Capítulo 20

Los cañones, los grandes cañones franceses, los cañones que eran el tesoro del emperador y las armas más temidas por los enemigos de Francia, dispararon.

El sonido se desvanecía y el humo se elevaba.

Los franceses no dispararon a ningún blanco. Simplemente habían calentado los cañones y observaban la caída de las balas en el campo de la muerte. Hasta el momento la batalla no seguía una pauta. Algunas tropas españolas ascendían con dificultad los montes de Puebla y luchaban contra los tiradores franceses sobre la ladera escarpada, pero no había aparecido ni la infantería ni la caballería en la llanura para convertirse en carne para los artilleros, que para entonces ya tenían calculada la distancia. El humo de los cañones flotaba hacia el sur y se desvanecía entre la leve brisa. Las mujeres que estaban sentadas en las gradas construidas por los ingenieros franceses en la muralla de Vitoria se sintieron algo desilusionadas cuando el sonido cesó.

La marquesa había subido hasta la grada más elevada. Le sonrió a la mujer de un coronel de caballería, a sabiendas de que ésta estaba ansiosa por cuchichear respecto a ella.

—¿Las almorranas de su marido van mejor, querida Jeanette? ¿O vuelve a ir a la batalla en carreta?

No esperó una respuesta, siguió subiendo y luego aguardó a que su sirvienta colocara varios almohadones en el banco. Buscó en el ridículo que llevaba algunas monedas y le hizo una señal con la cabeza a uno de los vendedores de pastelillos.

—Quiero unos de limón.

—Enseguida, señora.

Se sentó. Llevaba un catalejo pequeño de marfil. Había poco que ver en la llanura. El campo de la muerte le quedaba oculto detrás de la colina de Aríñez. En un cerro bajo que estaba más cercano a la ciudad veía unas tropas en orden cerrado dispuestas para el combate. Por encima de sus cabezas flotaba el gran estandarte púrpura y blanco que le indicó que eran los guardias de la casa del rey José. Se preguntaba dónde estaría el general Verigny. La había dejado con impaciencia, regocijado ante la idea de la batalla. Con la victoria de ese día, le había asegurado, Pierre Ducos sería derrotado. José se quedaría con el trono español y podrían arrebatarle los carros de la marquesa al inquisidor. Hélène sonrió a su amante.

—¿Y qué pasará si perdemos hoy?

—¿Perder? ¡No podemos perder!

Tan sólo unos días antes, pensó, el ejército francés no esperaba nada más que una retirada y el abandono de España. De repente, con la volubilidad que había traído la noticia de las victorias de Napoleón, el ejército rebosaba confianza. Hoy, estaban seguros, se vengarían de Wellington.

Todo era tan inesperado… En Burgos ella intentó persuadir a Richard Sharpe de que traicionara su honor para desmontar el plan de Ducos. Se preguntaba si Sharpe habría firmado el documento, luego se quitó esa idea de la cabeza porque él estaba muerto y la cuestión era irrelevante. En cambio, el rey José luchaba por su trono, y la victoria de hoy significaría el fin de tener que sobornar a los españoles en busca de favores. Francia volvería a aplastar a España. El mundo contemplaría la retirada de un imperio hacia la grandeza.

Un capitán, vestido con el uniforme verde y rosa del regimiento del general Verigny, apareció al pie de la escalera. Llevaba un brazo en cabestrillo y un ojo vendado. Cojeaba. No podía luchar ese día y le habían ordenado que se ocupara de la marquesa. Era típico del general Verigny, pensó la marquesa, asegurarse de que su escolta era de una fealdad increíble. Hélène levantó el abanico, le llamó la atención y le sonrió cuando se acercó a ella.

—¿Me está buscando a mí, capitán?

—¿No lo hacemos todos, mi querida señora? —dijo inclinándose sobre su mano, la besó en el guante y sonrió—. Capitán Saumier, a su obediente servicio.

En realidad era extraordinariamente feo, con cara de sapo gruñón.

—Siéntese, capitán. Debe de estar usted desolado por no poder luchar hoy.

—Habrá otros días, señora, pero éste es suyo. ¿Cómo podría un hombre lamentar tal cosa?

—Dicho tan bellamente… ¿Un pastelillo de limón?

