Capítulo 14

Ángel se despertó antes del amanecer. Había dormido en el establo, envuelto en la paja cálida y su gruesa capa. Se estremeció al bostezar y se desperezó; enseguida saltó de su lecho y entró en el patio. Tras salpicarse agua en la cara, levantó la vista hacia el tejado oscuro bajo el cual dormía Sharpe con la mujer dorada.

Ángel había bruñido las sillas la noche anterior. Cepilló los caballos y lo preparó todo para la mañana. No estaba sólo preparado, sino listo y reluciente. Lo había hecho por la mujer más bella que hubiera podido imaginar en sus sueños, y ahora, todavía como mayor homenaje a ella, estaba ensillando a Carabina y doblaba una manta por encima de la silla para intentar proporcionarle a la marquesa un asiento más agradable. Sabía que ella era francesa, y él odiaba a los franceses, pero ninguna mujer tan adorable como ella podía ser mala a los fascinados ojos de Ángel.

Para probar aquel invento rudimentario que había de proporcionar comodidad a la dama, cabalgó fuera del patio de la posada e hizo girar a Carabina hacia el sur. El viento le daba de espaldas, produciéndole escalofríos en su menudo cuerpo. Las sombras de la gente de la ciudad se veían oscuras al moverse por las callejuelas y los patios. Puso la mano en la culata del fusil que había metido en la pistolera de la silla.

Las montañas del este se veían recortadas por la luz. Ángel echó atrás los talones y dejó que Carabina se pusiera al trote. Se deleitó al sentir que el gran caballo negro levantaba los cascos bien altos y agitaba la cabellera con impaciencia. Ángel enderezó la espalda, imaginándose que era el Arcángel, el guerrillero más temido de España, que cabalgaba hacia una batalla. Una mujer de gran belleza, de cabello dorado y ojos grises, le esperaba a la vuelta, aunque ella no creyera que hombre alguno pudiera regresar de misión tan suicida. Sacó el fusil de la pistolera, luego retorció las riendas e hizo bajar a Carabina hasta el riachuelo donde lavaban la ropa las mujeres de la ciudad. Dejaría que el caballo bebiera allí y soñaría despierto con el momento delicioso en que regresaba del combate, con heridas leves, y la mujer dorada saldría de la casa corriendo con los brazos abiertos; entonces Ángel vio a unos jinetes por el riachuelo.

El muchacho estaba bajo la oscuridad de unos castaños. Hizo que Carabina se detuviera y vio las sombras grises bajo la luz grisácea. Echó atrás el percutor de su fusil, pensando en disparar un tiro para avisar a Sharpe. Luego creyó que el sonido del fusil haría que los hombres se pusieran al galope tras él.

Tiró de las riendas; sabía que tenía que regresar a la ciudad y avisar a Sharpe, pero cuando Carabina se movió, los hombres que iban por el riachuelo poco profundo percibieron el movimiento. Uno de ellos disparó y Ángel vio la espuma blanca que levantaban los hombres que cabalgaban hacia él. Iban por delante, cortándole el paso a la ciudad, y el muchacho, que ya no era el temido Arcángel, sino simplemente Ángel cabalgando para salvar su vida, le dio rienda suelta al caballo negro.

Carabina dejó atrás con facilidad a los hombres del Matarife y llevó a Ángel hacia el sur del valle, lejos de la ciudad. Ángel quitó la manta doblada, tiró de las riendas a la izquierda y se ocultó entre los pinos que crecían en una loma baja. Oculto allí, observó, preguntándose qué podía hacer para ayudar; luego vio más jinetes que venían del sur y se dio cuenta de que no podía hacer nada más que esperar, observar y tener confianza. Se acordó de la advertencia apremiante del comandante Hogan de que su trabajo consistía en proteger a Sharpe, y se sintió fracasado con toda la pasión de sus dieciséis años. Le dio unas palmaditas a Carabina en el pescuezo, guardó el fusil que no había disparado y se estremeció.

Un murmullo recibió a Sharpe, un murmullo que se elevó hasta convertirse en un canto de odio. Los caballos, que formaban un semicírculo alrededor de la posada, avanzaron y el Matarife levantó una mano y chilló pidiendo silencio y tranquilidad.

