Capítulo 16

Sharpe fue conducido a uno de los edificios del patio del castillo que todavía se estaba restaurando, luego lo ayudaron a subir las escaleras hasta una estancia encalada, decentemente amueblada con una cama, una mesa y varias sillas y con una ventana de barrotes que daba al patio mayor de la fortaleza. A través de ella veía la torre del homenaje achaparrada y la iglesia del castillo; cada centímetro del patio estaba abarrotado con los carros del tesoro.

Vino un médico. Le lavó las heridas y se las vendó. Lo sangró con una lanceta y luego le dieron comida y brandy. Le llevaron una gran tina a su habitación, la llenaron con cubos y él se metió dentro. Se llevaron su uniforme, lo lavaron, lo remendaron y se lo devolvieron.

Seguía siendo un prisionero. Había dos guardias en el exterior de la puerta, en la parte superior de las escaleras que conducían al interior del patio. Uno de los vigilantes, un joven agradable no mayor que Ángel, lo afeitó. Sharpe no podía sostener la navaja con la mano derecha vendada. Su espada se la apoyaron junto a la cama. El le había limpiado la hoja con dificultad. En las estrías de la empuñadura de madera, que tenía que estar envuelta en cuero y ligada con alambre, aún había sangre; él no había tenido fuerzas para limpiarla. En vez de eso se durmió; se durmió entre pesadillas y dolores intermitentes.

Sus guardias le trajeron comida, buena comida, y dos botellas de vino tinto. Intentaron decirle algo, sonriendo amablemente ante su incomprensión. Oyó el nombre de Verigny y supuso que el general le había enviado la comida. Sonrió, asintió con la cabeza para mostrar que había entendido y los guardias lo dejaron con unas velas absorto en sus pensamientos. Caminó por la estancia, pensando solamente que pronto toda España creería que Wellington había soltado al asesino de un marqués español. Le había fallado a Wellington, a Hogan y a sí mismo.

Por la mañana volvió a visitarle el médico, le deshizo los vendajes y murmuró algo para sí. Examinó los excrementos que Sharpe había hecho en el cubo de noche: pareció que le gustaron; luego le sangró el muslo a Sharpe en una copita. No volvió a vendarle la cabeza, tan sólo el corte en la mano que todavía le dolía. Tenía los labios hinchados. En el interior estaban recubiertos de sangre seca. «Mejor esto —pensó— que la herida del sargento.»

Estuvo sentado junto a la ventana durante toda la mañana, observando los carros que rodaban por el patio. Los carros fueron marchando uno tras otro; los conductores atizaban a los bueyes con bastones puntiagudos. El chillido de los ejes no se detenía mientras el patio se iba vaciando lentamente. La retirada francesa, que había comenzado en Valladolid, había vuelto a empezar. Sharpe sabía que los británicos todavía debían de estar avanzando, y que los franceses mandaban los carros del tesoro de regreso por la calzada principal hacia Francia. Se preguntó si los seis carros de Hélène estarían entre ellos. También se preguntó por qué Ducos había hecho que lo acusaran de la muerte del marqués y por qué Hélène había mentido.

La iglesia del castillo se había utilizado como almacén de municiones. Cuando los carros fueron dejando sitio en el patio grande, los pelotones de infantería empezaron a acarrear bombas y botes de metralla de la iglesia a la torre del homenaje. Sharpe, sin tener nada más que hacer, observaba.

Pasada una hora las bombas ya no las llevaban al interior de la torre del homenaje, sino que las iban amontonando en el patio. Fueron haciendo un montón tras otro, empezando junto a la puerta de la torre del homenaje y descendiendo por el patio hasta donde estaba él. Se preguntó si ése era un destacamento de castigo, de ésos obligados a hacer los trabajos inútiles que todos los ejércitos reservaban para los rebeldes, pero entonces vio a unos oficiales ingenieros franceses que corrían con mechas blancas hacia cada uno de los montones con forma de cono, mechas que iban hasta la torre del homenaje.

