Capítulo 10
Sharpe estaba tumbado en la hierba recta y delgada y apoyó el catalejo sobre la mochila. Deslizó hacia un lado la tapa de la lente, ajustó los tubos y observó con asombro y temor. Veía un ejército en marcha. Había visto las manchas de polvo en el cielo elevándose en lo alto mientras la mañana avanzaba hacia el calor del mediodía. El polvo parecía la niebla de un gran fuego de hierba lejos, al sur.
Él había cabalgado hacia la niebla, marchando lentamente por miedo a encontrar patrullas de caballería enemigas y, ahora, a primeras horas de la tarde, estaba tumbado en la cima poco elevada de una colina y observaba a los hombres y animales que habían lanzado la gran mancha de polvo por los cielos.
Los franceses avanzaban hacia el este. Avanzaban hacia Burgos, hacia Francia.
La carretera se la dejaban al tráfico pesado, los carros y los cañones y el bagaje de los generales. Junto a la carretera, pisoteando las cosechas escasas, marchaba la infantería. Movió el catalejo hacia la derecha: los lejanos uniformes eran como un borrón de color en su ojo, y lo enfocó allí donde el camino surgía de un pueblecito. Carretas y cajas de municiones, armones y ambulancias, carros y más carros, caballos y bueyes con las cabezas bañadas del esfuerzo de acarrear aquellas cargas bajo el caliente sol de España. En el pueblo quedaba la torre de un antiguo castillo, el color gris de la piedra tenía jirones de hiedra, y Sharpe vio que un humo blanco se elevaba de la torre y se mezclaba con el polvo. Se dio cuenta de que los franceses habían saqueado y ahora quemaban la torre. Abandonaban aquel campo, se iban hacia el este, se retiraban.
Empujó el catalejo hacia la izquierda, lo giró para mirar hacia el este y lo más lejos que pudiera, allí donde, como un diminuto borrón gris en el horizonte, las piedras más altas de la fortaleza de Burgos surgían por encima de algunos árboles, y por todas partes la carretera estaba atiborrada de hombres y caballos. La infantería avanzaba lentamente, como si fueran hombres que odiaran retirarse. Sus mujeres y niños avanzaban con dificultad junto a ellos. Los soldados de caballería caminaban junto a sus corceles, tenían órdenes de reservar la fuerza de sus caballos, mientras que tan sólo unos pocos escuadrones, en su mayoría lanceros cuyos estandartes estaban manchados con el polvo blanco, iban al trote situados en los flancos de la enorme columna para protegerla de los excelentes tiradores españoles.
Sharpe apoyó el catalejo. Sin la ayuda de aquella fina lente el ejército francés parecía una culebra negra serpenteando por el valle. Sabía que estaba viendo una retirada, pero no sabía por qué se retiraba el enemigo. No había oído cañones tronando en la distancia que le hubieran revelado una gran batalla que Wellington hubiera ganado. Simplemente observaba la gran bestia que serpenteaba en el valle, manchaba el cielo de blanco y no tenía ni idea de por qué estaba allí, o adonde iba, o dónde estaban sus fuerzas.
Se retiró de la línea del horizonte, cerró el catalejo de un golpe y se volvió hacia el caballo que había atado a un mojón de piedra.
Hogan le había dejado un semental elegante, fuerte y paciente llamado Carabina, que ahora estaba observando a Sharpe y retorcía la cola larga, negra y sin cortar. Era un caballo afortunado, pensó Sharpe, porque la norma en el ejército británico era que a todos los caballos había que cortarles bien la cola, pero a Carabina le habían dejado la suya intacta de manera que, a cierta distancia, les pareciera a los franceses uno de los suyos. También lo habían alimentado con maíz, estaba fuerte y sería capaz de llevar a alguno de los hombres de Hogan a adentrarse en las líneas francesas para espiar. Ahora conducía a Sharpe al encuentro de su dama.
Aunque, si la marquesa estaba en Burgos, reflexionó Sharpe mientras caminaba hacia Carabina, resultaría imposible llegar hasta ella. El ejército francés se replegaba a esa ciudad y aquella noche Burgos estaría rodeado por el enemigo. Lo único que podía desear era que Ángel estuviera a salvo.
El muchacho tenía dieciséis años. Su padre, un fabricante de vinos, murió intentando librar a su mujer de las atenciones de los dragones franceses. Ángel había visto morir a sus padres, había visto arder su casa y el taller de su padre hasta quedar reducidos a cenizas y aquella misma noche, armado tan sólo con un cuchillo, mató a su primer francés. Había tenido suerte de escapar. Se deslizó en la oscuridad con sus piernas de chaval mientras las balas de los centinelas franceses iban tras él entre el centeno alto. Le había explicado la historia a Sharpe con timidez.
—Puse el cuchillo en la tumba de mis padres, señor.
Había enterrado a sus padres él mismo, luego fue a unirse con los guerrilleros. Tan sólo tenía trece años.
