Capítulo 17
La llegada de la mañana fue como un gemido triste. Todavía seguía enredado entre las mantas junto a la cama. La luz del amanecer era deprimente.
Soltó un reniego y cerró los ojos.
Alguien estaba usando una almádena dentro del castillo, los golpes le resonaban en la cabeza.
—Oh, Dios.
Volvió a abrir los ojos. Había una botella de vino tirada en el suelo junto a él; el vino del cuello de la botella estaba oscuro a causa del sedimento. Volvió a gemir. Apoyó la cabeza contra la cama y miró hacia el cielo encalado. Parecía que el martilleo provenía de las mismas paredes de la habitación. No podía creerse que pudiera encontrarse tan mal. Sentía los ojos como si quisieran salírsele de las órbitas, tenía la boca tan asquerosa como la primera celda en que lo había metido Ducos, acidez de estómago y las tripas revueltas.
—Oh, Dios.
Oyó que descorrían los cerrojos de su habitación, pero no se volvió.
—Bonjour, m’sieur! —era el guardia joven y amable.
Sharpe se volvió lentamente, le dolió el cuello.
—Jesús.
El guardia se echó a reír.
—Non, m’sieur. Soy yo. —Le puso una palangana sobre la mesa y le inquirió por gestos si deseaba un afeitado—. Oui, m’sieur?
—Oui.
Sharpe se puso de pie. Se tambaleaba y notaba las piernas doloridas; deseó haberse quedado en el suelo. Levantó una mano hacia el guardia.
—¡Un minuto! ¡Espere! —Fue hacia el biombo de madera, se apoyó y vomitó—. ¡Dios!
—M’sieur?
—¡Bien! ¡Bien! ¿Qué hora es?
—M’sieur?
Sharpe intentó recordar la palabra. Chasqueó los dedos de la mano izquierda.
—L’heure?
—Ah! C’est six heures, m’sieur.
—Sis?
El soldado levantó seis dedos; Sharpe asintió con la cabeza y luego escupió por la ventana.
Parecía que al joven guardia le gustara afeitar al oficial inglés. Lo hacía con habilidad, charlaba incomprensiblemente y con jovialidad mientras enjabonaba, restregaba, aclaraba y secaba con la toalla. A Sharpe se le ocurrió que podía darle un codazo al chico en la barriga, cogerle el mosquete, disparar contra el hombre de la puerta y verse en el patio en diez segundos. Allí tendría que haber un maldito caballo y, con suerte, podría atravesar la puerta y salir antes de que los guardias se dieran cuenta de lo que sucedía.
Por otro lado, no tenía ganas de una mutilación criminal y le resultaba instintivamente mezquino atacar a un hombre jovial que le estaba afeitando con tal destreza. Además, necesitaba desayunar. Lo necesitaba con urgencia. El muchacho le dio unos golpecitos en la cara para secarla y sonrió.
—Bonjour!
Reculó hasta la puerta con la palangana y la toalla, y regresó un momento después para coger el mosquete que había dejado junto a Sharpe. Se despidió con la mano y cerró la puerta sin molestarse en pasar el cerrojo. Unos martillazos resonaron con fuerza en la habitación. Fue hasta la ventana y vio, allí donde los centinelas hacían sus rondas monótonas en las murallas, que los cañones que habían desafiado a Wellington el año anterior eran destruidos. Los muñones que sujetaban los cañones a los carruajes eran serrados. Cuando las sierras para metales que llegaban a la mitad, un hombre daba un gran golpe con una almádena para cortar el bronce. Los golpes recorrían el patio. Para asegurarse de que los cañones no se podrían arreglar, también los clavaban, luego los arrojaban del otro lado de las murallas y caían en las rocas de abajo. El ruido era ensordecedor.
—¡Oh, Dios! —gruñó Sharpe.
Se tumbó en la cama. No volvería a beber, nunca. Por otro lado, sabía que bebiendo de lo mismo se encontraría mejor. La mitad de los soldados del ejército británico se iban a descansar borrachos y tan sólo podían enfrentarse al día siguiente bebiendo los restos de la noche. Abrió un ojo y se quedó mirando una botella de champán sin abrir que había encima de la mesa.
