella, sino que, además, debía leer en voz alta mientras caminaba, lo que no era empresa fácil, por lo de prisa que andaba la emperatriz, y dejaba sorprendido a más de un testigo ocular. Cuando preguntó a su hermano Carlos Teodoro por qué no aprovechaba también los paseos para hacerse leer textos en lenguas extranjeras, la respuesta fue ésta: «Porque la gente creería que me he vuelto loco». Replicó Elisabeth: «¿Y eso qué importa? ¿No basta con que uno tenga la certeza de no estar chiflado?». María Redwitz, dama de honor bávara que reprodujo esta conversación, comentó: «Con ello explicaba muchas cosas de su vida, porque siempre hizo lo que le apetecía, sin preocuparse por lo que los demás pudiesen pensar. Pese a todas sus excentricidades, como persona se mantuvo sencilla y totalmente natural».
El amor a Grecia era tradición en la familia de los Wittelsbach. El tío de Elisabeth, rey Luis I, era tan admirador de todo lo griego como su hijo Otón, que fue rey de Grecia desde 1832 hasta 1862. Durante ese tiempo se trasladaron a Grecia muchos bávaros, que proporcionaron ayuda personal y financiera al país, tan empobrecido por la larga ocupación turca. También el duque Max, padre de Elisabeth, conocía Grecia a fondo, y no sólo por sus viajes, sino igualmente a través de la historia y la literatura griegas.
El entusiasmo de Elisabeth hacia todo lo heleno tenía su fundamento en sus conocimientos de la lengua, de la mitología y de los hechos históricos. Uno de sus poetas favoritos era lord Byron sin duda el más famoso participante extranjero en la lucha por la libertad de Grecia. La emperatriz tradujo al alemán muchas obras de Byron, imitando también aquí a su maestro Heine.
La persona de lengua alemana que más a fondo conocía Grecia era, en los años ochenta, el cónsul austríaco en Corfú Alejandro de Warsberg, célebre por sus libros, entre los que destacaban sus Paisajes de la Odisea. La emperatriz pidió en 1885, que la acompañara en sus viajes por Grecia como guía científico. El camarero mayor de Elisabeth expuso al escritor y diplomático, antes de su primera audiencia y no sin cierto temor, «que yo fuera breve y conciso, ya que la emperatriz no soportaba que le hablaran demasiado. Le fui presentado. Ella me susurró algo, breve pero no incorrecta. Yo la encontré fea, vieja, delgada como un huso, mal vestida..., y tuve la impresión de hallarme... no ante una excéntrica, sino ante una verdadera loca, cosa que me entristeció de verdad».
Sin embargo, ese mismo Warsberg no tardó en cambiar de opinión. Porque durante las visitas a los lugares de importancia arqueológica, «la emperatriz se transformó en otra mujer: habladora, espontánea, inteligente, notable, íntima, libre de prejuicios... Dicho en otras palabras, una de las personas más encantadoras que encontré en la vida. Cuatro horas caminé a su lado o —si el sendero era estrecho— inmediatamente detrás de ella, y me hacía hablar sin descanso, tanto, que por la noche tenía la garganta irritada. Ella, por su parte, hacía los comentarios más curiosos y sinceros. Desde luego, se trata de una persona de elevado nivel intelectual, que me interesa en grado sumo. Parece darse cuenta de su importancia, y creo que en ello halla justificación para no dejarse atajar. De otro modo no se comprende que el emperador le tenga tantas consideraciones».
No había transcurrido mucho tiempo, cuando también Warsberg presentó síntomas de enamoramiento: «Es de una amabilidad cautivadora. No hay quien se resista a su atractivo... Sólo me interesa ella, la mujer», confió en 1888 a su diario.
Allí donde apareciera Elisabeth, cuando en Grecia aún no había turistas, producía sensación: una alta y superesbelta dama extranjera, vestida de oscuro, que avanzaba a largos pasos por los peores caminos, seguida del siempre jadeante científico Warsberg y de la fatigada y regordeta condesa de Festetics. Según Warsberg, la gente del pueblo la llamaba «el ferrocarril», y eso era una expresión de admiración, ya que ese nuevo adelanto del siglo XX también estaba a punto de ser introducido en Grecia y era motivo de asombro general por su velocidad increíble.
Siempre había problemas con los acompañantes de Elisabeth, y se repitieron en la fatigosa ascensión a la roca de Safo. Warsberg se lo había imaginado todo muy fácil. Veinte años atrás había escalado la misma roca, visitando allí a un ermitaño que vivía en una endeble choza. Desde que entonces subiera Warsberg, el hombre no había visto a ninguna otra persona. «¡Y ahora recibía nada menos que la visita de la emperatriz de Austria! —escribió Warsberg con orgullo—.Yo pedí al ermitaño (que ahora tiene la barba y los largos cabellos blancos como la nieve) que caminara delante de nosotros para conducirnos a las ruinas del templo de Apolo y a aquel lugar desde donde se arrojó Safo. La primera vez, aquello me había parecido el paisaje más hermoso del mundo, y creo que nunca pasé otro día tan feliz.»