De repente se dio cuenta de que los franceses debían de estar abandonando Burgos, que iban a hacer saltar el castillo antes que entregar tal fortaleza intacta a sus enemigos. Sin embargo, le resultó extraño que se tomaran la molestia de amontonar las bombas en el patio en lugar de hacerlas explotar en masa en el almacén. Entonces, al oír pisadas en las escaleras, se volvió, se apartó de la ventana y se olvidó de los extraños montones de municiones.

Se aseguró de que tenía la espada a mano. Temía que Ducos regresara y acabara lo que había comenzado, pero quien abrió la puerta fue un lancero francés sonriente. Del brazo de aquel hombre colgaba una cesta con ropa.

Vinieron más hombres, hombres que dispusieron comida y vino en la mesa de la habitación de Sharpe. Ninguno hablaba inglés. Acabaron su trabajo, se fueron y entonces Sharpe oyó la voz de ella en las escaleras. Era la marquesa; parecía como si se hubiera bañado en rocío y hubiera sorbido ambrosía, los ojos brillantes, la sonrisa acogedora y su preocupación por la cara magullada y marcada de sangre del fusilero. La acompañaba la figura alta y morena del general Verigny, mientras que detrás iba otro oficial francés, un comandante rechoncho llamado Montbrun que hablaba bien el inglés y confiaba en que el comandante Sharpe no estuviera muy dolorido.

Sharpe le confirmó que no lo estaba. El comandante Montbrun, sin embargo, esperaba que el comandante Sharpe comprendiera que el trato que había recibido de manos del sargento Lavin no era digno del gran ejército francés y que el inglés lo olvidaría y aceptaría reunirse con él para tomar una comida ligera.

El comandante Sharpe aceptó.

El comandante Montbrun sabía que el comandante Sharpe tenía el honor de conocer ya a la marquesa y al general. Montbrun explicó que él era un ayudante del mismo rey José, el hermano de Napoleón, que era un rey marioneta en el trono español desmoronado. Montbrun esperó que el comandante Sharpe no se tomara a mal si le decía que su majestad el rey José se hubiera sentido halagado de que un enemigo tan temible como el comandante Sharpe hubiera sido capturado. Sharpe no contestó. La marquesa sonrió y tocó la herida encostrada que Sharpe tenía en la cabeza con la punta de sus dedos.

—Ducos es un cerdo.

Montbrun frunció el ceño.

—El comandante Ducos ha explicado lo que sucedió, señora. Estoy seguro de que hemos de creerle.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Sharpe.

Montbrun cogió una silla para la marquesa, luego otra para Sharpe y por último se sentó él mismo.

—El comandante Ducos nos ha explicado que el sargento Lavin perdió los estribos. De lo más triste, por supuesto. ¿Nos perdonará si nos servimos nosotros mismos, comandante Sharpe? He pensado que tendríamos mayor intimidad sin ordenanzas.

—Por supuesto. ¿Y cómo está el sargento Lavin?

Montbrun frunció el ceño, como si ese tema fuera muy desagradable.

—A él, por supuesto, se le ha acusado de falta de disciplina. ¿Puedo ofrecerle un poco de esta sopa fría? Es deliciosa, estoy seguro. ¿Puedo ayudarle?

Podía. La marquesa, vestida con seda de color lila y un gran escote grande con un volante de encaje, le sonrió. Sharpe estuvo de acuerdo con Montbrun en que la primavera había sido húmeda y que ese verano había llovido más que muchos otros en España. Estuvo de acuerdo en que la sopa, un gazpacho, era deliciosa. Montbrun se preguntó si no habría demasiado ajo para su gusto, pero Sharpe le aseguró que no podría haber demasiado ajo en nada para su gusto y a Montbrun le pareció un punto de vista muy sabio.

Verigny sonrió cínicamente. Tenía el bigote manchado de gazpacho.

—Creo que casi mató a ese capón de Lavin, ¿no es cierto? —Miró a la marquesa—. ¿Capón?

—Cabrón, querido.

—¡Ah! Casi mata usted al cabrón de Lavin, ¿verdad?