La cogió, frunció el ceño y se encogió de hombros. La apretó entre sus piernas y retorció el corcho con la mano izquierda. El taponazo resonó. El gran esfuerzo de quitar el tapón de corcho parecía haberlo dejado más debilitado que un gatito. La espuma del champán le cayó por los pantalones. Lo probó. Le quitó el gusto a vómito de la boca. Incluso sabía mejor. Bebió un poco más.
Volvió a tumbarse, aguantando la botella con la mano izquierda, y se acordó del papel que estaba encima de la mesa. Se suponía que tenía que firmarlo, después maquinarían su huida las gentes del ejército francés que no querían la paz con España. Todo parecía tan complicado esa mañana… Tan sólo sabía que si firmaba el documento y luego escapaba sacrificaba su honor.
La puerta se volvió a abrir y él no se movió cuando le pusieron sobre la mesa el desayuno que le proporcionaba la cortesía del general Verigny. Sabía lo que debía de ser. Chocolate caliente, pan, mantequilla y queso.
—Merci. —Al menos, pensó, estaba aprendiendo algo de francés.
Una hora después, con el desayuno y la mitad del champán dentro, decidió que se sentía mucho mejor. El día, pensó, se presentaba prometedor. Miró el documento con la libertad bajo palabra. No podía firmar, se dijo, no sería digno de él. En vez de eso tendría que escapar.
Le llevaría la noticia a Wellington, pero no sacrificando su honor. El capitán D’Alembord le había dicho que el honor era tan sólo una palabra para esconder los pecados de un hombre y la marquesa se había reído al oír la palabra, pero Sharpe sabía lo que significaba. Significaba que él no viviría bien consigo mismo si firmaba el papel y dejaba que Montbrun le preparara la huida. El honor era conciencia. Se apartó de la mesa, de la tentación del documento, y llevó el champán a la ventana con barrotes.
Se quedó mirando hacia abajo, con la botella en la mano, los montones de bombas que brillaban débilmente con la lluvia que había caído durante la noche.
Un oficial comprobaba las mechas. Sería una explosión tremenda, pensó Sharpe, y se preguntó si lo vería desde la calzada principal.
Oía las voces de las mujeres. El número de mujeres que iba con ese ejército era realmente extraordinario. ¿Qué era lo que dijo Verigny ayer? Sharpe frunció el ceño, luego sonrió. Este ejército era un burdel ambulante.
Se apartó de la ventana y se dirigió hacia la mesa donde el documento, salpicado con manchas de vino tinto, seguía esperando su firma. Intentó entender las palabras en francés pero no pudo. A pesar de ello, sabía lo que decía. Prometía no escapar, no ayudar de ningún modo a las fuerzas británicas o a sus aliados contra los ejércitos franceses hasta que fuera canjeado o liberado de ese compromiso.
Se dijo que debería firmarlo. Escapar era imposible. Tenía que firmarlo y negarse a aceptar la oferta de huida de la marquesa. Pensó en viajar en el coche de ella, con las cortinas bajadas, y recordó que ella le había dicho que lo quería. Miró la pluma. ¿Era deshonroso dar su palabra y luego llevarle a Wellington la noticia del tratado secreto? ¿Su país era más importante que su honor? ¿Le había dicho la verdad Hélène? ¿Lo querría ella cuando la guerra hubiera terminado, cuando ya no fuera soldado? Ella le había hablado de tres mil guineas. Cerró los ojos para imaginar las tres mil guineas. Un hombre podía vivir toda la vida con tres mil guineas.
Cogió la pluma. La mojó en la tinta y entonces, con golpes rápidos, fue rayando una y otra vez los párrafos del escrito. Volcó la botella de tinta sobre el papel y se borraron las palabras; el documento quedó destruido. Se echó a reír y regresó a la ventana.
Abajo, surgió un oficial de caballería a la luz del amanecer. El hombre iba soberbiamente uniformado, los pantalones blancos tan ajustados como los del general Verigny. Sharpe se preguntó si esos hombres se engrasaban las piernas con aceite o mantequilla para conseguir llevarlos tan ajustados. No le sorprendería. Los oficiales de caballería harían cualquier cosa por parecer lacayos de palacio.