Pero dado que la roca de Safo también es interesante para la navegación, la emperatriz permitió que la acompañaran varios cadetes del Miramar. Y Warsberg comentó: «Esa pandilla de jóvenes charlaba tanto y de cosas tan poco adecuadas para el lugar, que se hizo imposible un ambiente poético. Cuando estábamos en lo alto de la roca, la emperatriz me susurró que le parecía hallarse en el vagón restaurante de un tren». Continúa luego Warsberg: «... yo me había envuelto ya en un melancólico silencio, porque me habían estropeado la ilusión de conducir de un lado a otro a su majestad con una solemnidad casi religiosa». Tampoco el relato de la condesa de Festetics refleja ambiente poético: «Cuando por fin llegamos a la cumbre, después de tres horas de subida, estaba muy nublado y empezó a llover a mares. El camino se hallaba resbaladizo e intransitable, y por eso no pudimos visitar más que el sitio desde donde ella [Safo] saltó. Durante la ascensión tampoco pudimos ver nada, porque corríamos tanto como si estuviésemos en Gödöllö, y había que ir con cuidado para no romperse una pierna o una mano». Cartas como ésta las hay a docenas.
Elisabeth seguía infatigable las huellas de sus héroes griegos. Desde Itaca envió ciclámenes a su hija Valeria, y en una carta agregó que por la mañana había estado en el lugar «donde Odiseo desembarcó, y allí cogí las dos plantas para ti. Como en Corfú, todo está lleno de flores. Durante la travesía leí la Itaca de Warsberg. Converso mucho con él, y éste es un auténtico viaje cultural».
El emperador Francisco José no acababa de «entender que haces tantos días en Itaca». Y: «Me alegra que te guste tanto Itaca. Que resulte sedante y quieto, lo creo; pero me parece imposible que supere en belleza a Hallstatt, sobre todo teniendo en cuenta la escasa vegetación meridional».
Con aire casi triunfal volvió Francisco José a hablar de Hallstatt en su carta siguiente. No lograba simpatizar con Itaca ni con Odiseo: «Yo tenía razón al afirmar que Itaca no puede compararse con Hallstatt, porque el príncipe heredero de Meinigen, que recorrió toda Grecia y es un entusiasta de la antigüedad, me aseguró que la isla está totalmente desierta y nada tiene de bonita».
En 1888, Elisabeth le dijo al marido que consideraba Grecia su «hogar del futuro». Viajó largamente por el mar Egeo y llegó a hacerse tatuar un ancla en el hombro, lo que para Francisco José fue «una sorpresa horrible». Con ese detalle, Elisabeth quiso demostrar su inextinguible amor al mar.
No sabemos qué opinaba la emperatriz de la literatura coetánea. Sólo se conoce su estrecha relación con escritores húngaros de la época, como Jokai y Eötvös, por ejemplo. No existe referencia alguna a un interés por los literatos alemanes de entonces, con la excepción de «Carmen Sylva», si bien las obras de ésta sólo pueden figurar de manera relativa entre la auténtica literatura.
«Carmen Sylva» era el seudónimo empleado por la reina Isabel de Rumania, esposa de Carlos I, nacida princesa de Wied y seis años más joven que la emperatriz Elisabeth. En los años ochenta consiguió grandes éxitos con sus dramas franceses, poesías alemanas, cuentos romanos, novelas y también pláticas para laicos, todo ello de estilo patético-inquieto. «Carmen Sylva» se convirtió en un ejemplo para Elisabeth. Junto a ella, la tan huidiza emperatriz salía de su reserva y demostraba bien claramente que la prefería a todos los demás personajes regios.
También la archiduquesa María Valeria, de dieciséis años, era una ferviente admiradora de «Carmen Sylva», y en 1884 escribió, cuando la reina de Rumania visitó Viena: «Ésa lo tiene todo en la uña, me digo cuando miro sus grandes y rientes ojos verdes y su dentadura, perfecta y blanca como la nieve. ¡Ay, "Carmen Sylva"! Si eres capaz de leer en los corazones, has de saber que los nuestros te pertenecieron desde el primer momento, sin reservas».
Valeria describe luego el aspecto de «Carmen Sylva»: «Su toilette resultaba un poco rara. Debajo de su gran abrigo de pieles llevaba un vestido amplio, casi semejante a un camisón, de terciopelo rojo muy oscuro, con bordados de colores y un cordón de seda (parecido a una cuerda) atado a la cintura. El sombrero era muy cerrado y... con un velo, encima del cual se ponía los quevedos...». La reina de Rumania era motivo de burlas por parte de la sociedad vienesa, lo que animaba a Elisabeth a unirse más aún a ella.
Numerosas poesías revelan el afecto de la emperatriz de Austria a «Carmen Sylva», la «amiga», la «hermana». Para ella, la reina que con frecuencia enfermaba de añoranza del Rin, Elisabeth compuso durante su visita a Heidelberg, en 1884, un canto a ese río. (Y en el mismo año aparecieron las obras que «Carmen Sylva» reunió con el título de Mi Rin.)
En varias ocasiones, Elisabeth realizó el largo viaje a Rumania sólo para ver a su amiga:
No me interesa la corte,
y ni siquiera la reina.
Sólo por la poetisa
vine, por «Carmen Sylva».
Las dos amigas tenían mucho en común: el espiritismo, el amor a la poetisa griega Safo (sobre la que «Carmen Sylva» escribió una narración) y, no en último lugar, su escasa simpatía hacia las dignidades humanas e incluso a la forma de gobierno monárquica. «Carmen Sylva» confió a su diario: «Tengo que simpatizar con los socialdemócratas, sobre todo dada la holgazanería y la depravación de la gente distinguida; los "otros" quieren, simplemente, lo que ofrece la naturaleza: igualdad. La forma de gobierno republicana es la única racional; yo no acabo de comprender que los pueblos sean aún tan tontos para aguantarnos». De Elisabeth hay registradas expresiones muy parecidas.
