Capítulo 15

En la celda no había nada, ni manta, ni catre, ni siquiera un cubo. El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de limo. Cada vez que Sharpe respiraba le venían ganas de vomitar por la peste que había, más espesa que el humo de un mosquete. No tenía ventana. Sabía que estaba metido bien profundo en la roca sobre la que se había construido el castillo de Burgos.

Lo habían llevado cruzando el patio exterior, pasando por los muros todavía quemados por las explosiones de los howitzer británicos que se habían disparado durante el sitio del año anterior, por entre los carros cargados con el tesoro que abarrotaban el patio, por las construcciones sin tejado y quemadas, hasta la torre del homenaje de muros macizos. Lo habían empujado escaleras abajo, por un pasadizo frío y húmedo, hasta aquella estancia pequeña y cuadrada con el suelo limoso y con el incesante goteo de agua sobre la piedra del exterior. La única luz era un débil resplandor que penetraba por un agujerito hecho en la gruesa puerta.

El gritaba que era un oficial británico, que deseaba ser tratado como tal, pero no obtenía respuesta. Lo gritaba en español y en inglés, pero su voz se perdía en el pasadizo frío hasta convertirse en silencio.

Se tocó la sien e hizo una mueca de dolor. Tenía una hinchazón donde le había golpeado el sargento de infantería con la culata de un mosquete. La sangre iba secándose y formando costra.

Las ratas se movían por el pasadizo. El agua goteaba en el exterior. En un momento dado, oyó voces lejanas y volvió a gritar, pero no obtuvo respuesta. No le habían dado ocasión para huir durante el viaje hacia el sur. Los lanceros habían cabalgado deprisa, y a Sharpe lo situaron en el centro de todo un escuadrón; los hombres que iban detrás de él llevaban las lanzas preparadas para arremeter. Al llegar la noche lo habían encerrado, dos veces en iglesias, una vez en la cárcel de un pueblo, vigilado por hombres que se quedaban en vela con los mosquetes cargados sobre las rodillas. La marquesa viajó en un coche que el general Verigny había confiscado en la ciudad donde la había encontrado. Una o dos veces miró a Sharpe de reojo y se encogió de hombros. De noche envió vino y comida para los oficiales de los lanceros.

Su catalejo, su mochila, todas sus pertenencias, salvo la ropa que llevaba, se las habían quitado. Verigny, que no podía entender por qué el comandante Vaughn era tan tozudo, había prometido que le devolverían las pertenencias. Verigny cumplió su promesa. Cuando Sharpe era conducido por el empinado camino hacia el interior del castillo de Burgos, le habían devuelto sus cosas.

Lo habían entregado a las tropas de la fortaleza. Los hombres de Verigny lo dejaron en el patio, bajo la vigilancia de dos soldados de infantería mientras el sol se iba elevando en el cielo.

Sharpe observó los carros que había en el patio para intentar ver bajo las lonas atadas con cuerdas algo que confirmara la historia de la marquesa de que el tesoro del Imperio español estaba allí. Esperó. Los hombres de la guarnición pasaban junto a él, mirando con curiosidad al prisionero, y seguía sin llegar ningún oficial administrativo para arreglar su futuro. En una de las ventanas altas de la torre del homenaje, Sharpe vio a un hombre con un catalejo. Parecía que la lente le apuntaba directamente.

Poco después de haber visto al hombre con el catalejo cuatro soldados de infantería, con un sargento a la cabeza, corrieron hacia él. El pensó que pasarían de largo y retrocedió, pero uno de los hombres le chilló y le dio un puñetazo. Sharpe le había devuelto uno, dos golpes, y entonces el sargento le dio en la sien con la culata del mosquete. A continuación, lo condujeron sin ceremonia alguna a la celda, donde podía dar tres pasos en cada dirección y donde no había luz, ni taburete, ni cama, ni esperanza.

Tenía sed. Sentía punzadas en la cabeza. Se apoyó en la pared un rato luchando contra el dolor, la oscuridad y la desesperación. El tiempo transcurría, pero él no sabía qué hora era. No podía oír el repicar de campanas en aquella habitación abierta en la roca bajo el antiguo castillo.

