Capítulo 19

La lluvia, por fin, había cesado y el amanecer del lunes 21 de junio de 1813 trajo un sol cegador y deslumbrante que se extendía por el valle de Pamplona, sobre las agujas de Vitoria y en los ojos de los pocos jinetes británicos que habían ascendido las colinas al oeste de la ciudad.

No veían nada de los franceses que estaban debajo de ellos. El valle amplio en el que estaba enclavada Vitoria estaba envuelto en niebla, una niebla que se espesaba con el humo de una miríada de fuegos de campamento. Los jinetes que observaban parecían estar solos en un paisaje salvaje y deslumbrante.

El cielo lucía limpio y brillante. Los valles estaban ocultos por la neblina y el este se llenaba con la gloria abrasadora del sol naciente. Sin embargo, al norte y al sur los jinetes británicos veían las sucesivas crestas de las colinas grabadas al aguafuerte con sorprendente claridad contra un cielo pálido. Después de los días de lluvia y nubosidad baja resultaba casi indecente combatir en un día como aquél. Sin embargo debían luchar, pues, por voluntad del mariscal Jourdan y del general Wellington, ciento cuarenta mil hombres habían venido a esta llanura tapada por la neblina desde la cual, como una isla extraña en un mar blanco, las agujas de la catedral de Vitoria emergían doradas bajo el sol.

Desde el oeste, en los valles a los que los jirones de neblina y sombra daban un aire misterioso, avanzaba el ejército británico. Tenían el frío de la noche y pocos eran los hombres que hablaban o cantaban mientras marchaban; estaban a la espera de que el sol y la pólvora les calentaran los ánimos. En todas las compañías se oía el siseo sibilante de la piedra sobre el acero. Las piedras para afilar se iban pasando de unos a otros y los hombres afilaban las bayonetas mientras avanzaban y rezaban para no tener que utilizarlas.

Habían atravesado el techo de España, desde Portugal hasta este lugar donde, como un cuchillo puesto en el cuello, amenazaban la calzada principal que era la cuerda de salvamento de los franceses en el país. Los hombres sabían, porque sus oficiales así se lo habían dicho, que la batalla era inminente. Algunos, los que ya habían estado con anterioridad en la línea de combate, intentaban no pensar en lo que vendría, mientras que otros, los que no habían visto nunca a un ejército enemigo, se preguntaban si vivirían para recordarlo. Algunos, que recordaban las marchas duras y largas por las colinas elevadas e inhóspitas, temían la derrota, ya que, si el ejército era vencido y se veía obligado a retirarse, se enfrentarían durante días a la persecución por los valles altos de los jinetes franceses blandiendo largos cuchillos.

Ese día, Wellington estaba al mando de tropas españolas, portuguesas y británicas. Con él también iba la Legión Alemana del Rey. Avanzaban hacia el valle de Vitoria y con ellos iban sus mujeres y niños, que esperarían en el borde del campo mientras los hombres luchaban. Con el ejército, también marchaban cantineros y comerciantes, vendedores de específicos, frailes y sacerdotes. Había putas, mendigos, ladrones de caballos y políticos, y, cual bestia pesada y torpe, toda aquella masa enorme se desplegaba y movía con esfuerzo hacia el valle, hacia Vitoria y hacia el combate.

Los franceses estaban confiados ese día. Los enemigos les llevaban ventaja en número, era cierto, pero los números no lo eran todo en la guerra. Los franceses habían escogido su campo de batalla, habían elegido dónde se colocaban y defendían el lugar elegido con la mayor concentración de artillería que se hubiera reunido jamás en España. Al norte de su posición estaba el río Zadorra, hacia el sur las colinas de Puebla, y el estrechamiento del río y las zonas montañosas obligarían a los británicos a un ataque frontal en el valle que los situaría de cara a los grandes cañones que, en esta mañana de neblina, parecían monstruos temibles a la espera de sus víctimas.

Los cañones que daban a los franceses tal confianza estaban situados sobre un cerro bajo en el nordeste llamado la colina Aríñez. El alto mando francés, sabiendo que los soldados, más que todo el género humano, eran supersticiosos, había hecho correr la historia de la colina Aríñez, y la historia, en ese amanecer de espera, les daba más confianza a los franceses. La colina era un lugar de mala suerte para los ingleses.