El Matarife miró a Sharpe.

—¿Qué tal, comandante Vaughn?

—¿Qué le va a pasar a la mujer?

El guerrillero se echó a reír.

—Eso no es problema suyo.

Sharpe estaba en el vano de la puerta, listo para saltar al interior a la primera señal de ataque. Sostenía la espada bajada, y ahora con la mano izquierda puso a la vista el fusil.

—Si quiere luchar conmigo, Matarife, estoy preparado. La primera bala será para usted. Ahora, dígame qué le va a pasar a la mujer.

El barbudo calló un momento. De algún lugar de la ciudad provenía el olor de un fuego de cocina. La calle estaba resbaladiza y llena de barro a causa de la lluvia de la noche. El Matarife se pasó la lengua por los labios.

—A ella no le ocurrirá nada. Regresará al convento.

—No le creo.

El caballo del Matarife se encabritó en el barro. El hombre barbudo tranquilizó a la bestia.

—Ella regresa, inglés, allí donde pertenece. Esta reyerta no va con ella, sino con el hombre que se atreve a asustar a las monjas.

Lentamente y sin quitar los ojos de Sharpe, descendió de la silla. Sharpe se dio cuenta de lo que venía a continuación y no se movió. El Matarife sacó una cadena. Agarró un extremo y le lanzó el resto a Sharpe. La cadena estaba tirada en el barro. El guerrillero se quitó del cinturón un cuchillo largo y también lo lanzó hacia la puerta de la posada.

—¿Se atreve, inglés? ¿O sólo es valiente con las monjas?

Sharpe se adelantó. No tenía demasiada elección. Recordaba la velocidad de aquel hombre, recordaba cómo le había atravesado los ojos al prisionero francés, pero sabía que tenía que aceptar el envite. Se agachó, cogió el último eslabón de la cadena y un mosquete sonó a su izquierda.

La detonación del mosquete atronó sorda en aquella mañana helada. El Matarife miró calle arriba; entonces, de repente, lanzó al suelo la cadena y les gritó algo a sus hombres. Espoleó su caballo y Sharpe quedó olvidado entre el súbito pánico.

Los cascos iban al galope. Una trompeta agrietaba el valle con repentina premura. Sharpe oyó un grito de alegría que provenía del piso superior de la posada, un chillido de puro gozo de la marquesa. Luego resonaron más mosquetes y olió el humo acre de la pólvora al tiempo que se agachaba en el interior de la posada y ponía la rodilla en el suelo con su fusil preparado.

Unos lanceros aparecieron en la calle. Lanceros franceses. Algunos llevaban banderines en las hojas que ya estaban manchadas de sangre. Un caballo sin jinete galopaba con ellos.

Los guerrilleros huían. No estaban preparados para la carga, no estaban formados para hacer frente a los caballos pesados. Lo único que podían hacer era dar la vuelta y correr, pero la calle estaba demasiado abarrotada y no se podían mover mientras los lanceros los atravesaban.

Sharpe observó las muecas de los jinetes franceses mientras se inclinaban sobre las lanzas largas, mientras destripaban al enemigo desde sus caballos, mientras cabalgaban sobre los moribundos para extraer las hojas entre gotas de sangre y gritos.

Las cuchillas volvían a cargar dirigidas hacia nuevos blancos y la trompeta anunció a un segundo escuadrón que entraba en la calle, con los dientes de los caballos al descubierto. Los cascos lanzaban bien alto el barro y manchaban los uniformes de sus jinetes.

Sharpe observó a dos guerrilleros acorralados que elevaban sus mosquetes, pero varios franceses cabalgaron hacia ellos, arremetieron y una lanza dejó clavado a un hombre contra la pared de una casa con tal fuerza que el lancero dejó el arma allí con el hombre ensartado retorciéndose, chillando y agonizando. El lancero desenvainó su sable para perseguir al segundo hombre que había saltado del caballo y que ahora caía; el sable le rebanó la cara.

Algunos guerrilleros habían huido hasta la plaza del mercado, pero en ese momento Sharpe oyó otra trompeta proveniente del extremo opuesto de la plaza; aparecieron más lanceros por el norte e hicieron que los guerrilleros que huían formaran una confusión de caballos encabritados, gritos y miedo.

