Capítulo 21

Los cañones franceses dispararon durante toda la mañana. Su estruendo hacía vibrar las ventanas de la ciudad. Era como un trueno sin fin. El humo crecía formando una nube. Las mujeres que estaban sentadas en la grada sobre la muralla de la ciudad se quejaban porque se les oscurecía la visión. No podían ver al enemigo. Tan sólo veían la gran nube que crecía, se extendía y se alejaba hacia el sur con la brisa. Algunas de ellas paseaban por las murallas, coqueteando con los oficiales de la guardia de la ciudad. Otras, con los parasoles para protegerse del sol, dormitaban en los asientos.

Los artilleros disparaban, apuntaban y volvían a disparar. Arrastraban los cañones hacia delante después de cada disparo, hacían girar las gualderas con palancas y empujaban la munición en los cañones calientes, que emitían vapor después de pasar los escobillones. A algunos hombres los enviaban con cubos a buscar agua a los riachuelos de la llanura para mojar los escobillones. De las carreteras que salían de la ciudad provenía el sonido de los armones al galope, que traían nuevas municiones con las que alimentar los cañones que hacían temblar el campo de la muerte.

La infantería francesa estaba asentada en los cerros; los soldados cortaban salchichas y pan y bebían el vino tinto y áspero de sus cantimploras. Los cañones estaban haciendo su trabajo. Buena suerte para los cañones. Los cañones daban sacudidas, levantando las ruedas del suelo a cada disparo. Cuando uno caía con todo su peso, el artillero corría hacia delante para poner el pulgar envuelto en cuero sobre el fogón humeante. Con el fogón tapado, estaba a salvo para volver a atacar a fondo el escobillón en el cañón y apagar las últimas chispas rojas antes de introducir la siguiente carga de pólvora. Si el fogón no estuviera bloqueado, la bocanada de vaho que producía el escobillón mojado podía encender las bolsas de pólvora que no habían explotado y éstas podían estallar con la fuerza suficiente para lanzar hacia atrás el escobillón e impulsarlo hasta atravesar el cuerpo de un artillero.

Los cañones tenían nombres grabados en relieve por debajo de las «N», orgullosas y laureadas. Egalité disparaba junto a Liberté, mientras a Fortune y a Défi les pasaban el escobillón.

Los artilleros sudaban, suspiraban y sonreían; escuchaban a sus oficiales que les gritaban el blanco y sabían que iban sembrando la muerte al oeste de la llanura. No podían ver a su enemigo, el humo ocultaba todo lo que estaba al oeste, pero cada disparo abría una lanza de llama entre el humo que se crispaba con el paso de los botes de metralla. Entonces los artilleros volvían a cargar y a arrastrar el cañón para situarlo en el blanco, luego se apartaban cuando el jefe de artilleros atacaba con una estaca por el fogón para atravesar la bolsa de lona de la pólvora, mientras el segundo hombre metía la pluma con pólvora fina por el interior del agujero que había hecho la estaca. La pluma conducía el fuego desde el botafuego que sostenía el jefe de artilleros hasta la pólvora.

Tirez!

Todos los artilleros estaban sordos, o eso decían. Eran los reyes del campo de batalla y nunca oían los aplausos. A veces, pocas, una batería hacía una pausa. El humo de delante se despejaba lentamente y los oficiales se asomaban para mirar el blanco. Habían frenado a los británicos. Las líneas rojas se agazapaban entre los cultivos, se ocultaban detrás de los muros de piedra o se acurrucaban en las zanjas llenas del agua sucia de la lluvia de verano.

Los artilleros sabían que los británicos estaban vencidos. Ninguna tropa en el mundo se atrevería a penetrar en el horror de balas y metralla que aquellos cañones vertían sobre el campo de la muerte.

Para los británicos aquel ruido era una pesadilla. Las balas retumbaban como si fueran barriles gigantes rodando sobre tablones por encima de sus cabezas, la metralla silbaba, los chillidos de los heridos lo envolvían todo. Las balas de mosquete provenientes de los botes de metralla traqueteaban contra las piedras o atravesaban el maíz o se clavaban en la carne. Y siempre se oía el trueno arrollador que provenía de la nube blanca que tenían por delante.