El hombre se estiró de la pelliza, se ladeó el sombrero para darse más estilo y luego echó el humo al aire. Cogió el cigarro que tenía en la boca, inspeccionó el cielo para averiguar el tiempo y luego caminó hacia la torre del homenaje. La débil luz se reflejaba en los accesorios de su vaina de oro y en el hilo dorado que con vueltas y trenzas adornaba su casaca azul. Caminó lentamente, obligado por lo ajustado de sus pantalones, pero con seguridad y languidez. Iba sorteando los charcos que quedaban en el patio, celosos del brillo de sus botas con espuelas.
El humo del cigarro iba dejando una estela a su espalda. Pasó por encima de una de las mechas, luego dejó caer la ceniza en un montón de bombas. Sharpe observaba con incredulidad. El jinete siguió caminando, sin hacer caso de lo que le rodeaba. Otra nube de humo se alejó de su cigarro y luego, con tremenda despreocupación, el hombre lanzó la colilla del cigarro detrás de él en la maraña de mechas. Desapareció en el interior de la torre del homenaje.
Parecía que nadie se hubiera percatado. El oficial de ingenieros que había estado examinando las mechas se había ido. Los centinelas de guardia en las murallas observaban hacia el exterior. Dos soldados de infantería que acarreaban un gran caldero humeante por el patio estaban ocupados en sus cosas.
Sharpe volvió a mirar los montones de bombas. ¿Era imaginación suya o había una pequeña voluta de humo que surgía allí donde había caído el cigarro?
Era sólo su imaginación, decidió.
Se dio cuenta de que, a pesar de la herida, se estaba agarrando a los barrotes de la ventana con la mano derecha. Estiró los dedos. Algunos hombres caminaban por debajo de su ventana. Se reían a sus anchas.
No eran imaginaciones suyas. La colilla del cigarro estaba prendiendo hacia el centro de pólvora de las mechas. El humo que se elevaba era más espeso.
Sharpe se quedó helado. Si daba el aviso se quedaría prisionero. Si no lo hacía sobrevendría el caos y la muerte, probablemente su propia muerte. Pero si se arriesgaba a ello, entonces el caos jugaría de su lado. Podría utilizarlo para escapar, podría olvidarse de la libertad bajo palabra; sería libre y su honor quedaría intacto.
El humo se iba espesando ahora, se elevaba y se dirigía hacia el este. Un artillero atravesó el patio desde un almacén en la muralla opuesta. Pasó a tres metros del humo, pero no se percató de nada. Iba comiendo un trozo de pan y mirando el cielo que amenazaba lluvia. Había varios hombres en las murallas, en el tejado de la torre del homenaje; sin embargo, ninguno de ellos veía lo que sucedía.
Sharpe se mordió el labio. Con la mano izquierda agarró el champán.
El humo se convirtió en fuego. Hubo un momento en que se vio una niebla gris, justo después se oyó el silbido de las mechas e iban saltando las chispas del fuego que serpenteaba por la línea blanca. El artillero, con el pan en la boca, se detuvo. Se quedó mirando con incredulidad las serpientes de fuego. Una desapareció entre un montón de bombas, estaría mordiendo la primera mecha de bomba, y entonces el artillero gritó, señaló con el trozo de pan y empezó a correr.
La bomba explotó.
Lanzó al aire las otras bombas, con las mechas girando, y a continuación explotó una segunda, una tercera; de repente el patio se convirtió en un remolino de fuego y bombas, y los hombres chillaban a los otros que corrieran. Sharpe se apartó de la ventana. Había mechas que iban hasta el interior de la torre del homenaje y él acababa de ver, entre el humo, una línea de fuego brillante lanzarse contra las piedras macizas.
Retrocedió lentamente. No resultaba seguro dejar la habitación. La escalera conducía solamente al patio donde explotaban las bombas. Tenía que quedarse en la habitación y sobrevivir a lo que sucediera. Volcó el catre, se refugió detrás del colchón de paja y, justo cuando lo había hecho, la colina del castillo de Burgos se movió.