Se preguntaba si lo habían reconocido, pero incluso si así fuera no tenía sentido para él que lo trataran de aquella manera. Pensó en la marquesa; se la imaginaba en los brazos de su general, con la cabeza sobre el pecho del francés, el cabello dorado sobre su piel. Intentó recordar la noche en la posada, pero le parecía irreal. Lo único que parecía real era esa celda, sus heridas y su sed. Encontró un trozo de pared húmeda y chupó la piedra. El olor de la celda era nauseabundo.

Habían tirado excrementos allí o los habían dejado otros prisioneros, y cada vez que respiraba sentía la fetidez.

El tiempo pasaba y pasaba; sólo el gotear del agua sobre la piedra le permitía tener consciencia de ello. Querían que se desesperara, que aquel lugar horrible y maloliente lo hundiera; luchó contra ello intentando recordar los nombres de todos los hombres que habían servido en su compañía desde el inicio de la guerra en España, y cuando ya había acabado intentó decir en voz alta la lista de revista de la primera compañía cuando él se alistó en el ejército. Caminaba de un lado a otro de la celda para combatir el frío; sus botas chapoteaban en el suelo. A veces, cuando el olor era insoportable, ponía la boca en la mirilla de la puerta y respiraba hondo.

Se maldijo por haber sido capturado, por dormirse al amanecer, por aceptar el desafío de un duelo.

Se daba cuenta de que el día había pasado, que ya era de noche, aunque el resplandor en la puerta no cambiaba. Se acomodó en un rincón, en cuclillas sobre sus talones y con la espalda contra el muro, e intentó dormir. Hacía cuatro noches había estado en una verdadera cama, entre sábanas, con la cálida marquesa junto a él y encima de él. Intentó dormir, pero se despertaba a sacudidas o escuchaba las ratas fuera y el goteo del agua. Temblaba.

Se dio cuenta de que pretendían que el prisionero se tumbara en el suelo. Querían que el prisionero se ensuciara la ropa y se manchara con las heces. No iba a complacerlos.

Finalmente tres hombres vinieron por él, dos iban armados con mosquetes cargados con bayonetas y el tercero era una mole de sargento como el que le había golpeado. Era un hombre muy corpulento. Parecía que no tuviera cuello y los músculos de los brazos llenaban por completo las mangas del uniforme. El sargento le gritó algo en francés, luego se echó a reír al percibir el olor de la habitación.

Sharpe estaba cansado, desesperado, y la sed le había medio secado la garganta. Tropezó bajo la repentina luz de la antorcha encendida que aguantaba uno de sus vigilantes; el sargento lo empujó y él cayó, y luego lo estiró hacia arriba con una fuerza tal que levantó a Sharpe con facilidad.

Lo condujeron por el pasadizo, subieron las escaleras, lo llevaron por un segundo pasillo y por más escaleras hacia arriba. Había luz, penetraba por ventanucos que daban al patio central de la torre del homenaje. Entonces el sargento empujó a Sharpe hacia el interior de una habitación donde esperaba un cuarto soldado.

Era una habitación de unos dos metros cuadrados. Una ventana, alta y con barrotes, dejaba entrar una luz gris y mortecina sobre la piedra de las paredes y el suelo. Había una sola mesa en la estancia; detrás de ella, una silla. Los guardias se colocaron a ambos lados de Sharpe. El sargento, el único francés que no iba armado, era uno de los dos hombres que estaban a la derecha de Sharpe. Cada vez que Sharpe intentaba apoyarse en la pared le gritaba y le daba un tirón hacia delante, y entonces volvía a reinar el silencio.

Esperaban. Los dos hombres que estaban más cerca de Sharpe le hacían frente con bayonetas. Sharpe cerró los ojos. Se tambaleaba ligeramente de cansancio. Sentía punzadas en la cabeza.

Se abrió la puerta. Sharpe abrió los ojos y entendió. Pierre Ducos entró en la habitación. Durante un segundo Sharpe no reconoció al hombre menudo y picado de viruela con gafas redondas y luego le vino de repente a la cabeza el encuentro por Navidad en la Entrada de Dios. El comandante Pierre Ducos, a quien a Sharpe le habían descrito como un hombre peligroso e inteligente, un hombre cuyas manos apestaban con el lodazal de la política, era el responsable de aquel trato, de la celda nauseabunda, de lo que Sharpe sabía que le esperaba.