Envió a la sirvienta a buscar más y ordenó que trajeran el vino de su coche.

—¿Dónde recibió esas heridas, capitán?

—Al caer del balcón de una dama. Su marido puso objeciones.

Sin duda alguna, pensó la marquesa, al gusto insigne de su mujer. Señaló con su abanico hacia el campo de batalla.

—Tiene usted que explicarme lo que sucede, capitán.

La dama veía las nubéculas de humo de los mosquetes sobre los montes de Puebla. El capitán Saumier le tomó prestado el catalejo, miró durante unos segundos y manifestó su opinión. Wellington estaba atacando en los Montes de Puebla porque no se atrevía a hacerlo en la llanura.

—Pero si toman las colinas —la marquesa se detuvo, pues su criada traía los pastelillos y el vino—, ¿no tendrán que descender a la llanura?

—Oh, sin duda, señora. ¡Cuan cierto!

—¿Y qué viene luego?

—Los atacaremos con los cañones —contestó Saumier, sonriendo y dejando ver unos dientes largos y amarillos.

—¿Tan simple como eso?

Saumier sonrió.

—La guerra es simple.

—No me extraña que a los hombres les guste tanto. —La marquesa sonrió—. Quizá Wellington hace algo que usted no espera.

El capitán Saumier sacudió la cabeza en señal de negación. El estaba de acuerdo con el punto de vista aceptado comúnmente en el ejército francés, un punto de vista que ahora exponía con varonil convicción para tranquilizar a esa mujer nerviosa, hermosa y de grandes ojos.

—Wellington no puede atacar. Ofrece una defensa razonable, señora, pero no puede atacar.

—¿Estuvo usted en Assaye?

—¿Assaye?

No le dio detalles.

—¿Argaum?

El se encogió de hombros. Hélène sonrió.

—¿Salamanca?

Saumier sonrió.

—Estos pastelillos son excelentes, señora.

—Me complace mucho que le gusten, y estoy ansiosa por oír sus explicaciones, capitán. Resulta tan raro observar una batalla con un guía al lado…

El general había informado a Saumier de que la marquesa era inteligente y bien informada. Él se temía que era él al que iban a dar aclaraciones.

—¿Está usted cómoda, señora?

—Mucho.

Apartó la vista de él y recorrió con el catalejo los montes de Puebla. No veía nada de interés. La batalla tenía lugar por debajo de la línea del horizonte. La marquesa deseó, deseó apasionadamente, una victoria francesa ese día; si no, la riqueza que ella había ido acumulando con tanto cuidado se perdería. Recordaba la confianza de su amante, y la animó que el capitán Saumier rebosara también seguridad. Parecía que el ejército francés estaba seguro de un próximo triunfo. Nadie había derrotado a Wellington en una batalla, pero tampoco había combatido nunca Wellington contra un ejército al mando del mariscal Jourdan. La marquesa se comió el pastelillo, aceptó una copa de vino y esperó la victoria.

Su deseo era ese día sinceramente compartido por don José, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córcega, de Córdoba, de Murcia, de Santiago de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, de las Islas del Océano; archiduque de Austria; duque de Borgoña, de Brabante y de Milán; conde de Habsburgo, Tirol y Barcelona; señor de Vizcaya y de Molina. Los títulos se los había dado a sí mismo. Su hermano menor, que era el emperador de Francia, sencillamente le llamaba José Bonaparte, rey de España y de las Indias.

Sí perdía la batalla de hoy sería rey de nada.

Por eso, a medida que el sol se elevaba cada vez más y los cañones esperaban, José Bonaparte se preocupaba por el éxito evidente que las tropas de Wellington estaban teniendo en los montes de Puebla. Manifestó su preocupación al mando militar, el mariscal Jourdan, quien simplemente sonrió.

—Deje que los británicos tomen los montes, señor.

—¿Que los deje? —respondió el rey José, un hombre inquieto y amable que parecía preocupado ante su jefe militar.

El caballo de Jourdan estaba inquieto. El mariscal lo calmó.

—Quieren los montes, señor, para poder avanzar a salvo a través del desfiladero que está por debajo. Y ahí es donde yo quiero que estén.

Si los británicos venían desde el desfiladero donde el río dejaba la llanura, avanzarían en dirección a sus grandes cañones. Sonrió a José.