«Carmen Sylva» era una de las pocas personas que no sólo aceptaban la admiración de Elisabeth por Heine, sino que también la comprendían. A la muerte de la emperatriz de Austria, escribió: «Era natural que, entre todos los poetas, estimara principalmente a Heine, ya que éste se desespera también ante la falsedad del mundo y no encuentra suficientes palabras para fustigar la vacuidad existente en él. No podía ella perdonar que, en nuestra posición, tuviéramos que rodearnos de tantas apariencias y que nos costara tanto penetrar hasta el fondo de las cosas. Era incapaz de soportar que la gente se empeñe en vernos siempre olímpicos y no quiera que lloremos y suspiremos como cualquier otra persona. Nos colocaron en un pedestal para que sonriamos constantemente y proporcionemos a los demás la seguridad de que en el mundo se puede vivir alegre. Y en eso ya hay una mentira despreciable y cruel... En Heine, Elisabeth hallaba el desprecio hacia todas las vanidades, tan arraigado en ella, y la misma amargura que llenaba su difícil y solitaria vida, pero también la picardía que en ella se escondía y que la impulsaba a sorprender a los demás con tanta frecuencia».
Como soberanas, las dos mujeres tenían poco parecido entre sí. Isabel de Rumania vivía muy consciente de la responsabilidad inherente a su posición. Era activa y dispuesta, a pesar de ciertos rasgos novelescos que también a ella se le reprochaban. En Rumania se perfiló por su recopilación de cantos populares y leyendas, así como por su fomento de la tradición rumana, si bien seguía componiendo sus poesías principalmente en lengua alemana.
«Carmen Sylva» no apoyaba en absoluto a Elisabeth en su deseo de abandonarse por completo a la fantasía y al cultivo de la poesía en medio de la soledad. Exigía, concretamente, que también cumpliese con sus deberes de soberana. Pero, en este aspecto, Elisabeth no se dejaba influir ni por su amiga poetisa, y de manera categórica escribió a su hija Valeria: «"Carmen Sylva" es muy agradable, amena e interesante, pero sus pies tocan el suelo. Nunca podría comprenderme; yo, en cambio, sí a ella, porque la quiero. Le gusta explicar e inventarse cosas; disfruta con ello, pero el rey [Carlos] es tan prosaico, que espiritualmente hay un abismo entre ambos. Claro que "Carmen" no lo reconoció así, sin más, pero yo lo adiviné de sobra».
Ambas «reinas poetisas» se sentían insatisfechas e infelices en el matrimonio, y eso fue motivo suficiente para que «Carmen Sylva», después de una extensa conversación con la amiga, decidiese escribir «sobre el contrasentido de los matrimonios».
Siempre que se presentaba la ocasión, Elisabeth demostraba su simpatía hacia las mujeres cultas y seguras de sí mismas, que no veían el objeto de su vida sólo en la familia, como era normal en el siglo XIX. Al emperador, esa preferencia de su mujer le producía una máxima inseguridad, y —por ejemplo— escribió a Catalina Schratt acerca de la visita de la escritora bávara Von Redwitz: «La visita me asusta un poco, ya que delante de una dama semejante hay que esforzarse mucho para parecer ingenioso y culto».
Tampoco con la reina de Rumania, siempre tan vehemente, podía Francisco José tener verdadera amistad. En cierta ocasión confesó a Catalina Schratt, con toda franqueza, que «Carmen Sylva» «le atacaba los nervios». Y agregó: «... Yo me mostraba cada vez más frío; casi estuve incorrecto».
El afán cultural de Elisabeth y sus intereses filosóficos, literarios e históricos acabaron por separarla todavía más de su marido y de la Corona, como le sucedía al príncipe heredero. La sociedad vienesa de aquellos días no era solamente inculta, sino, además, enemiga de la ilustración. Algunos observadores extranjeros tenían muchos comentarios que hacer sobre ello, como el conde Hugo de Lerchenfeld: «A veces me quedaba atónito cuando en Viena oía hablar durante horas enteras de cualesquiera tonterías, con aire de importancia, a personas adultas que en realidad eran muy inteligentes. Hasta cierto punto, me explico esta falta de unos conceptos serios por el alejamiento de la vida pública en que la nobleza era mantenida por el gobierno». En semejante ambiente, una mujer tan culta como Elisabeth resultaba más que un caso curioso: constituía una provocación.
Elisabeth adornó su felicitación de Año Nuevo (1893) al emperador con una frase de Schopenhauer, a lo que Francisco José admitió que, «en este caso, el filósofo tiene razón», pero no cambió de opinión: «Por lo demás, y como tú observas con acierto, no me interesan aquellas obras filosóficas que sólo sirven para confundirle a uno». Y el emperador continuó su extensa carta con los acostumbrados comentarios sobre el tiempo.
Cada vez había menos tema de conversación. Incluso los pocos días o semanas que el emperador y la emperatriz pasaban juntos al año —aunque ocupando apartamentos bien distanciados— servían sólo para destacar aún más las diferencias, en lugar de significar una aproximación.
Elisabeth se servía de muchas de sus poesías para vengarse del mundo que la rodeaba. Caricaturizaba los puntos flacos de todas aquellas personas que eran sus —reales o presuntos— enemigos, y principalmente arremetía contra la aristocracia de Viena y su parentela de los Habsburgo. Con sus burlonas poesías buscaba justificarse ante las «almas del futuro». Quería que éstas conociesen a los Habsburgo no sólo a través de los historiadores oficiales, sino también por medio de los ojos de una persona perteneciente al más estrecho círculo familiar. Diríase que Elisabeth no está en absoluto vinculada a la sociedad aristocrática y cortesana. Se presenta como enemiga de su propia clase y lo critica todo «desde fuera», como hubiese hecho Heine de poder observar a esa gente. En sus ataques contra los abusos de la vida aristocrática, Elisabeth se sirve más de una vez de la afirmación de que su «maestro» se los dictó.