Ducos arrugó la nariz; luego se colocó con delicadeza detrás de la mesa y se sentó. Un soldado le siguió y puso la espada de Sharpe sobre la mesa, después su catalejo y por último algunos papeles. No pronunció una palabra hasta que se fue el soldado. El remilgado Ducos colocó bien los papeles antes de levantar la vista hacia el oficial inglés.

—¿Ha dormido bien?

Sharpe no hizo caso de la pregunta.

—Soy un oficial del ejército de su majestad británica y exijo un trato digno de mi graduación —dijo con voz seca.

Ducos frunció el ceño.

—Está usted desperdiciando mi tiempo —dijo con voz profunda, como si fuera la de un hombre robusto.

—Soy un oficial del ejército de…

Se calló porque el corpulento sargento, que se había vuelto a una señal de cabeza de Ducos, le dio un puñetazo en el vientre, dejándolo doblado y sin respiración.

Ducos esperó a que Sharpe se volviera a poner derecho y respirara con normalidad y luego sonrió.

—Yo creo, señor Sharpe, que no es usted un oficial. Por el veredicto de un consejo de guerra del cual tengo aquí una copia —dijo golpeando los papeles—, lo echaron del ejército. En pocas palabras, es usted un civil, que se hace pasar por un tal comandante Vaughn. ¿Tengo razón?

Sharpe no dijo nada. Ducos se quitó las gafas, les echó aliento y empezó a limpiar los cristales redondos con un pañuelo de seda que se sacó de la manga.

—Yo creo que usted es un espía, señor Sharpe.

—Soy un oficial del ejército…

—No insista. Ya hemos comprobado que le dieron de baja. Lleva usted un uniforme al que no tiene derecho, usa un nombre que no es el suyo y, por lo que usted mismo admitió ante el general Verigny, estaba intentando secuestrar a una mujer con la esperanza de que le proporcionara información.

Se enganchó las patillas de las gafas en las orejas y sonrió de forma desagradable a Sharpe.

—A mí eso me suena a espiar. ¿Acaso se creía Wellington que fingiendo su ejecución se haría usted invisible? —Se rió de su propia broma—. He de reconocer, señor Sharpe, que a mí me engañó. ¡No podía dar crédito cuando le vi en el patio! —Sonrió triunfante y luego cogió el papel de encima—. Parece ser, por lo que me ha dicho ese tonto de Verigny, que usted rescató a la marquesa del convento. ¿Es eso cierto?

Sharpe no dijo nada. Ducos suspiró.

—Yo sé que lo hizo usted, señor Sharpe. Fue inoportuno decirlo. ¿Por qué fue tan lejos para rescatarla?

—Quería acostarme con ella.

Ducos se echó hacia atrás.

—Se está usted haciendo pesado y mi tiempo es demasiado precioso para escuchar sus obscenidades. Se lo vuelvo a preguntar: ¿por qué la rescató?

Sharpe repitió la respuesta.

Ducos miró al sargento y asintió con la cabeza.

El sargento se volvió con rostro impasible, miró a Sharpe de arriba abajo y luego volvió a golpear con el puño el estómago del inglés.

Sharpe se apartó y dirigió su puño contra los ojos del sargento, pero una bayoneta le detuvo el brazo y el puño izquierdo del sargento le golpeó en la cara. Se dio con la cabeza contra la piedra del muro, luego recibió el puño derecho en el vientre, se dobló y, de repente, el sargento, con la misma impasividad con que se había vuelto hacia Sharpe, giró y se puso firmes de golpe.

Ducos fruncía el ceño. Observó a Sharpe, que se enderezaba. Al fusilero le salía sangre de la nariz. Sharpe se apoyó en la pared y esta vez nadie se lo impidió. El francés sacudió la cabeza.

—No me gusta la violencia, comandante: me descompone. Tiene su utilidad, me temo, y creo que usted ahora lo entiende. ¿Por qué fue a rescatar a la marquesa?

