Capítulo 7

Lord Stokeley, uno de los ayudantes de campo de Wellington, se preguntaba si habría que servirles vino a los oficiales españoles que iban a ser testigos de la ejecución.

Wellington lo miró con sus fríos ojos azules.

—Es una ejecución, Stokeley, no un maldito bautizo.

Stokeley decidió que era mejor no comentar que en su familia se servían bebidas en ambos casos.

—Muy bien, señor.

Decidió que no había visto nunca a su señor de tan mal humor.

Ni él tampoco. El daño que podía sufrir la débil alianza entre británicos y españoles era inmenso. Ningún soldado español, por lo que sabía Wellington, sentía afecto alguno por el marqués de Casares el Grande y Melida Sadaba, pero su asesinato lo había convertido en un mártir de España.

Los condenados clérigos habían sido rápidos, como de costumbre, en predicar sus diatribas antiprotestantes, pero Wellington se enorgullecía de haber sido igual de rápido. El culpable había sido juzgado, lo iban a colgar, y todo ello antes de que el sol que se había levantado con aquel asesinato se pusiera. Los españoles, dispuestos a elevar protestas, se encontraron sin motivos para ello. Se declaraban satisfechos con el castigo justo y rápido de su señoría.

Los soldados españoles que estaban en la plaza del pueblo agradecieron un descanso en su tarea diaria. Habían estado haciendo mucha instrucción, marchando durante días enteros, y se despertaban con los huesos molidos para enfrentarse a más instrucción. Sin embargo, esa tarde era como una fiesta. Los habían conducido a la plaza, batallón tras batallón, para ser testigos de la muerte de un inglés.

La horca se había construido con una carreta del ejército que estaba aparcada contra la pared encalada de la casa del sacerdote. Había un gancho muy oportuno en la parte superior de la pared. Un sargento inglés, sudando con su uniforme de policía militar, subió por una escalera con la cuerda y la hizo pasar por el gancho. La plaza estaba llena de policía militar. Corría el rumor de que hombres del South Essex, junto con algunos fusileros, planeaban rescatar a Richard Sharpe del cadalso. Parecía una amenaza poco probable, pero se la habían tomado en serio. Los policías militares llevaban los mosquetes cortos cargados con las bayonetas y observaban los callejones y las calles que daban a la plaza.

Los primeros oficiales españoles llegaron al cuartel general. Parecían contenerse. Con la mayor de las prudencias evitaron colocarse en las ventanas que daban a la plaza, pero el comandante Mendora, vestido con su uniforme de un blanco brillante con una banda negra en la manga derecha, observó cómo el sargento colgaba la cuerda en su sitio. Lord Stokeley se preguntó si al comandante le apetecería una taza de té. Al comandante no le apetecía.

El sargento de la policía militar se puso en lugar seguro fuera de la escalera y tiró del lazo para asegurarse de la firmeza de gancho. Aguantaba su peso. La cuerda, que se soltó de su puño, giró lentamente bajo la suave brisa.

El padre Hacha, con los hábitos negros manchados de blanco por el polvo de la plaza, se abrió paso entre los oficiales hasta llegar junto a Mendora.

—Nos lo tenían que haber entregado para su castigo.

El comandante miró la cara severa del sacerdote.

—¿Señor?

—La ejecución es demasiado rápida. —Su voz profunda invadía la estancia—. España no estará contenta, caballeros, hasta que estos paganos se hayan ido.

Se levantaron algunos rumores de aprobación, pero no muchos. A la mayoría de españoles que estaban presentes le gustaba servir bajo el generalísimo Wellington. De él habían aprendido cómo había que organizar un ejército y los nuevos regimientos de España eran unas tropas de las que se enorgullecería cualquier oficial. Pero ninguno, ni el más ferviente partidario de la alianza británica, deseaba contrariar a un inquisidor. La Junta podía haber abolido la Inquisición española, pero hasta que desapareciera definitivamente, ningún hombre quería que su nombre apareciera en las listas de sus libros secretos. El inquisidor se quedó mirando la cuerda.

—Tenían que haberlo ejecutado con el garrote.

Algunos de los soldados españoles que había en la plaza hubieran estado de acuerdo con el inquisidor. La horca, decían, era demasiado rápida. Tenían que haber traído uno de los garrotes que el ejército español llevaba consigo, sentar al inglés en su silla e ir apretando muy lentamente el tornillo que le rompería el cuello. Un buen verdugo podía prolongar la ejecución durante una hora, algunas veces aflojando la presión de la rosca para darle a la víctima falsas esperanzas, antes de girarla finalmente y romperle el cuello y que la cabeza del condenado cayera de golpe hacia atrás.

Otros decían que la horca también podía durar tanto. Todo dependía, decían, de la caída. Si al hombre simplemente lo colgaban, sin dejarlo caer, entonces podía durar medio día. En cualquier caso, era mejor permanecer en aquella plaza polvorienta esperando una ejecución que estar de instrucción en las colinas.

—La Puta Dorada es ahora una viuda muy rica —comentó un coronel español.

Se oyeron risas ante tal observación.

—¿Muy rica? —preguntó un comandante de artillería.