En lugar de guerrilleros encontró a uno de los oficiales exploradores de Hogan, los hombres que, con uniforme de gala, galopaban con sus caballos veloces bien adentro del territorio enemigo. Aquel oficial mandó al muchacho a Hogan y durante los tres últimos años Ángel había hecho de mensajero entre los británicos y los guerrilleros.
—Ahora me estoy haciendo mayor para eso.
Sharpe se rió entre dientes.
—¿Mayor? ¿Con dieciséis años?
—Ahora los franceses ven en mí a un hombre. Saben que podría ser un enemigo. —Ángel se encogió de hombros—. Antes, cuando yo tan sólo era un niño, no se fijaban en mí.
Ese día, mientras Sharpe se tumbaba y observaba al ejército francés que marchaba penosamente hacia Burgos, Ángel había entrado en la ciudad. Su caballo, un obsequio de Hogan, lo había dejado con Sharpe, junto con el fusil. El chico rechazaba cualquier sueldo que le ofreciera el comandante Hogan; tan sólo quería comida, alojamiento cuando estaba con los británicos y «el arma que mata». Le ofrecieron un mosquete de ánima lisa y lo había rechazado con mordacidad. Tan sólo quería un fusil Baker y, ahora que uno de ellos era suyo, lo cuidaba con amor, pulía la madera y limpiaba con meticulosidad el percutor. Afirmaba que él y su fusil habían matado dos franceses por cada año de su vida.
No parecía sentir curiosidad por su trabajo con Sharpe. La Puta Dorada no le decía nada y no le importaba si el marqués de Casares el Grande y Melida Sadaba estaba muerto. Esas cosas le aburrían. Tan sólo le interesaba que le habían dicho que su trabajo era importante, que el éxito haría daño a sus enemigos y que la búsqueda de la marquesa le llevaría donde había más franceses para matar. Se alegraba de trabajar para Sharpe. Había oído que retozando y gruñendo había matado muchos franceses. Sharpe sonrió.
—Hay algo más en la vida que matar franceses.
—Lo sé, señor.
—¿Sí?
Ángel asintió con la cabeza.
—Pero todavía no quiero casarme. —Levantó la vista del fuego y miró a Sharpe a los ojos—. ¿Usted cree que puede hacer huir a los franceses del otro lado de las montañas? ¿De vuelta a Francia?
Sharpe asintió con la cabeza.
—Probablemente.
—Debería unirme a sus fusileros entonces. —Sonrió—. Marcharé sobre París y recordaré a mis padres.
Ángel no era el primer joven español que se alistó en los fusileros británicos; de hecho, algunas compañías tenían una docena de españoles que habían suplicado ingresar en las tropas de élite. El Dulce William Frederickson decía que el único problema con los reclutas españoles era conseguir que dejaran de luchar. «Quieren ganar la guerra en un día.» Sharpe, mientras escuchaba a Ángel hablar de sus padres, entendía el ardor con el que luchaban.
Sharpe cabalgó de vuelta al valle lleno de bosques donde esperaría que Ángel regresara de la ciudad. Desensilló a Carabina y lo ató al tronco de un pino. Inspeccionó como era su deber los cascos de los caballos, deseando que Ángel, que era mucho más eficiente en cuanto al cuidado de los caballos, estuviera allí para ayudarle; luego llevó la silla hasta el pequeño claro donde tenían la cita.
Sharpe esperó. El anochecer alargaba las sombras entre los troncos de los pinos y el viento hacía vibrar las ramas por encima. Reconoció los márgenes del valle al crepúsculo, en busca de personas, pero tan sólo vio una zorra y sus cachorros que se entretenían retozando y gruñendo al pie de un banco arenoso. Regresó hasta los caballos, se puso el fusil al costado y esperó el regreso de Ángel.
El muchacho llegó al amanecer como una sombra gris entre los árboles; traía consigo un queso envuelto en hojas de parra, una hogaza y noticias. Antes de que pudiera decir una palabra a Sharpe respecto a la marquesa insistió en recuperar su fusil e inspeccionarlo en la penumbra, como si la separación de una noche hubiera podido cambiar el arma en algo. Satisfecho, levantó la vista hacia el fusilero.
—Ella ha desaparecido.
Sharpe sintió que sus esperanzas se desvanecían. Durante esos cuatro días desde que se separó de Hogan había temido que Hélène hubiera regresado a Francia.
—¿Desaparecida?
Ángel le explicó la historia. Había abandonado la ciudad en un carruaje y aunque el carruaje había regresado, la marquesa no iba en él.
—Los franceses estaban enfadados. Tenían caballería buscando por todas partes. Miraron en todos los pueblos, ofrecieron una recompensa de oro, pero nada. Subieron la recompensa, pero nada. Se ha ido.
Sharpe soltó un reniego y el muchacho sonrió con ironía.
—¿No confía en mí, eh? —Se echó a reír. Era un chico sorprendentemente guapo, de cabello rizado y rasgos marcados. Los ojos castaños brillaban con la luz del fuego que había encendido al amanecer—. Yo sé dónde está, señor.
—¿Dónde?
