CAPÍTULO 20
—¡Griten, griten, cabrones! —El mariscal Ney alzó su espada y atrapó en ella la luz que se extinguía.
La Guardia vitoreó. Era lo mejor que tenía el emperador.
La espada de Ney descendió para señalar hacia la izquierda y la gran columna se dividió fácilmente en dos partes. La mayor de las dos recién formadas columnas lanzaría su ataque en las proximidades de Hougoumont, mientras que la más pequeña asaltaría la colina directamente por delante. La caballería seguiría los dos ataques gemelos, lista para perseguir al enemigo cuando rompiera filas, mientras que la gran concentración de infantería restante marcharía en la retaguardia del ataque para no ceder el terreno que la Guardia conquistara.
Los batallones de la Guardia que iban a la cabeza levantaron la vista y no vieron nada más que unos cuantos oficiales a caballo y un puñado de cañones en la cima de la colina.
Habían empezado su ascenso hacia la victoria. La ladera no era empinada. Se podía subir por ella corriendo sin tener que detenerse a recuperar el aliento. Algunos soldados tropezaron porque la caballería había revuelto la tierra, pero el suelo no estaba tan destrozado como para que las largas filas no pudieran mantener la formación. Aquellas filas de soldados avanzaban despacio, incluso de manera pesada, como si quisieran sugerir que su victoria era inevitable. Y para ellos lo era. Eran los inmortales, los invictos. Eran la Guardia Imperial.
* * * *
—¡Fuego!
Las resplandecientes mechas de combustión lenta de los botafuegos rozaron las plumas y los cañones de nueve libras retrocedieron con una estrepitosa sacudida de sus gualderas. Como sus tubos eran demasiado ligeros para una carga doble, los de seis libras sólo dispararon botes de metralla o balas. Los proyectiles de los cañones atravesaron profundamente las dos columnas. Los artilleros limpiaron el ánima y atacaron con sus baquetas, y cuando volvieron a levantar la mirada, las columnas habían cerrado filas y continuaban avanzando, casi como si no hubiera muerto un solo soldado. Los tambores todavía sonaban y las ovaciones de los franceses seguían siendo tan confiadas y amenazadoras como antes. Se introdujeron las próximas plumas en las chimeneas, los artilleros se hicieron a un lado, se agacharon, y los cañones retrocedieron con fuerza.
El coronel Ford observaba con horrorizada incredulidad. La columna francesa más pequeña avanzaba para caer sobre la colina justo a la derecha de su batallón, y Ford pudo ver que era totalmente incontenible. Vio caer la descarga sobre las largas casacas azules y las balas de cañón parecieron no dañarlas en absoluto. La Guardia absorbió los disparos, cerró filas, pasó por encima de sus muertos y heridos y siguió avanzando impasible.
Sharpe ya había visto antes columnas como aquéllas. Las había visto más veces de las que podía recordar, pero una vez más, al igual que en todas las demás ocasiones, se maravilló de cómo la infantería francesa podía aguantar aquel castigo. Con cada descarga de balas y botes de metralla la columna parecía estremecerse, pero luego cerraba sus filas y seguía avanzando. El fuego de los cañones no detendría a esos enormes soldados, sólo los disparos de los mosquetes podían hacerlo. Tendrían que ser descargas cerradas, tranquilas y rápidas; disparos de mosquete que mataban a los soldados a montones y hacían que las primeras filas se apilaran formando hileras de cadáveres.
Los cañones dispararon de nuevo y lanzaron sus proyectiles sobre la columna más cercana desde una distancia igual al alcance de una pistola. Sesenta soldados de la Guardia iban en cada fila. Las filas de delante se encontraban casi en la cima de la colina, mientras que las de detrás todavía no habían salido del humo que ensombrecía el fondo del valle. A la derecha de Sharpe, a lo lejos, donde esperaba la Guardia británica, la columna más grande ocupaba toda la ladera con su oscura amenaza, entonces Sharpe miró otra vez a la columna más cercana mientras esperaba que Ford diera las órdenes al batallón para que se pusiera en pie y disparara.
Los soldados de la Guardia Imperial gritaron «Vive l’Empereur!», y sus voces, de tan cercanas, sonaron roncas y sobrecogedoras.
D’Alembord le echó una mirada expectante a Ford, pero el coronel se había quitado las gafas y las frotaba furiosamente con el extremo de su fajín.
—¡Por el amor de Dios, señor! —suplicó D’Alembord.
—¡Oh, Dios mío! —Ford se había dado cuenta de pronto de que las gafas estaban todas manchadas con los sesos del comandante Vine. Soltó un quejido y las soltó como si estuvieran incandescentes. Volvió a gimotear de nuevo cuando las preciadas gafas cayeron en el fango.
—¡Señor! —D’Alembord se balanceó encima de su montura.
