Prólogo

Había un secreto que iba a hacerle ganar la guerra a Francia. No se trataba de un arma secreta, ni de una estrategia sorpresa que obligara a los enemigos de Francia a batirse en retirada, sino de una estratagema política que echaría a los británicos de España sin disparar un solo mosquete. Era un secreto que había que guardar y que tenía un precio.

Con este fin, un día crudo de invierno de 1813, dos hombres iban ascendiendo las colinas al norte de España. Cuando llegaron a una bifurcación del camino tomaron el sendero menor. Fueron ascendiendo por senderos helados, subiendo cada vez más alto por un lugar de rocas, águilas, viento y crueldad, hasta que al final, en un sitio desde donde se veía el mar lejano brillando bajo el sol de febrero, alcanzaron un valle oculto que olía a sangre.

En la punta del valle había unos centinelas; hombres envueltos en harapos y pellejos, hombres cuyos mosquetes tenían las bocas ennegrecidas. Hicieron detener a los viajeros, les dieron el alto y luego, de forma incomprensible, se arrodillaron frente a uno de los jinetes, el cual les dio la bendición con su mano enguantada. Los dos hombres siguieron cabalgando.

El más bajo de los dos viajeros, el que guardaba el más secreto de todos los secretos, tenía el rostro delgado, cetrino, marcado por la viruela. Llevaba unas lentes que le rozaban detrás de las orejas. Hizo detener su caballo encima de una plataforma de piedra que se había formado cuando se extraía hierro de ese valle. Miró con frialdad la escena que se le ofrecía abajo.

—Pensaba que no había corridas en invierno.

Se trataba de una corrida rudimentaria, nada que ver con el esplendor del espectáculo que se daba en las plazas de las ciudades grandes del sur. Un centenar de hombres jaleaba desde los laterales del foso de piedra, mientras que, por debajo de ellos, dos hombres martirizaban a un toro negro, furioso y escurridizo a causa de la sangre que le manaba de los músculos debilitados del pescuezo. El animal ya estaba débil, había sido mal alimentado durante el invierno y las embestidas resultaban penosas, se esquivaban con facilidad y pronto le llegaría la muerte. No lo mataban con la espada tradicional, ni con el cuchillo pequeño clavado entre las vértebras, sino con un hacha.

Un hombre enorme, vestido de cuero bajo una capa de piel de zorro, era el que ejecutaba. Blandió el hacha grande; la hoja brillaba bajo el pálido sol. El animal intentó esquivar el golpe, no lo consiguió y lanzó un último e inútil desafío hacia el cielo mientras el hacha le segaba la vida, atravesando hueso y venas y tendones y músculos, y los hombres que había alrededor del pozo rocoso vitoreaban.

El hombre bajo, cuyo rostro reflejaba desagrado por lo que había visto, hizo un gesto señalando al que sostenía el hacha.

—¿Es ése?

—Ese es, comandante. —El sacerdote grande observó al hombre pequeño con lentes como si le complaciera su reacción—. Ése es el Matarife.

El Matarife resultaba aterrador. Era grande, fuerte, pero lo que causaba miedo era su rostro. Tenía una barba tan tupida que su cara parecía mitad humana y mitad animal. La barba le crecía hasta los pómulos, de manera que sus ojos, pequeños y astutos, aparecían en una línea entre la barba y el cabello. Era la cara de una bestia que ahora levantaba la vista por encima del toro muerto y miraba a los dos jinetes que estaban por encima de él. El Matarife se inclinó burlonamente. El sacerdote le devolvió el saludo levantando una mano.

Los hombres que estaban alrededor del pozo rocoso, guerrilleros que seguían al Matarife, exigían un prisionero. El cuerpo del toro era arrastrado rocas arriba, para reunirse con los otros tres animales muertos que habían dejado su sangre sobre la piedra helada y blanca.

El hombre menudo frunció el ceño.

—¿Un prisionero?

—No podía usted pretender que el Matarife no le hubiera preparado una bienvenida, comandante. Después de todo, aquí no viene un francés cada día. —El sacerdote estaba disfrutando con el desconcierto del francés—. Y sería prudente mirar, comandante. Si lo rechazara sería considerado un insulto a su hospitalidad.