Sharpe sonrió.

—El intentó matarme.

Verigny se encogió de hombros.

—Tenía que haberlo matado. Odio a los cabrones.

Montbrun se apresuró, con suavidad de cortesano, a recomendar el vino tinto que, a pesar de ser español, era de gran calidad, pensaba él, y que podía agradar al comandante Sharpe. Este, que tenía sed, lo encontró muy agradable. Bebió.

La marquesa brindó con él.

—Debería tomar más champán, Richard.

—He de reservarlo.

—¿Por qué? ¡Hay muchísimo!

Ciertamente lo había. Las botellas de vino y champán estaban colocadas el extremo de la mesa formando filas. Montbrun sirvió una copa de champán para Sharpe.

—Tengo entendido que en su país escasea ahora, comandante, a causa de la guerra.

Sharpe, que no había tomado nunca champán en Inglaterra y tan sólo lo había bebido en España y cuando estaba con la marquesa, estuvo de acuerdo en que escaseaba.

—Ciertamente —dijo Montbrun mientras se servía una copa—, me dijo un inglés al que hicimos prisionero que se pagaban veintitrés chelines por una botella en Londres ahora. ¡Veintitrés chelines! ¡Casi treinta francos la botella!

La marquesa le miró sorprendida y se preguntó cómo se podía vivir con tales precios e inquirió si no había alborotos en las calles provocados por el populacho que no podía tomar champán. ¿Qué bebían entonces los ingleses?

—Cerveza, señora.

Montbrun sirvió a Sharpe jamón y pollo frío. Se disculpó por una comida tan sencilla. El jamón había sido cocido con una capa de miel y mostaza.

La marquesa quería cerveza inglesa y se mostró triste porque no había ninguna en aquel momento en el castillo de Burgos. El general Verigny le prometió que se la encontraría. Gruñó al sacar los corchos de otras dos botellas de vino tinto.

—Tenemos que beberlo. No podemos llevárnoslo con este maldito ejército.

Montbrun frunció el ceño. Sharpe sonrió.

—¿Maldito ejército?

Verigny lanzó hacia atrás una copa de vino y se sirvió otra.

—No es un ejército, comandante; no un verdadero ejército. Somos… —hizo una pausa, y frunció el ceño—. Un burdel ambulant!

—Creo que encontrará la terrina francamente buena, comandante —dijo Montbrun sonriendo—. ¿Me permite que le corte un poco de pan?

—¿Un qué? —preguntó Sharpe.

—Un burdel ambulante, comandante.

La marquesa sonrió ingeniosamente.

—Parece ser que vienen demasiadas mujeres con nosotros. En especial desde que se unió a nosotros el rey José.

—Me permite, comandante. —Montbrun puso un poco de terrina en el plato de Sharpe—. ¿Más vino? ¿Champán, tal vez?

—Vino.

Cuando la comida hubo terminado y cuando las mondas de las naranjas ensuciaban la mesa entre las pepitas de uvas y las pieles de los quesos, el comandante Montbrun llevó la conversación hacia el futuro de Sharpe. Sacó del bolsillo con incrustaciones doradas de su casaca un trozo de papel doblado.

—Tenemos el gusto de ofrecerle la libertad bajo palabra —dijo Montbrun sonriendo y le puso el papel delante a Sharpe—. El general Verigny lo considerará un honor, comandante, si le permite usted que cubra todas sus necesidades. Un caballo, sus gastos. —Montbrun se encogió de hombros, como si aquella oferta generosa fuera una fruslería.

—El general ya me ha hecho suficientes honores.

Verigny, además de proporcionarle esa habitación y la comida de Sharpe, le había obsequiado con una navaja de afeitar nueva, una camisa limpia, calcetines nuevos e incluso una caja de yesca nueva; todo ello para reemplazar los artículos que le habían robado a Sharpe desde que cayera en manos de Ducos.

Sharpe desdobló el papel, sin entender las palabras en francés, pero vio su nombre, mal escrito, en la primera línea. Miró a Montbrun.