—¡Sabe Dios lo que valía él! Millones.

—No conseguirá la tierra —señaló uno—. No se atreverá a dejarse ver en España una vez los franceses se hayan ido.

—Aun así —dijo el coronel encogiéndose de hombros—. Ella debe de valer unos cientos de miles en monedas y vajillas. ¿Y qué pasa con el título?

El comandante Mendora, azorado por la conversación, nombró fríamente a un duque, un primo, en quien recaía el título. Se negó a dar una cantidad estimada de la fortuna de su amo.

El inquisidor escuchaba la conversación, percibiendo la avaricia y la envidia. Se volvió hacia la ventana y miró el cadalso improvisado en el que moriría un hombre inocente. Era lamentable, pero al inquisidor le complacía que el inglés, Sharpe, fuera un pecador cuya muerte no afligiría al Todopoderoso. La cuerda de la horca lanzaba una sombra negra y puntiaguda en la pared encalada. La muerte del marqués era más penosa. El marqués, cuando menos, era cristiano, aunque un hombre débil. Ahora estaba en el cielo, donde la debilidad era una virtud.

Había muerto con rapidez, apenas una sacudida en su rostro cuando el carnicero, con mano fuerte, le había rebanado la garganta. El inquisidor rezó mientras su hermano mataba, con palabras tiernas, encomendando el alma al cielo mientras el cuchillo le cortaba los tendones, la tráquea y los músculos hasta la gran arteria de la que chorreaba la sangre, mientras el cuerpo del marqués daba una sacudida violenta. El hombre apenas se había despertado mientras moría. El Matarife había observado con codicia el crucifijo de oro y su hermano lo sacó con prisas de la habitación.

La muerte del marqués salvaría a España y dejaba libre su fortuna, que iría a parar a la Iglesia. Esos oficiales que discutían su testamento lo hacían con desconocimiento, pues ahora, con esa muerte detrás de él, el inquisidor se haría legalmente con la fortuna que estaba cargada en los carros de la marquesa y que valía trescientas mil monedas, más millones en tierras y propiedades. Sonrió.

La familia del inquisidor se había empobrecido con la guerra y ahora, con esta fortuna, se equipararía con los más grandes de España, pues tan sólo era digna de un hombre que pretendía ser el líder tras el débil rey de España. Con la fortuna de Casares el Grande y Melida Sadaba respaldándole, el inquisidor sabía que llegaría a obispo, luego a arzobispo y finalmente a cardenal. Se situaría detrás del trono y ante el altar mayor; sería poderoso y España sería grande. Sus ambiciones, no para sí sino para la Iglesia y para la Inquisición, se harían realidad y todo ello por el precio de una muerte.

Ahora que el marqués estaba muerto, el inquisidor le proporcionaría al comandante Ducos las garantías de apoyo que convencerían a Fernando VII para firmar el tratado secreto. Los británicos se irían de España, los franceses marcharían pacíficamente y España volvería a ser fuerte. Su imperio se vería restaurado, su rey se sentaría glorioso en el trono y la Iglesia recuperaría su poder. Todo ello por una insignificante muerte. Una muerte para otorgarle a su familia el dinero que significaba poder, poder que se utilizaría para la gloria de Dios. El inquisidor se perdonó a sí mismo la muerte; había sido por Dios.

Un murmullo se levantó entre la muchedumbre de soldados que abarrotaban la plaza. Se elevó, se convirtió en un grito de excitación y el ruido coincidió con la puerta que se abría en la amplia estancia donde estaban reunidos los oficiales españoles. Lord Wellington, con rostro severo, entró en la habitación. Frunció el ceño mirando a los hombres reunidos, meneó la cabeza con frialdad y luego miró por una de las ventanas. Sus ayudantes de campo se arremolinaron a su alrededor. Mendora vio que el general llevaba las manos cogidas en la espalda y que movía los dedos. Los oficiales españoles se callaron, turbados ante el frío rostro de su generalísimo.

El prisionero, con la cabeza descubierta de manera que el viento le sacudía el cabello largo y negro, avanzaba por un estrecho pasillo que se había abierto entre la muchedumbre. Le hicieron subir las escaleras improvisadas hasta el fondo del carro. Era más alto que los guardias con casacas rojas que lo custodiaban.

Iba vestido con una camisa blanca mugrienta y los pantalones anchos y blancos de la infantería inglesa, de manera que para los españoles que observaban desde el cuartel general parecía que fuera vestido de penitente. El inquisidor rezaba una oración; su voz profunda y dura se oía en la estancia. Wellington miró irritado al sacerdote pero no dijo nada. Algunos de los oficiales españoles sabían que Richard Sharpe le había salvado una vez la vida al general; lo rescató de las bayonetas de tropas indias hacía años, y ahora el general veía cómo ahorcaban a aquel hombre. Sin embargo el rostro de Wellington, con su nariz aguileña, no dejaba traslucir ninguna emoción.

El prisionero llevaba las manos atadas. Parecía que mirara con desinterés a la muchedumbre. Estaba muy lejos de los oficiales españoles para que éstos le vieran la cara con claridad, sin embargo parecía que les sonriera con burla y desprecio. Los soldados que observaban estaban callados.