—Si vienen por el oeste, señor, están perdidos.

Jourdan le pidió a Dios que tuviera razón. El tenía pensado un ataque británico proveniente del oeste y cuando los cañones hubieran manchado el campo de la muerte con muertos británicos él enviaría a la caballería y se convertiría en el primer mariscal de Francia que derrotaba a Wellington. No le preocupaban los montes. Ningún hombre situado allí podía afectar a una batalla que se desarrollara en la llanura. Los británicos podían tomar todas y cada una de las malditas colinas de España, siempre que después avanzaran hacia sus cañones. Casi podía saborear la victoria.

Pero había un lugar que preocupaba al mariscal Jourdan y ése era el terreno llano al norte del río. Si Wellington no atacaba desde el oeste, sino que intentaba rebasar la llanura marchando alrededor de la derecha francesa, Jourdan tendría que hacer girar su línea de batalla y recolocar los cañones.

Miraba con ansiedad hacia el norte, al terreno del otro lado del río donde el viento agitaba los cultivos formando olas largas, pálidas y ondulantes. Dos halcones volaban por encima del río Zadorra, rico en truchas, y planearon hasta perderse de vista detrás de la colina que ocultaba la curva del río. No había fortificado aquella colina. Se preguntó si Napoleón habría situado hombres allí.

No. No. ¡No había de tener dudas! Tenía que comportarse como si supiera exactamente lo que sucedería, como si controlara a su enemigo tan bien como a su propio ejército.

Se esforzó en sonreír. Se esforzaba en parecer seguro. Le hizo cumplidos al rey respecto a su sastre e intentó no pensar en que las tropas británicas vinieran del norte. ¡Dejémosles que vengan por el oeste! ¡Quiera Dios que por el oeste!

—¡Señor!

—¡Señor!

Se oyó un coro de voces. Los dedos señalaban al oeste, hacia el desfiladero que estaba todavía bien oscurecido.

—¡Señor!

—¡Ya lo veo! —exclamó Jourdan haciendo avanzar a su caballo.

Del desfiladero, avanzando hacia el pueblecito situado ante la colina Aríñez, marchando hacia el gran campo de la muerte que dominaban los cañones franceses, venía la infantería británica.

Sus banderas ondeaban. Avanzaban como un desfile de soldados hacia la muerte.

—¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos, por Dios! —dijo Jourdan mientras se daba un manotazo en el muslo.

Así que Wellington no estaba tan brillante como de costumbre. Venía directamente y eso era lo que Jourdan quería. Directo a la muerte, y a la gloria del emperador. Espoleó al caballo para que avanzara, agitando su sombrero con plumas en dirección a los artilleros.

—¡Artilleros! ¡Esperen!

Los botafuegos estaban encendidos. En cada uno de los grandes cañones, más de un centenar de ellos, los tubos de cebar habían agujereado las bolsas de pólvora y estaban a la esperaba de encender el fuego.

El rey José cabalgaba junto a su mariscal. José estaba aterrorizado por el disgusto de su hermano menor y el terror se le notaba en la cara. Si perdía esta batalla ya no sería rey y para ganarla tenía que ver a Wellington derrotado. José había presenciado el combate del ejército británico en Talavera y vio cómo su infantería había arrebatado la victoria a partir de cierta derrota.

Pero el mariscal Jourdan había visto más. Él luchó como soldado en el ejército francés que fue a ayudar a los revolucionarios americanos. Había visto a los británicos derrotados y sabía que lo volvería a ver. Sonrió ampliamente al rey, el hermano del emperador.

—Tiene usted una victoria, señor. ¡Tiene usted una victoria!

—¿Está usted seguro?

—¡Mire! —exclamó señalando con la mano hacia el norte vacío, luego a las tropas que se extendían ante sus cañones—. ¡Tiene usted una victoria!

Fue el último momento en que los hombres pudieron mirar al campo y ver lo que sucedía, el último momento antes de que el humo de los cañones ocultara el combate. Jourdan desenvainó el sable, el acero brillaba bajo el sol, e hizo la señal.

Los cañones empezaron.