Siglos antes de este amanecer, un día de calor sofocante, trescientos caballeros ingleses que merodeaban en busca de algo que saquear se vieron rodeados por un ejército español en la colina de Aríñez. Los ingleses no se atrevieron a quitarse las armaduras, pues entonces se hubieran convertido en carne para las ballestas de los españoles, y así combatieron, durante todo el día, asándose como cerdos, con las lenguas hinchadas por la sed, los ojos cegados por el sudor. Una y otra vez los españoles ascendieron la colina y se vieron lanzados hacia abajo con las espadas largas y pesadas y rechazados con mazos y garrotes. La arcilla imperturbable de la colina estaba resbaladiza por la sangre y se oían los chillidos de caballos y hombres.

Los ingleses se negaron a rendirse. Lucharon hasta que el último hombre se ahogó en su propia sangre y el último estandarte quedó pisoteado en la sangre espesa. Para los ingleses, por tanto, esa colina era un lugar de mala suerte y los franceses lo sabían.

Aún había más motivo para la confianza de los franceses, pues la marea de la guerra volvía por fin a serles favorable. El Imperio se había tambaleado a partir de la derrota en Rusia, había esperado con inquietud las noticias de que los rusos y los prusianos penetraban en el norte de Francia, pero hacía exactamente dos días que había llegado la buena nueva. El emperador había ganado la campaña. Las campanas sonaron en Vitoria, unas campanas que llevaban el mensaje a todas las tropas acampadas en la llanura. Las noticias siguieron el clamor, noticias de dos batallas, en Bautzen y Lutzen, batallas que habían repelido a ambos enemigos del norte que ahora habían firmado una tregua. Pronto, prometían las noticias, Bonaparte vendría hacia el sur. Tan sólo quedaban los británicos en el campo; Bonaparte bajaría y los echaría de España con una gran derrota y la bandera tricolor volvería a gobernar desde el estrecho de Gibraltar hasta el límite de las estepas.

Los franceses que esperaban tenían confianza. En el río abundaban los puentes, algunos de la época de los romanos que habían construido la ciudad en aquella llanura. Sin embargo, ninguno de los puentes había sido destruido. Dejemos que los británicos los crucen, razonaban los franceses; de esta manera los artilleros sabrían dónde disparar. Los casacas rojas entrarían en el campo de la muerte y la metralla destructora y desgarradora convertiría cada puente en un arco de mampostería empapado en sangre que teñiría de rojo el Zadorra.

Sin embargo, aunque los ingenieros franceses no volaron los puentes, no se habían quedado ociosos. Durante dos días trabajaron en un extraño artilugio en la muralla oeste de Vitoria. Estaba construido en lo alto de las defensas, así que se elevaba por encima de los suburbios y los huertos hacia la gran llanura donde el ejército estaba a la espera de la batalla. Los ingenieros habían construido asientos dispuestos en gradas para que las mujeres que seguían al ejército francés pudieran contemplar la victoria francesa con comodidad. Las mujeres se situarían en esas gradas y también los vendedores de limonada, pastelillos y fruta.

Los franceses estaban tan confiados que habían encargado en el mejor hotel de Vitoria y el más grande una fiesta de la victoria para aquella noche. Incluso ahora, mientras la niebla se levantaba y los británicos se acercaban a los cañones, los cocineros estaban trabajando.

Los franceses estaban tan confiados que habían enviado tropas lejos del campo de batalla. Aquella misma mañana toda una división se había dirigido al norte por la calzada principal, de regreso a Francia, y con la división iba un convoy de pesados carros cargados con los tesoros de El Escorial, el palacio real español. Lo que se había quedado en Vitoria era mucho más valioso, pero los franceses tenían que empezar por algo y estaban seguros de que podrían rechazar el ataque de Wellington y escoltar el resto del botín a salvo hasta la frontera.