A veces, cuando un cañón se quedaba sin bala o bote de metralla, se disparaba una granada. Esta aterrizaba en los cultivos dañados. Daba vueltas, con la mecha humeando salvajemente; luego la cápsula se partía y lanzaba llamas, humo y fragmentos de hierro que se sumarían al sonido de la muerte.

Los británicos morían de uno en uno y de dos en dos. Se refugiaban donde podían, pero los hombres que buscan cobijo no ganan batallas. Sin embargo, esos hombres no podían avanzar. Ningún hombre podía adentrarse en aquella tormenta de disparos. Se agachaban, se tumbaban en los huecos poco profundos, maldecían a sus oficiales, maldecían a su general, maldecían a los franceses, maldecían que el tiempo pasara tan lentamente y maldecían la falta de ayuda en el límite de la llanura. Estaban solos en una tormenta de muerte y no veían la ayuda. Las banderas estaban hechas jirones por los disparos.

Los afortunados estaban en el pueblecito, el primer pueblo de la llanura, pues allí los muros de piedra hacían de escudo. Aun así, algunas balas castigaban las casas y abrían caminos sangrientos en las habitaciones abarrotadas. En el exterior de las cabañas el aire seguía bien cargado del sonido de la muerte. El ataque estaba frenado.

—¡Lo tenemos, por Dios, lo tenemos!

El mariscal Jourdan, quien como todos los mariscales franceses había empezado a creer que Wellington era imbatible, sabía que su enemigo lo había subestimado. Jourdan suponía que Wellington, seguro al superar por primera vez en número a los franceses, había entregado su ejército a un ataque frontal. Los cañones, el orgullo del ejército francés, estaban haciendo trizas al enemigo. Miró hacia el norte. Había algunos jinetes ingleses a la vista en la otra orilla del río y algunos de sus oficiales se habían alarmado al percibirlo. Jourdan dio unas palmadas para llamar la atención y levantó la voz.

—¡Caballeros! ¡La caballería es una maniobra fingida! Si planearan atacar desde allí ya lo habrían hecho. Quieren que debilitemos nuestra izquierda. ¡No lo haremos!

Es más, la reforzó. A las reservas que vigilaban la orilla norte del río se les hizo avanzar hacia el sur, detrás de la colina Aríñez, para ganar los montes de Puebla. Jourdan tenía más planes para ellos. Cuando los británicos se dispersaran y él soltara a sus lanceros y sus sables sobre el terreno mortal, los hombres provenientes de los montes podrían bajar con rapidez para bloquear el desfiladero. Los británicos, dispersos y heridos, se verían atrapados. Pero Jourdan sabía que primero tenía que dejar que Wellington enviara más hombres a la llanura, más hombres para matar y mutilar, más cadáveres y prisioneros para la gloria del emperador.

Jourdan sabía que tenía que esperar. En un par de horas, tal vez, volvería a tomar los montes y habría llegado el momento en que le arruinaría la reputación a Wellington para siempre. El mariscal pidió algo de comer y un poco de vino. Otras dos horas, pensó, y haría avanzar a las Águilas, que volverían a tomar España para los franceses. Le sonrió al rey José.

—Confío, señor, en que no haya invitado a nadie a sentarse a su derecha esta noche.

José frunció el ceño con perplejidad; no entendía por qué Jourdan hablaba de la fiesta de la victoria que se había encargado en Vitoria.

—Espero que ocupe usted ese lugar de honor, mi querido mariscal.

Jourdan se echó a reír.

—Yo estaré persiguiendo al enemigo, señor, pero podrá tener a lord Wellington para agasajarlo. He oído decir que le gusta el cordero.

José le entendió y se echó a reír.

—¿Tantas esperanzas tiene?

Jourdan tenía muchas esperanzas. Había ganado, lo sabía, y ya podía saborear la victoria.

Los cañones hicieron vibrar la cubertería de plata sobre la mantelería blanca, en el mejor hotel de Vitoria. Los camareros habían dispuesto servicios para ciento cincuenta comensales en el comedor. Las botellas de vino, agrupadas en abundancia sobre todas las mesas, tintineaban unas contra otras y el sonido era como el de mil campanitas.