—¿Van a proponer mi nombre para un canje?

Ellos debían de estar esperando aquella pregunta. Raras veces se mantenía prisionero de guerra a un oficial si era capturado cerca de la línea de batalla. Montbrun frunció el ceño.

—Me temo que no, comandante.

—¿Puedo saber por qué?

—Tiene usted, m’sieur, una cierta notoriedad. —Montbrun sonrió—. Sería una tontería por nuestra parte soltar a un soldado tan formidable para que provoque mayores daños contra nuestra causa.

Era un cumplido bastante bonito, pero no era la respuesta que Sharpe quería. Si no lo iban a canjear, le tocaba enfrentarse a un viaje hasta la frontera, donde lo soltarían bajo palabra para que atravesara Francia sin escolta. Verigny, hablando con impaciencia, explicó que sería un placer para él proporcionarle todo lo necesario para que estuviera en los mejores hoteles; incluso le entregaría cartas de presentación. Estaba seguro de que al comandante le alegraría demorar su viaje hacia el norte para saborear las delicias del verano en Francia.

—Tómese todo el verano, comandante. ¡Puede beber; allí hay mujeres, hay más bebida! —Hizo una demostración acabándose la copa.

Sharpe se dio cuenta de que a Verigny le costaba pronunciar las palabras.

Todavía había más. Una vez en Verdún, la gran fortaleza del norte donde eran retenidos los oficiales prisioneros, Montbrun le explicó que el general se aseguraría de que Sharpe tuviera dinero para alquilar unas habitaciones en la ciudad y contratar criados, y que se hiciera socio de los mejores clubes organizados por los oficiales británicos presos. Incluso, le dijo, la Asociación Literaria y Filosófica, que no era ni literaria ni filosófica, pero que proporcionaba a los cautivos británicos más ricos los placeres discretos que un hombre necesitaba.

Sharpe se lo agradeció. Montbrun alcanzó su bolsa y sacó una pluma y un frasco de tinta. Se lo alargó a Sharpe.

—¿Firmará, comandante?

—¿Cuándo nos iremos de Burgos? —preguntó Sharpe sin haber tocado la pluma.

—Mañana, comandante. El general va con la retaguardia. Usted puede viajar a caballo o, si sus heridas no se lo permiten, en el coche de la marquesa. Nos iremos, está previsto, a las nueve.

Sharpe miró a Hélène y sintió la tentación de rendirse, de firmar el papel y compartir el viaje con ella. La mujer sonrió.

—Hágalo, Richard. —Se encogió de hombros—. No vamos a permitir que se vaya, eso ya lo sabe.

Verigny eructó, Montbrun frunció el ceño. Sharpe sonrió.

—Entonces tendré que escapar.

Esto los sorprendió. Se hizo un segundo silencio, entonces Verigny empezó a hablar, a suplicar. Si no daba su palabra, ellos se verían obligados a amontonar ultrajes contra un hombre valiente que ya había sufrido suficientes afrentas en manos de los franceses que eran una vergüenza para su país, su emperador y su sagrada bandera. Resultaba impensable que tuviera que entrar en la prisión como un común criminal. ¡Verigny no quería ni oír hablar de esto! ¡Tenía que firmar!

Él volvió a mirar el papel.

—Les informaré de mi decisión por la mañana. ¿A las ocho?

Era lo mejor que podían hacer. Intentaron persuadirlo, pero no le hicieron cambiar de opinión.

—Por la mañana, a las ocho.

Abrieron dos botellas más de vino. Sharpe empezaba a sentir los efectos de las seis primeras, pero dejó que Montbrun le sirviera más. Brindaron por Hélène, brindaron por que tuviera suerte y encontrara los carros. Ella dijo que, al parecer, ya los habían enviado a Vitoria, pero el general Verigny confiaba en que podría hacerlos regresar. Sirvieron más vino. El comandante Montbrun, con la cara regordeta brillante de sudor, le pidió permiso a Sharpe para brindar por el emperador y, con el debido permiso, así lo hicieron. Por cortesía de su huésped propusieron un brindis por la salud del rey Jorge III y luego otros reyes, incluidos Arturo, Alfredo, Carlomagno, de Luis I a Luis XIV, César Augusto, el viejo rey Cole, el rey del Castillo, Nabucodonosor y Vifredo el Velloso, y acabaron con Tiglath Pileser III, cuyo nombre ya no pudieron pronunciar, pero que había tenido el honor de tomar el primer brandy.