—¡Oh, no! ¡No! —Al parecer, Ford se había olvidado completamente de la Guardia y, en cambio, estaba inclinado casi fuera de su silla en un intento por alcanzar sus gafas—. ¡Ayúdeme, comandante! ¡Mis gafas! Ayúdeme.
D’Alembord inspiró profundamente.
—¡En pie! —Su voz sonó débil, pero el batallón estaba esperando la orden y se levantaron con impaciencia para encontrarse con que tenían al enemigo ante su frente derecho. Peter D’Alembord se llenó los pulmones para gritar la siguiente orden, pero en lugar de eso, y con un ahogado grito de dolor, perdió el equilibrio y cayó sin sentido de la silla. Tenía la pierna derecha llena de sangre. Lo que quedaba de sus bombachos, la media de seda, el vendaje y su zapato de baile estaban todos empapados en un resbaladizo montón de sangre. Cayó encima de las gafas del coronel Ford y las rompió.
—¡No! ¡No! —protestó Ford—. ¡Mis gafas! ¡Comandante, por favor! ¡Debo insistir! Me destrozará las gafas. ¡Muévase, se lo ruego! ¡Mis gafas! —gritó la última palabra con pura desesperación, revelando así su horror ante aquella última tragedia en un día de locura.
Los soldados del batallón se quedaron mirando boquiabiertos al coronel, luego volvieron de nuevo la mirada y vieron un cañón de ocho libras francés que patinaba y daba un violento giro detrás del tiro de caballos a medio camino ladera abajo. Las ruedas del cañón lanzaron barro a más de tres metros en el aire cuando el arma se deslizó hasta detenerse. Los artilleros hicieron girar las gualderas con palancas al tiempo que alejaban a los caballos. Ford levantó la vista sobre D’Alembord y vio la forma imprecisa del cañón, con su enorme tubo negro. La columna francesa se encontraba a unos cien pasos a la derecha de Ford, que veía los rostros de sus soldados como pálidas manchas borrosas en medio de la humareda. Y lo que era aun peor, la columna estaba empezando a desplegarse y sus filas traseras se abrían hacia el exterior para formar una ancha línea que desafiaría y aplastaría a los mosquetes británicos.
El cañón francés disparó.
El bote de metralla se estrelló estrepitosamente sobre las cuatro filas del batallón. Siete soldados fueron abatidos. Dos de ellos empezaron a dar unos gritos de mil demonios hasta que un sargento les dijo que dejaran de hacer ese condenado ruido. Ford, atormentado por esos gritos, no pudo soportarlo más. La lengua se le pegó al paladar y las manos le temblaban. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Los franceses más cercanos estaban a menos de cincuenta metros e, incluso sin gafas, pudo ver sus bigotes y las listas brillantes que eran sus bayonetas. Vio sus bocas abiertas para lanzar su grito de guerra: «Vive l’Empereur!».
El batallón situado a la derecha de Ford iba retrocediendo poco a poco. Ellos, al igual que los hombres de Ford, eran supervivientes de la brigada de Halkett, quien tan cerca había estado de morir con los soldados del 69.º en Quatre Bras. En aquel momento, en que sus nervios estaban destrozados y sus oficiales muertos en su mayoría, cedieron terreno. Los franceses eran demasiado gigantescos, demasiado amenazadores y estaban demasiado cerca.
«Vive l’Empereur!».
Los hombres de Ford olían el pánico de sus vecinos. Ellos también retrocedieron arrastrando los pies. Esperaban órdenes, pero su coronel no podía detenerlos. Tenía la silla mojada, los intestinos revueltos y los músculos le temblaban sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Vio que la muerte se le acercaba en forma de una miope masa borrosa de casacas azules. Tenía ganas de llorar, porque no quería morir.
Aunque a la Guardia, a la invicta e inmortal Guardia del emperador, la victoria le sabía a gloria. «Vive l’Empereur!».
* * * *
—¡Ahora, Maitland! ¡Ahora le toca a usted! —El duque se había colocado detrás de los supervivientes de la Guardia británica de a pie que se encontraban frente a la mayor de las dos columnas francesas. El duque, que había aprendido su oficio como oficial de batallón, no pudo resistirse a dar las órdenes él mismo—. ¡En pie, soldados de la Guardia!
A los miembros de la Guardia francesa les dio la impresión de que la línea de casacas rojas se alzaba del fango como muertos que volvieran a la vida. Se levantaron de pronto y formaron una barrera que le cerró el paso a la columna francesa, la cual, de forma instintiva, frenó la marcha. Hacía tan sólo un momento la colina parecía vacía, y en ese instante, de golpe y porrazo, el enemigo había surgido de la devastada tierra.
—¡Adelante! —gritaron los oficiales franceses, en tanto que en la parte posterior de la columna de la Guardia Imperial los batallones empezaron a desplegarse hacia el exterior para formar la línea de mosquetes que se impondría al puñado de soldados que osaran enfrentarse a ellos.