Habían cortado flores y ahora las estaban colocando en la mesa principal. Allí era donde se sentaría el rey José, en esa fiesta de la victoria encargada por los franceses. Una bandera tricolor colgaba del techo. Las arañas de cristal vibraban con el sonido de los cañones. La gran sala en su conjunto se llenaba del tintineo, el tañido y las sacudidas de los objetos.

El propietario del hotel contempló la habitación y vio que sus hombres lo habían hecho bien. Se estrujó las manos. Tenía que haberse atrevido a pedir a los franceses que le pagaran la fiesta por adelantado. Le habían pedido el mejor medoc, borgoña y champán, y en la cocina preparaban cinco bueyes, dos veintenas de corderos, doscientas perdices y un centenar de pollos. Gruñó. El patriota que había en él rezaba por una victoria británica, pero el hombre de negocios temía que los británicos no pagaran lo que había encargado el enemigo. Escuchó los cañones y su bolsa, más importante que su orgullo, rezó por que ganaran.

El marqués de Wellington, a caballo sobre las laderas suaves de los cerros del norte, contemplaba cómo la línea de cañones francesa se encendía, humeaba y destrozaba a sus hombres en el terreno mortal. Ninguno de los oficiales de su estado mayor le hablaba. Parecía que todo el cielo vibrara con las grandes detonaciones de los cañones.

Algunos oficiales del estado mayor se le acercaron cabalgando. A simple vista la colina al oeste y el desfiladero parecían sumidos en el caos. Los heridos se arrastraban hasta los médicos, mientras que otros hombres esperaban para entrar en combate. Para alguien que no hubiera visto nunca una batalla, parecía que no hubiera orden alguno en la disposición casual de los hombres. Hubieran deseado un plan que les ayudara a entenderlo. Había un plan. Jourdan planeaba detener el ataque con sus cañones y Wellington proyectaba arrebatarle aquellos cañones. El general inglés había concebido su plan como una mano izquierda situada sobre el mapa y con la palma hacia abajo. El pulgar era el ataque en los montes.

El dedo índice eran las tropas que habían avanzado por debajo de los montes, hacia el estruendo de los cañones, las tropas que la artillería francesa había frenado, las tropas que sufrían terriblemente un minuto tras otro. El pulgar y el índice no tenían otra pretensión que atraer la atención del enemigo para hacer que sus reservas se dirigieran hacia el sur y el oeste. Y cuando eso ocurriera, los tres dedos restantes surgirían del norte.

¿Pero dónde estaban? Los hombres que había en la llanura morían porque las columnas de la izquierda se retrasaban y Wellington, que odiaba ver morir a sus hombres inútilmente, no se permitía siquiera el consuelo de que, cuanto más esperaran, más convencido estaría su enemigo de que el ataque principal provenía del oeste.

Ascendió un poco la ladera y miró fijamente hacia el norte. Parecía que el terreno estuviera vacío. Chasqueó los dedos. Un ayudante se acercó. El general se volvió.

—¡Métanles prisa!

—Sí, señor.

No había necesidad de explicar a quién había que meterle prisa. Debería haber tres columnas que vinieran de las colinas del norte, columnas que pisotearían los cultivos al otro lado del río, que tomarían los puentes y que caerían sobre la derecha francesa. Wellington se preguntaba por qué diablos los franceses habían dejado los puentes intactos. Sus exploradores de caballería le habían informado de que no había signos de pólvora dispuesta para hacer volar los arcos. No tenía sentido. El general había temido que en sus ataques al norte los soldados tuvieran que vadear los pasos, que sus cuerpos se fueran corriente abajo en las aguas ensangrentadas, pero los franceses habían dejado los puentes abiertos.

Sin embargo, las tres columnas, que cual dedos estrujarían la vida del ejército francés, no habían aparecido y su retraso significaba que los cañones franceses estaban produciendo un gran número de bajas en la llanura. Los dedos de la mano derecha de Wellington tamborileaban sobre la perilla de su silla de montar. Esperaba, mientras que abajo los cañones hacían que la mañana cálida se estremeciera.