Sharpe dio la misma respuesta.

Esta vez se dejó pegar. El sólo tenía un arma y la utilizó. Hacía ver que era más débil de lo que era en realidad. Cayó al suelo, gruñendo, y el sargento le dio un tirón hacia arriba con desdén por el cuello de la casaca y lo lanzó contra la pared. El sargento sonrió victorioso mientras se volvía hacia Ducos.

—¿Por qué rescató a la marquesa?

—Necesitaba a una mujer.

Esta vez Ducos no le hizo una señal con la cabeza al sargento. Pareció que suspiraba. Se volvió a quitar las gafas, frunció el ceño y las limpió con su pañuelo; luego, con una pequeña mueca, se las volvió a colocar en las orejas.

—Le creo, comandante. A su apetito le van las mujeres como Hélène y sin duda la marquesa quedó satisfecha de sus servicios. Dígame, ¿pidió ella ayuda a los británicos?

—Sólo para eso. Parece que para ella los franceses no lo hacen bien.

Sharpe se preparó para el golpe, pero tampoco esta vez Ducos dio la señal. Volvió a suspirar.

—He de decirle, señor Sharpe, que el sargento Lavin es extremadamente eficiente a la hora de extraer las palabras a los que no quieren hablar. Normalmente practica su arte con los españoles, pero hace tiempo que deseaba a un inglés. —Los cristales de Ducos reflejaron dos círculos de luz gris—. Es más, hace mucho, mucho tiempo que deseaba a un inglés.

El sargento Lavin, al oír su nombre, giró su cabeza achaparrada de ojos pétreos y miró a Sharpe con desdén.

Ducos se puso en pie y dio una vuelta a la mesa, cogiendo el catalejo de Sharpe al pasar.

—Antes de que esté en un estado en que no pueda apreciarlo, comandante, tengo que ajustar una cuenta con usted. Usted me rompió las gafas. ¡Me trajo un montón de problemas!

De repente y por sorpresa, Ducos parecía furioso. Parecía controlarse, estiraba su cuerpo menudo y fruncía el ceño.

—¡Usted me rompió las gafas expresamente!

Sharpe no dijo nada. Era cierto. Le aplastó las gafas a Ducos en la Entrada de Dios. Lo había hecho después de que Ducos insultara a Teresa, la mujer de Sharpe. Ahora Ducos sostenía el catalejo de Sharpe.

—Un instrumento muy hermoso, comandante. —Miró la placa de bronce— 23 de septiembre de 1803. Para nosotros, 2 de Vendimiario del año 10.

Sharpe sabía que Ducos añoraba el calendario revolucionario. Se apoyó con más fuerza contra la pared.

—Quédeselo, Ducos, su ejército lo ha robado todo en España.

—¡Quedármelo! Por supuesto que no. ¿Se cree usted que soy un ladrón? —Miró la parte trasera de la placa de bronce—. La recompensa por uno de sus actos de valentía, sin duda. —Estiró el catalejo y se vieron los tubos de bronce bruñidos del interior—. No, comandante Sharpe. No voy a quedármelo. Me limitaré a devolverle su insulto.

Rechinando los dientes y con repentino frenesí, Ducos blandió el catalejo y lo golpeó contra el suelo de piedra una y otra vez. Aquel hombre bajito estaba destrozando el delicado cristal y seguía golpeándolo, doblando los tubos, esparciendo fragmentos gruesos de cristal sobre el suelo de piedra. Soltó el catalejo y lo pisó, partió los tubos de bronce, luego les dio varias patadas y los esparció por el suelo hasta que, no teniendo ya nada a qué darle patadas, se quedó jadeando. Se estiró la casaca y miró al fusilero con una sonrisa de triunfo compasivo.

—Ha saldado usted su cuenta conmigo, señor Sharpe. Ojo por ojo, y nunca mejor dicho.

Sharpe había observado la destrucción de su catalejo, su estimado catalejo que había sido un regalo de Wellington, con creciente ira y frustración. No podía hacer nada. El sargento Lavin lo vigilaba mientras sostenía la bayoneta contra sus costillas. Se tragó la ira y señaló con la cabeza hacia la espada.