—¡Prepárense! —Hacía muchos años que el duque no dirigía a un solo batallón en combate, pero no había perdido ninguna de sus habilidades y calculó el momento a la perfección. Los mosquetes británicos se alzaron de pronto, provocando con ello que a los franceses que se acercaban les pareciera como si los casacas rojas que aguardaban hubieran dado un cuarto de vuelta a la derecha. El duque puso una grave expresión, aguardó un segundo y luego gritó—: ¡Fuego!
Los mosquetes británicos llamearon. A cincuenta pasos de distancia no podían fallar y las filas que iban a la cabeza de la columna francesa fueron abatidas en medio de sangre y gritos. Los muertos podían contarse por docenas y crearon una barrera de carne y sangre que bloqueó el avance de las filas que iban detrás.
Más mosquetes retumbaron con humo y llamas e inundaron la colina con el sonido de las descargas de infantería.
A ambos flancos de la Guardia de Maitland había otros batallones acercándose a los franceses que se desplegaban. El 52.º, un batallón duro y empecinado que había aprendido su oficio en España, abandonaba la formación de línea y avanzaba para cargar contra la herida columna francesa por el flanco. Barrieron a la Guardia francesa con una descarga cerrada experta y letal. Puede que hubieran cruzado el valle quince mil franceses, pero sólo el puñado de soldados que iban a la cabeza de cada columna podía utilizar sus mosquetes, y ese puñado se vio frente a las susurrantes descargas de los batallones de casacas rojas. De nuevo se enfrentaban columna y línea, y ésta anegaba con su fuego las cabezas de ambas columnas. Los flancos de retaguardia de la columna intentaron desplegarse en línea pero no pudieron, y en lugar de eso retrocedieron ante los incesantes disparos de mosquete.
La Guardia Imperial no podía avanzar ni formar su propia línea de tiradores, tan sólo podía quedarse inmóvil mientras el fuego de los casacas rojas la atacaba por el frente y por los flancos. Los oficiales franceses les gritaron a las tropas que avanzaran, pero los muertos obstruían el camino a los vivos bajo el azote de un fuego que convertía cada nueva fila delantera en una barricada de cadáveres. El sueño del emperador había empezado a desvanecerse.
Los soldados de la Guardia británica situados frente a la cabeza de la columna recargaron.
—¡Prepárense! ¡Fuego! —Los miembros de la Guardia de ambas naciones se hallaban lo bastante cerca unos de otros para verse las caras con claridad, lo bastante cerca para ver el lastimoso sufrimiento en los ojos de un hombre herido, para ver la amarga ira del maltrecho orgullo de un oficial, para ver a un soldado escupir tabaco o vomitar sangre, para ver cómo la determinación se transformaba rápidamente en miedo. La invicta e inmortal Guardia Imperial empezaba a flaquear, empezaba a retroceder poco a poco aunque los chicos de los tambores seguían intentando impeler a los soldados para que avanzaran al ritmo de sus desesperados palillos.
—¡Prepárense! —La voz de un oficial de la Guardia británica se alzó calmada y burlona—. ¡Fuego!
El sonido chasqueante y desgarrador de la descarga de un batallón inundó el cielo mientras las balas de mosquete alcanzaban su objetivo a través del agitado humo. Los soldados de la Guardia británica habían detenido el avance francés, en tanto que el 52.º se había acercado al flanco de la columna y lo estaba convirtiendo en una masa ensangrentada con su despiadado y mortífero fuego. La muerte de aquella columna les había llevado muchas horas de práctica, tediosas horas de cargar, atacar, cebar y disparar hasta que los casacas rojas fueron capaces de realizar los movimientos de carga de un mosquete, incluso mientras dormían la mona de ron. Sus rostros ennegrecidos por la pólvora se torcían en una mueca cuando las culatas revestidas de latón chocaban contra sus amoratados hombros. Eran la escoria de la sociedad y estaban convirtiendo a los niños mimados del emperador en despojos sanguinolentos.
—¡Ahora les toca a ustedes! —La voz del duque atravesó el ruido—. ¡Calen bayonetas!
Habían detenido el avance de la Guardia Imperial. Sabrían entonces lo que era la derrota.
Wellington echó un vistazo a su izquierda y vio la suya propia.
* * * *
Los últimos miembros de la caballería ligera británica se habían desplegado en línea a menos de cien metros por detrás de la brigada de Halkett. Se habían apostado allí por si ocurría un desastre. Algunos de ellos llevarían los estandartes del derrotado ejército a un lugar seguro, mientras que el resto protegería la retirada de la infantería británica superviviente con un último ataque suicida.