El general Verigny estaba dormido. Llevaba durmiendo desde que propuso un brindis por Ricardo Corazón de León.

—Era un capón —dijo Montbrun; luego se avergonzó de sus palabras.

Ahora, a medida que el sol se escondía y producía sombras largas en los montones cónicos de bombas que había en el patio, Montbrun decidió que tenían que marcharse.

—¿Nos dirá cuál es su decisión por la mañana, comandante? —dijo pronunciando las palabras lentamente y dando unos golpecitos sobre el papel.

—Por la mañana.

—Bien. Si me permite, se la dejaré.

Se puso en pie, y sus ojos mostraron alarma por los efectos del vino en su equilibrio.

—¡Santo Dios!

Fueron necesarios dos lanceros para llevar al general escaleras abajo y uno para ayudar a Montbrun. La marquesa, que le dio la mano a Sharpe para que la besara, parecía no sufrir los efectos de la bebida. Todavía quedaban seis botellas sin tocar sobre la mesa. Ella le sonrió.

—No te escapes, Richard.

El sonrió.

—Gracias por venir.

—Pobre, tonto Richard —le dijo la marquesa tocándole la mejilla; luego siguió a los dos oficiales hasta las escaleras.

Sharpe se sentó. Oyó cómo los pies del general se arrastraban por las escaleras, cómo se abría y se cerraba la puerta; escuchó el chirrido del carruaje y luego cómo se alejaba resonando. Se quedó mirando el papel, las palabras extrañas en francés, y tuvo la tentación de compartir el coche con Hélène. La puerta se abrió.

—Les he dicho que me vinieran a buscar dentro de tres horas —dijo ella sonriendo.

Sharpe oyó cómo corría el cerrojo.

La marquesa se quedó mirándolo, con la cabeza ladeada, luego se acercó hasta la cama, se sentó y levantó un pie para desabrocharse los botines que llevaba bajo el vestido.

—Ven a la cama, Richard, por el amor de Dios, ven a la cama.

El cogió una botella de champán y ella se echó a reír.

—¿Ves lo bueno que es ser un prisionero de Francia?

El sonrió y levantó la mano derecha que tenía vendada.

—Tendrás que desnudarme.

—Lo intentaré, Richard. Ven aquí.

Fue. Vio cómo la cinta se deshacía y el vestido caía; ella se quedó desnuda bajo la luz roja del sol. La mujer alargó las manos hacia su casaca, lo echó sobre la cama y lo abrazó.

La marquesa se fumó un cigarro. Estaba tumbada de espaldas y soltaba anillos de humo hacia el techo.

—He practicado durante meses.

—Lo haces muy bien.

—Los anillos también. —Se rió tontamente—. No estás muy borracho.

—Ni tú.

El le echó champán en el ombligo y lo chupó.

—¿Notas las burbujas?

—Sí.

—No te creo.

Ella no dijo nada durante unos segundos; luego, cambiando repentinamente la voz de manera que le hizo detener el juego y mirarla, le dijo que el comandante Ducos le hizo firmar la carta que había provocado el duelo.

—Lo sé —dijo Sharpe mirando sus ojos grises.

—Ven aquí —le dijo la marquesa, señalándole la almohada junto a ella, y cuando estuvo allí estiró de la sábana para tapar a ambos y enredó su pierna con la de Sharpe—. ¿Estás borracho?

—No.

—Entonces escucha.

Ella habló. Le explicó la existencia de un tratado entre el rey español prisionero y el emperador Napoleón. Le habló de la participación de Pierre Ducos en la redacción del tratado y le describió los términos de éste y cómo, si se firmaba, echaría a los británicos de España.