Y, como para compensar los cuadros, tapices y muebles que se habían ido hacia el norte, un convoy más pequeño había venido hacia el sur con cinco millones de francos en oro para entregarle al ejército sus pagas atrasadas. Los carros de monedas se colocaron junto al equipamiento. Las monedas se pagarían después de la batalla.

Ciento cuarenta mil hombres se habían reunido allí con el propósito de librar una batalla. El sol quemaba la neblina del valle y la hacía desaparecer y los jinetes británicos que habían ascendido por las colinas del oeste vieron abajo el poderío de Francia ordenándose para el combate. Vieron los cañones. Vieron las filas de hombres que esperaban bajo los espléndidos estandartes y las águilas brillantes. Hasta el momento el humo de ningún cañón ni mosquete se elevaba para ocultar la gloria que constituía un ejército formado. El río, por debajo de los puentes, echaba chispas plateadas en el amanecer. Los campos, que los soldados no habían pisoteado, brillaban con las amapolas y el aciano. Un reino estaba en juego y había que librar una batalla.

El cuartel general francés, extrañamente vacío ahora que los generales se encontraban en la llanura, estaba en lo alto de la colina que se alzaba hasta la catedral de Vitoria. En el piso más alto del edificio del cuartel general, en una habitación grande y sin lujos que daba al oeste hacia el campo de batalla, un hombre solo trabajaba en unos papeles esparcidos sobre una gran mesa.

Pierre Ducos había trabajado durante toda la noche; sin embargo, la falta de descanso no había mermado su eficiencia. Ordenaba papeles, algunos los metía en un baúl de piel de viaje, otros en un saco para quemar. Aunque no se lo había dicho a nadie, Pierre Ducos hacía planes para una derrota.

Había considerado ir hacia el norte con el convoy que se marchó antes del amanecer, pero corría el rumor de que los británicos habían enriado parte de su ejército para cortar la carretera y estaría más seguro, decidió Ducos, si se quedaba con el ejército. Mejor, pensó, enfrentarse a la derrota con el grueso del ejército que con una única división que se había ido hacia San Sebastián.

No sabía bien por qué estaba seguro de una derrota. Tal vez era porque admiraba a Wellington. El general inglés tenía una mente de finos cálculos que atraía a Ducos, quien no creía que los vanidosos mariscales de Francia tuvieran la talla del inglés. Ahora bien, el emperador era diferente. Él superaría en cálculos y en lucha a cualquier hombre, pero el emperador todavía no estaba en España y tampoco era cierto que fuera a venir.

El emperador había conseguido una gran victoria en el norte y sus enemigos habían firmado una tregua; sin embargo, si Wellington ganaba hoy, la victoria animaría a los otros enemigos de Francia a volver a la lucha. Y si, y a Ducos le encantaban los síes del futuro que él exploraba tan implacablemente, la guerra volvía a empezar en el norte, entonces haría falta el tratado.

Él tenía el tratado. La noche anterior un mensajero del inquisidor le entregó unas cartas a Ducos, cartas que él guardaba en la bolsa que llevaba atada al cinturón. Eran cartas de hombres eminentes de España, de soldados y clérigos, políticos y aristócratas, abogados y comerciantes, y todas ellas hablaban del deseo de una paz con Francia. Por el bien del comercio, por el bien de la Iglesia, por el bien del Imperio español y, por encima de todo, por la gloria de España, las cartas animaban a Fernando VII a aceptar el tratado de paz. El inquisidor, admitía Ducos, había llevado a cabo un trabajo estupendo. Y Ducos sabía que el inquisidor venía a pedirle un favor.

Oyó las pisadas en la escalera, esperó la llamada en la puerta, respondió y se reclinó en la silla. El inquisidor tenía dos manchas blancas de polvo en los faldones de la sotana que señalaban dónde se había arrodillado por la mañana para rezar. Su cara morena también reflejaba que se había pasado la noche sin dormir. Miró un momento por la ventana hacia donde estaba el ejército esperando el combate; luego se sentó frente a Ducos.

—¿Ha recibido usted las cartas?

—He recibido las cartas.

El inquisidor esperó, como si buscara la aprobación de su trabajo. Al ver que ésta no llegaba, hizo un gesto brusco.