Los más desconsiderados retratos de la familia de los Habsburgo a finales del siglo XIX, en pleno fin de siècle (la «alegre apocalipsis», como Hermann Broch llama a esa época en Austria), los hallamos precisamente en la emperatriz de ese país. A todas aquellas personas por las que se sentía perseguida (y que eran, más o menos, todas las que la rodeaban en Viena) les ponía «gorros de bufón» con cascabeles, que todavía mucho después de su muerte —justamente entre las tan cantadas «almas del futuro»— las habrían de poner en ridículo.
Inspirada en Heine, Elisabeth criticaba las insensateces humanas que son la hipocresía, la falta de naturalidad, la seudo-cultura, el afán de reunir condecoraciones y la presunción. Y al igual que Heine —y que su padre, Max, y su hijo Rodolfo—, Elisabeth buscaba y encontraba principalmente esos odiados defectos entre los aristócratas. No perdía ocasión de echar en cara a esas personas —según ella— inactivas y ávidas de placeres, la dura existencia de los trabajadores y los pobres.
En una larga poesía titulada Lo que me cuenta el lago de Tegern, Elisabeth se quejaba del deterioro causado al paisaje con la construcción de nuevas villas junto al lago y aprovechaba la oportunidad para ensalzar a las clases obreras y poner en ridículo a los aristócratas.
Sobre todo, Elisabeth censuraba los escándalos ocurridos en el seno de la familia Habsburgo. Los dos hijos mayores de Carlos Luis, Francisco Fernando y Otón, dieron mucho que hablar, en los años ochenta, con aventuras de mal gusto, perjudicando extraordinariamente al prestigio de la dinastía. El archiduque Otón (padre del posterior emperador Carlos), por ejemplo, arrojó por la ventana, durante una bacanal, los retratos de Francisco José y de Elisabeth. Otra vez, también borracho, intentó introducir a sus compinches en la alcoba de una mujer muy devota (para mostrarles una «monja», según dijo), pero su ayudante lo pudo impedir. Elisabeth resaltó esos escándalos en una poesía, con esta moraleja:
Queridos pueblos del amplio Imperio;
en secreto, la verdad, os admiro:
¡alimentáis con vuestro sudor y vuestra sangre,
de buena fe, a toda esa mala ralea!
En 1886, uno de esos dos archiduques (según unos, fue Francisco Fernando; según otros, Otón, su hermano menor) causó un escándalo del que se habló muchísimo: montado en su caballo saltó por encima de un ataúd que era transportado al cementerio. Elisabeth halló tema para componer una larga poesía titulada Algo realmente sucedido en Enns.
Elisabeth no se cansaba de confrontar la certeza que tenían los Habsburgo de ser unos elegidos simplemente por su alta cuna y no por méritos hechos, con las virtudes burguesas de aquella época liberal, que eran el trabajo y el rendimiento, lo único que «da luz a nuestras estrellas».
Como Heine, también Elisabeth ponía en duda la conveniencia de la monarquía como forma de gobierno, y demostraba ser una republicana convencida. Las notas del diario de Elisabeth que cita María de Larisch concuerdan totalmente con el sentido de las poesías y son, por tanto, creíbles: «¡La bella frase del rey o emperador y su pueblo! Tengo una sensación extraña. ¿Por qué ha de amarnos el pueblo humilde y pobre, a nosotros, que vivimos en la abundancia y rodeados de brillo, mientras que los demás, trabajando tan duramente, apenas cuentan con el pan de cada día y están en la miseria? Nuestros niños visten de terciopelo y seda; los suyos... ¡quizá sólo vayan cubiertos de harapos!
»Desde luego, no es posible ayudar a todos, por mucho que se intente en ese sentido. Seguirá existiendo el abismo, y nuestra bondadosa sonrisa no es capaz de salvarlo.
»A mí me produce estremecimientos ver al pueblo. Quisiera socorrer a todo el mundo, y hay momentos en que me cambiaría por la más mísera de las mujeres. En cambio, el "pueblo" como masa me asusta. ¿Por qué? No lo sé. Y nuestra "estirpe"... ¡La desprecio, con tantas futilidades de que se rodea!
»Me gustaría decirle al emperador:
"Lo mejor es que te quedaras en casa;
aquí, en el viejo Kyffhäuse.
Pensándolo bien, creo
que no necesitamos emperador".»
(Estos versos son citas de Heine, extraídas de la famosa sátira contra la monarquía Kobes I.)
Los conceptos de Elisabeth repercutieron en sus hijos. No sólo el príncipe heredero, sino también Valeria, la «hija única», opinaban que «la república era la mejor forma de gobierno», y para ello se apoyaban en la madre.
Ya la primera poesía de los Cantos de invierno de Elisabeth destruye a fondo la leyenda de la emperatriz apolítica. Aunque en forma de sueño, Elisabeth hace hablar a su imperial esposo y le caracteriza —a él y a su política— sin miramientos de ninguna clase.
Resulta improbable que Francisco José llegase a leer jamás estas líneas. La última estrofa, la que dice que le encerrarían en Bründlfeld, el conocido manicomio de Viena, de hacerse pública, demostraría con toda claridad que compartía la discrepancia existente en que una emperatriz y reina reconociera de manera abierta ser republicana.