Creyeron que el ataque suicida era inminente porque veían que los batallones de la brigada de Halkett retrocedían poco a poco hacia ellos. Más allá de aquellas asustadas tropas, una columna de la infantería francesa, oscura sobre la cima, salía de entre la oscuridad cargada de humo del valle. A la derecha, a lo lejos, la Guardia británica se mantenía firme y descargaba una lluvia de fuego de mosquete contra otra columna enemiga, pero allí, más cerca del centro de la línea británica, los casacas rojas estaban cediendo terreno y los soldados del emperador forzaban su avance de forma implacable.
—¡Deténganlos! —gritó un coronel de caballería. Señaló, no a los franceses, sino a la infantería británica.
Los sables salieron de sus vainas con un ruido áspero y los jinetes espolearon a sus caballos y avanzaron para amenazar a su propia infantería.
Los casacas rojas retrocedían pesadamente. Los heridos suplicaban a sus compañeros que no les abandonaran. Algunos oficiales y soldados trataron de contener el pánico que se extendía, pero los batallones, que nadie comandaba, sabían que aquella batalla estaba perdida porque se habían llevado los estandartes, y sabían que dentro de un momento las largas bayonetas francesas arremeterían para taladrarlos. Los soldados del Voluntarios del Príncipe de Gales miraron hacia atrás, esperando órdenes, y todo lo que vieron fue que su propio coronel, aterrorizado y medio ciego, retrocedía a lomos de su caballo. Por detrás del coronel estaba la caballería. Los casacas rojas miraron a la izquierda hacia el espacio abierto de la colina por donde la huida todavía era posible. Ya no eran soldados; eran una multitud al borde de una aterrorizada huida y entonces, por encima del ruido de los tambores, por encima del sonido de los cascos de los caballos y de los retumbos de las descargas de la Guardia británica, por encima de los vítores de los franceses hacia su emperador, una voz tremenda acalló el campo de batalla.
—¡South Essex! ¡Alto! —La voz llenó el espacio entre el barro que apestaba a sangre y el humo—. ¡Sargento Harper!
—¡Señor! —La voz de Harper respondió desde la retaguardia del batallón.
—¡Matará usted al próximo que dé un paso atrás, y eso incluye también a los oficiales!
—¡Muy bien, señor! —El tono de Harper tenía un convincente dejo de ira, como una implícita promesa de que sin duda asesinaría a cualquiera que retrocediera un solo paso.
Sharpe se situó frente al batallón de espaldas a la columna francesa. Su caballo, que D’Alembord había estado montando, lo sujetaba un sargento de la compañía de granaderos. Sharpe imaginó que el hombre había estado a punto de montar y salir huyendo de la esperada derrota, y entonces el sargento le lanzó a Sharpe una mirada atemorizada y desafiante.
—¡Traiga el caballo aquí! —gritó Sharpe al sargento, no con enojo, sino manteniendo casi una total naturalidad, como si tras él no hubiera una maldita y enorme columna de victoriosa infantería francesa precipitándose por la cima de la colina a menos de un tiro de pistola de distancia—. ¡Traiga el caballo! ¡Ahora, rápido! —Sharpe quería montar para que todos los soldados del batallón pudieran verle. Aquellos soldados ya no poseían estandarte, ya no tenían unos pocos y preciados oficiales, por lo cual debían ver a quién tenían al mando y ver que no eludía la amenaza impulsada a golpes de tambor que tan cerca tenían.
—¡Formen filas! ¡Apresúrense, ahora! —Sharpe dejó el fusil en la pistolera de la montura y subió torpemente a la silla. En el fondo se estaba estremeciendo porque esperaba que una descarga de los mosquetes franceses lo abatiera a él y a su caballo, pero tenía que demostrar tranquilidad frente al asustado batallón. Aquellos soldados lo conocían, confiaban en él, y Sharpe sabía que iban a combatir como los cabrones nacidos en el arroyo que eran si se les ofrecía la oportunidad y se les proporcionaba un líder. Le dio las gracias al sargento por traerle el caballo y entonces, mientras trataba de introducir el pie izquierdo en el estribo, se volvió para mirar hacia las cuatro filas que flaqueaban—. ¡Asegúrense de que han cargado! —Dio la vuelta a su caballo para poder ver al enemigo. ¡Dios, sí que estaban cerca! Marchaban hacia el espacio abierto que había a la derecha del Voluntarios del Príncipe de Gales, un espacio que había dejado vacío un aterrorizado batallón que al parecer había huido. Sharpe le dio vueltas a la idea de dirigir a sus propios hombres hacia ese espacio, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. Los franceses casi habían atravesado la línea británica, así que ahora tendrían que recibir el ataque en su abierto flanco derecho.
Un oficial francés a caballo galopaba hacia ese flanco abierto y señalaba con su espada a Sharpe, sin duda mostrándoles un objetivo a sus hombres, y la expresión confiada del oficial francés hizo enojar a Sharpe que, para demostrar su más absoluto desprecio, dio la espalda al enemigo y se puso frente a sus hombres.