—Maldita sea su hospitalidad —dijo el hombre menudo, pero se quedó.

Este francés menudo no era un hombre que impresionara a la vista; los lentes le rozaban la piel, su aspecto era decepcionante. Pierre Ducos era considerado comandante, aunque si ésa era su verdadera graduación o si tenía alguna en el ejército francés, nadie lo sabía. A ningún hombre le llamaba señor, a no ser que se tratara del emperador. Era medio espía, medio policía y totalmente político. Era Pierre Ducos el que le había sugerido el secreto a su emperador y era Pierre Ducos quien tenía que hacer que el secreto se hiciera realidad y entonces ganar la guerra para Francia.

Un hombre de pelo rubio, vestido tan sólo con una camisa y un pantalón, era empujado entre los cuerpos de los toros. Llevaba las manos atadas a la espalda. Parpadeaba como si lo hubieran sacado de repente de un lugar oscuro a la luz del día.

—¿Quién es? —preguntó Ducos.

—Uno de los hombres que apresó en Salinas.

Ducos gruñó. El Matarife era un jefe guerrillero, uno de los muchos que infestaban las colinas del norte. Hacía poco había sorprendido un convoy francés y había hecho una docena de prisioneros. Ducos tiró de la patilla de sus lentes.

—Cogió a dos mujeres.

—Así es —confirmó el sacerdote.

—¿Qué les ha sucedido?

—¿Le importa mucho, comandante?

—No —contestó Ducos con tono agrio—. Eran putas.

—Putas francesas.

—Siguen siendo putas —dijo con desagrado—. ¿Qué les ha pasado?

—Ejercen su oficio, comandante, pero les pagan con la vida en lugar de con dinero.

Al hombre rubio lo habían llevado al fondo del pozo rocoso y allí le desataron las manos. Flexionó los dedos al aire frío y crudo, mientras se preguntaba qué le iba a suceder en aquel lugar que apestaba a sangre. El ambiente entre los espectadores era de diversión expectante. Permanecían callados, pero sonreían con burla pues sabían lo que ocurriría.

Lanzaron una cadena al fondo del pozo. Allí se quedó, eslabones de hierro oxidado entre la sangre de toro que humeaba bajo el frío. El prisionero temblaba. Dio un paso atrás cuando un hombre levantó uno de los extremos de la cadena, pero luego accedió tranquilamente cuando le ataron los eslabones al antebrazo izquierdo.

El Matarife, con su espesa barba salpicada de la sangre del toro, cogió el otro extremo de la cadena. La enrolló alrededor de su brazo izquierdo y se rió del prisionero.

—Voy a contar cómo mueres, francés.

El prisionero francés no entendió lo que le decía. Sin embargo, sí entendió que le lanzaban un cuchillo; un cuchillo largo y bien afilado idéntico al arma que el Matarife tenía en la mano. La cadena que unía a ambos hombres medía diez pies.

El sacerdote sonrió.

—¿Conoce este tipo de combate?

—No.

—Requiere habilidad.

—Indudablemente —contestó Ducos con sequedad.

El Matarife tenía esa habilidad. Había luchado encadenado y con un cuchillo muchas veces y no temía a oponente alguno. El francés era valiente, pero estaba desesperado. Atacaba con fiereza pero torpemente. La cadena le hacía perder el equilibrio, estaba angustiado, recibía cortes, y con cada tajo del cuchillo del Matarife los guerrilleros que observaban iban contando. «¡Uno!» acogió una cuchillada que le abrió la frente al francés hasta el hueso. Con el «¡dos!» vio que su mano izquierda se le rajaba entre los dedos. Los números aumentaban.

Ducos observaba.

—¿Cuánto dura?

—Tal vez cincuenta cuchilladas —contestó el sacerdote encogiéndose de hombros—. Quizá más.

Ducos miró al sacerdote.

—¿Le gusta?

—Yo disfruto con todas las actividades humanas, comandante.

—Salvo una, sacerdote —dijo Ducos sonriendo.