Debajo de la torre del homenaje, en las mazmorras y en los pozos de mina excavados para resistir contra las minas británicas del año anterior, se había amontonado la pólvora. Los barriles estaban allí abajo, comprimidos en la roca, y ahora el fuego los había encontrado.
Explotó.
No se resquebrajó. Había pólvora más que suficiente para segar la cima de la colina y hacer desaparecer las murallas, iglesia, baluartes, cañones y puertas, pero los sótanos envueltos en roca actuaron como un mortero gigante y lanzaron la explosión hacia el aire, hasta que las llamaradas tocaron y atravesaron las nubes bajas. Seguían elevándose piedras y bombas bien alto en el aire, más allá de la nube oscura que se hinchaba y retumbaba y que se veía alimentada por nuevas explosiones y atravesada por nuevas llamas cada vez que otros montones de pólvora eran alcanzados por el fuego que había destruido la torre del homenaje, lanzando el sonido como un trueno a kilómetros de distancia.
Sharpe se acurrucó contra el muro. Parecía que la cama se estremecía, el aire era como una bofetada grande y caliente que lo golpeaba todo a su alrededor y tan sólo dejaba silencio allí donde no había habido más que ruido. Se había quedado sordo. Sentía que un golpe tras otro resonaban sordamente contra el suelo de piedra. Supuso que las bombas reventaban en el patio. Entonces se oyó una gran explosión, un trueno que le perforó incluso en su sordera, y sintió que unos fragmentos salpicaban el colchón con el que se escudaba.
De nuevo silencio. Estaba respirando polvo. El estruendo había parado, pero parecía que la habitación se movía como la cabina de un barco a la deriva. Se puso de pie, separó la cama y vio que el aire se había llenado de bruma blanca. No era humo, sino cal en polvo que se había sacudido de los muros y del techo que ahora quedaba suspendida en la habitación y le picaba en los ojos.
Escupió el polvo que tenía en la boca. Aún tenía la botella de champán en la mano. Se enjuagó la boca con ella, volvió a escupir y luego bebió. Parecía que el mundo entero se movía. La puerta estaba abierta, reventada por la explosión. La mesa estaba caída y vio, sin entenderlo entonces, que la botella de tinta rodaba de un lado a otro sobre los tablones del suelo como el peso de un péndulo.
Se dirigió hacia la ventana. Parecía que la habitación se tambaleaba como un barco atrapado en un viento fuerte. El había visto Almeida después de la explosión y esto le recordó a la fortaleza portuguesa. El olor a carne quemada era el mismo, el mismo fuego y el mismo polvo en silencio.
La torre del homenaje era un caldero hirviente de llamas y humo. No podía imaginar cómo tanto humo podía desprenderse de la piedra. Notaba un zumbido en los oídos, persistente e irritante. Se golpeó la cabeza con la mano.
Un hombre gritaba abajo. No llevaba ropa, tenía el cuerpo ennegrecido y se veía sangre en su espalda. El sonido hizo que Sharpe se diera cuenta de que volvía a oír.
Era el momento de marcharse, pensó Sharpe, y la idea era tan extraña que no fue capaz de moverse. Un almacén explotó en algún lugar y vomitó una llamarada en el interior del humo hirviente. El suelo se volvió a estremecer.
Oyó un retumbo a su derecha, sintió la sacudida repentina del suelo que se inclinaba, un movimiento que le hizo soltar el champán y agarrarse a la ventana de barrotes para aguantarse. Había aparecido una brecha en el muro, una grieta que se abría mientras la miraba. ¡Dios! ¡Las viejas casas construidas contra la muralla del patio se desmoronaban!
«¡Vete! —pensó—, ¡vete!» Frunció el ceño, se volvió y se dio una palmada en la cintura para asegurarse de que su espada seguía allí. Así era. Caminar hacia la puerta era como caminar por la cubierta de un barco. Temía que incluso sus pasos pudieran afectar al precario equilibro de la frágil casa, que en cualquier momento se vería derribada por mampostería que caería y los suelos que se desplomarían.
El edificio volvió a temblar. Un hombre gritó en el exterior, luego otro; Sharpe atravesó el umbral y vio al guardia joven y simpático que yacía muerto. Una bomba había penetrado por la ventana del bajo y lo había destrozado.