—En el Convento de los Cielos, en Santa Mónica. —Ángel levantó una mano para atajar la pregunta de Sharpe—. Creo.
—¿Cree?
Ángel tomó la botella de vino y bebió.
—Los sacerdotes la cogieron, sí. Ellos y los monjes. Todo el mundo lo sabe, pero nadie habla. Dicen que la Inquisición estaba aquí. —Se santiguó y Sharpe pensó en el inquisidor que llegó con la carta para el marqués. Ángel sonrió—. Ellos no saben dónde se la llevaron, pero yo sí.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque soy Ángel, ¿no? —El chico se echó a reír—. He visto a un hombre que me conoce. Él es quien informa a los guerrilleros de las tropas que marchan hacia las colinas. Yo confío en él.
Tales palabras deberían haber sonado extrañas en la boca de un chico de dieciséis años, pero no lo resultaban proviniendo de alguien que llevaba arriesgando la vida desde los trece años. Ángel cogió un poco de tabaco suelto del bolsillo, un trozo de papel, y tal como hacen los españoles, se lió un rudimentario cigarro. Se inclinó hacia delante y la punta del cigarro brilló cuando él lo chupó sobre la llama del fuego.
—Ese hombre dice que ha oído que la mujer fue llevada a Santa Mónica, al convento. Se lo oyó a los guerrilleros. —Ángel echó el humo hacia el aire—. Los guerrilleros vigilan el convento.
—¿Los guerrilleros?
—Sí. ¿Ha oído hablar del Matarife?
Sharpe meneó la cabeza en señal de negación. Las colinas de España estaban llenas de jefes guerrilleros que tenían apodos caprichosos. Intentó pensar en lo que significaba la palabra.
—¿Un hombre que mata animales?
—Sí. Un carnicero. Tiene que haber oído hablar de él. Es famoso.
—¿Y vigila el convento?
Ángel dio una chupada en el cilindro de tabaco que se deshacía.
—Eso dicen. Vigilará la mesa, no el convento.
—¿La mesa?
—El convento está en una montaña, ¿no? Muy alta con la cima plana, una meseta. Hay pocos caminos que lleven arriba, señor, así que es fácil de vigilar.
—¿Dónde está?
—A dos días a caballo. Allí —dijo señalando hacia el nordeste.
—¿Tú has estado allí?
—No. —Ángel tiró con asco los restos de su cigarro al fuego. No le había cogido bien el tranquillo a eso de liar el papel y el tabaco—. Aunque he oído hablar del lugar.
Sharpe intentaba entender algo, un poco, de lo que decía Ángel. ¿La Inquisición? Esta coincidencia daba veracidad al relato del muchacho, pero ¿por qué había de querer la Inquisición secuestrar a Hélène? ¿Y por qué, por ese motivo, estaría vigilando el Matarife el convento donde estaba retenida ella?
Se lo preguntó al chico y Ángel se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? No es un hombre al que se le pueda preguntar.
—¿Qué tipo de hombre es?
El muchacho frunció el ceño.
—Mata a franceses. —Hizo los cumplidos dudosamente—. Pero también mata a su propia gente, ¿sabe? Una vez les disparó a doce hombres de un pueblo porque los aldeanos habían rechazado la comida de sus hombres. Entró a caballo a la hora de la siesta y les disparó. Ni siquiera Mina puede controlarlo. —Mientras se liaba otro cigarrillo, Ángel le habló del hombre que había sido elegido general de todos los guerrilleros. Mina era conocido por ejecutar a hombres como el Matarife que perseguían a sus propios compatriotas—. Los franceses le tienen miedo. Dicen que una vez puso las cabezas de cincuenta franceses sobre la calzada principal, una en cada milla a través de las montañas para que los franceses las fueran encontrando. Eso fue cerca de Vitoria, su población natal. —El chico se echó a reír—. Mata lentamente. Dicen que tiene un abrigo de cuero hecho con la piel de franceses. Algunos dicen que está loco.
—¿Podemos encontrarlo?
—Sí —contestó Ángel, como si la pregunta fuera innecesaria—. ¿Así que cabalgamos hacia las montañas?
—Cabalgamos hacia las montañas.
Cabalgaron hacia el nordeste, allí donde las montañas se convierten en riscos vertiginosos, los terrenos de caza de las águilas, una tierra de valles imponentes y de cascadas que brotan desde las nubes bajas de la mañana para caer muchísimos metros formando elevados riachuelos fríos.
Penetraron en el nordeste en una tierra de pocos habitantes y los que había eran tan pobres y tenían tanto miedo que huyeron cuando vieron acercarse a dos jinetes extraños. Alguna de la gente de aquí, dijo Ángel, no debía de saber siquiera que había una guerra.
—¡Ni siquiera son españoles! —dijo cáustico.
—¿No son españoles?
—Son vascos. Tienen una lengua propia.
—Así que ¿quiénes son?
Ángel se encogió de hombros desdeñoso.
—Viven aquí.
Resultaba obvio que no tenía nada más que decir de ellos.