Hacia el final del segundo volumen, titulado Cantos del mar del Norte, aparece también, de forma llamativa, otra larga poesía de cariz político, referente al emperador (Noche de Fin de Año 1887). Procede esa composición, igualmente, de la época de las crisis de Bulgaria, de unos momentos en que la monarquía danubiana —la vieja y venerable encina— se veía seriamente amenazada. Por el oeste se temía una nueva guerra franco-germana, que también habría afectado a Austria-Hungría como aliada del Imperio alemán. El ambiente de «Juicio Final» de esta poesía presenta un evidente paralelismo con los escritos políticos de Rodolfo, el príncipe heredero, asimismo de aquel entonces. Interesante resulta que, también aquí, Elisabeth representa a su marido como un «ave de mal agüero» (expresión que él mismo había empleado varias veces).
En sueños vi parajes
amplios, ricos y hermosos,
bañados por el azul mar
y coronados por montañas.
En medio de aquel mundo
una encina se alzaba,
venerable en su altura
y casi tan vieja como el país.
Tormentas y temporales
habían dejado huella en el árbol;
casi desnudo de hojas estaba,
y su corteza era toda grietas.
Sólo la copa, arriba,
se mantenía en su sitio,
pero, tejida de ramas secas
de un pasado esplendor era esqueleto.
Un pájaro vi allá,
«ave de mal agüero» le llaman;
quizá porque más de una herida
hiende sus pobres alas.
Por el estenordeste se alzaba
negra pared de nubes,
mientras que por el oeste
avanzaba un rojo fuego.
De azufre parecía el sur,
porque allí, en el pálido cielo,
de pronto estallaron los rayos,
como si el Juicio Final llegara.
Oí crujir la encina
hasta el fondo de su savia,
como si se destruyera
para formar su propio ataúd.
El árbol debe caer;
se sobrevivió a sí mismo.
Es la pobre ave, la de la mala suerte,
la que hace temblar mi corazón.
Elisabeth se daba sobrada cuenta de la amargura de su imperial esposo; de su «angustioso padecer» por las circunstancias que envolvían sus países hacia finales de los años ochenta, y quiso consolarle con una referencia a la posteridad, que sin duda le haría justicia:
Aunque los años se hundan en el pasado,
seguirán viviendo tus proezas;
gracias dará la gente de que existieras,
y en más de una oración te han de bendecir.
A una persona totalmente ajena a sus problemas, un lector griego apellidado Marinaky, le confesó Elisabeth en los años noventa: «Al pensar en él [el emperador], me preocupa no estar en situación de ayudarle. Sin embargo, detesto la política moderna y creo que está llena de engaños. No es más que un combate, en el que el más astuto arrebata la mejor parte, para perjuicio de quien vacila en actuar contra su propia conciencia. Actualmente, las naciones y también los particulares sólo avanzan si dejan de lado los escrúpulos».
De manera parecida se expresó frente a otro griego, Constantino Christomanos: «La política me inspira poco respeto y, por tanto, no la considero digna de interés». Los ministros le merecían una opinión desfavorable: «¡Bah! Ésos sólo están para caer. Luego vienen otros», le dijo a Christomanos, según éste, «con un sonido especial en la voz; como si se riese por dentro». Sigue Elisabeth: «¡Todo junto no es más que una falsa ilusión! Los políticos creen guiar los acontecimientos, y después se llevan la gran sorpresa. Cada ministerio encierra la caída en sí mismo desde que comienza. La diplomacia sólo está para apoderarse de algo del vecino. Pero todo cuanto sucede viene por la necesidad interna, por un proceso de maduración, y los diplomáticos no hacen más que constatar unos hechos».
En sus críticas a la corte vienesa, Elisabeth ponía mucho cuidado en excluir a su marido. Le respetaba, lamentaba sus problemas y nunca le ponía al mismo nivel que los parientes habsburgueses y los demás cortesanos. También en las poesías conserva Francisco José el lugar que le corresponde: el de un hombre íntegro y un monarca de buena voluntad y consciente de sus deberes, del que la propia Elisabeth, que le conocía mejor que nadie, no podía ni quería decir nada negativo.
No obstante, el cargo de emperador no era, para Elisabeth más que una carga, absurda además. Porque resulta inequívoco que, en su opinión, la imperial y real monarquía (como cualquier otra) no era, prácticamente, más que «esqueleto de un pasado esplendor», pertenecía a una época ya superada y no era propia de los hombres del siglo XIX (ni de las «almas del futuro», desde luego).
Elisabeth ni siquiera veía ventajas en los progresos técnicos de su tiempo: «La humanidad cree que, con sus barcos y trenes expresos, puede dominar a la naturaleza y a los elementos. Pero es al contrario: ahora es la naturaleza la que tiene aherrojados a los hombres. Antes, la gente se consideraba feliz, casi celestial, en un pequeño valle cerrado del que nunca salía. Hoy, en cambio, rodamos cual globetrotters, como gotas en el mar, y no tardaremos en darnos cuenta de que, en realidad, no somos más que eso».