La mampostería retumbaba. Un crujido sonó como un latigazo. Bajó las escaleras envueltas en polvo sofocante, saltando temerariamente por encima de los cascotes. Tenía el uniforme cubierto de polvo blanco. Instintivamente, al llegar a la puerta del patio, empezó a derribarla, luego se detuvo. Era el mejor disfraz que hubiera podido desear.
La mampostería se cayó en algún sitio, provocando gritos, y Sharpe se dio cuenta de que pronto el castillo se llenaría de hombres que no estaban aturdidos, hombres que empezarían el proceso de rescate y recuperación. Se apresuró en el interior del patio y giró a la izquierda hacia la puerta, y allí vio a un montón de hombres que observaban horrorizados la visión del infierno en que se había convertido la torre del homenaje.
Giró. Se alejó de ellos, dirigiéndose hacia el fuego, pero dejando la muralla cerca de su derecha. Pasó al lado de muertos, heridos, hombres que gritaban, hombres cansados de llorar. El olor a carne era fuerte. Deseó haberse quedado el champán para quitarse el sabor a polvo y humo de la boca.
Entonces oyó un crujido, un ruido infernal de algo que se astillaba, que crecía. A su derecha, en el edificio donde había estado prisionero, los muros caían, las vigas del techo atravesaban como lanzas las piedras rotas y quedó eclipsado por el polvo. Él corría mientras las piedras iban cayendo; sintió un golpe tremendo en la pierna que le hizo girar a un lado y lo derribó. Tenía la boca, nariz, oídos y ojos llenos de polvo y de ruido y se arrastraba cegado hacia la luz.
Se tocó la pierna. Parecía que estaba entera. Estiró de ella y se puso en pie. Alguien gritó, pero Sharpe apenas podía consigo mismo. Volvió a marearse, ahogado por el polvo, cojeando a causa de la magulladura en la pierna.
Siguió avanzando. Se iba alejando de la puerta donde se concentraba el enemigo y se acercaba cada vez más al fuego. Sentía el calor, un calor abrasador, terrible y ardiente que le hizo desviarse a la derecha y allí, en un túnel de la muralla, vio la luz del día. Pasó por el túnel, apoyándose en los muros y con la vaina que chocaba contra la piedra. En el extremo más lejano había una puerta destrozada y por debajo, unas escaleras que conducían a una iglesia en ruinas, suspendida en lo alto sobre la colina de rocas del castillo.
Se sentó en las escaleras. Apenas se había percatado de que era libre, de que estaba en el exterior de la fortaleza, de que el mundo entero se abría ante él y de que respiraba aire cálido y limpio. Se enjugó los ojos, que le picaban por el humo, y contempló la vista.
La ciudad se extendía por debajo de él siguiendo la ribera del río Arlanzón. Las agujas de la gran catedral dominaban las casas y Sharpe, pestañeando a causa del polvo y el humo, vio que había agujeros abiertos en el tejado de la enorme construcción, agujeros por los que salía humo, y de que había más humo en la ciudad, edificaciones que ardían; supuso que las bombas habían explotado y habían caído en la ciudad al azar. Sabía que tenía que moverse.
La colina del castillo descendía seiscientos metros hasta las casas. Bajó a trompicones, se cayó dos veces y se deslizó un tramo por una mezcla de tierra, piedras y dolor. Cuando se puso de pie se dio cuenta de que la venda de la mano derecha estaba empapada en sangre fresca y brillante. También tenía sangre pegajosa en la cara; las heridas se le habían vuelto a abrir. Sentía la pierna como si hubiera recibido una bala de mosquete. Fue cojeando los últimos metros hasta el refugio de un callejón. Una mujer lo observó desde una ventana.
Se oían gritos y chillidos en la ciudad, y los fuegos que ardían.
—Jesús.
Lo dijo en voz alta. Se sentía atontado, los oídos le zumbaban. Apenas podía recordar cuándo había salido del castillo. Se apoyó contra una pared. La mujer escupió por la ventana. Debía de pensar que era francés. Descendió por el callejón, que apestaba a las heces nocturnas que se lanzaban sin más desde las habitaciones. Ahora sabía que era libre, pero sabía poco más.