—Sus soldados están llenos de confianza.

—Yo imagino que los británicos también —dijo Ducos secamente.

A decir verdad se había visto sorprendido por la moral alta del ejército francés. La noticia de las victorias del emperador los había llenado con el deseo de hacer en España lo mismo que Napoleón había hecho en el norte.

—Con una victoria suya hoy —dijo el inquisidor— el tratado sería innecesario.

—De momento —dijo Ducos—, pero yo no estaría tan seguro de nuestra victoria, padre.

Se puso en pie y se dirigió a la ventana. Sobre una mesa que había al lado, en un cuenco pequeño, guardaba unas migas que puso sobre la repisa para los pájaros.

—Ha sido una desgracia haber pasado la mayor parte de mi vida con soldados. Son criaturas fanfarronas, ruidosas, brutas e irreflexivas. Creen en la victoria, padre, porque no son capaces de soportar la idea de la derrota. —Se apartó de la ventana y se quedó mirando fijamente al sacerdote—. Yo no creo que su trabajo resulte desperdiciado.

—Pero no recompensado.

—Su recompensa —dijo Ducos mientras regresaba hacia su mesa— es la gloria de España y la supervivencia de la Inquisición. Le felicito. Usted también tiene, eso creo, los carros de la marquesa bien inmovilizados en su patio. —Dijo estas últimas palabras con gran burla.

—El dinero no es legalmente nuestro —dijo el padre Hacha molesto.

—Cierto. Pero no es culpa mía si usted no es capaz de mantener a una mujer encerrada en un convento.

El inquisidor se quedó callado durante unos segundos. De la repisa de la ventana provenían los sonidos de los pequeños arañazos de picos y patas. De mucho más lejos, empequeñecido por la distancia, llegaba el débil sonido de la llamada de una corneta. El inquisidor se sacudió el polvo de la sotana.

—Si tiene que establecerse la paz entre nuestros dos países, también tendrán que establecerse relaciones diplomáticas.

—Cierto.

—Tengo la esperanza de que en tales relaciones pueda ser de utilidad.

Ducos no dijo nada. Él esperaba que el inquisidor le amenazara con que, a menos que la marquesa fuera arrestada, él traicionaría la existencia del tratado al enemigo. De hecho, Ducos se había preparado para tal amenaza, que hubiera acabado con la muerte del sacerdote. Sin embargo, el inquisidor le ofrecía un trato de otro tipo.

—Continúe —dijo Ducos.

—En España se empezará de nuevo. —Parecía que el inquisidor hablaba cada vez con mayor seguridad—. Serán necesarios hombres nuevos, nuevos consejeros, nuevo mando. Con riquezas respaldándome, comandante, puedo aspirar a ese reto. Pero no si la riqueza está manchada. No si una mujer me desafía en las cortes, o hace correr rumores en las cancillerías de Europa. Si me deja usted ascender, comandante, como yo tengo intención de hacer, en los años venideros usted se encontrará con que Francia tiene un amigo en la corte española.

A Ducos le gustó tal sugerencia. Le gustó aquella referencia al futuro lejano, la promesa de que en una nueva Europa el inquisidor sería su informante y su aliado. Se encogió de hombros.

—No puedo hacer que la arresten.

—No se lo pido.

De lejos provenía el sonido de unos espinos que ardían. El inquisidor miró por la ventana, pero Ducos descartó que fueran mosquetes.

—Están limpiando los cañones, eso es todo. —Pasó el dedo por una pluma—. ¿Quiere matarla?

—¡No!

La firmeza de la respuesta hizo que Ducos levantara la vista.

—¿No?

—Ella debe de haber hecho su propio testamento. Si ella muere, entonces sus herederos se convierten en mis enemigos. No. —El inquisidor frunció el ceño—. Tiene que ir a un convento. Tiene que aprender la humildad de la religión.

Ducos sonrió ligeramente.

—Ya ha fracasado usted una vez.

—En esta ocasión no fracasaré.

—Tal vez no —dijo Ducos con aire dudoso.