—¿Lo entiendes?

—Sí. ¿Pero qué…?

—¿… tiene que ver con la carta? —La marquesa acabó la frase, luego se encogió de hombros—. No lo sé. —Tiró el cigarro al suelo y puso su mano en la cintura de Sharpe—. No lo sé, salvo que creo que el inquisidor debe de estar ayudando a Ducos y adivino que mi dinero es el precio de esa ayuda.

Sharpe observó el bello rostro brillante e intentó percibir si aquélla era la verdad. No lo sabía. Tenía más sentido que la historia anterior, pero sabía que esa mujer inteligente era una gran mentirosa.

—¿Por qué me lo cuentas?

La marquesa no contestó; en lugar de eso le preguntó si le había gustado el comandante Montbrun. Sharpe se encogió de hombros.

—Supongo.

La dama se apoyó en un codo y la sábana le cayó sobre la cintura. La habitación estaba casi a oscuras, y Sharpe encendió la vela que había junto a la cama. La marquesa se apoyó encima de él para encender otro cigarro con la llama y él estiró la lengua hacia arriba para tocarle el pecho.

—¡Richard! ¿Quieres hablar en serio?

—Lo estoy haciendo.

—¿Por qué crees que Montbrun estaba aquí?

—No lo sé.

—¡Dios! ¡Piensa, estúpido cabrón! —exclamó la marquesa, medio apoyada encima de él—. Montbrun es uno de los hombres de José, ¡y José es el rey de España! ¡Eso le gusta, le gusta que le llamen su majestad! No quiere dejar España. Aunque sólo podamos retener un trozo de España tendrá un reino, pero ahora su hermano planea quitarle el trono y devolvérselo a Fernando. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo. Pero ¿por qué decírmelo?

—Porque tú vas a impedirlo. —La marquesa se quitó una brizna de tabaco del labio y se lo puso a él en el pecho—. Tú vas a firmar ese documento y venir conmigo. Luego te escaparás. Montbrun nos ayudará: está al corriente. Todo eso que se ha hablado de atravesar Francia estaba destinado a Raoul. Nosotros queremos que te escapes. —La mujer le golpeaba el pecho con los dedos—. Irás a ver a Wellington. Yo te daré una carta y Montbrun la firmará. —Ella le miraba fijamente a los ojos—. Tú escapas con nuestra ayuda y acudes a Wellington, porque si él hace una declaración pública ahora, puede detener el tratado. Nadie se atrevería a darle su apoyo. Tan sólo Fernando puede hacer que los estúpidos cabrones lo acepten, pero si Arthur consigue que los españoles hagan una declaración ahora de que no lo aceptarían, entonces no se llegaría a firmar. Así que tú lo detienes, ¿lo entiendes?

El frunció el ceño.

—¿Por qué no detiene el tratado José?

—¡Porque su hermano lo crucificaría! Todos le tienen miedo a Napoleón. Pero si tú se lo dices a Wellington, nadie le echará la culpa a José.

—¿Por qué no me canjeáis?

A ella esa pregunta pareció que le exasperaba.

—No podemos. Ducos no lo permitiría. El quiere que desfiles en París como prueba de la mala fe de los británicos. Además, ¿tú crees que hemos canjeado alguna vez a alguien como tú?

—Pero me dejaréis escapar.

—Porque entonces así Ducos pierde. Porque José se queda con un poco de España ¡y me devuelve mis carros! —Ella lo iba juzgando con los ojos—. Montbrun también te pagará a ti.

—Pero ¿no decías que el tratado salvaría a Francia?

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Y seré pobre y la mitad de los hombres de José también! Necesitamos permanecer aquí este verano, Richard, eso es todo. Además, fue ese cabrón de Ducos el que dispuso esto, quien hizo que me arrestaran, ¡que casi consigue que te cuelguen! Quiero a Ducos contra la pared, le deseo tanto mal, Richard, que lo siento en las entrañas. El año que viene pueden firmar ese maldito tratado, pero ahora no, no hasta que Pierre Ducos esté muerto.

