Capítulo 2
En un día de sol en que los vencejos se afanaban construyendo los nidos en la antigua mampostería del castillo de Burgos, el comandante Pierre Ducos oteaba desde las murallas. Iba descubierto. El ligero viento del oeste le levantaba el cabello negro mientras observaba el patio del castillo. Toqueteaba las patillas de sus lentes y hacía una mueca de dolor, pues el metal curvado le escocía la piel.
Seis carros enormes eran arrastrados por los adoquines. Unas lonas alquitranadas tapaban las cargas, unas lonas que iban atadas con cuerdas y abultadas por el cargamento. Los bueyes cansados eran golpeados hasta el otro extremo del patio donde los carros, con gran esfuerzo y griterío, eran aparcados junto al muro de la torre de homenaje. Los carros iban con una escolta de jinetes que llevaban lanzas de hojas brillantes de las que colgaban estandartes rojos y blancos.
Los soldados de la guarnición del castillo observaban la llegada de los carros. Por encima de sus cabezas, en la parte más alta de la torre de homenaje, la bandera tricolor francesa ondeaba amenazadora al viento. Los centinelas oteaban el vasto campo y se preguntaban si la guerra volvería a lamer otra vez esta antigua fortaleza española que vigilaba la calzada principal desde París a Madrid.
Se oía un repiqueteo de cascos en la puerta de entrada y Pierre Ducos vio un carruaje brillante y reluciente que entraba a rebosar en el patio. Iba tirado por cuatro caballos blancos enjaezados con cadenas de tirantes de plata. El carruaje era conducido con demasiada velocidad, pero eso, decidió Ducos, era típico de la dueña. En España la conocían por la Puta Dorada.
Junto al carruaje, allí donde se detuvo bajo la mirada de Ducos, había un general de caballería. Era un hombre bastante joven, la verdadera imagen de un héroe francés, cuyo uniforme vistoso estaba almidonado para aguantar el peso de sus medallas. Saltó del caballo, hizo una señal al cochero para que se hiciera a un lado, abrió la portezuela del carruaje e hizo descender los escalones con un ademán. Se inclinó.
Ducos, como un animal de presa que observa a su víctima, miraba fijamente a la mujer.
Era hermosa esta Puta Dorada. Los hombres que la veían por primera vez apenas podían creer que ninguna otra mujer fuera tan bella. Su piel era tan blanca y pura como las conchas de perlas blancas de las playas de Vizcaya. Su cabello era dorado. Una combinación casual de labios y hueso, de ojos y piel le habían dado un aire de inocencia que hacía que los hombres quisieran protegerla. Pierre Ducos conocía a pocas mujeres menos necesitadas de protección.
Era francesa. Su nombre de soltera era Hélène Leroux y llevaba sirviendo a Francia desde los dieciséis años. Había dormido en los lechos de los poderosos y había sacado de sus almohadas los secretos de sus naciones, y cuando el emperador tomó la decisión de anexar España a su Imperio, envió a Hélène como arma.
Había fingido ser hija de unas víctimas del Terror. Se casó, siguiendo instrucciones de París, con un hombre cercano al rey español, un hombre que estaba enterado de los secretos de España. Ella seguía casada, aunque su marido estaba bien lejos, y hacía uso del título que él le había dado. Era la marquesa de Casares el Grande y Melida Sadaba. Era hermosa como un sueño de verano y traidora como el pecado. Era la Puta Dorada. Ducos sonrió. Un halcón, sobrevolando alrededor de su víctima, acaso sentiría la misma satisfacción que el comandante francés con lentes mientras ordenaba a su asistente que le diera sus saludos a la marquesa, con respuesta; lo que proviniendo de Ducos equivalía a una orden, así que su señoría se presentó ante él inmediatamente.
La marquesa de Casares el Grande y Melida Sadaba, que olía a agua de rosas y sonreía dulcemente, fue conducida a la habitación vacía del comandante Ducos una hora más tarde. Levantó la vista de la mesa.
—Llega tarde.
Ella le lanzó un beso con su mano cubierta por un guante de encaje y pasó junto a él hacia el baluarte.