El padre Hacha volvió a mirar al pozo. El sacerdote era un hombre corpulento, tan corpulento como el propio Matarife. No mostraba aflicción mientras el prisionero era acuchillado, rajado y desollado. El padre Hacha era en gran medida el compañero ideal para el comandante Pierre Ducos. Al igual que el francés, era medio espía, medio policía y totalmente político, salvo que su política era la de la Iglesia y debía sus habilidades a la Inquisición española. El padre Hacha era un inquisidor.

«¡Catorce!» gritaron los guerrilleros. Ducos, sorprendido por la sonoridad del grito, volvió a mirar al pozo.

El Matarife, a quien no había tocado el cuchillo del prisionero, le había sacado el ojo izquierdo a su oponente con exquisita destreza. El Matarife se limpió disgustado la punta de la hoja en la manga de cuero.

—¡Venga, francés!

El prisionero se tapaba el ojo destrozado con la mano izquierda. La cadena se tensaba, los eslabones producían un ligero ruido en el pozo y la tensión de la cadena le hizo olvidar la mano ensangrentada y el dolor. Sacudía la cabeza medio sollozando, sabiendo que la forma en que moriría sería larga y dolorosa. La muerte de los franceses siempre lo era cuando eran capturados por los guerrilleros y también era así la muerte de los guerrilleros capturados por los franceses.

El francés estiraba de la cadena, intentando resistirse a la fuerza, pero era impotente contra el hombre enorme. De repente la cadena se sacudió, el francés cayó y fue arrastrado por el fondo del pozo como un pez. Cuando el español se detuvo, el francés intentó levantarse, pero una bota le golpeó en el antebrazo izquierdo y le rompió los huesos, y volvió a arrastrarlo. Los guerrilleros que observaban se reían de los chillidos de dolor mientras la cadena estiraba del miembro roto. El rostro de Ducos no reflejaba nada.

El padre Hacha sonrió.

—¿No está usted disgustado, comandante? Es un compatriota.

—Odio toda crueldad innecesaria.

Ducos volvió a empujar sus lentes. Eran unos lentes nuevos, traídos de París. Los viejos se los había roto el día de Navidad un oficial británico llamado Richard Sharpe. Esa afrenta todavía le dolía a Ducos, pero, como decían los españoles, esa venganza sería un plato que se comería frío.

Al llegar a veinte, el francés perdió el ojo derecho. Al llegar a veinticinco, sollozaba pidiendo clemencia, incapaz de luchar, con los pantalones sucios y hechos jirones y brillantes de sangre fresca. Al llegar a treinta, sin aliento y sollozando, el prisionero murió. El Matarife, indignado por la falta de lucha del prisionero y aburrido del espectáculo, le cortó la garganta y siguió rajando hasta que tuvo la cabeza en sus manos. Se la lanzó a los perros a los que habían separado a golpes de los toros muertos. Se desenrolló la cadena del antebrazo izquierdo, enfundó el cuchillo mojado y volvió a mirar a los dos jinetes. Le sonrió al sacerdote.

—¡Bienvenido, hermano! ¿Qué me has traído?

—Un huésped —contestó el sacerdote con convicción.

El Matarife se echó a reír.

—¡Llévalo a la casa, Tomás!

Ducos siguió al inquisidor entre las rocas manchadas de rojo del mineral de hierro hasta una casa de piedra con mantas por ventanas y puertas. En el interior de la vivienda, calentada por un fuego que llenaba las paredes húmedas de humo, esperaba una comida. Había estofado de ternilla y grasa, hogazas, vino y queso de cabra. Lo servía una muchacha de rostro delgado y marcado con una cicatriz. El Matarife penetró en la cálida humedad de la pequeña estancia, y junto con él la peste a sangre fresca, y se reunió con ellos.

El Matarife estrechó al sacerdote entre sus brazos. Eran hermanos, aunque resultaba difícil entender que el mismo vientre hubiera dado vida a dos hombres tan diferentes. Eran iguales en estatura, pero en nada más. El inquisidor era sutil, inteligente y delicado mientras que el Matarife era bruto, alborotador y salvaje. El jefe de los guerrilleros era el tipo de hombre al que despreciaba Pierre Ducos, quien admiraba la inteligencia y odiaba la fuerza bruta, pero el inquisidor no le prestaría su ayuda al francés a menos que confiara en su hermano y fuera tenido en cuenta en su plan.