Pero pensó en que Richard Sharpe estaba muerto y no podía repetir el rescate insolente de la mujer. La muerte de Sharpe había complacido a Ducos. Le produjo pesadillas el recuerdo de la lucha en el castillo de Burgos, del fusilero apaleado, abatido y sangrante que de repente lanzó sus gritos de desafío y convirtió la habitación en una carnicería. Sin embargo, Sharpe murió en la explosión y aquel hecho le otorgaba a Ducos cierta felicidad. Ducos miró al sacerdote.

—Sin embargo, no es deber del emperador meter a las mujeres en conventos.

—Yo no pido eso.

—Entonces ¿qué pide usted?

—Tan sólo esto —dijo el inquisidor inclinándose y dejando sobre la mesa un trozo de papel—. Que firme un pase que permita la entrada en la ciudad a estos hombres hoy.

El papel era una lista de nombres. Iba encabezada por el nombre del Matarife y Ducos entendió que los demás serían miembros de su banda. Había treinta nombres.

—¿Qué espera de ellos?

El inquisidor se encogió de hombros.

—Tanto la victoria como la derrota llevarán el caos a la ciudad. En medio del caos está la oportunidad.

—Una esperanza pequeña, diría yo.

—Dios está con nosotros.

—Ah —contestó Ducos sonriendo—. Es una lástima que no estuviera con su hermano en las montañas. —Cogió un trozo de papel, destapó la tinta y escribió rápidamente—. ¿Quiere usted que estos hombres vayan con armas al servicio de Dios?

—Sí.

Ducos escribió que los portadores de aquel documento eran criados de la diócesis de Vitoria y tenían permiso para entrar en la ciudad con sus armas. Cuando estuvo escrito estampó el sello del rey José y luego se lo alargó sobre la mesa.

—¿Me da usted su palabra de que estos hombres no empuñarán las armas contra nuestras fuerzas?

—Tiene usted mi palabra, a menos que sus fuerzas la defiendan.

—¿Y no me pedirá usted nada más respecto a este asunto?

—Nada más.

—Pues le deseo suerte, padre.

Ducos despidió al hombre y, cuando se encontró de nuevo a solas fue hasta la ventana, camino suavemente para no asustar a los gorriones que estaban en la repisa de la ventana y vio, lejos en la llanura, al ejército francés que esperaba.

Frunció el ceño. No estaba bien, pensó, que el destino de las naciones y los asuntos de un gran imperio tuvieran que quedar en manos de la valentía de soldados bravucones e infantiles. La victoria de ese día significaría que el tratado no era necesario y todo aquel trabajo delicado quedaría desperdiciado. Sin embargo, Ducos no confiaba en una victoria francesa en ese día. El casi deseaba, y tan sólo se lo reconocía a sí mismo, una derrota de los franceses, pues entonces, en el caos de un reino hecho pedazos, él enarbolaría el tratado como un triunfo diplomático y salvaría a Francia. Les enseñaría a los soldados, los tontos, vanidosos y valientes soldados, que su poder no era nada comparado con la mente sutil de un hombre inteligente y calculador.

Se apartó de la ventana. No tenía otros deberes que cumplir, nada más en qué comprometerse, sólo esperar la lotería del día. Así que en aquel día soleado y de batalla, Ducos se puso a dormir.

El marqués de Wellington, generalísimo del ejército aliado en España, miró su reloj. Pasaban doce minutos de las ocho.

—Cenaremos a la hora de siempre esta noche, caballeros.

Sus ayudantes sonrieron, sin saber si estaba bromeando. Habían ido con él hasta las laderas de las colinas del oeste y veían, tres kilómetros hacia el este, la oscura línea de los cañones franceses.

El general miró a la derecha, donde la calzada principal surgía de un desfiladero, y observó, en la otra orilla del río, una columna de infantería que empezaba a ascender las laderas de los montes de Puebla.

La columna la encabezaban las tropas españolas, que ese día tendrían el honor de ser las primeras en enfrentarse con el enemigo. Tapó de golpe el reloj.

—Caballeros —dijo con tono distante, casi amargo—, les deseo el mayor gozo en este día.

La batalla de Vitoria había empezado.