Llegó a la plaza que había delante de la magnífica catedral. Vio a varios civiles que atravesaban corriendo con cubos las grandes puertas y vislumbró, al avanzar, el resplandor de grandes fuegos en la oscuridad interior. Entonces miró a la derecha.
Una división de tropas francesas había formado en la plaza antes de empezar la marcha hacia el nordeste. Ahora parecía que hubieran estado en combate. Habían caído bombas entre las filas y los muertos y heridos estaban desparramados sobre los guijarros. Algunos chillaban, algunos vagaban aturdidos, otros intentaban ayudar. Por encima de él, el cielo estaba oscurecido por el humo. Las cenizas revoloteaban en el aire y caían suavemente como nieve sobre la tropa destrozada.
De repente se alertó. El había huido del castillo y como un tonto se había metido en una ciudad en manos del enemigo. Regresó a un callejón, se apoyó contra una pared e intentó hacer planes, así como quitarse el zumbido de los oídos. Un caballo. Por el amor de Dios, un caballo. ¿Qué era lo que le dijo Hogan una vez? Por alguna razón, le había llamado la atención lo extraño de aquellas palabras. «Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo.» El comandante irlandés siempre decía cosas raras como aquello. Sharpe supuso que eran versos de un poema, pero no había querido preguntar.
Volvió a sentirse mareado. Se inclinó hacia delante, con la espalda contra la pared, y gimió. Tenía que esconderse, decidió. No se encontraba en estado de robar un caballo. Oyó unos pasos a su derecha. Miró y vio a unos hombres en la oscuridad del callejón. No llevaban uniformes. Se quedaron mirándolo con suspicacia.
El se irguió.
—Inglés.
La palabra quedó ahogada por el polvo que tenía en la garganta.
El hombre que estaba más cerca de él llevaba un mazo de madera. Avanzó con el rostro crispado de odio. Sharpe sabía que lo tomaban por francés y sacudió la cabeza.
—¡Inglés!
No podía desenvainar la espada con la mano derecha vendada y ensangrentada. Lo intentó, pero el mazo le golpeó en la cabeza; se oyó un ruido de pasos sobre los guijarros, siseos de miedo y reniegos y entonces una docena de botas y puños lo golpearon, el mazo volvió a darle y se vio arrastrado, apaleado medio inconsciente, con las heridas abiertas sangrando.
Le dieron patadas, lo arrastraron más hacia el interior del callejón y luego hasta un patio nauseabundo. Un hombre sacó un cuchillo de carnicero. Sharpe intentó esquivarlo y sintió que la hoja le penetraba en la mano izquierda. Luego el mazo volvió a darle en la cabeza y perdió el conocimiento.
Los franceses se fueron de Burgos aquel día. Se dirigieron hacia el nordeste y dejaron la ciudad con la gran nube de humo que se elevaba como una señal de su retirada. Cuando se fueron empezó a llover, una lluvia persistente que ayudó a apagar los fuegos de la ciudad. Parecía ese tipo de lluvia que ha de durar siempre.
A los franceses les hubiera gustado conservar Burgos y obligar a Wellington a intentar una vez más tomar la fortaleza sobre la colina, pero el general inglés había dirigido a su ejército hacia el norte, a las colinas que, se decía, resultaban infranqueables para un ejército. El ejército de Wellington atravesaba las colinas infranqueables, y amenazaba con ir hacia el sur y cortar la retirada del ejército francés en Burgos, e interrumpir sus líneas de suministro. Así pues, los franceses retrocedían. Retrocedían hacia las colinas que rodeaban Vitoria, donde otros ejércitos franceses se reunirían con ellos y juntos podrían presentar batalla.
El ejército británico vio el humo que se elevaba de la ciudad. Estaban bien lejos. Unos cuantos jinetes británicos, con los caballos manchados de barro, entraron en la ciudad y corroboraron que los franceses se habían ido. Se quedaron el tiempo suficiente para dar de beber a los caballos y comprar vino en una posada. Con la ciudad abandonada por el enemigo, el castillo en ruinas y sin nada más que los retuviera en Burgos, se fueron. La guerra llegó, se cobró sus víctimas y continuó su marcha.