A Sharpe le pareció que Ángel estaba preocupado. Habían penetrado en aquellas montañas del norte y estaban lejos de los franceses. Estaban lejos de la guerra y, por lo que Ángel había oído en Burgos, lejos de la agitación.
Los rumores en Burgos decían que finalmente los británicos avanzaban e iban a atacar el norte. El ejército francés del norte se retiraba y Sharpe había visto la vanguardia de aquel ejército cuando se acercaba a Burgos. Ángel temía que la campaña acabara antes de que él hubiera podido volver a matar. Sharpe se echó a reír.
—No habrá terminado.
—¿Me lo promete?
—Lo prometo. ¿Cómo encontraremos al Matarife?
—Él nos encontrará a nosotros, señor. ¿Usted cree que él no sabe que hay un inglés en las colinas?
—Tan sólo recuerda que no has de llamarme Sharpe.
—Sí, señor —contestó Ángel sonriendo—. ¿Cómo se llama usted ahora?
Sharpe sonrió. Recordaba al oficial amable y pesaroso que había ejercido su acusación.
—Vaughn. Comandante Vaughn.
Cabalgó por entre las rocas altas, por debajo de las águilas, en busca de la marquesa y del Matarife.
El Matarife, al igual que Ángel, estaba preocupado por encontrarse lejos de las riquezas que iban a correr más hacia el sur. Esos valles altos y profundos eran pobres, había pocos franceses a quienes tender una emboscada y poco que robar en los míseros pueblos. Llevaba a dos prisioneros franceses con él, juguetes para su entretenimiento.
La noticia del inglés se la llevaron tres de sus hombres. El Matarife ocupaba una posada, o lo que pasaba por ser una posada en lugar tan miserable, y mostró un aspecto amenazador a sus hombres como si fueran ellos los responsables de aquello.
—¿Dijo que quería hablar conmigo?
—Sí.
—¿No dijo por qué?
—Tan sólo que su general lo envía.
El Matarife gruñó.
—No antes de tiempo, ¿eh?
Sus tenientes menearon la cabeza. Wellington había enviado mensajeros a otros jefes guerrilleros, pidiendo su cooperación, y el Matarife supuso que le había llegado el turno. Pero no podía estar seguro de ello. En el convento, miles de metros valle arriba, estaba la Puta Dorada. La había llevado su hermano, que advirtió al Matarife que los franceses podían ir en su busca, pero el inquisidor no había dicho nada respecto a un inglés. El Matarife entendía que un hombre fuera en busca de aquella mujer.
La había visto en el carruaje e, incluso despeinada y llorosa, era hermosa.
—¿Por qué entregarla a las monjas? —preguntó.
—Ha de hacer los votos, ¿no lo entiendes? —le espetó su hermano—. ¡Ha de ser legal! ¡Ha de hacerse monja! ¡Ha de hacer los votos, nada más importa!
El inquisidor le había dejado instrucciones a su hermano de que no permitiera a nadie acercarse al convento y que si alguien preguntaba por la marquesa, había que negar su presencia. Iba a ser enterrada y olvidada en manos de Cristo.
Ahora el Matarife se preguntaba si el inglés había venido en busca de la Puta Dorada.
—¿Cómo se llama?
—Vaughn. Comandante Vaughn.
—¿Va solo?
—Hay un chico con él.
Uno de sus tenientes percibió la preocupación en el rostro del Matarife y se encogió de hombros.
—Mátalo. ¿Quién se va a enterar?
—Tú eres tonto de remate.
El Matarife hurgaba en el fuego con la punta de su espada. Hacía frío en aquellos valles profundos y el hogar de la estancia principal de la posada no calentaba mucho. Volvió a mirar a los hombres que habían hablado con el inglés la noche anterior.
—¿No dijo nada de una mujer?
—No.
—¿Estáis seguros de que es inglés? ¿De que no es francés?
Los hombres se encogieron de hombros.
El Matarife miró por la ventana, se agachó para poder ver la parte más alta del bloque de risco enorme y gris donde se encaramaba el Convento de los Cielos. La presencia de la marquesa en aquella construcción fría se suponía que era secreta, aunque el Matarife sabía mejor que nadie que había pocos secretos en el campo español. Alguien debía de haber hablado. Podía matar al inglés, pero eso era el último recurso. Los ingleses eran la fuente de oro, cañones y municiones, los desembarcaban en las playas ocultas de la costa norte de noche. Si había que matar al inglés, el Matarife tenía la sospecha de que había que sopesarlo. Sus hombres se verían perseguidos y castigados por otros guerrilleros. Aunque si tuviera que hacerlo lo haría; pero preferiría dejarlo marchar satisfecho, sin sospechas, para él poder continuar con su aburrida vigilancia.
—¿Dónde está el comandante Vaughn?
—En los dos puentes.
—Traedlo esta noche —dijo el Matarife mirando a uno de sus tenientes—. Traed a los prisioneros. Divertiremos a nuestro inglés.
—¿La mujer también?
—En especial, ella —dijo el Matarife sonriendo—. ¡Si ha venido a por una mujer se puede quedar con ella! —Se echó a reír.