—Querido capitán Saumier…

—¿Señora?

El capitán contestó con voz cansada. La marquesa le había hecho bajar cojeando ocho veces las gradas llenas de gente para ir a buscar más vino o más pastelillos.

—En mi coche hay una sombrilla. ¿Sería usted tan amable de ir a buscármela?

—Será un placer, señora.

—La sombrilla blanca, no la negra.

—¿No necesita usted que le traiga nada más al mismo tiempo? —le preguntó su acompañante con optimismo.

—No se me ocurre nada.

Descendió poco a poco por el banco lleno de gente y su feo rostro se sonrojaba porque sabía que las otras mujeres habían observado que hacía recados para la marquesa como si fuera un muchacho.

Ella contemplaba el campo de batalla y lo único que veía era la gran nube del humo de los cañones. Por algún motivo, se dio cuenta de que estaba pensando en Sharpe. Se preguntaba si él hubiera sido igual de maleable que el capitán Saumier. Lo dudaba. Richard siempre se había mostrado dispuesto a fruncir el ceño y gruñir para indicar su desagrado. Él había sido, pensó, un hombre de un orgullo inmenso, un orgullo frágil porque provenía del arroyo.

Sintió pena al oír que había muerto. Entonces se alegró de haberle mentido, de haberle dicho que lo amaba. Era lo que Richard quería que dijera, pensó, y estaba ansioso por creérselo. Se preguntaba por qué los soldados, que conocían la muerte y el horror mejor que nadie, eran tan desmesuradamente románticos. «Envíalos a la muerte contentos», era lo que las mujeres de ese ejército decían; ¿y por qué no? Intentó imaginarse en la cama con el capitán Saumier y ese pensamiento hizo que se estremeciera. Se abanicó. El sol calentaba mucho.

Un oficial de caballería refrenó las riendas de su caballo al pie de la muralla. Se habían ido sucediendo oficiales durante toda la mañana. Venían a lucirse ante las damas y gritaban nuevas del combate que permanecía oculto tras la gran nube de humo. El oficial de caballería se quitó el sombrero. Todo iba bien, dijo. Los británicos estaban vencidos. Jourdan pronto ordenaría que la línea avanzara. La marquesa sonrió. La victoria de hoy significaría la derrota de Ducos. Un sentimiento placentero de pura maldad le invadió al pensar en tal derrota.

Hélène apartó la vista del humo. Miró los campos vacíos del norte, donde brillaban las amapolas y el aciano, una escena de inocencia en ese día de cañones y humo. Allí a lo lejos, al pie de las colinas al norte y demasiado lejos para desempeñar papel alguno en la batalla, había un castillo pequeño, de libro de cuentos. Desplegó el catalejo de marfil y observó la diminuta fortaleza antigua. Y, en lugar de eso, vio tropas. Tropas que avanzaban con paso firme hasta aplastar las cosechas. Tropas que surgían de las barrancas de las colinas, tropas que avanzaban en tropel en dirección sur hacia la derecha de la línea francesa. Se quedó mirando fijamente. Las tropas iban de rojo. Se dio cuenta de lo que estaba viendo; era el menospreciado Wellington que demostraba a los franceses, una vez más, que no podía atacar. Abajo, el oficial de caballería cogió un pañuelo que le habían lanzado, hizo girar a su caballo y regresó al galope al combate.

—¡Señor!

—¡Señor!

El mariscal Jourdan, que un momento antes había estado pensado que la batalla estaría ganada hacia las dos y había lamentado que la persecución le impediría asistir a la cena de la victoria aquella noche, miró fijamente hacia la derecha. No podía creer lo que veía.

Las columnas avanzaban hacia él, hacía el flanco indefenso, y los estandartes británicos ondeaban brillantes sobre las cabezas. El ya había quitado las reservas de la derecha para volver a atacar los montes de Puebla y ahora Wellington había soltado el peso de su ataque real. Durante un instante fugaz y horrible, Jourdan admiró a Wellington por haber esperado tanto, por dejar que sus hombres sufrieran bajo los cañones durante el tiempo necesario para convencer a los franceses de que el ataque frontal era el verdadero ataque; luego, el mariscal empezó a gritar.