El desfiladero donde la calzada principal penetraba en la llanura de Vitoria estaba atiborrado. Las tropas esperaban la orden de avanzar. Los hombres heridos en los montes de Puebla eran llevados a la carretera. Los médicos, con los delantales ya brillantes de rojo, intentaban hacer trabajar sus sierras y cuchillas mientras los hombres abarrotaban los bordes estrechos esperando a ir hacia el fuego de cañón que de repente había empezado.

Los hombres bromeaban acerca del sonido de los cañones franceses. Bromeaban porque los temían.

Los tambores jóvenes observaban a los veteranos e intentaban consolarse con su calma. Los oficiales jóvenes, sentados sobre caballos caros, se preguntaban si la gloria valía ese nerviosismo. Los oficiales del estado mayor, con las ijadas de los caballos blancas de sudor, recorrían las columnas al galope buscando a coroneles y generales. Las banderas, que ningún viento movía en el desfiladero, se izaban en las astas. Los primeros batallones ya estaban en la llanura. Los primeros heridos ya retrocedían a rastras hacia los médicos.

Algunos hombres rompían filas, descendían hasta el río y se llenaban las cantimploras con agua. Algunos se habían reservado su ración de vino o ron. Era mejor, decían, entrar en batalla con alcohol en el cuerpo.

Un regimiento irlandés, con las casacas rojas descoloridas y remendadas que atestiguaban el tiempo que habían servido en España, se arrodillaban ante el capellán de un regimiento español que les daba la bendición, los santiguaba, mientras que sus mujeres rezaban con ansiedad detrás. Su coronel, un escocés presbiteriano, estaba sentado en su silla de montar y leía el salmo veintitrés.

Algunas tropas de los Highland ascendían los montes de Puebla para sustituir a los españoles. El sonido de las gaitas, salvaje y loco, llegaba al desfiladero mezclado con el rugido de los cañones franceses.

Los hombres se preguntaban entre sí lo que sucedía y nadie lo sabía. Esperaban, sintiendo que cada vez hacía más calor; escuchaban el sonido de la batalla y rezaban para vivir y escuchar el sonido de la victoria. Rezaban para no tener que ir a parar a los cirujanos. En la retaguardia de la columna, donde las mujeres y los niños esperaban que se extrajera la lotería de la viudedad de ese día, y donde los habitantes de la ciudad contemplaban con los ojos bien abiertos la extraña e inmensa tribu que se agolpaba en su valle, dos jinetes refrenaron. Uno de los dos hombres, alto, de cabello castaño y con una cicatriz, le gritó a un grupo de mujeres de soldados que estaban sentadas en el borde del río.

—¿Qué división es ésta?

Una mujer que daba el pecho a un bebé levantó la vista hacia el fusilero que había preguntado a gritos.

—Segunda.

—¿Dónde está la Quinta?

—Sabe Dios.

Esa respuesta, pensó Sharpe, era la que se merecía. Espoleó a Carabina para que avanzara.

—¡Teniente! ¡Teniente!

Un teniente de infantería se volvió. Vio a un hombre alto y moreno a caballo. El hombre vestía un uniforme hecho jirones de los fusileros del 95. Llevaba una espada a la cadera, lo que parecía indicar que el hombre sin afeitar era un oficial.

—¿Señor? —dijo el teniente con tono indeciso.

—¿Dónde está Wellington?

—Creo que está del otro lado del río.

—¿La Quinta División?

—A la izquierda, señor. Creo.

—¿Está usted bien?

—Eso creo, señor —contestó el teniente con tono de duda.

Sharpe hizo que el caballo girara. El desfiladero estaba atiborrado de hombres y él oía el sonido de los cañones que le indicaban que ese camino tan sólo llevaba al campo de batalla.

No se preocupó por Wellington. Aquél no era el momento de ir al encuentro del general y hablarle del tratado que la marquesa le había revelado en Burgos. Había puesto por escrito todo lo que ella le explicara y se aseguraría de que la carta le llegara a Hogan. Pero ahora Sharpe había alcanzado al ejército en un día de batalla, él era un soldado y salvar su honor podía esperar hasta que el combate, hubiera acabado. Miró a Ángel, montado sobre un caballo horrible que habían robado en Pancorvo.

—¡Venga!

Condujo al muchacho de regreso al pueblo, donde un puente cruzaba hacia la orilla oeste. Buscaría al South Essex, regresaría de entre los muertos y lucharía.