—¡Vamos a avanzar! ¡Después lanzaremos unas cuantas descargas a esos cabrones de mierda! —Recorrió con la mirada las inquietas filas; estaban manchadas de pólvora, ensangrentadas y avergonzadas, pero ya habían recuperado la calma y tenían sus mosquetes cargados. Tal vez se tratara de un batallón diezmado y medio derrotado, pero para Sharpe era un arma con la que podía combatir con una precisión letal. Parpadeó cuando una bala de mosquete le pasó volando muy cerca de la mejilla y luego sonrió al tiempo que desenfundaba su larga espada. Quería que los soldados vieran su satisfacción, porque aquél era el momento en el que un soldado tenía que encontrar un perverso placer al matar. Los remordimientos y la compasión venían después, porque eran los lujos que proporcionaba la victoria, pero aquella escoria debía matar y el enemigo debía temer su disfrute al hacerlo. Sharpe sostuvo la espada en alto y luego hizo descender la punta para señalar hacia el enemigo—. ¡El batallón avanzará! ¡Sargento Harper! ¡Si es usted tan amable!
—¡Batallón! —La voz del sargento era fuerte y segura, era la voz de un hombre que hacía su trabajo de forma despreocupada—. ¡Batallón! ¡Adelante! ¡Marchen!
Marcharon. Sólo habían pasado unos segundos desde que habían empezado a retirarse y desde que a sus filas las habían hecho flaquear convirtiéndolas en un caos, pero entonces, con alguien al mando, avanzaron hacia la conquistadora Guardia. Sharpe mantuvo quieto a su caballo para dejar que el batallón se dividiera a ambos lados y sólo entonces marchó, un jinete avanzando en el centro de un batallón en marcha. Vio que un batallón de infantería de Brunswick abría fuego contra el flanco de la columna francesa más alejado, pero sus disparos no fueron suficientes para detener a la Guardia, sólo para hacer que se desviara en dirección a los Voluntarios del Príncipe de Gales. Todavía no había tropas que hicieran frente a la cabeza de la columna, en tanto que las filas de retaguardia de aquella enorme formación se estaban desplegando con torpeza para formar una línea de tiradores destinada a sumergir a los impresionados defensores en una lluvia de disparos. Tras la Guardia, una multitud de solados de caballería e infantería menor seguía adelante colina arriba, listos para convertir un descalabro británico en una derrota aplastante y una matanza.
—¡Compañía de granaderos! ¡Alto! ¡El batallón hará una conversión a la derecha! ¡Conversión derecha! —Sharpe corría el riesgo de que sus hombres no comprendieran y no obedecieran aquella complicada orden en medio del ruido, el calor y el miedo. Habría sido más sencillo detener el batallón y disparar oblicuamente contra la columna francesa, pero con una solución como aquélla la mitad izquierda del batallón se hubiese quedado atrás a bastante distancia del enemigo. Sin embargo, si el batallón cambiaba de frente de forma ordenada, realizarían un amplio giro como el de una puerta de vaivén y quedarían frente al flanco enemigo que se desplegaba. La compañía de granaderos, situada a la derecha de la línea, permaneció inmóvil mientras que las restantes compañías giraron sobre ella—. ¡A paso ligero! —El alférez Huckfield metió prisa a la compañía ligera que tenía más distancia que recorrer.
La línea de conversión era irregular, pero eso no importaba. Llevaban sus mosquetes para enfrentarse a los franceses; Sharpe sintió la exultación de dirigir un batallón en combate. Vio el temor en el rostro del oficial francés a caballo que comprendió exactamente el horror que estaba a punto de desatarse sobre sus hombres.
—¡Alto! —Sharpe detuvo al oscilante batallón a unos cincuenta pasos de distancia del flanco de la columna. Toda la batalla se reducía entonces a unos cuantos pasos sucios de aire cargado de humo—. ¡Presenten armas! —Los pesados mosquetes del batallón se alzaron. Sharpe esperó un instante. Vio que los soldados de la Guardia abrían la boca para gritar su letanía de alabanzas al emperador, pero antes de que pudieran emitir un solo sonido, Sharpe dio finalmente la orden—: ¡Fuego!
Oyó el familiar sonido, el bendito sonido, el estrepitoso chasquido de los mosquetes de un batallón al escupir las balas, y vio que el ala de la columna que se estaba desplegando daba una sacudida cuando los proyectiles alcanzaron su objetivo. Unos cuantos soldados franceses devolvieron los disparos, pero seguían marchando y tenían los mosquetes desequilibrados por las bayonetas caladas, por lo que sus disparos fueron desacertados. El oficial a caballo había caído y su montura se retorcía en el suelo en tanto que él se alejaba arrastrándose. Harper le gritaba al batallón que recargara. Simon Doggett, todavía a lomos de su caballo, disparaba una pistola por encima de las cabezas del batallón. Las baquetas traqueteaban en los cañones de los mosquetes mientras los soldados atacaban desesperadamente las balas contra la pólvora.