Las poesías de Elisabeth revelan su sentido de la naturaleza, su rechazo de lo artificial y de todo lo creado por el hombre. Casi todas las poesías van dedicadas a la naturaleza. Los títulos de los dos volúmenes publicados indican la influencia del gran Heine: Cantos del mar del Norte y Cantos de invierno. Elisabeth llegó a escribir que su «maestro» la había iniciado en los «misterios de la naturaleza». Ésta fue para ella amiga y consoladora, refugio ante los hombres y ante su posición de emperatriz. Existen largas poesías sobre sus queridos lagos de Tegern y de Starnberg, sobre las islas griegas, el mar del Norte, los bosques, el mar y las estrellas, así como los poéticos relatos de solitarios paseos por los alrededores de Ischl, sobre todo por los montes del Dachstein y del Jainzen. María Valeria: «El Jainzen es la montaña mágica de mamá, donde compone y sueña, y donde ni siquiera a mí puede sorprenderme ya nada».
Cuanto más se enfrascaba Elisabeth en sus fantasías y mas alejada estaba del mundo real, más imposibles se hacían las estancias en Viena. Su Villa Hermes, de Lainz, sólo le servía para breves descansos. Cada vez ansiaba más la soledad y mayor era la atracción que sobre ella ejercía Grecia. En la isla de Corfú buscaba la paz que no podía hallar en la capital austríaca.
Allí se mandó construir un palacio en lo alto de una colina junto al mar, frente a los montes Albanos y totalmente aislado, desde fuera, nadie podía ver lo que sucedía en la finca, que contaba con su propio embarcadero y, además, con una central eléctrica particular.
Un arquitecto napolitano realizó los planos según las indicaciones de Alejandro de Warsberg. El edificio debía recordar el estilo de Pompeya, y los restos de ésta y de Troya existentes en el Museo de Nápoles sirvieron de modelo.
Elisabeth dedicó esa nueva residencia a su héroe griego favorito, Aquiles, poniéndole el nombre de Aquileion, «ya que para mí personifica el alma griega, así como la belleza del paisaje y de las personas. También le amo por lo veloces que eran sus pies. Aquiles era fuerte y rebelde, despreciaba a los reyes, no tenía en consideración las tradiciones y consideraba insignificantes a las masas, merecedoras de que la muerte las segara como tallos de paja. Sólo valía para él la propia voluntad, y únicamente vivía para sus sueños. Importábale más su tristeza que toda la vida entera».
En Corfú, Elisabeth se rodeó de los bustos de aquellos poetas y filósofos a los que más admiraba: Homero, Platón, Eurípides, Demóstenes, Periandro, Lisias, Epicuro, Zenón, Byron y Shakespeare. También Apolo y las Musas ocuparon lugares en el «jardín de las Musas» de Elisabeth, como copias de las auténticas piezas de museo, y no podía faltar una columnata de mármol blanco, cuyas paredes estaban cubiertas de frescos con motivos de leyendas griegas. Algunas de las estatuas procedían del palacio Borghese. Palabras de Elisabeth a Christomanos: «El príncipe quebró y tuvo que desprenderse de sus dioses. ¿Se da cuenta de lo horrible que es? ¡Hoy hasta los dioses están en venta, convertidos en esclavos del dinero!». (He aquí un nuevo comentario muy al estilo de Heine, tomado —más exactamente— de su obra Los dioses en el exilio.)
El pintor vienés Francisco Matsch, discípulo de Makart, pintó para la escalera del palacio un Aquiles triunfante, gigantesco cuadro de ocho metros de largo por cuatro de alto. En sus previas conversaciones con la emperatriz, el artista quedó asombrado al ver lo bien informada que ésta estaba sobre las excavaciones efectuadas por Schliemann. Elisabeth dio las indicaciones precisas: deseaba un Aquiles en actitud victoriosa montado en su carro tirado por caballos, arrastrando detrás el cadáver de Héctor, y como fondo quería las murallas de la antigua Troya. Matsch pintó también el retablo para la capilla. En él aparece la Virgen como patrona de los navegantes, y la idea proviene de la Stella maris de Marsella. En la obra está reproducido, asimismo, el yate imperial Miramar.
Casi todas las estatuas estaban inspiradas en figuras de la antigüedad. Incluso los muebles fueron realizados al estilo de Pompeya por artesanos napolitanos. Sólo se hizo una concesión a la época moderna en los aposentos destinados a Francisco José. «Al emperador no le gustan los muebles griegos —explicó Elisabeth a una dama de honor, la condesa de Sztáray—. Los encuentra incómodos, y en efecto lo son. Pero a mí me encanta tener alrededor esos objetos de formas tan nobles, y, dado que es muy raro que esté sentada, poco importa que sean cómodos o no.»
Una vez más, Elisabeth no tuvo en consideración la economía austríaca, y aún provocó a los vieneses al mandar trasladar a Viena todos esos muebles napolitanos elegidos para Grecia y hacerlos exponer en el Museo Austríaco de Artes Útiles..., como ejemplo para la artesanía vienesa, mucho más desarrollada. Además, el envío había costado mucho dinero. El director del museo, Eduardo Leisching, comentó: «Nos vimos obligados a vaciar una sala para exponer esos objetos tan poco satisfactorios, cosa que en los círculos industriales y artesanales, que no pasaban precisamente una buena época, produjo disgusto y malestar».
En Viena, Elisabeth nunca se había mostrado muy aficionada a visitar museos. Pero esta vez acudió (sin avisar antes, como era su costumbre), «y atravesó rápidamente las salas hasta llegar a sus muebles, que alabó, pero volvió a alejarse en seguida con la excusa de que allí hacía demasiado calor y ella no lo soportaba bien. Prometió repetir la visita, pero no lo hizo». También en esta ocasión escondía la cara tras el obligado abanico. Su hurañía había aumentado de tal forma, entre tanto, que ni siquiera era ya capaz de hacer un esfuerzo para sostener una breve conversación formal.