—El campo está precioso hoy. Le he pedido a su delicioso y tímido teniente que me traiga algo de vino y de uva. Podríamos comer aquí fuera, Pierre. Su piel necesita algo de sol. —Se tapó la cara con una sombrilla y le sonrió—. ¿Cómo está, Pierre? ¿Se pasa las noches bailando, como siempre?
Él no hizo caso de su burla. Se quedó en la puerta y su voz sonó profunda y dura.
—Tiene seis carros en esta fortaleza.
Ella fingió temor.
—¿El emperador le ha hecho su comandante de carros? Le felicito.
Él sacó un trozo de papel doblado del bolsillo de su chaleco.
—Están cargados con vajillas de oro y plata, pinturas, monedas, tapices, estatuas, tallas y una bodega de vino empaquetada en serrín. El valor total se ha calculado en trescientas mil monedas españolas.
Se quedó mirándola con un silencio triunfante.
—Y algunos muebles, Pierre. ¿Sus espías no han encontrado los muebles? Algunos son muy valiosos. Una cama árabe preciosa con incrustaciones de marfil, un escritorio con laca de China que le gustaría, y una cama con espejos.
—Y sin duda, la cama en la que convenció al general Verigny de que le vigilara los bienes robados.
El general Verigny era el oficial de caballería cuyos hombres habían vigilado los carros en su trayecto desde Salamanca.
—¿Robados, Pierre? Todo nos pertenece a mí y a mi querido marido. Yo simplemente pensaba que mientras Wellington nos amenaza con derrotarnos trasladaría nuestras pocas pertenencias domésticas a Francia. Considéreme tan sólo una simple refugiada. ¡Ah! —le sonrió al ayudante de Ducos, que había traído una bandeja sobre la que había una botella de champán abierta, un solo vaso y un plato con uva blanca—. Póngalo sobre el pretil, teniente.
Ducos esperó, frunciendo el ceño, hasta que su ayudante se hubo marchado.
—Las pertenencias están cargadas en carros del ejército francés.
—Carros confiscados, Pierre.
—Confiscados por el oficial de intendencia del general Verigny.
—Cierto —sonrió ella—. Un hombre apreciado.
—Y yo voy a anular su confiscación.
Hélène lo miró. Le tenía miedo a Pierre Ducos, aunque no iba a darle la satisfacción de mostrarle ese temor. Reconoció la amenaza que él le brindaba. Ella huía de España, huía de la victoria con la que amenazaba Wellington, y se llevaba consigo la riqueza que la haría independiente de cualquier tragedia que pudiera cernerse sobre Francia. Ahora Ducos amenazaba aquella independencia. Arrancó un grano del racimo.
—Dígame, Pierre, ¿pide usted el desayuno con una amenaza? Si quiere algo de mí, ¿por qué no me lo pide sencillamente? ¿Acaso es que quiere compartir mi botín?
Él frunció el ceño al oír esto. Nadie podía acusar a Pierre Ducos de codicia; cambió de tema.
—Quería saber qué le parecía el regreso de su marido de América.
Ella se echó a reír.
—¿Quiere que vuelva a su lecho, Pierre? ¿No le parece que ya he sufrido demasiado por Francia?
—¿Todavía le ama?
—¿Amarme? Qué palabra tan rara proviniendo de usted, Pierre. —Hélène levantó la vista hasta la bandera tricolor—. Todavía me desea.
—¿Sabe que es una espía?
—Estoy segura de que alguien se lo ha dicho, ¿no le parece? Pero Luis no se toma a las mujeres en serio, Pierre. Pensará que me hice espía porque era infeliz sin él. Cree que una vez él haya regresado y yo me encuentre bien arropada bajo su cúpula de cristal todo volverá a ir bien otra vez. Me puede gruñir lo que quiera y luego llorarle a su confesor. Los hombres son tan estúpidos…
—O quizás es que usted escoge hombres estúpidos.
—Menuda conversación de tocador estamos teniendo. —Ella le sonrió con inteligencia—. Así pues, ¿qué quiere, Pierre?
—¿Por qué ha regresado a casa su marido?
—No le gusta el clima de Sudamérica, Pierre. Le produce gases, dice. Sufre de flatulencias. Una vez hizo azotar a un criado que se echó a reír cuando se le escaparon.
—Ha ido a ver a Wellington.
—¡Por supuesto que ha ido! ¡Luis es el nuevo héroe de España! —exclamó ella echándose a reír.