—Y tú quieres tu dinero.

—Quiero tener la casa de la que te hablé.

—¿Paté de alondra y miel?

—Y tú puedes venir a visitarme desde Inglaterra. Te pagaremos, Richard. Dos mil guineas, en oro, o en papel, o en lo que sea. Firma el documento donde das tu palabra y nosotros haremos el resto.

Ella lo observó mientras él se levantaba y caminaba desnudo hasta sentarse en la ventana.

—¿Bien?

—Si no cumplo con mi palabra no tengo honor.

—Dios escupe en el honor. ¡Tres mil!

Sharpe se volvió hacia la dama. Hélène estaba reclinada hacia él, desnuda, su cara atenta. A su cuerpo, que era tan hermoso, lo alumbraba y ensombrecía la vela. El se preguntó si ella sentía algo cuando la abrazaba.

—¿Quieres que firme a costa de mi honor?

Ella le lanzó el cigarro.

—Por tu país. ¡Por mí! ¡Es igual, no es deshonroso!

—¿No lo es?

—Montbrun escribió mal tu nombre a propósito. No es tu palabra.

El se apartó. Por debajo, entraba en el patio un carruaje entre los extraños montones de municiones. Ella lo oyó, renegó y empezó a vestirse.

—¿Puedes abrocharme?

—Más o menos.

Sharpe la toqueteó con la mano vendada en la nuca y luego la hizo volverse hacia él. La miró a los ojos y ella se irguió y le besó.

—Hazlo por mí, Richard. Acaba con Ducos y ese cabrón de inquisidor y regresa a tu carrera. —Le puso la mano sobre el pecho y apretó—. ¡La guerra habrá terminado dentro de dos o tres años! ¡Acabado! Ven a mí entonces. ¿Me lo prometes?

Era más hermosa que un sueño, más adorable que las estrellas en invierno, más suave que la luz. Le besó y sus labios eran cálidos.

—Ven a mí cuando todo haya acabado.

—¿Ir a ti?

Ella sonrió a medias. Era de una hermosura desgarradora; le susurró al oído y puso su mejilla cálida contra la de él.

—Te quiero, Richard. Haz esto por mí y ven a mí.

Se oyó un golpe en la puerta. Ella les gritó que esperaran y pasó una mano por el cabello de Sharpe.

—¿Vendrás a mí?

—Sabes que lo haré.

La marquesa señaló el documento.

—Entonces firma, Richard. ¡Por nosotros dos! ¡Firma!

Ella sonrió al verlo desnudo, le hizo una señal para que se ocultara tras la puerta y desapareció en la noche.

Sharpe bebió mucho; estaba de peor humor. Pensaba en el honor traicionado, en una mujer que se había comprometido, para satisfacer su sueño más salvaje, en un tratado que expulsaría al ejército británico de España. Se había puesto los pantalones y la casaca, había encendido más velas y todavía no había firmado el documento. Decidió que estaba demasiado borracho para firmar el papel dando su palabra. Desde que Hélène se fuera se había bebido dos botellas de vino.

Fue hacia la mesa, sorprendido de ver que se aguantaba en pie, y se llevó dos botellas de vino a la ventana; así ahorraría un viaje complicado a través de la habitación cuando hubiera acabado la primera. Tal razonamiento le pareció extremadamente inteligente. Estaba orgulloso de ello. Apoyó la cabeza contra los barrotes de la ventana. En alguna parte una mujer reía, era un débil sonido de puro placer y él estaba celoso.

—Hélène —dijo en voz alta—. Hélène, Hélène, Hélène.

Bebió más, sin vaso. Si firmaba el documento, pensó, estaría con ella unos pocos días. Verigny no podría estar siempre presente. Podían hacer el amor en el carruaje, con las cortinas echadas. Faltaría a su honor. Faltaría a su palabra de honor. Ya no le quedaría honor si hacía eso, nada.