—Hágaselo a eso, Ducos.

—No, señor Sharpe. —Ducos estaba detrás de la mesa y volvió a sentarse—. Cuando me pregunten cómo murió usted, diré que le ofrecí dar su palabra, usted aceptó y que entonces usted me atacó con la espada que yo le había devuelto. El sargento Lavin me salvará la vida. —El francés sonrió—. Pero en verdad que odio la violencia, señor Sharpe. ¿Me creería si le dijera que no deseo que usted muera?

—No.

Ducos se encogió de hombros.

—Es cierto. Le dejo vivir. Puede salir de aquí con su espada. No vamos a canjearlo, por supuesto; se pasará lo que queda de guerra en Francia. Incluso podríamos civilizarlo. —Ducos sonrió por esa broma y bajó la mirada hacia los papeles—. Así que dígame, señor Sharpe, o incluso comandante Sharpe, si eso le hace sentirse mejor: ¿Hélène iba en busca de ayuda británica?

Sharpe lo insultó.

Ducos suspiró e hizo un gesto con la cabeza. Lavin se volvió, impávido e imperturbable, y esta vez le dio un puñetazo a Sharpe en la cara, le partió el labio y le hizo una herida en la frente con un anillo que llevaba. Sharpe volvió a caerse, expresamente, y esta vez lo golpeó con las botas en la espalda. El chilló, también expresamente, removió las manos y de repente vio cuál era su esperanza.

Había un tubo de bronce, doblado y retorcido, junto a la pared. Volvió a gritar al aterrizar una bota, agarró el tubo y se lo ocultó en el puño. Una mano lo agarró por el cuello, lo levantó, le dio la vuelta y lo volvió a colocar contra la pared. Tenía el tubo más pequeño en la mano. Notaba que el borde donde se sostenía la lente pequeña estaba roto. El tubo medía quince centímetros de largo y un extremo estaba abierto y dentado, pues Ducos lo había aplastado con el pie.

Ducos esperó a que la respiración de Sharpe se calmara, para volver a encararse a aquel rostro sangrante y maltratado.

—Le sería de ayuda saber, comandante, que voy a hacerle una serie de preguntas para las que ya tengo respuesta. Así que va a sufrir innecesariamente. Al final entenderá el propósito de todo ello. Le acusaron de matar al marido de Hélène, ¿no es así?

—Usted ya lo sabe.

Ducos sonrió.

—Yo lo dispuse, señor Sharpe. ¿Lo sabía usted?

Ducos se sintió complacido por la sacudida de la cabeza de Sharpe, la repentina sorpresa que denotaron sus ojos contusionados. A Ducos le gustaba que sus víctimas supieran quién era el responsable de su desgracia.

—¿Por qué fingió Wellington su muerte?

—No lo sé.

Sharpe tenía los labios hinchados. Tragaba sangre. Su respiración era entrecortada. Estaba calculando las distancias, no planeando la primera muerte, sino la segunda.

Ducos estaba disfrutando con el espectáculo de su enemigo pisoteado y hundido. No era la derrota física lo que le producía placer a Ducos, sino que Sharpe se diera cuenta de que lo habían manejado.

—¿Lo enviaron a rescatar a Hélène?

La voz de Sharpe sonó distorsionada a causa de sus labios sangrantes.

—Quería saber por qué había mentido en su carta.

Esta respuesta detuvo a Ducos, quien frunció el ceño.

—¿El rescate fue idea suya?

—Idea mía.

Sharpe escupió sangre al suelo.

—¿Cómo sabía dónde estaba?

—Todo el mundo lo sabía. Media España lo sabía.

Ducos aceptó tal verdad. Se suponía que el destino de la marquesa tenía que ser un secreto, pero nada de lo que sucedía en España era un secreto. Incluso Verigny, un tonto pretencioso, había descubierto dónde estaba retenida su amante. Nada de eso preocupaba a Ducos. Lo único que le inquietaba era la seguridad del tratado.

—¿Así que la rescató hace cinco días?

—Algo así.