Había engañado a los franceses durante cuatro años y ahora engañaría a un inglés. Pidió vino a gritos y esperó hasta que fuera de noche.
La noche caía rápidamente en las profundidades del valle bajo el Convento de los Cielos. Cuando las cimas todavía estaban teñidas del rojo de los últimos rayos del sol, ya era oscuro en la posada que el Matarife llamaba su cuartel general. Frente a la posada y alumbrado por antorchas humeantes, había un área de tierra batida. Sharpe y Ángel, conducidos por guías silenciosos, fueron llevados al espacio iluminado.
Lanzaron una cadena en el pedazo de tierra. Allí se quedó, diez pies de eslabones oxidados; en el extremo más alejado, nervioso y vestido tan sólo con unos pantalones hechos jirones, había un prisionero.
Un guerrillero cogió la cadena y enroscó un extremo alrededor de la muñeca izquierda del hombre. La ató toscamente, tiró de ella para asegurarse de que estaba atada y luego retrocedió. Sacó de su cinturón un cuchillo largo y lo lanzó a los pies del hombre.
Uno de los individuos que habían guiado a Sharpe hasta aquel lugar sonrió cínicamente al prisionero.
—Un francés. Observa su muerte, inglés.
Un segundo hombre avanzó, un español voluminoso que se quitó de los hombros la capa y cuyo aspecto provocó los aplausos de los guerrilleros que observaban. El hombre se volvió hacia Sharpe y el fusilero vio una cara que al principio parecía anormal, como si perteneciera a la de una criatura que fuera medio bestia y medio hombre. Sharpe había oído contar a sus hombres historias de seres extraños que eran hombres de día y bestias de noche, y aquel hombre podía ser uno de esos seres. La barba le nacía en las mejillas, le crecía hasta los pómulos, dejando sólo un pequeño hueco bajo el cabello, un hueco por el que dos ojos pequeños y astutos miraban a Sharpe. El hombre sonrió.
—Bienvenido, inglés.
—¿El Matarife?
—Por supuesto. ¿Nuestro asunto puede esperar?
Sharpe se encogió de hombros. Los guerrilleros lo observaban con una sonrisa cínica. Se dio cuenta de que aquella demostración era en su honor.
El Matarife se inclinó, cogió el extremo suelto de la cadena y se lo enrolló en el antebrazo izquierdo. Sacó de su cinturón un cuchillo largo como el que llevaba el francés.
—Voy a contar cómo mueres, cerdo.
El francés no entendió las palabras. Entendió que tenía que luchar y se pasó la lengua por los labios, levantó el cuchillo y esperó mientras el Matarife retrocedía y levantaba la cadena del suelo hasta que estuvo tensa entre ambos. El Matarife siguió estirando, obligando al francés a avanzar. El prisionero tiraba hacia atrás y los guerrilleros se reían.
Sharpe vio que muchos de los guerrilleros, en lugar de observar el extraño combate, lo miraban a él. Lo estaban poniendo a prueba. Sabían que los ingleses trataban a los prisioneros con decencia; querían saber qué tipo de hombre era Sharpe. ¿Se inmutaría ante aquella exhibición? Si lo hacía quedaría mal.
El Matarife miró a Sharpe, entonces de repente tiró de la cadena haciendo que el prisionero diera un traspiés. Los guerrilleros se adelantaron, con el cuchillo bajo, y el francés dio una cuchillada desesperada con su arma. A Sharpe le pareció que debía sangrar, pero cuando el Matarife retrocedió no estaba tocado.
El prisionero tenía un corte en el brazo izquierdo. La sangre goteaba de la cadena.
—Uno —dijo el Matarife.
—Uno —repitieron sus hombres.
Sharpe observaba. El jefe de los guerrilleros era rápido, así como diestro en aquel tipo de lucha. Sharpe dudaba de si había visto alguna vez un hombre tan rápido con un cuchillo. La cara barbuda sonreía.
El francés, de repente, arremetió hacia delante, girando la cadena hacia arriba en un intento de enrollarla en el cuello de su oponente. El Matarife se echó a reír, retrocedió y el cuchillo apareció como un temblor de brillo bajo la luz de la llama.
—¡Dos!
El francés sacudía la cabeza. Tenía sangre en la frente.
La cadena se balanceaba entre ellos. Una vez más el Matarife retrocedió. Los eslabones tintinearon al tensarse y el Matarife siguió tirando con firmeza, de forma inexorable y atrayendo al francés hacia delante. El prisionero se pasaba la lengua por los labios. Aguantaba el cuchillo bajo, pero su cara mostraba preocupación. Intentaba planificar aquel combate y al Matarife le satisfacía dejarle planear su estrategia. El Matarife era experto en aquel tipo de lucha. No temía a ningún francés, a ningún hombre que estuviera entrenado para aquel tipo de lucha.