Su marido había conducido a un ejército español contra los rebeldes en la Banda Oriental, la tierra al norte del Río de la Plata. Los rebeldes, al ver a España humillada por los franceses, estaban intentando arrebatarle la independencia a los españoles. Para sorpresa de la marquesa y, es más, para sorpresa de mucha gente, el marqués los había derrotado. La dama escupió una pepita por encima del pretil.
—¡Debía superarlos por cien a uno! ¿O tal vez dejó ir los gases delante de sus caras? ¿Cree que esa es la respuesta, Pierre? ¿Uva? —Hélène sonrió ante el silencio de Ducos y se sirvió champán—. Dígame por qué me cita aquí con su encanto acostumbrado y su consideración.
—¿Su marido quiere que vuelva?
—Ya sabe que sí. Estoy segura de que ha interceptado usted todas sus cartas. Su lujuria excede a su patriotismo.
—Entonces quiero que le escriba una carta.
La mujer sonrió.
—¿Sólo eso? ¿Una carta? Entonces ¿me podré quedar con mis carros? —preguntó con voz de muchachita.
Él asintió.
Hélène lo observaba, recelosa de un negocio tan fácil. De repente, su voz se volvió dura.
—¿Va a dejar que traslade mis bienes a Francia tan sólo por una carta?
—Una carta.
Ella se encogió de hombros.
—¿Me dará credenciales?
—Por supuesto.
Hélène dio un sorbo de champán.
—¿Qué escribo?
—Dentro.
Él había escrito la carta y ella tan sólo tenía que copiarla en el papel de escribir con el blasón de la familia de su marido. Hélène admiró la eficiencia de Ducos por haber robado el papel para que ella lo tuviera preparado. Ducos le ofreció la única silla de la estancia, una pluma recién cortada y tinta.
—Esmérese en la redacción, Hélène.
—No resultará difícil, Pierre.
La carta explicaba una historia desgarradora. Contestaba a una carta anterior del marqués y decía que ella no quería otra cosa que reunirse con él, que la alegría de su regreso la había llenado de esperanzas y anhelos, pero que le daba miedo ir con él mientras estuviera bajo el mando de Wellington.
Tenía miedo porque había un oficial inglés que la había perseguido de la forma más vil, la había insultado a ella y a su marido y le había lanzado toda suerte de ultrajes. Ella se había quejado, decía, al generalísimo inglés, pero no había nada que hacer porque el oficial ofensor era amigo de Wellington; temía por su virtud y hasta que el oficial no fuera trasladado de España a ella le daba miedo ir junto a su marido. El oficial, escribió, ya había intentado violarla una vez; en tal intento tan sólo lo había derrotado el hecho de encontrarse borracho. Hélène no se sentiría a salvo mientras ese hombre vil, el comandante Richard Sharpe, estuviera vivo. Firmó la carta, dejando caer unas gotas de champán sobre la tinta para que la escritura pareciera teñida de lágrimas; luego le sonrió a Ducos.
—¿Quiere que se batan en duelo?
—Sí.
Ella se echó a reír.
—¡Richard lo machacará!
La mujer sonrió.
—Dígame, Pierre. ¿Por qué quiere que Richard mate a mi marido?
—Resulta obvio, ¿no le parece?
Si su marido, un grande de España y un héroe repentino e inesperado, muriera a manos de un inglés, entonces la frágil alianza entre España e Inglaterra correría peligro. La alianza era una cuestión de conveniencia. Los españoles no sentían amor por los ingleses. Les molestaba tener que necesitar la ayuda del ejército británico para expulsar a los franceses. Era cierto que habían hecho a Wellington generalísimo de todos sus ejércitos, pero eso era un reconocimiento a su talento. Ella observó cómo Ducos secaba la tinta con arena.
—Sabe bien que no habrá duelo, ¿verdad?
—¿No? —contestó él sacudiendo la arena en el suelo.
—Arthur no se lo permitirá. —«Arthur» era Wellington—. ¿Qué hará entonces, Pierre?
El no hizo caso de la pregunta.
—¿Sabe que esto es la garantía de muerte del comandante Sharpe?
—Sí.
—¿No le preocupa?
Ella sonrió con elegancia.
—Richard sabe cuidar de sí mismo, Pierre. Los dioses le sonríen. Además, yo hago esto por Francia, ¿no es así?