La gente del pueblo corría en busca de refugio; los niños, a los que habían llevado para que vieran a los guerrilleros, chillaban al ver que los lanceros avanzaban, en un grupo compacto, contra la masa aterrorizada.

Sonaron disparos de pistola, unos mosquetes tosieron humo y otro escuadrón avanzó a medio galope a la orden de la trompeta, con las lanzas preparadas contra la pina torpe de guerrilleros con capa. Las hojas de las lanzas, bien afiladas, se inclinaron a la orden del oficial, los caballos apretaron el paso y las hojas se dirigieron contra el enemigo. Los uniformes de color verde y rosa se oscurecieron con la sangre. Un lancero salió corriendo de la confusión con el sombrero en la mano y apretando con la otra mano una herida que le sangraba en la cabeza. Otro de los uniformes brillantes estaba en el barro, pero por cada francés caído había una docena de guerrilleros, y todavía más lanceros avanzaban como un trueno hacia la plaza del mercado. La trompeta seguía exhortándolos, y las lanzas largas seguían arremetiendo a fondo, y raspaban costillas y destripaban a los jinetes aterrorizados.

A Sharpe le pareció oír gritar al Matarife; creyó ver el hacha levantarse entre la masa de hombres y caballos que chillaban, y entonces vio que caía una cerca en el otro extremo de la plaza del mercado y, como si se tratara de una corriente que soltara una presa rota, los guerrilleros huyeron entre los zarzos rotos de la valla caída, dejándole la plaza a la caballería triunfante y teñida de sangre. La plaza del mercado apestaba a sangre. Los heridos se arrastraban por el barro invocando a Dios, chillando al ver que los lanceros cabalgaban hacia ellos y con la precisión de un médico ensartaban las lanzas manchadas. Los franceses se reían cuando infligían dolor a su guerrilla enemiga y huidiza. A un herido lo atravesaron una y otra vez y ningún lancero intentó rematarlo. Una mujer, agachada sobre un cuerpo inmóvil, les gritó a las tropas francesas hasta que un jinete le dio una patada con la pesada bota y ella cayó sobre el cuerpo de su marido moribundo.

Las trompetas se llevaron a tres escuadrones de persecución; dos de ellos se quedaron para hacerse cargo de los heridos y prisioneros. Sharpe se había dirigido a la puerta trasera de la posada, pues pensaba subirse a los árboles que había detrás del patio del establo, pero el pequeño patio estaba lleno de franceses que conducían los caballos capturados a los establos. Uno lo vio y gritó, pero Sharpe atrancó la puerta y regresó.

La marquesa estaba al pie de la escalera. Se quedó mirando la espada que él llevaba en la mano.

—No te vas a escapar, Richard.

Sharpe envainó la espada. Unas manos aporreaban la puerta atrancada, la sacudían.

—Me llamo Vaughn.

Ella sonrió.

—¿Qué?

—¡Vaughn!

—¡Y tú has dormido en el establo, Richard!

El percibió la intensidad en sus ojos, la advertencia que había en ellos, y asintió afligido. Se colgó el fusil al hombro y entonces un hombre alto se agachó para pasar por la puerta principal de la posada. Hélène gritó encantada y corrió a sus brazos. Sharpe, prisionero de los franceses, sólo podía mirar.

El general Raoul Verigny medía más de metro ochenta. No había ni un gramo de grasa en aquel cuerpo. Su uniforme se había confeccionado tan ajustado como la piel de un tambor. Su cara era morena y delgada, con un pequeño bigote girado hacia arriba. Sonreía con frecuencia.

Les había gritado a los hombres que estaban en la puerta trasera que dejaran de hacer ruido, se inclinó para saludar a Sharpe y aceptó el gesto de rendición. Habló con la marquesa durante dos minutos, volvió a saludar a Sharpe con una inclinación y le devolvió la espada.

—Su valentía, comandante, me obliga a devolverle la espada. Le doy las gracias con toda sinceridad. —Se inclinó una tercera vez—. El fusil, comandante, es mi deber cogérselo. —Pronunció ffusil. Se lo entregó a un ayudante de campo, éste se lo pasó a un teniente y finalmente acabó en manos de un sargento.