Sin embargo, le evitaría a Gran Bretaña una derrota a costa de su honor. Hélène sería rica por su honor. Y haciendo que cayera la desgracia sobre Ducos, incluso podría, tal como había dicho Hélène, colocarlo contra la pared y disparar. Todo ello a costa de su honor.

Pensó en Ducos y levantó la botella a la noche.

—Cabrón.

Bostezó ampliamente, bebió más e intentó concentrar la vista en una ventana encendida que había en la torre del homenaje, pero se le iba deslizando en diagonal hacia arriba a la derecha. Frunció el ceño. Tal vez era cierto, pensó, tal vez ella lo amaba. A veces pensaba que era una zorra traidora, más bella que ninguna otra, pero incluso las zorras traidoras aman a alguien, ¿no es así? Se preguntó si el amor era un signo de debilidad y luego pensó que no lo era. Después ya no fue capaz de recordar en qué estaba pensando y bebió más de la botella.

Se preguntó si a Antonia le gustaría tener como madrastra a una aristócrata francesa. Bebió al pensarlo. Bebió por el paté de alondra y miel, por el vino blanco y el cuerpo de ella en sus brazos, por su aliento en su boca, y deseó que todavía estuviera allí; bebió más vino, porque podría aliviarle la soledad que le había dejado al irse.

Tras la ventana, hacia el noroeste, le pareció ver un resplandor en el cielo. Lo percibió, frunció el ceño y pensó que el resplandor se merecía un brindis. Levantó la botella y bebió. Se sintió mareado. Pensó que se encontraría mejor si vomitara, pero no tenía intención de ir al cubo que estaba decentemente oculto tras un biombo de madera hecho con un cajón. Todos se habían reído cuando Montbrun usó el cubo y les había parecido que meaba durante una eternidad. Ahora se volvió a reír.

Ella lo amaba. Ella lo amaba. Ella lo amaba.

Cerró los ojos. Luego dio un tirón con la cabeza hacia arriba, los abrió y se quedó mirando la gran mancha roja en el cielo. Sabía lo que era. Eran los fuegos de campamento de un ejército; vistos desde lejos, se reflejaban en las nubes que amenazaban lluvia. Los británicos estaban hacia el norte y el oeste, lo bastante cerca para que sus fuegos se vieran en las nubes, lo bastante cerca para obligar al ejército francés a retirarse más. Un burdel ambulante. Se echó a reír y volvió a beber.

Lanzó la botella vacía al patio y oyó cómo chocaba contra las piedras y provocaba el grito de un centinela. Sharpe respondió gritando.

¡Capón! ¡Capón!

Cogió la otra botella. «No deberías seguir bebiendo», se dijo a sí mismo; luego decidió que era un desperdicio si no lo hacía. Pensó que podría bebería en la cama y se levantó.

Caminó apoyándose en la pared. De repente, todo le pareció claro con la maravillosa lucidez del borracho. El rey José y Montbrun querían que escapara. Montbrun era un cortesano, sabía más del honor que Sharpe; así que estaría bien faltar a su palabra. Se escaparía. Iría al encuentro del ejército británico, sería rico y se casaría con la marquesa cuando la guerra hubiera terminado, porque incluso las zorras traidoras tenían que amar a alguien y él no podía soportar pensar que ella pudiera amar a otro. Bebió mientras lo pensaba. Paté de alondra y miel, y vino. Más vino. Siempre más vino, y entonces se separó de la pared, apuntó hacia la cama y se derrumbó justo antes de llegar. Consiguió salvar la botella. Se sentó junto a la cama estrecha donde la había amado ese mismo día.

—Te quiero —dijo.

Se echó las mantas por encima y bebió más. Todo era muy sencillo. Escapar y victoria, matrimonio y riquezas. La suerte estaba de su lado. Siempre lo había estado. Sonrió y levantó la botella. Bebió más vino, tan sólo para demostrarse que podía hacerlo, y luego, cuando pensaba solemnemente que tenía que planificar uno o dos detalles de las decisiones que había tomado, la cabeza se le fue hacia atrás contra la cama, la botella cayó y él durmió el sueño de los borrachos.