Una segunda escalera más corta se había situado contra el muro encalado y los guardias empujaron al prisionero hacia ella. Le costó subir los travesaños con las manos atadas, pero los soldados le ayudaron. El sargento de la policía militar subió por la escalera más larga, alcanzó el lazo y se lo pasó al prisionero por el cabello negro. Tensó el nudo y luego bajó al carro.

Algunos de los oficiales españoles vigilaban los callejones que daban a la plaza. Pensaban en el rumor de que los hombres de Sharpe podrían intentar rescatar a su oficial, pero no había hombres furiosos entre los centinelas. No se oían ladridos de perro, no se oían pisadas; tan sólo la luz del sol que daba sobre las tejas gruesas y rojas y las volutas de humo que salían de los fuegos de las cocinas manchaban el aire que cubría la ciudad.

El condenado se mantenía en pie con dificultad sobre la escalera, con la cuerda alrededor de su cabeza inclinada. El sargento miró a su oficial.

Al teniente de la policía militar le desagradaba aquel trabajo, pero las órdenes eran órdenes. El comandante Sharpe sería ahorcado a la vista de las tropas españolas. Levantó la mirada hacia el hombre que estaba en la escalera, apoyó el cuerpo en el muro y vislumbró una mirada final de los ojos oscuros, maravillándose ante un hombre capaz de sonreír con burla en aquellos momentos. Entonces el teniente dio la orden.

—Proceda, sargento.

Las palabras salieron como un graznido. La muchedumbre abrió la boca y luego jaleó. Los policías militares retiraron la escalera de debajo del condenado. Durante un instante los pies calzados con botas quedaron sobre el travesaño que caía, luego resbalaron; él cayó y la cuerda se tensó de golpe. Rebotó, volvió a caer y luego osciló y dio algunas vueltas. Parecía que su cuerpo se arqueaba mientras pendía. Los pies se sacudían en el aire, daban patadas en la pared y él se retorcía de manera que su cara descubierta miraba fijamente la plaza abarrotada.

Los ojos se le salían, la lengua empujaba hacia los labios, el cuello estaba estirado de forma grotesca y la cabeza inclinada. Los españoles observaban con fascinación. Volvió a dar una sacudida, luchando hacia arriba en busca de aire y entonces el sargento inglés dio un salto hacia arriba, cogió al hombre por uno de los tobillos y lo estiró hacia abajo. El peso extra le partió el cuello. El sargento soltó el tobillo del hombre y lentamente, mientras el cuerpo se balanceaba, las piernas se enderezaron unas pulgadas. Estaba muerto.

Un ataúd aguardaba en el fondo del carro; tablas de pino, cepilladas burdamente y claveteadas. Bajaron el cuerpo. El cabello se había manchado de blanco con la cal cuando el cuerpo se sacudió. Le quitaron las botas al cadáver, pero no había nada más de valor. Lo metieron en el ataúd, pero era demasiado alto para aquella caja; el sargento le cogió el mosquete a uno de sus hombres y le dio con la culata; sudando y gruñendo, volvió a golpear, y las espinillas rotas dejaron que se le pudieran forzar las piernas hacia el interior. La tapa se cerró con clavos.

Wellington observaba fijamente todo aquello con desagrado. Cuando hubo terminado, cuando los batallones españoles abandonaban la plaza y la caja de pino era conducida fuera, volvió sus fríos ojos sobre los oficiales reunidos.

—Ha terminado, caballeros. ¿Tal vez podamos ahora continuar con la guerra?

Fueron marchando de la habitación en silencio. La muerte del marqués no había conseguido dividir a los británicos y a los españoles. El generalísimo había hecho su sacrificio de sangre para mantener viva la alianza y ahora había una guerra en la que luchar.

Junto a un camino, bajo las altas montañas donde los lobos aullaban entre rocas grises, enterraron el cadáver con las piernas rotas. Los policías militares lanzaron rocas sobre la tumba poco profunda para impedir que las rapaces excavaran en busca del cuerpo y lo dejaron sin señal alguna. Aquella noche un campesino clavó una cruz en el sitio, no por respeto, sino para asustar al espíritu protestante y mantenerlo bajo tierra. El inquisidor y el Matarife, cabalgando en dirección nordeste, pasaron por la tumba.

El Matarife refrenó el caballo.

—Tenía que haber visto cómo moría.

—Era mejor que no te viera nadie, Juan.

El Matarife se encogió de hombros.

—No he visto nunca ahorcar a un hombre.

El inquisidor lo miró con incredulidad.

—¿Nunca?

—Nunca —contestó el Matarife como avergonzado.

—Pues busca a uno y cuélgalo.

—Lo haré.

—Pero primero ocúpate de nuestro próximo asunto. —El sacerdote espoleó el caballo—. ¡Y date prisa!

Llevaban documentos que les permitirían atravesar las líneas británicas y francesas; las noticias que portaban acabarían con la guerra y devolverían la vieja gloria a España. El inquisidor le dio gracias a Dios y aceleró el paso.