—Por sus carros, querida Hélène.
—Oh, sí, por supuesto. Mis carros. ¿Cuándo obtendré el pase para ellos?
—Para el próximo convoy que vaya al norte.
Ella asintió y se puso de pie.
—¿Realmente cree que van a luchar, Pierre?
—¿Tiene eso importancia?
—Preferiría ser una viuda. —Sonrió—. Una viuda rica. La viuda dorada.
—Entonces ha de desear que el comandante Sharpe le complazca.
—Siempre lo ha hecho, Pierre.
La habitación se llenó con su perfume.
Él dobló la carta.
—¿Él le gusta?
Hélène inclinó la cabeza a un lado y pareció que lo pensaba.
—Sí. Tiene la virtud de la simpleza, Pierre, y lealtad.
—Poco de su gusto, hubiera dicho.
—Qué poco conoce mis gustos, Pierre. ¿Puedo retirarme? ¿Puedo regresar a mis placeres?
—¿Su sello?
—Ah.
Ella se quitó un anillo que llevaba sobre el guante de encaje y se lo tendió. Él lo apretó en la cera caliente y le devolvió el sello.
—Gracias, Hélène.
—No me dé las gracias, Pierre. —Lo miró fijamente, con una ligera sonrisa burlona en el rostro—. ¿Abre las cartas que me envía el emperador, Pierre?
—Por supuesto que no.
Él frunció el ceño ante tal pensamiento, mientras que en su interior se preguntaba cómo conseguía Napoleón enviar esas cartas sin que sus hombres lo impidieran.
—Así lo suponía —dijo ella humedeciéndose los labios—. Sabe que todavía le gusto.
—Creo que le siguen gustando todas sus amantes.
—Es usted tan dulce, Pierre —dijo ella, haciendo girar la sombrilla cerrada entre sus manos—. ¿Sabe que me considera casi una experta en asuntos españoles? ¿Que incluso me pide consejo?
—¿Ah, sí? —dijo Ducos mirándola.
—He de felicitarle, Pierre. Le dije al emperador que su idea del tratado resultaba magnífica. —Sonrió al percibir la sorpresa en su rostro—. ¡De verdad, Pierre! Magnífica. Ésa fue la palabra exacta que utilicé. Por supuesto, le dije que primero había que derrotar a Wellington, pero ¿y si no lo hacíamos? ¡Magnífica! —Sonrió de nuevo, una sonrisa victoriosa—. ¿Así que no va a impedir que mis carritos crucen la frontera, verdad?
—Yo ya he hecho mi promesa.
—¿Pero a quién se la ha hecho, dulce Pierre? ¿A quién? —Dijo estas dos últimas palabras mientras abría la puerta. Volvió a sonreír—. Buenos días, comandante. Ha sido un pequeño placer.
El escuchó sus tacones contra las piedras del pasillo y se sintió enfadado y amargado. Napoleón, siempre loco por un par de piernas en la cama, ¿le había hablado a la Puta Dorada de Valencay? ¿Y ahora ella se atrevía a amenazarlo? Si sus endebles carros no llegaran a Francia, ¿entonces ella traicionaría a su país revelando la existencia del tratado?
Avanzó hacia las murallas. La carta que ella había escrito estaba en su mano y era la clave para el tratado. Ese mismo día se la daría al inquisidor y mañana éste, junto con su hermano, iniciaría el viaje hacia el oeste. Dentro de tres días, decidió, el asunto sería irreversible, y en el plazo de dos semanas cerraría esa hermosa boca para siempre.
Observó cómo la mujer saludaba al general Verigny abajo, vio que ambos subían al carruaje y pensó con qué alegría vería caer a esa puta. ¿Ella se atrevía a amenazarlo? Entonces viviría para arrepentirse de esa amenaza toda una eternidad.
Volvió a su despacho. El la desafiaría. El salvaría a Francia, derrotaría a Gran Bretaña y sorprendería al mundo con su inteligencia. Durante unos segundos, dando la espalda a la magnífica vista que se ofrecía desde las murallas de Burgos, se imaginó a sí mismo como el nuevo Richelieu, la nueva estrella brillante de la gloria de Francia. No podía perder, lo sabía, pues había calculado los riesgos. Ganaría.