Los flancos derechos de las líneas francesas habían de girar hacia fuera. No les daría tiempo a impedir que los británicos cruzaran el río, así que Jourdan se dio cuenta de que tenía que enfrentarse a ellos en la orilla cercana con sus cañones.

El rey José, que se había retirado a su carruaje para hacer uso de su orinal de plata, regresó deprisa bajo la luz del sol.

—¿Qué sucede?

Jourdan no le hizo caso. Estaba mirando fijamente hacia el norte, observando la columna enemiga que estaba más al este y que no se dirigía hacia él. Se encabezaba hacia la calzada principal para intentar cortarle la retirada a Francia.

—¿Qué pueblo es ése, allí, en la curva del río? —le preguntó a un asistente.

—Gamarra Mayor, señor.

—¡Dígales que lo retengan! ¡Dígales que lo retengan!

—¡Señor!

El rey José, con el fajín de los pantalones en la mano, observaba horrorizado mientras el asistente espoleaba su caballo y lo ponía al galope.

—¿Retener qué?

—Su reino, señor. ¡Aquí!

La voz de Jourdan era feroz. Señaló hacia la curva del río y el pueblecito de Gamarra Mayor.

—¡Usted! —gritó señalando a otro asistente—. Dígale al general Reille que quiero a sus hombres en Gamarra Mayor. ¡Venga!

Si cruzaban el río y tomaban la carretera, entonces se habrían perdido una batalla, un reino y un ejército.

—¡Dígales que lo retengan! —gritaba tras el oficial; luego se volvió hacia el oeste.

Se oyó un cañón, no era una gran cosa ese día, salvo que éste era un cañón británico; lo habían traído para hacer frente a los franceses y las balas aterrizaban sobre la ladera de la colina de Aríñez, botaban e iban a pasar a unos pocos metros del caballo de Jourdan. Era el primer disparo del enemigo que alcanzaba la colina de Aríñez y era señal de lo que se avecinaba.

El mariscal Jourdan, cuyo día de triunfo se estaba agriando, lanzó el bastón de mariscal dentro de su carruaje. Era de terciopelo rojo, con la punta dorada y decorado con águilas de oro. Era una chuchería propia de un triunfo, pero ahora, y él lo sabía, tenía que combatir contra el desastre. Había enviado sus reservas a su izquierda y ahora su derecha se veía amenazada. Gritó pidiendo noticias y se preguntó qué sucedía detrás del banco de humo que ocultaba esa batalla por un reino.

Richard Sharpe, aunque no lo sabía, galopaba a casi doscientos metros de Wellington. Se dirigió hacia el norte siguiendo el río e iba gritando a los aldeanos que contemplaban la batalla desde el camino que lo dejaran libre. Del otro lado del agua veía el humo que se desprendía de la línea de cañones franceses. La metralla se convulsionaba y destrozaba los cultivos pisoteados.

Aminoró el paso en la curva del río y se vio obligado a franquear una calle del pueblo abarrotada con los batallones que esperaban para cruzar los puentes. Le dio un grito a un oficial a caballo y le preguntó dónde estaba la Quinta. El hombre le hizo señales con la mano.

—¡La izquierda!

Un oficial de fusileros que encendía un cigarro con la pipa de uno de sus hombres vio a Sharpe y se quedó boquiabierto. El cigarro le cayó al suelo. Sharpe sonrió.

—Buenos días, Harry. ¡Buena suerte!

Echó los talones atrás y dejó al soldado estupefacto por haber visto al hombre deshonrado, ahorcado y enterrado que regresaba de entre los muertos. Sharpe se echó a reír, dejó el pueblo y puso a Carabina al medio galope y derecho hacia el este por la ribera norte del Zadorra.

Por delante de él las divisiones tercera y séptima eran enviadas al río. Atacaban a paso ligero y con los tiradores al frente. Las enormes formaciones se dividían y fluían sobre los puentes sin explotar y los vados indefensos. Ángel estaba atemorizado ante aquella visión. Más de diez mil soldados de infantería avanzaban, una marea roja que asaltaba las posiciones francesas del sur.