De repente el francés dio un tirón hacia atrás con todas sus fuerzas y el Matarife, riendo, se adelantó deprisa de forma que el francés, cogido por sorpresa, cayó hacia atrás. El Matarife estiró de la cadena, arrastrando al hombre en el suelo, estirando y arrastrando, riendo mientras su prisionero se revolvía como un pez atrapado y en tierra. Entonces el Matarife se adelantó y le dio al francés una coz en el antebrazo izquierdo con el pie derecho y su bota negra.
Sharpe oyó el crujido del hueso y el grito ahogado del prisionero.
—Tres —dijo el Matarife.
Se separó para que el francés pudiera levantarse. El prisionero parecía mareado. Estaba sufriendo. Tenía el brazo roto y cada tirón de la cadena sería ahora un sufrimiento. El hombre levantó la vista hacia su torturador y de repente arremetió con el cuchillo lanzándose hacia delante, pero el Matarife simplemente se echó a reír y movió la mano del cuchillo más deprisa de lo que podía seguir un ojo.
—Cuatro.
Había sangre en el dorso de la mano del francés. Sharpe miró al guía que estaba junto a él.
—¿Cuánto dura?
—Al menos treinta cuchilladas, inglés. Algunas veces cien. No le gusta, ¿eh? —dijo el hombre y se echó a reír.
Sharpe no contestó. Lentamente, muy lentamente, de forma que nadie viera lo que hacía, se echó hacia delante y buscó con su mano derecha la llave de su fusil que estaba metido en una pistolera de la silla de montar. En silencio y despacio, echó hacia atrás el percutor hasta que lo notó totalmente ajustado.
El francés estaba ahora de pie. Sabía que estaban jugando con él, que su oponente era un maestro en aquel tipo de combate, que las cuchilladas continuarían una y otra vez hasta que su cuerpo hirviera de dolor y estuviera empapado en sangre. Atacó al Matarife, dando tajos a derecha e izquierda, apuñalando, en un frenesí de desesperación. El Matarife que, a pesar de su volumen, era tan rápido de movimientos como nunca hubiera visto Sharpe, parecía ir bailando al separarse de cada ataque. Se reía, mantenía su cuchillo separado y entonces, cuando el arrojo del francés aflojaba, el cuchillo avanzaba.
—¡Cinco!
La multitud jaleó. Con terrible precisión, el cuchillo había pinchado uno de los ojos del prisionero. El hombre chillaba, se retorcía, pero el cuchillo hizo lo mismo con su otro ojo.
—Seis —dijo el Matarife y se echó a reír.
—¡Seis! —chillaron los hombres.
El español que Sharpe tenía al lado lo miró.
—Ahora empieza la diversión, inglés.
Pero Sharpe había sacado el fusil de la pistolera, se lo había puesto al hombro y apretó el gatillo.
La bala penetró entre los ojos cegados y derribó al francés muerto sobre el suelo que estaba manchado con su sangre. Entonces se hizo el silencio.
Sharpe volvió a meter el arma dentro de la pistolera e hizo que Carabina se adelantara. Ángel estaba tenso de miedo. Una docena de hombres alrededor del terreno de combate habían amartillado sus mosquetes mientras el humo del fusil se elevaba por encima del cuerpo muerto.
Sharpe refrenó el caballo ante el enfado del hombre barbudo. Hizo una inclinación en su silla.
—Ahora podré presumir de que luché contra los franceses al lado del gran Matarife.
El Matarife levantó la vista sorprendido hacia el inglés que le había estropeado la diversión. El sabía por qué el inglés había disparado a aquel hombre: porque el inglés era impresionable; pero al hacer tal cosa había retado al Matarife frente a sus propios hombres. Ahora, pensó, este comandante Vaughn había ofrecido una fórmula de salvación.
El Matarife se echó a reír.
—¿Habéis oído eso? —Se había desenrollado la cadena y señalaba a sus secuaces—. Dice que ha luchado a mi lado, ¿eh?
Sus hombres se echaron a reír y el Matarife levantó la vista hacia Sharpe.
—Así que ¿a qué ha venido aquí?
—A traerle saludos del generalísimo.
—¿Ha oído hablar de mí? —preguntó el Matarife recogiendo una gran hacha que se colgó al hombro.
—¿Quién no ha oído hablar del Matarife?
La tensión había desaparecido. Sharpe era consciente de que había fallado una prueba al negarse a asistir a la tortura de un hombre ciego, pero al matar al francés se había hecho merecedor de un cierto respeto. Merecedor también de algo de beber. Lo llevaron a la posada, pidieron vino y los cumplidos que le hicieron fueron muchos y falsos. Aquello era el prefacio al asunto de la noche.
Estuvieron bebiendo durante dos horas. La estancia principal de la posada se llenó de humo a medida que la velada se alargaba. Les dieron de comer, un pedazo de carne de cabra con un jugo grasiento que Sharpe se comió hambriento. Fue al final de la cena cuando el Matarife, envuelto en una capa de piel de zorro, volvió a preguntarle al inglés a qué había venido.
Sharpe contó una historia a medias verdadera; una historia según la cual el ejército británico avanzaba hacia Burgos y empujaba a los franceses por la calzada principal. El había venido, les dijo, porque el generalísimo quería tener la seguridad de que todos los guerrilleros estarían en la carretera para apoyar la retirada francesa y ayudar a matar franceses.