Aún no estaba terminado el palacio cuando Elisabeth invitó a Corfú al joven matrimonio formado por Valeria y Francisco. La hija quedó prendada de los maravillosos paisajes de la isla: «Es un rincón paradisíaco, y quien conozca a mamá y sepa lo que la belleza, el buen clima y la quietud significan para su cuerpo y alma, tiene que alegrarse de que exista este precioso Gasturi y bendecir este lugar. Desde la terraza, mamá me enseñó la vista que entre dos esbeltos y oscuros cipreses hay sobre el mar, y dijo que le gustaría ser enterrada allí».
Elisabeth condujo a la joven pareja, llena de orgullo, a sus lugares preferidos, les mostró Itaca con «la pequeña y pintoresca bahía donde Telémaco se lavó las manos mientras saludaba al sol naciente», después Corinto y, desde luego, Atenas, visitando allí la Acrópolis a la luz de la luna.
Sin embargo, lo que más gustaba a la emperatriz era permanecer sola en su Aquileion. Era feliz presenciando la aurora en la columnata y en el jardín del palacio, en compañía de sus amadas estatuas antiguas, soñando y componiendo poesías. Cuando, una vez, se presentó allí el lector griego Christomanos hacia las cinco de la mañana, «Elisabeth avanzó rápidamente hacia él como un negro ángel que tuviese que defender un paraíso» y con palabras amables le suplicó que se fuera. Comentó Christomanos: «Me retiré en silencio; estaba asustado y me parecía hallarme sumido en un sueño. Era como sí acabara de vivir la leyenda de Melusina».
A finales de los años ochenta, la emperatriz ya casi no se dejaba acompañar por sus damas. Prefería que, en sus paseos, lo hicieran los lectores griegos. Tanto si se encontraba en Austria como en Hungría, Francia, Holanda, Italia o Suiza —o donde fuese—, siempre hablaba en griego con su acompañante, y también quería que le leyesen textos en esa lengua. Y si alguien le preguntaba de dónde procedía (ya que eran pocas las personas que la reconocían), declaraba ser griega, y también defendía esa respuesta frente a su lector Marinaky: «Bien mirado, no es una mentira, porque poseo una finca en Grecia y podría ser naturalizada...», frase que en una emperatriz de Austria y reina de Hungría y Bohemia no dejaba de resultar singular.
Sin quererlo, Elisabeth se vio complicada, a finales de los años ochenta, en las cotidianas discusiones políticas. Se trataba de erigir un monumento a Heine en la ciudad de Dusseldorf. Como era de esperar, Elisabeth prometió su apoyo al comité. La mayor parte de los donativos para ese proyectado monumento en forma de fuente de Loreley procedió de ella. Según la cuenta final, entregó para esa obra la cantidad de 12.950 marcos al escultor berlinés Ernesto Herter (que también creó la gran estatua de Hermes en Lainz y el Aquiles moribundo para Corfú, cobrando por cada una de estas obras 24.000 marcos).
El público interés de Elisabeth por Heine provocó un disgusto general y desembocó en un gran problema político en una época de efervescente antisemitismo. Porque la decisión de levantar un monumento al judío Heine, autor del Cuento de invierno y vituperador de los soberanos alemanes, fue considerado un desafío por los antisemitas, nacionalistas y monárquicos. Hubo polémicas en los diarios y manifestaciones en contra del monumento. Elisabeth fue colocada a la altura de los «dominados por los judíos» y atacada junto a ellos.
El caudillo de los pangermanistas, barón Jorge de Schönerer, protestó, por ejemplo, en una asamblea de antisemitas («¡Prohibida la entrada a los judíos!»), contra la «socavación del legítimo espíritu germano, de la idiosincrasia alemana y de la moral alemana», e incluyó en su censura tanto a Rodolfo, príncipe heredero de Austria (por su relación con la «prensa judía»), como a la emperatriz Elisabeth, aunque, desde luego, sin mencionar nombres. Pero de sobra se entendía al hacer referencia a los «factores más determinantes, que quieren dedicar un monumento a la memoria del autor judío de tantas infamias y desvergüenzas publicadas».
El periódico de los pangermanistas, titulado Unverfcilschte Deutsche Worte («Legítimas Palabras Alemanas»), se burlaba de Heine y de sus admiradores: «Que se entusiasmen los judíos y sus siervos con ese descarado judío. Nosotros, los alemanes, nos apartamos de él con repugnancia y convocamos a todos nuestros compañeros: "¡Ved cómo piensa el judío, cómo todo el judaismo le defiende, cómo suenan los tambores por él y cómo incluso algunos alemanes corren tras el sonido de ese tambor judío!"».
Dada la censura, el periódico no pudo atacar directamente a la emperatriz. Sin embargo, publicó una «Nota de la Redacción» e insultaba en ella a la «liberal prensa judía» por «comprometer a cierta augustísima dama con su propaganda». De este modo, y aunque en forma indirecta (que cualquier lector entendía entonces), incluía a Elisabeth entre los «siervos de los judíos».
Sin necesidad de nombrarla, la siguiente frase constituyó una dura crítica, prácticamente una reprensión a la emperatriz: «¿Acaso no tenemos suficiente miseria en Viena y Austria entera, no tenemos suficientes personas que, sin culpa por su parte, pasan hambre y frío, y cuya asistencia debiera constituir nuestra primera obligación cívica?».