El Matarife se llevó unas cucharadas del estofado a la boca. La salsa de la carne le chorreaba por la barba. Miró con sus ojos pequeños y enrojecidos a Ducos.

—Es usted valiente al venir aquí.

—Vengo con la protección de su hermano.

Ducos hablaba perfectamente español, así como otra media docena de lenguas.

El Matarife sacudió la cabeza.

—En este valle, francés, está bajo mi protección.

—Entonces se lo agradezco.

—¿Ha disfrutado viendo cómo moría su compatriota?

Ducos siguió hablando con suavidad.

—¿Quién no disfrutaría viendo su destreza?

El Matarife se echó a reír.

—¿Quiere ver cómo muere otro?

—¡Juan! —gritó el inquisidor. Era el hermano mayor y su autoridad intimidó al Matarife—. Hemos venido por trabajo, Juan; no por placer. —Hizo una señal en dirección a los otros hombres de la estancia—. Y hablaremos a solas.

A Ducos no le había resultado fácil ir a ese lugar. Sin embargo, la situación de la guerra era tal que había accedido a las demandas del inquisidor.

Ducos había aceptado sentarse a esa mesa con su enemigo porque la guerra le iba mal a Francia. El emperador había invadido Rusia con el ejército más grande de los tiempos modernos, un ejército que había sido derrotado en un invierno. Ahora el norte de Europa amenazaba a Francia. Los ejércitos de Rusia, Prusia y Austria presentían la victoria. Para combatirlos, Napoleón se llevaba tropas de España, en el mismísimo momento en que el general inglés Wellington se reforzaba. Tan sólo un tonto tendría confianza ahora en una victoria militar francesa en España y Pierre Ducos no era tonto. Sin embargo, si los ejércitos no podían derrotar a los británicos, la política podría hacerlo.

La muchacha delgada, temblando de miedo hacia su amo, servía vino áspero en las copas de cuerno montadas en plata. La plata llevaba grabada la «N» laureolada de Napoleón, un botín que había obtenido el Matarife en uno de sus ataques a los franceses. Ducos esperó a que la muchacha se hubiera ido; entonces, con su voz baja y profunda habló de política.

En Francia, en el lujo del castillo de Valencay, estaba prisionero el rey español. Para su gente, Fernando VII era un héroe, el rey perdido, el rey legítimo, un símbolo de su orgullo. No sólo luchaban para expulsar al invasor francés, sino para restaurar a su rey en su trono. Ahora Napoleón proponía devolverles a su rey.

El Matarife hizo una pausa. Cortaba el queso de cabra con el cuchillo que había torturado y matado al prisionero.

—¿Devolverlo? —dijo con incredulidad.

—Le devolveremos el trono —dijo Ducos.

Fernando VII, explicó el francés, sería enviado de vuelta a España. Sería devuelto como se merecía, pero tan sólo si firmaba el Tratado de Valencay. Ese era el secreto; el tratado, un tratado que, para la mente inteligente de Ducos, era una idea de genio. En él se aseguraba que el estado de guerra que desgraciadamente se había declarado entre España y Francia había terminado. Se firmaría la paz. Los ejércitos franceses se retirarían de España con la promesa de que las hostilidades no se reanudarían. España sería una nación libre y soberana con su propio y amado rey. Los prisioneros españoles que estaban en campos franceses serían enviados a casa; los trofeos españoles devueltos a sus regimientos. El orgullo español se vería bruñido por la adulación de los franceses.

Y como compensación, Fernando tan sólo tenía que prometer una cosa: que daría por terminada su alianza con los británicos. Se ordenaría al ejército británico que abandonara España y si vacilaba entonces no tendría forraje para sus caballos, comida para sus hombres o puertos para sus barcos de aprovisionamiento. Un ejército hambriento no era un ejército. Sin disparar un tiro, Wellington se vería expulsado de España y Napoleón podría llevarse todos y cada uno del cuarto de millón de soldados franceses que había en España y conducirlos contra los enemigos del norte. Era la jugada de un genio. Y, obviamente, un secreto. Si el gobierno británico siquiera soñara que tal tratado se estaba preparando, entonces el oro británico correría, se ofrecerían sobornos y el populacho de España se levantaría contra el pensamiento de una paz con Francia.