—¿Todos los guerrilleros, inglés?
—Pero en particular el Matarife.
El Matarife meneó la cabeza; no había nada en lo relatado por Sharpe que pudiera resultarle sospechoso. Sus hombres estaban excitados ante la idea de una batalla en la calzada principal, del botín que se tomaría, de los rezagados que se podrían ir matando. El Matarife se hurgó los dientes con una astilla de madera.
—¿Cuándo vendrán los británicos?
—Vienen de camino. Sus soldados cubren las llanuras como una riada. Los franceses huyen, corren en dirección a Vitoria.
Eso no era cierto. Sharpe tan sólo había visto cómo los franceses se retiraban hacia Burgos y si la campaña de ese año era como la del anterior, se harían fuertes en la fortaleza de la ciudad. Sin embargo, la mentira convenció al Matarife.
—Le dirá a su general que mis fuerzas le ayudarán —dijo el Matarife, e hizo un gesto de magnanimidad con la mano señalando toda la estancia.
—Eso le aliviará —repuso Sharpe empujando la bota de vino sobre la mesa—. Aunque se mostrará curioso respecto a una cosa.
—Pregunte.
—No hay franceses en estas montañas; sin embargo ustedes están aquí.
—Me oculto de ellos: quiero que piensen que me he ido y cuando lo celebren, ¡volveré! —y se echó a reír.
Sharpe también se rió.
—Es usted un hombre inteligente.
—Dígaselo a su general, inglés.
—Eso le diré.
Sharpe sentía que le escocían los ojos por el humo espeso del tabaco. Miró a Ángel.
—Hemos de irnos.
—¿Ya? —preguntó el Matarife frunciendo el ceño.
Estaba más que convencido de que el inglés no había venido por la mujer y disfrutaba con las adulaciones que impresionaban a sus hombres.
—¿Ya se van?
—A dormir. Mañana he de cabalgar hasta mi general con estas nuevas. Está impaciente por tener noticias suyas.
Sharpe calló mientras empujaba hacia atrás la silla, rebuscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel. Era una orden del coronel Leroy referente a reparar las teteras de campaña, pero nadie en aquella habitación lo sabría. La leyó, frunció el ceño, luego levantó la vista hacia el Matarife.
—¡Casi me olvido! ¿Ustedes vigilan a la Puta Dorada? —Sentía la tensión en la habitación, traicionada por el repentino silencio con que fueron recibidas sus palabras. Sharpe se encogió de hombros—. No es importante, pero mi general me lo preguntó y yo se lo pregunto a usted.
—¿El qué?
Sharpe arrugó el trozo de papel y lo lanzó al fuego.
—Hemos oído que la habían traído aquí.
—¿Han oído?
—Cualquier cosa que haga el Matarife es importante para nosotros —dijo Sharpe sonriendo—. Verá, nos gustaría hablar con ella. Ella debe de saber cosas del ejército francés que nos serían de ayuda. El generalísimo siente una gran admiración por usted al haber capturado a una espía tan importante.
Parecía que los cumplidos tranquilizaban al barbudo suspicaz. Lentamente, muy lentamente, el Matarife asintió.
—¿Quiere hablar con ella, inglés?
—Durante una hora.
—¿Sólo hablar?
Se oyó una risotada en la habitación.
Sharpe sonrió.
—Tan sólo hablar. Una hora, no más. ¿Está en el convento?
El Matarife seguía convencido de que la misión de Sharpe era asegurarse de su ayuda para la campaña de verano. Era una lata que el inglés hubiera oído algo de la presencia de la mujer en las montañas, pero él creía en el inglés cuando decía que sencillamente quería hablar. Además, ¿cómo podrían un inglés y un muchacho español rescatarla de sus hombres? El Matarife sonrió, sabiendo que tenía que enviar al comandante Vaughn de regreso satisfecho. El simple hecho de negar que la marquesa estaba en esas montañas era arriesgarse a que el inglés quisiera buscar por sí mismo. Hizo una señal a uno de sus hombres; éste abandonó la estancia repleta de humo y se volvió hacia Sharpe.
—¿La conoce, comandante Vaughn?
—No.
—Le gustará —dijo el Matarife y se echó a reír—. Pero no está en el convento.
—¿No?
A Sharpe le pusieron más vino delante. El Matarife sonreía contento.
—Está aquí.
—¿Aquí?
—Me enteré de que venía usted, inglés, y pensé que ayudaría a su general si le dejaba hablar con ella. Tiene mucho que contarle de sus enemigos. Yo esperaba a ver si usted preguntaba por ella; de no haberlo hecho, ¡le hubiera dado una sorpresa!
Sharpe sonrió.
—Daré cuenta a mi general de su ayuda. Querrá recompensarlo.