El batallón de Sharpe amenazaba el flanco derecho de la Guardia Imperial, mientras que por su flanco izquierdo las tropas de Brunswick dispararon otra descarga, pero justo delante de la columna no había nada más que una destrozada concentración de casacas rojas. La caballería británica se acercó a aquellos asustados soldados, pero antes de que pudieran utilizar sus sables contra los casacas rojas el duque se colocó entre ellos y por algún motivo los soldados se detuvieron y se dieron la vuelta al oír su voz confiada. Los oficiales de estado mayor galoparon entre los fugitivos; se consiguió extraer el orden de su propio caos, los mosquetes apuntaron y una irregular descarga lanzó una lluvia de fogonazos contra la cabeza de la columna. La Guardia, atacada por tres lados, se detuvo y retrocedió ante los disparos de los mosquetes.
Sharpe observó que las filas centrales de la columna empujaban a los inmóviles soldados que estaban delante.
—¡Fuego! —Sharpe arrojó contra el flanco derecho francés otro cúmulo de balas. La columna seguía intentando avanzar y las últimas filas describían una curva oblicua para alejarse de la línea de tiradores; Sharpe tuvo la sensación de que la suerte de aquella batalla dependía totalmente de los próximos segundos. Si permitían que los franceses avanzaran sobre sus propios muertos, éstos podrían entonces inundar la colina con su venganza y la frágil línea británica se haría pedazos. Sin embargo, si podían hacer retroceder a aquella columna, la línea británica tendría un respiro durante el cual, o bien la noche, o bien los prusianos, podrían hacer que sobrevivieran a una derrota.
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante! —exclamó una voz francesa gritando con desesperación en el centro de la columna. Los tambores seguían tocando su mensaje de victoria. «Vive l’Empereur!».
—¡Adelante! ¡Adelante por el emperador!
—¡Calen las bayonetas! —gritó Sharpe como respuesta.
Los soldados del batallón, que ya estaban recargando, dejaron sus cartuchos a medio rasgar y extrajeron sus bayonetas. Encajaron las hojas en los ennegrecidos cañones de sus armas. Los tambores franceses sonaban desesperadamente cerca. Sharpe condujo su caballo a la cabeza del batallón. El animal estaba nervioso y tenía la piel resbaladiza a causa del sudor; él todavía tenía la espada manchada con la sangre que había derramado en el patio de Hougoumont. Vio que la columna francesa se abría paso por encima de los cuerpos de los soldados a los que su última descarga había matado y se preguntó si tendría suficientes bayonetas para romper las filas de aquellos confiados franceses, pero sólo había una manera de hallar la respuesta, y de pronto Sharpe sintió el antiguo entusiasmo de la batalla y el placer demencial que proporcionaba, alzó su larga espada ensangrentada y ordenó a su batallón que avanzara.
—¡A la carga!
Los supervivientes del Voluntarios del Príncipe de Gales atacaron con toda la furia de hombres resentidos, a los que les habían hecho pasar por un verdadero infierno todo el día, enfrentándose a los inmaculados e intactos favoritos de un emperador que hasta ese momento se había resguardado de la muerte. Cargaron contra ellos con los rostros ensangrentados y manchados de pólvora, y gritaron como furias al tiempo que arremetían con sus bayonetas.
El flanco de la columna trató de retirarse ante aquel ataque, pero los franceses no hicieron otra cosa que apretujarse contra las filas que había detrás y que todavía intentaban avanzar al son de los tambores. El sonido de aquellos instrumentos era amenazador, pero incluso los soldados resguardados en el mismo centro de la columna fueron conscientes de que algo iba mal. Su flanco izquierdo estaba siendo abatido por las descargas de las tropas de Brunswick, el duque había vuelto a formar a los casacas rojas al frente y entonces los hombres de Sharpe arremetían por la derecha.
Sharpe clavó las espuelas, el caballo dio un salto adelante y su espada descendió con estrépito, como un hacha. La hoja hizo saltar una larga esquirla de un mosquete que paró su golpe, luego volvió a asestar una cuchillada que atravesó un gorro de piel de oso con un ruido sordo e hincó de rodillas a un francés. El caballo relinchó y retrocedió cuando una bayoneta se le clavó en el pecho, pero entonces los casacas rojas irrumpieron junto a Sharpe para dirigir sus hojas de acero contra el enemigo. Los Voluntarios del Príncipe de Gales tenían una cuenta que saldar, por lo que se lanzaron contra los inmortales del emperador con una ferocidad que sólo podían mostrar los hombres que expiaban un momento de cobardía.