Una hora después, Sharpe recibía los honores de huésped en el desayuno. Alrededor de ellos la ciudad ardía. La posada estaría a salvo mientras proporcionara alojamiento.

El general Verigny se mostraba solícito con Sharpe.

—Debe de estar usted decepcionado, comandante Vaughn.

—¿Decepcionado, señor?

—De fracasar en su intento —dijo sonriendo y tocándose las puntas del bigote.

—Cierto, señor.

La marquesa le había dicho a Verigny que Sharpe había sido enviado por los británicos para sacarla del convento y llevarla al ejército de Wellington, donde la interrogarían. Verigny le sirvió café a Sharpe.

—En lugar de eso, nos llevamos a Hélène a casa y a usted, prisionero.

—Cierto, señor.

—Pero eso no debe preocuparle. —Verigny le ofreció a Sharpe un muslo de pollo, obligándolo a aceptarlo—. Lo cambiaremos, ¿de acuerdo?

—¿Canjear?

—¡Canjear! No practico mucho su lengua. Hélène la habla muy bien, pero no la emplea conmigo. Debería hacerlo, ¿no le parece?

Se echó a reír; se volvió hacia la marquesa y le sirvió vino. Sharpe calculó que era un hombre de su misma edad, moreno y guapo. El inglés estaba celoso. El general se volvió de nuevo hacia Sharpe.

—¿Usted habla francés, comandante?

—No, señor.

—¡Debería! Es la lengua más hermosa del mundo.

La mesa estaba llena de oficiales franceses que sonrieron con la alegría de los hombres que han conseguido una gran victoria. Era raro que la caballería francesa sorprendiera a los guerrilleros y esa mañana había hecho una buena cosecha de enemigos. El hombre con la capa plateada había sido cogido prisionero y sin duda debía de estar chillando bajo una cuchilla mientras sus capturadores esperaran respuestas a sus preguntas. Pero el Matarife había escapado hacia las montañas del este.

A Verigny no le importaba.

—Está acabado, ¿no cree? ¡Sus hombres rotos! Además, yo vengo por Hélène, no por él, y usted me la entrega a mí. —Sonrió y brindó por Sharpe.

Los oficiales que estaban reunidos miraban con curiosidad al inglés. Pocos de ellos habían visto a un oficial británico capturado y ninguno había visto a uno de los temidos fusileros hecho prisionero. Si él los sorprendía, le sonreían. Le ofrecieron la mejor comida de la mesa, uno le sirvió vino, otro brandy, y le animaron para que bebiera con ellos.

Verigny estaba sentado junto a la marquesa. Ella le iba dando trocitos con su tenedor. Se tocaban entre sí, reían en privado y parecía que llenaban toda la habitación con su alegría. Hubo un momento en que se oyeron unas carcajadas y el general sonrió a Sharpe.

—Le estoy diciendo que debería casarse conmigo. Ella dice que en vez de eso se convertirá en monja. ¿Qué le parece?

Sharpe sonrió con educación. Verigny le preguntó a Sharpe si creía que la marquesa sería una buena monja, y el inglés le respondió que el convento de monjas sería un lugar afortunado.

Verigny se echó a reír.

—Pero qué pérdida, comandante, ¿verdad? —Señaló a la marquesa—. He cabalgado hasta aquí para rescatarla. Yo insistí en venir aquí, ¡lo exigí! ¿Usted cree que merece casarse conmigo como recompensa?

Sharpe sonrió, pero por dentro se sentía mal. Ya había sido prisionero con anterioridad, en las guerras de India, y luego también lo fue por los lanceros. Siempre, hasta el último día de su vida, recordaría la cara del indio inclinándose hacia él, con los dientes rechinando mientras introducía su espada por la cintura de Sharpe para clavarlo al árbol. Ahora lo habían vuelto a capturar y veía pocas esperanzas de libertad.

Sharpe escuchaba la risa sonora de los oficiales, veía sus ojos fijos en la marquesa, observaba los gestos coquetos de ella al actuar ante su público. Lo miró una vez con mala cara, riendo bien alto, y él ocultó su desesperación con una sonrisa fingida.