Luchaba por no dar muestras de su excitación ni su consternación. Pensar que Hélène estaba en poder de esa bestia era horrible, pensar en cómo se la iba a llevar de allí era desalentador; sin embargo, él no quería que se notara. En su cabeza también estaba presente el miedo de que ella no supiera nada, de que la muerte de su marido le resultara un misterio tan grande como para Sharpe. Pero si tenía alguna esperanza de recuperar su graduación y su carrera, era preciso hacerle unas preguntas.
—¿La va a traer a esta habitación?
—Le daré una habitación para que hable con ella, inglés.
—Se lo agradezco, Matarife.
—¡Una habitación privada, comandante! —El Matarife se echó a reír e hizo un gesto obsceno—. Tal vez cuando la vea quiera hacer algo más que hablar, ¿no?
La risotada del Matarife se vio interrumpida por un grito procedente del exterior de la posada y el sonido de unos pies corriendo. La puerta trasera se abrió de golpe y una voz reclamó a gritos al Matarife.
El Matarife se abrió paso hacia la puerta y Sharpe salió con él. La habitación estaba llena de hombres que gritaban pidiendo faroles. Entonces Sharpe se agachó bajo el dintel y vio una luz proveniente de una cabaña destrozada que se utilizaba como establo. Los hombres corrían hacia el cobertizo con los faroles encendidos y Sharpe fue con ellos. Se abrió paso entre los españoles y se detuvo en la puerta. Tenía ganas de vomitar, tan repentina le resultó la conmoción, y lo siguiente que tuvo ganas de hacer fue desenvainar la gran espada y segar a esas bestias que se apiñaban en el pequeño patio a su alrededor.
En el cobertizo se hallaba ahorcada una muchacha. Estaba desnuda. Su cuerpo aparecía surcado por brillantes arroyos de sangre, sangre lo bastante fresca para brillar, pero no tan tanto como para seguir chorreando.
La muchacha giraba en la cuerda que tenía alrededor del cuello.
El Matarife soltó un reniego. Abofeteó a un hombre que afirmaba que la muchacha se había suicidado.
El cuerpo giraba, delgado y blanco. Los muslos y el estómago mostraban magulladuras oscuras bajo la sangre que le alcanzaba los tobillos. Tenía las manos delgadas y pálidas, las uñas rotas, pero todavía con puntos rojos que revelaban que las había llevado pintadas. Tenía paja en el pelo.
Una docena de hombres gritaron. Habían encerrado a la muchacha allí y ella debía de haber encontrado la cuerda. La voz del Matarife las acalló todas, los maldijo por su estupidez, por su descuido. Miró al inglés.
—Son tontos, señor. Los castigaré.
Sharpe se dio cuenta de que, por primera vez, el Matarife lo llamaba señor. Levantó la vista hacia aquella cara que había sido adorable.
—Castíguelos bien.
—¡Lo haré! ¡Lo haré!
Sharpe se volvió.
—¡Y déle cristiana sepultura!
—Sí, señor. —El Matarife observó de cerca al inglés—. Era hermosa, ¿verdad?
—Era hermosa.
—La Puta Dorada —dijo el Matarife pronunciando las palabras lentamente como si leyera un epitafio—. Ahora ya no puede hablar con ella, señor.
Sharpe miró el cuerpo colgado. Tenía arañazos en los pechos. Asintió con la cabeza y procuró que su voz saliera calmada.
—Cabalgaré hacia el sur esta noche.
Se dio la vuelta. Sabía que los hombres del Matarife lo observaban, pero no iba a dejar traslucir nada. Le gritó a Ángel que trajera los caballos.
Se detuvo a una milla del pequeño pueblo. El recuerdo del cuerpo colgado y girando le atormentaba. Pensó en su mujer muerta, en la sangre en el cuello. Pensó en la tortura que había sufrido la mujer asesinada en el cobertizo, en los terribles momentos finales de una vida. Cerró los ojos y se estremeció.
—¿Regresamos, señor?
Sharpe percibió la tristeza en la voz de Ángel de que su misión había sido inútil.
—No.
—¿No?
—Vamos al convento.
Lo habían visto antes del anochecer: una construcción incrustada de forma increíble en el borde de una meseta.
—Subimos allí esta noche.
Abrió los ojos con asombro, giró sobre la silla de montar y miró fijamente detrás de él. Nadie los había seguido desde la posada.
—¿Vamos al convento? ¡Pero si ella está muerta!
—La llaman la Puta Dorada —dijo Sharpe con violencia—. Dorada por su cabello, Ángel, no por su dinero. Quienquiera que fuese aquella muchacha, no era la marquesa.
Pero la desconocida muchacha de cabello negro cuyo cuerpo colgaba sangrante y delgado en el establo había muerto debido a que Sharpe preguntó por la marquesa. Había muerto para que Sharpe se fuera de aquel valle tranquilamente, convencido de que la marquesa estaba muerta. Él lo sabía muy bien. Hizo girar a Carabina con un golpe de talones y cabalgó hacia la montaña oscura. Sentía un nudo en la garganta por la muerte de aquella desconocida, y le prometió a su espíritu, allí donde estuviera, que la vengaría. Cabalgaba con rabia. Ascendió hacia el Convento de los Cielos y planeó un rescate y una batalla.