El caballo de Sharpe estaba herido, pero no de muerte. Dio un fuerte relincho de miedo o de dolor al tiempo que Sharpe apartaba un mosquete con un estrepitoso golpe de espada y luego arremetió contra el rostro del francés. El soldado retrocedió para esquivar la hoja y cayó bajo las bayonetas de dos casacas rojas que gruñían y que propinaron una fuerte estocada para que su acero atravesara el pesado sobretodo azul del francés. El enemigo retrocedía poco a poco y con dificultad. Los franceses estaban tan apiñados en la columna que no disponían de espacio para utilizar sus armas de forma adecuada. Los soldados de Sharpe lanzaban un lamento al tiempo que mataban, cantando con voz suave una horrible música mientras embestían, acuchillaban y se abrían paso a la fuerza luchando entre los muertos. El caballo de Sharpe casi tropezó con un cadáver y él tuvo que agitar la espada para no perder el equilibrio. La colina apestaba a sangre, sudor y humo de pólvora. Un enorme estrépito anunció que Harper había disparado su pistola de descarga múltiple a quemarropa contra las filas de la Guardia y el irlandés se lanzó entonces contra el espacio que sus balas habían abierto. Ensanchó aquel espacio a golpes de bayoneta, acompañando cada una de aquellas atroces arremetidas con un grito de guerra en gaélico.
El teniente Doggett, que seguía a lomos de su caballo, les gritó a las filas que le dejaran paso y luego estrelló su caballo con fuerza contra las tropas francesas y la emprendió a cuchilladas con su delgada espada. Gritaba como un loco, escondiendo su terror bajo un sonido lo bastante demencial para un humeante campo de sangre. Arremetió contra ellas con su espada, pero las filas francesas estaban tan cerradas que no pudo abrirse paso a la fuerza hacia el trofeo. Insultó a un soldado mientras lo mataba y luego clavó la espada en un rostro bronceado y con bigote girando la hoja para arrancarle la mejilla.
—¡El águila! ¡El águila! —gritó Sharpe, y maldijo a los soldados que le impedían el paso. Junto a Sharpe, por debajo de él, las bayonetas acuchillaban y giraban, pero de pronto el dorado estandarte del enemigo desapareció, fue arrancado de la cima de la colina y retrocedió cuando la Guardia del emperador inició su retirada. Los tambores habían dejado de sonar y la inmortal Guardia invicta huía.
Corrían. Hacía tan sólo un momento estaban tratando de luchar, y al minuto siguiente gritaban que todo estaba perdido y retrocedían como podían de las sangrientas bayonetas con el pánico y el miedo reflejado en sus bigotudos rostros, y los casacas rojas, que jadeaban y estaban cubiertos de sangre como perros de caza al caer sobre su presa, observaron en silencio como la elite enemiga escapaba. La Guardia había sido vencida por lo que quedaba de unos asesinos con casaca roja que habían surgido del barro para vapulear la gloria de un emperador.
—¡No les den la oportunidad de marcharse! —Una voz autoritaria se alzó con claridad entre el humo y el caos. El duque, que conducía su caballo a medio galope tras los batallones victoriosos, miraba fijamente a los franceses que huían—. ¡No dejen que se vayan! ¡Avancen ahora! ¡Eliminémoslos de nuestro territorio! —Como de costumbre, había un tono de impaciencia en la voz del duque, como si sus soldados, habiendo llevado a cabo el milagro de derrotar a la Guardia Imperial, lo hubieran decepcionado al no haber convertido todavía aquella derrota en un descalabro aplastante. Pero, también como de costumbre, el duque lo había visto todo y no fue descortés en aquel momento de salvación—. ¡Señor Sharpe! ¡Estoy endeuda con usted! ¡Ahora éste es su batallón! ¡Así que hágalo avanzar!
—¡Batallón! —Sharpe no tuvo tiempo de saborear su recompensa, de manera que enderezó su línea para situarla de cara al valle, donde los franceses seguían concentrados y desde donde seguramente lanzarían su próximo ataque—. ¡Compañía ligera manténganse firmes! ¡Que avance el flanco derecho! ¡Marchen!
El batallón hizo conversión hacia la izquierda para volverse a situar frente al enemigo. Tuvieron que sortear los cuerpos de los franceses muertos y agonizantes. Un soldado llamaba a su madre y daba unos horribles aullidos hasta que la incisión de una bayoneta acalló su voz. Un caballo herido, cuya grupa era un amasijo de sangre y carne desgarrada, pasó por delante de Sharpe galopando por la ladera.
—¡El batallón avanzará! —Los sargentos y cabos repitieron la orden de Sharpe. Éste no sabía si quedaba algún oficial, aunque vio que Simon Doggett estaba aún con vida y oyó la voz de Patrick Harper, luego se disipó el humo de la cima de la colina y Sharpe hizo avanzar a sus hombres hacia el mismo extremo del valle, donde, asombrosamente, milagrosamente, vieron que no habría más ataques franceses pues el enemigo se había retirado y había roto filas.