El general Verigny había dicho que Sharpe podía ser canjeado, pero Sharpe sabía que eso no podía ser. Aunque los británicos tuvieran un comandante francés para canjear, no reconocerían el nombre de Vaughn en la propuesta francesa. Cada pocas semanas los dos bandos canjeaban listas de prisioneros, pero el cuartel general de Wellington dudaría de un tal comandante Vaughn. Los franceses supondrían que los británicos no querían a «Vaughn» y lo enviarían a la ciudad fortificada de Verdún, donde tenían a los oficiales prisioneros.

Tampoco podía revelar su verdadero nombre. Hacerlo sería incitar a una docena de preguntas, cada una peor que la anterior. Tenía que quedarse como Vaughn y como Vaughn iría a Verdún; como Vaughn aguantaría hasta el final de la guerra, pudriéndose tras las murallas de Verdún, preguntándose qué tipo de futuro sombrío le traería la paz.

O bien podía escapar. Pero no hasta que Verigny lo hubiera escoltado para salir de aquellas montañas con sus vengativos guerrilleros.

Mientras lo pensaba, Verigny se volvió y le sonrió.

—Hélène me dice que entró usted a la fuerza en el convento. ¿Es cierto?

—Sí.

—Es usted un hombre valiente, comandante Vaughn. —Verigny levantó una copa hacia él—. Le debo mi agradecimiento.

Sharpe se encogió de hombros.

—Puede dejar que me vaya, señor.

Verigny se echó a reír, luego tradujo las palabras al francés y provocó las risotadas amistosas de sus oficiales. Sacudió la cabeza.

—No puedo soltarlo, comandante Vaughn, pero eso no debe preocuparle, ¿verdad? Lo canjearemos en Burgos.

Sharpe sonrió.

—Eso espero, señor.

—¡Espera! ¡Seguro que sí! ¡Pero a pesar de ellos! Tiene que darme su palabra de que no se escapará antes.

Sharpe dudó. Si daba su palabra prometía no hacer ningún intento por escapar. Se quedaría con su espada, tendría libertad para cabalgar con los lanceros sin llevar guardia y sería tratado con el respeto que merecía su graduación. Si no la daba, entonces podía intentar escapar, pero sabía que lo iban a vigilar bien. Estaría desarmado, lo encerrarían de noche y si no había dónde encerrarle podían incluso atarlo a su guardia.

Verigny se encogió de hombros.

—¿Bien?

—No puedo darle mi palabra, señor.

Verigny frunció el ceño. Los comensales permanecían en silencio. El general se encogió de hombros.

—Es usted un hombre valiente, comandante, no quiero tratarle mal.

—No puedo aceptarlo, señor.

—Pero yo quiero ayudar. Hélène dice que usted la trató con honor, ¡así que yo haré lo mismo con usted! ¡Lo cambiaremos! ¿Por qué no quiere darme su palabra?

Sharpe se puso en pie. Todos lo observaban. Pasó por encima del banco. En su cabeza oía las palabras insistentes de Hogan de que no tenían que capturarlo. Se maldijo a sí mismo. Había buscado un lecho cálido la noche anterior, cuando tenía que haber insistido en dormir al aire libre, oculto por los bosques y la niebla nocturna.

La marquesa lo observaba. Ella sacudía la cabeza, como si quisiera decirle que no tenía que hacer lo que planeaba. Al menos, pensó Sharpe, ella había cumplido con su palabra. Al menos los franceses no sabían que habían capturado a Richard Sharpe.

Verigny sonrió.

—¡Venga, comandante! ¡Lo canjearemos!

En respuesta a ello, Sharpe se desabrochó el cinturón de la espada. Las correas resonaron. Se inclinó y puso la gran espada sobre la mesa. Miró al general y manifestó su propio fracaso.

—Soy su prisionero, señor. No le doy mi palabra.

Tras la puerta de la posada la ciudad ardía. Una mujer chillaba. Un niño sollozaba. Los lanceros registraban las casas antes de prenderles fuego y Richard Sharpe era conducido bajo guardia y encerrado en un establo. Había fracasado.