—¿Y el general Verigny lo descubrió a usted al día siguiente?

—Sí.

—¿Se acostó con ella, señor Sharpe?

—No.

—Pero usted ha dicho que era por eso que quería rescatarla.

—Ella no quiso.

Sharpe cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Las dos últimas veces que lo habían atacado los soldados armados no se molestaron en usar las bayonetas para evitar que se volviera. Veían que estaba derrotado e indefenso. Se equivocaban, pero él esperaba ese momento y lo estaba planeando con cuidado. La última vez se cayó hacia la derecha y el hombre que estaba allí retrocedió y se apartó para dejar sitio a Lavin. Tenía que volver a hacerlo.

—¿Se acostó con ella?

—No.

—¿Le dijo ella por qué estaba en el convento?

—Quería descansar.

Ducos sacudió la cabeza.

—Es usted un tonto tozudo, señor Sharpe.

—Y usted es un cabroncete asqueroso.

—Señor Sharpe —dijo Ducos reclinándose en la silla—, dígame qué explicación le dio ella. Debió de darle algún tipo de explicación respecto al arresto.

Sharpe sacudió la cabeza, como si tuviera alguna dificultad con sus sentidos.

—Ella me dijo que había soñado con usted. Que había recibido la orden del emperador de casarse con usted, que le vio desnudo y que era la cosa más horrible que jamás hubiera visto…

—¡Sargento!

El primer golpe lo recibió Sharpe en el cráneo, un golpe oblicuo, pero luego encajó un porrazo en el vientre y se le cortó la respiración. Hizo un esfuerzo por volverse hacia la derecha y un golpe en la cabeza le ayudó a caer al suelo.

—¡Alto!

Una bota le pisoteó los riñones. Se sacó el tubo de bronce de la manga, lo giró y lo agarró con la mano derecha. Tendría una oportunidad, tan sólo una.

—¡No! —gritó de forma desesperada, como si fuera un niño que ruega para que dejen de pegarle, y luego chilló cuando una bota le dio en el muslo.

Ducos dijo algo en francés. Pararon los golpes. El sargento se agachó para levantar a Sharpe por el cuello. Los otros tres hombres permanecían detrás, con las armas bajadas, sonriendo cínicamente.

Lavin levantó a Sharpe y no llegó a ver nunca la mano que le golpeó con el tubo de bronce.

Sharpe chilló de rabia, el grito de guerra. Lo creían débil y derrotado, pero él tenía una gran energía en su interior y se enterarían de lo que era un fusilero en acción.

El tubo, con los extremos de bronce abiertos, golpeó a Lavin en la ingle. Sharpe lo retorció, lo empujó; el sargento lo soltó, lanzó un grito horrible y se llevó las manos a la herida. Pero Sharpe ya había acabado con él; se levantaba a la derecha del sargento, se movía con toda velocidad y llenaba la estancia con su grito de guerra.

El cuerpo del sargento no dejaba pasar a dos hombres. El tercero levantó el mosquete, pero Sharpe agarró el cañón del arma, estiró y con el tacón derecho golpeó al hombre en el bigote, sin dejarle un hueso sano. A continuación, Sharpe llevó su mano sangrante hacia el percutor del mosquete, giró el arma y apretó el gatillo.

Los dos hombres que quedaban no se habían atrevido a disparar por miedo a darles a sus propios compañeros. Tan sólo habían pasado unos instantes desde que el sargento se había agachado para levantar al oficial inglés destrozado. Ahora un mosquete vomitaba humo y ruido.

Un hombre cayó, con la bala de mosquete en los pulmones, y Sharpe le atizó con la culata de bronce al que le había quitado el mosquete y que todavía forcejeaba con él. La culata le dio al hombre en la cabeza, pero éste arrastró a Sharpe al suelo, junto al sargento que sangraba y gemía, y entonces un segundo disparo de mosquete resonó en la habitación; retumbó con más fuerza que el trueno, ahogando incluso la agonía del sargento Lavin.