También el antisemita francés Eduardo Drumont atacó en su escrito La fin du monde al príncipe heredero Rodolfo y a la emperatriz Elisabeth por su hebreofilia. Criticó severamente la visita efectuada por Elisabeth a la hermana de Heine e hizo una detallada referencia a la macabra y sarcástica poesía sobre María Antonieta, también perteneciente a la Casa de los Habsburgo. «Los soberanos y los grandes señores aman a los judíos..., bebieron el misterioso filtro amoroso; aman a quienes se burlan de ellos y difaman y traicionan, y sólo sienten indiferencia por quienes los defienden.»
Los rotativos liberales de la monarquía (llamados «hojas judías» en la jerga antisemita) expresaron su satisfacción por la presunta postura projudaica de la emperatriz y ensalzaron al máximo a Elisabeth; tal fue el caso, por ejemplo, del Wiener Tagblatt (cuyo redactor jefe, Moriz Szeps, era uno de los amigos íntimos de Rodolfo, cosa que ignoraba la emperatriz).
Pero Elisabeth no tenía la menor intención de intervenir de manera activa en aquella lucha y defender la tolerancia, como se había imaginado Rodolfo. Se mantuvo apartada de todos los partidos políticos y no hizo caso de los cantos de alabanza ni de los ataques de la prensa. No le preocupaba en absoluto lo que la gente pensara del monumento a Heine ni lo que pudiesen opinar de ella misma. Su relación con Heine, fuera como fuese, era un asunto exclusivamente suyo: «Los periodistas me agradecen que sea una admiradora de Heine —le dijo a Christomanos—, y están orgullosos de que le estime tanto, pero lo que yo amo en él es precisamente su inmenso desprecio de las propias humanidades y la tristeza que le inspiraban las cosas terrenales».
Elisabeth se retiró sin lucha. En 1889 abandonó su apoyo a la erección del monumento a Heine en Dusseldorf y, asqueada, se aisló todavía más.
Más tarde, los periódicos antisemitas dijeron que el paso dado por la emperatriz se debía a una enérgica carta dirigida por Bismarck al ministro de Asuntos Exteriores austríaco. Afirmaban que, en ese escrito, Bismarck había indicado «con suma finura, pero muy claramente, el mal efecto que a la familia imperial tenía que hacerle el entusiasmo de la emperatriz por un poeta que siempre se había dedicado a insultar y poner en ridículo a la Casa de Hohenzollern y al pueblo alemán». En la correspondencia diplomática no se confirma semejante manifestación, pero tales palabras podrían demostrar hasta qué punto se interpretaban en el terreno político las inclinaciones personales de Elisabeth. El monumento a Heine, destinado al parque de Dusseldorf conocido por Hofgarten, fue instalado más adelante por los germanoamericanos en Nueva York. Aún hoy se alza allí, en un parque existente en el cruce de la calle 161 con la avenida Mott.
La emperatriz encargó un monumento particular a Heine para su villa de Corfú. Examinó con suma atención los retratos del poeta e incluso invitó a su sobrino, Gustavo Heine-Geldern, para que dijera cuál se parecía más. Por fin se decidió por una estatua del artista danés Hasselriis, que representaba al ya enfermo Heine en sus últimos años de vida: fatigado, con la cabeza baja y un papel en la mano, con estas líneas:
¿Qué quiere el solitario llanto
que enturbia mi vista?
Es el llanto de siempre
retenido en mis ojos.
¡Oh, vieja lágrima solitaria,
fluye ahora también...!
Fue precisamente esta figura la que la emperatriz mandó colocar en un templete situado en una pequeña elevación del terreno de su finca de Corfú.
Hasta el barón de Nopsca quedó horrorizado y opinó que era inadecuado que «el pobre sólo se cubra con un camisón (lo que, sin embargo, divierte a la emperatriz)», escribió la condesa de Festetics, añadiendo, sufrida: «Creo que más vale que sea así que no como presentan a los dioses griegos, o sea desnudos».
La emperatriz le dijo al escultor, al visitar la obra por primera vez: «El propio Heine estaría satisfecho de este lugar... Porque aquí hay todo cuanto él amaba. La hermosa naturaleza, un deslumbrante cielo, unos espléndidos alrededores; palmeras, cipreses y pinos... Al fondo, las montañas, y ahí abajo, el mar, que a él tanto le entusiasmaba..., y en todas partes esta extraordinaria y confortadora paz...». Eso significaba, ante todo, que el monumento se hallaba apartado de la gente que Heine estimaba tan poco como su discípula Elisabeth. Sólo la naturaleza, la lejanía de los hombres, era el sitio adecuado para un monumento a Heine, tal como se lo había imaginado la emperatriz.
(El destino de ese monumento particular es curioso: la hija mayor de Elisabeth heredó el Aquileion y, por considerarlo sumamente poco práctico, se lo vendió al fondo familiar imperial, que a su vez se lo cedió al emperador Guillermo II, en 1907, al precio de construcción. Lo primero que hizo Guillermo fue mandar retirar el monumento a Heine, cosa que llenó de júbilo a la prensa antisemita. Con escarnio anunció ésta «al pueblo de Israel que el "hombre de la lágrima solitaria" había dejado de contemplar el azul Adriático». La estatua fue ofrecida en venta, inútilmente, a las ciudades de Dusseldorf y Hamburgo. Por fin, la adquirió un cafetero, que, como propaganda de su establecimiento la instaló entre dos puertas del local. Hoy, el monumento tiene un lugar más digno en el parque de Mourillon de Tolón. El templete, en cambio, aquel que Elisabeth hiciera levantar en honor a su «maestro» Heine, se encuentra todavía en Corfú pero es a la propia emperatriz a quien le corresponde ahora el honor de tener allí un monumento.)