El tratado, admitía Ducos, no resultaría popular en España. La gente corriente, los campesinos cuyas tierras y mujeres habían sido devastados por los franceses, no recibirían bien una paz con su acérrimo enemigo. Tan sólo su bienamado y ausente rey los persuadiría de aceptarlo y éste dudaba. Fernando VII quería palabras tranquilizadoras. ¿La nobleza de España lo apoyaría? ¿Y los generales españoles? ¿Qué diría, lo más importante de todo, la Iglesia? El trabajo de Ducos consistía en contestarle esas preguntas al rey y el hombre que le proporcionaría las respuestas a Ducos era el inquisidor.

El padre Hacha era inteligente. Había medrado en la Inquisición por su inteligencia y sabía cómo usar los archivos secretos que el Santo Oficio tenía de todos los hombres eminentes de España. Podía emplear a sus compañeros inquisidores en toda España para recoger cartas de tales hombres, cartas que se le presentarían al rey prisionero y que le confirmarían que una paz con Francia resultaría aceptable a suficientes nobles, hombres de Iglesia, oficiales y comerciantes para llevar a cabo el tratado.

El Matarife escuchaba todo esto. Cuando la historia acabó se encogió de hombros, como dando a entender que tales cuestiones políticas no eran asunto suyo.

—Yo soy un soldado.

Pierre Ducos tomó un sorbo de vino. Una ráfaga de aire levantó una de las mantas húmedas de una ventana e hizo vacilar la vela de sebo que les alumbraba la comida. Sonrió.

—Su familia había sido rica.

El Matarife pinchó con su cuchillo unos restos de queso.

—Sus tropas destruyeron nuestra riqueza.

—Su hermano —continuó Ducos con cierto tono de burla— ha puesto precio a la ayuda que me va a prestar.

—¿Un precio? —inquirió el rostro barbudo al pensar en dinero.

Ducos le devolvió la sonrisa.

—El precio es la devolución de la fortuna familiar… y más.

—¿Más? —preguntó el Matarife mirando a su hermano.

El sacerdote asintió con la cabeza.

—Trescientas mil monedas, Juan.

El Matarife se echó a reír. Dirigió la mirada a su hermano y luego al francés; vio que ninguno de ellos sonreía, que la suma era correcta, y dejó de reír. Se quedó mirando a Ducos con aspecto beligerante.

—Nos está engañando, francés. Su país no pagará nunca esa suma. ¡Nunca!

—El dinero no provendrá de Francia —dijo Ducos.

—¿De dónde entonces?

—De una mujer —contestó Ducos en voz baja—. Pero primero tiene que producirse una muerte, luego un encarcelamiento y ahí, Matarife, es donde entra usted.

El jefe de los guerrilleros miró a su hermano buscando confirmación, la obtuvo y volvió su atención hacia el francés bajito.

—¿Una muerte?

—Una muerte. El marido de la mujer.

—¿Un encarcelamiento?

—La mujer.

—¿Cuándo?

Pierre Ducos vio que el guerrillero sonreía y sintió que la esperanza se apoderaba de él. El secreto estaría a resguardo y Francia salvada. Iba a comprar, con trescientas mil monedas que no eran suyas, el futuro del Imperio de Napoleón.

—¿Cuándo? —volvió a preguntar el guerrillero.

—En primavera —dijo Ducos—. Esta primavera. ¿Estará preparado?

—Siempre que sus tropas me dejen tranquilo —contestó riendo el Matarife.

—Eso se lo prometo.

—Entonces, estaré preparado.

El trato se cerró con un apretón de manos. El secreto estaría a salvo, el Tratado que derrotaría a Gran Bretaña se firmaría y de paso Pierre Ducos se vengaría del inglés que le había roto sus lentes. Cuando llegara la primavera y los ejércitos se prepararan para combatir en una guerra que, en el plazo de un año, dejaría de librarse a causa del tratado secreto, un hombre llamado Richard Sharpe, un soldado, moriría.