La batalla estaba ganada y la infantería enemiga corría por todo el campo de batalla envuelto en humo. La Guardia, la inmortal e invicta Guardia, había sido derrotada, y si la Guardia podía perder, entonces no hubo un solo francés que se considerara a salvo, por lo que el terror se había apoderado de todo un ejército. Todavía quedaban muchas tropas francesas, suficientes para arrollar la colina británica, pero aquellas tropas habían visto que la Guardia Imperial huía y había cundido el pánico, por eso todo un ejército corría para ponerse a salvo. Unos cuantos oficiales de estado mayor galopaban entre los franceses e intentaban hacerlos volver a formar, pero la victoria se había venido abajo y se había convertido en una pesadilla en unos pocos segundos de descargas y acero, así que los franceses corrían, salvo unos cuantos soldados valientes que intentaban mantenerse firmes en el fondo del valle.
El conde de Uxbridge, que había perdido la caballería del duque igual que el mariscal Ney había perdido la del emperador, detuvo su caballo al lado de Wellington, que miraba detenidamente a los pocos enemigos que todavía se mostraban desafiantes.
—¡Oh, diantre! —dijo el duque con asombro—. ¡De perdidos, al río! —El duque se quitó el sombrero con sus cuatro escarapelas. Milagrosamente el sol encontró una veta de atmósfera limpia entre las nubes y el humo y lanzó su inclinada luz dorada sobre el duque cuando éste blandía el sombrero hacia delante. Empujó el sombrero hacia delante de nuevo como señal para que toda la línea británica avanzara. En esa ocasión no sólo tenían que echar a los franceses de la colina, sino de todo el campo de batalla. Habían defendido su territorio durante todo el día, pero en ese instante podían atacar el del enemigo—. ¡Adelante! —gritó el duque—. ¡Adelante! ¡No resistirán! ¡Adelante!
Y así lo hicieron. Los maltrechos supervivientes en sus destrozadas filas avanzaron al fin. En algún lugar un gaitero empezó a tocar su desenfrenada música escocesa mientras los casacas rojas marchaban en una línea irregular hacia el fondo del valle para llevar a un enemigo derrotado hacia la destrucción final. Unos últimos cañones dispararon desde la colina francesa como el desafío de un perdedor en el momento de la derrota.
Una de las balas de cañón pasó junto al duque y alcanzó al conde en la rodilla.
—¡Dios mío! ¡He perdido la pierna!
—¿La ha perdido? ¡Por Dios! —El duque avanzó al galope hacia donde sus soldados de infantería marchaban hacia el fondo del valle—. ¡Sigan adelante! ¡Ahora ya no aguantarán! ¡Adelante!
Los aturdidos soldados descendieron por una ladera que habían defendido todo el día. Lentamente, con incredulidad, se fueron percatando de la realidad de la victoria. Habían vencido, por Dios que habían vencido, y a su izquierda, hacia el este, el cielo parpadeaba con nuevos disparos de cañón y el sol poniente iluminó unas tropas de uniforme oscuro que se arremolinaban al subir por el flanco de la distante colina francesa. Finalmente los prusianos habían llegado.
Un regimiento de la caballería ligera británica, que se había reservado para cubrir la retirada, avanzó entonces al trote para aprovecharse de la victoria.
—¡Dieciocho! —gritó su coronel—. ¡Síganme!
—¡Hasta el infierno!
La trompeta tocó las diez notas mareantes. Los jinetes bajaron a toda velocidad por la ladera rajando a los supervivientes franceses, sableando a los últimos artilleros que habían permanecido junto a sus armas, y luego vieron un batallón de reserva de la Guardia formado en cuadro en la colina enemiga. El cuadro retrocedía poco a poco, trataba de escapar de forma ordenada a la aplastante derrota para así estar listos para luchar por el emperador otro día.
Los sables británicos rompieron el cuadro. Los jinetes hicieron lo que toda la caballería de Francia no había conseguido hacer: rompieron un cuadro. Murieron en su empeño por hacerlo, pero en aquel momento nada los detendría. Aquello era la victoria. Era mejor que la victoria, era la venganza, así que los jinetes, ebrios de ron, arremetieron con sus sables contra los sombreros de piel de oso y se abrieron camino a la fuerza con sus caballos por entre los muertos para convertir a los vivos en jirones sanguinolentos con su acero. Los prusianos marchaban por la izquierda, los británicos avanzaban por el valle y el emperador huyó adentrándose en la penumbra al tiempo que sus águilas caían.
Los Inniskillings fueron los únicos que no avanzaron. Los que no estaban muertos estaban heridos, ya que los irlandeses habían retenido el punto débil en la línea del duque, y lo habían retenido hasta el final. Habían muerto en sus filas, no habían dejado de luchar ni un momento y entonces habían ganado. Yacían en un cuadro perfecto y su estandarte todavía ondeaba entre las nubes de humo mientras que los últimos soldados vivos miraban por aquel valle saciado de fuego que apestaba a sangre, un valle arrancado del infierno: un campo de batalla.