Un comandante galopó hacia Sharpe. Detrás de él iba una brigada de infantería, con su general impaciente a la cabeza.

—¿Es usted del estado mayor?

—¡No! —contestó Sharpe refrenando el caballo.

—¡Maldita sea! —contestó el comandante con la espada desenvainada—. ¡El general se ha olvidado de nosotros! ¡Maldita sea!

—¡Vaya y ya está!

—¿Que vaya?

—¿Por qué no? —dijo Sharpe sonriendo al hombre—. ¿Dónde está la Quinta?

—¡Siga adelante!

El comandante había hecho girar el caballo y ahora le hacía señales con la espada a su general en dirección al río. La brigada recogió sus mosquetes.

—¡Venga, Ángel!

Sharpe temía que la batalla hubiera acabado antes de que él se hubiera podido incorporar.

A la derecha de Sharpe, mientras bordeaba la retaguardia de la brigada que avanzaba, el ataque británico volvía a formar en la orilla sur del Zadorra. Por delante del ataque, dispersos entre el trigo sin pisar y cuajado de flores, los fusileros, hombres del 95, avanzaban en línea de tiradores. Veían los cañones franceses sobre la colina Aríñez y se ponían en posición, disparaban, volvían a cargar y avanzaban.

Las balas salían de la nube de humo y resonaban contra las bocas ennegrecidas de los cañones franceses; era el primer aviso que tuvo la batería de que estaban en peligro.

—¡Estacas!

Los artilleros hacían girar los cañones y los hombres levantaban con esfuerzo las palancas, pues venían más balas desde el norte.

—¡Metralla! —gritó el oficial.

Y entonces una bala le hizo dar vueltas, se agarró el hombro con una mano y de repente sus hombres se pusieron a correr porque los fusileros venían colina arriba.

—¡Cárguenlo!

Era demasiado tarde. Los fusileros, con las espadas de las bayonetas preparadas, ya estaban en la batería. Las hojas acuchillaron a los pocos franceses que intentaron blandir las baquetas contra los fusileros británicos. Algunos artilleros se arrastraron bajo los cañones, esperando el momento oportuno para rendirse. Detrás de los fusileros, dispersas en el trigo y con las banderas ondeando, venían las líneas de los hombres vestidos con casacas rojas.

—¡Atrás! ¡Atrás!

Un coronel de artillería francés, viendo que las baterías del norte habían sido tomadas, gritó pidiendo los armones y los caballos. Los hombres cargaron la munición preparada en cajas, recogieron las gualderas, engancharon las cadenas, dieron latigazos a los caballos y los cañones franceses se fueron retumbando, estremeciéndose y rebotando hacia la segunda línea.

—¡Listo!

Ahora la infantería francesa, que se había creído que los cañones habían hecho su trabajo, tenía que avanzar para romper el ataque británico.

—¡Presenten! ¡Fuego!

Por encima de los campos que la metralla había desollado se oyó el sonido de los mosquetes, el estruendo de la infantería.

El marqués de Wellington levantó la tapa de su reloj. El mantenía su posición firme en la llanura y había llevado la confusión a la primera línea francesa, pero sabía que ahora vendría una pausa.

Reunían a los prisioneros y llevaban a los heridos hasta los médicos. Entre el humo del campo de batalla, coroneles y generales buscaban señales, buscaban unidades en sus flancos y esperaban órdenes. La estratagema había funcionado, pero ahora había que volver a alinear el ataque. Los hombres que habían sufrido bajo los cañones franceses tenían que ser relevados y nuevos batallones avanzaban sobre la llanura para incorporarse a los ataques desde el norte.

Wellington cruzó el río. Avanzó para tomar el mando del siguiente ataque, el que mandaría al ejército francés directo hacia el este, hacia Vitoria, y se preguntó qué le sucedía al dedo meñique de su plan. Ese dedo era la Quinta División. Avanzaba hacia un pueblo llamado Gamarra Mayor y si era capaz de tomar ese pueblo, cruzar el río y cortar la calzada principal, la derrota francesa se convertiría en una desbandada. Wellington sabía que allí la batalla sería más dura y hacia ese lugar, cuando el sol se elevaba en su cénit, cabalgaba Sharpe.