Sharpe se removió, se levantó y golpeó con el mosquete al hombre que había disparado cuando él caía. Seguía gritando, sabía que los hombres temen el ruido, la ferocidad, y de un tirón se liberó el pie derecho del hombre que lo agarraba, se levantó gruñendo del suelo ensangrentado y arremetió con la bayoneta que había conseguido, dando golpes secos y profesionales contra el último de sus enemigos que todavía estaba en pie. Ducos, con la boca abierta, permanecía junto a la puerta, aterrorizado. El no tenía arma.

Las bayonetas chocaron. Sharpe empujó a un lado la de su oponente, volvió a arremeter; luego quebró hacia la derecha, hacia la mesa, agarró la espada y su voz se oyó triunfante al blandirla. La vaina raspó al sacar la espada y voló por la habitación, y él fue segando con la hoja y gritando con furia victoriosa. Le hizo un corte en el cuello al último hombre y luego retiró la espada entre hueso y sangre. Vio que el hombre empezaba a caer, entonces lo remató con una arremetida que se hundió en el moribundo. En unos segundos, tan sólo unos segundos, había matado a dos hombres y herido a otros dos. Se volvió, retiró la espada y miró hacia la puerta.

—¡Ducos!

Allí no había nadie.

Se dirigió hacia la puerta, con la espada ensangrentada en la mano. Su cara era una máscara de sangre, su uniforme estaba empapado de la sangre de Lavin. Un hombre contra cuatro, ¡un fusilero! El sargento Harper hubiera dicho que eso era jugar con ventaja.

—¡Ducos! ¡Cabrón! ¡Ducos!

Entró en el pasadizo. Detrás de él el sargento sollozaba, se quejaba y sangraba con las manos sobre la ingle.

—¡Ducos! ¡Cerdo!

—M’sieur? —le dijo una voz que provenía de la derecha.

Sharpe se volvió. Allí había un grupo de oficiales franceses. Elegantes y pulidos, miraban sorprendidos al hombre cubierto de sangre, con la cara magullada, la voz salvaje y la espada chorreando sangre.

Los oficiales franceses llevaban espadas pero ninguna desenvainada.

Un hombre se adelantó, un hombre alto vestido de verde y rosa, que frunció el ceño.

—¿Comandante Vaughn?

Era Verigny. Tenía el rostro desencajado, por el olor a sangre o por el aspecto de Sharpe.

—¿Comandante?

—Me llamo Sharpe. —No tenía sentido seguir ocultándolo—. Comandante Richard Sharpe.

Se apoyó en la pared. Dejó que la punta de la espada se apoyara en las baldosas y formó un charco de sangre.

Parecía que Verigny adoptara la posición de firmes.

—Yo creía, comandante, que sería usted tratado de acuerdo con el honor.

Sharpe señaló con la cabeza hacia la puerta.

—Esos cabrones intentaron matarme. Entonces no tenía espada. Me he defendido.

El sargento Lavin gemía lanzando gritos lastimosos desde el interior de la habitación cuadrada con muros de piedra.

Verigny miró por la puerta. Se echó hacia atrás y se quedó mirando intimidado al fusilero que había convertido la habitación en un matadero.

—Se le tratará bien, comandante. ¿Necesita usted un médico?

—Sí. Y agua. Comida. Una cama.

—Por supuesto.

—Que laven esta ropa. Un baño.

—Por supuesto.

Sharpe retiró la mano derecha de la espada. Tenía la palma destrozada. Le dolía. Levantó la espada con la mano izquierda.

—Parece ser que vuelvo a ser su prisionero.

—Concédame el honor de conservar su espada, m’sieur, hasta que hayamos discutido lo que hacemos.

Sharpe asintió con la cabeza y luego regresó a la habitación.

Recuperó su vaina y el cinturón de su espada, pero no se lo pudo abrochar con la mano herida. Fue hacia el sargento Lavin, que gemía y sollozaba; éste levantó la vista hacia él con ojos que parecían mezclar dolor y sorpresa por haber sido vencido. Sharpe miró al general francés.

—¿Señor?

—¿Comandante?

—Dígale a este eunuco que consiguió lo que deseaba.

Verigny se estremeció al oír la voz del fusilero.

—¿Lo que deseaba, m’sieur?

—Quería a un inglés. Lo ha conseguido.