CAPÍTULO 5

La habitación del hotel de la Rue Royal en Bruselas apestaba al vinagre que la doncella de Jane Sharpe había echado en una pala al rojo vivo para fumigar la estancia. Un pequeño cuenco metálico con polvos de azufre seguía ardiendo en la chimenea para erradicar cualquier pestilencia de la atmósfera que el vinagre pudiera haber dejado pasar. Jane se había quejado de que era un conjunto de habitaciones pequeño y asqueroso, pero al menos se aseguraría de que éstas no supusieran ningún riesgo de contagio. El anterior ocupante había sido un comerciante suizo al que habían desalojado para dejar paso al milord inglés y a su señora, y Jane tenía la sospecha de que el suizo, al igual que todos los extranjeros, albergaba extrañas y repugnantes enfermedades. El nocivo hedor del vinagre quemado y el azufre ardiente le estaba sentando mal a Jane, pero a decir verdad no se había encontrado muy bien desde la travesía por mar desde Inglaterra.

Lord John Rossendale, elegantemente apuesto, con bombachos blancos y medias de seda, zapatos de baile de color negro y un chaqué, con cinturón y vaina dorados, de cuello alto en color azul y charreteras gemelas con cadenas de oro, estaba de pie ante la ventana del dormitorio y miraba los tejados de Bruselas con aire taciturno.

—No sé si estará allí. No lo sé. —Era la vigésima vez que había confesado tal ignorancia, pero por vigésima vez eso no satisfizo a Jane Sharpe que estaba sentada, desnuda de cintura para arriba, ante el pequeño tocador de la habitación.

—¿Por qué no lo averiguamos? —preguntó bruscamente.

—¿Qué esperas que haga? —Lord John atribuyó el malhumor de Jane a su descomposición de estómago. La travesía por el mar del Norte parecía haberle sentado mal y el desplazamiento en carruaje hasta Bruselas no había mitigado su náusea.

—¿Esperas que mande un mensajero a Braine-le-Comte?

—Si él puede proporcionamos la respuesta, ¿por qué no?

—Braine-le-Comte no es una persona, sino el pueblo donde el príncipe tiene su cuartel general.

—No me explico… —Jane hizo una pausa para darse unos toquecitos en las mejillas con la eau de citron que se suponía tenía que blanquearle la piel del rostro y los pechos para conseguir la palidez cadavérica que estaba de moda—. No me explico —continuó— por qué el príncipe de Orange, fuese quien diablos sea, querría nombrar a Richard oficial del estado mayor. Richard no tiene modales para ser un oficial del estado mayor. Es como ese emperador romano que hizo cónsul a su caballo. ¡Es una locura! —Estaba siendo injusta. Jane sabía lo buen soldado que era su marido, pero una mujer que abandona a su esposo y le roba su fortuna aprende pronto a denigrar su recuerdo para justificar su forma de actuar—. ¿No estás de acuerdo en que es una locura? —volvió un furioso rostro húmedo hacia Rossendale quien no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros en señal de asentimiento. Lord John pensó que Jane tenía un aspecto muy hermoso, pero que al mismo tiempo daba un poco de miedo. Tenía el pelo magníficamente mal peinado a causa de las tenacillas de plomo para rizarlo que, al quitarlas, la dejarían con un glorioso halo brillante como el oro pero que ahora le daban a su enojado rostro el aspecto fiero y enmarañado de una furia griega.

Jane se volvió a girar hacia el espejo. Podía pasarse horas delante de un tocador mirando gravemente su imagen reflejada de la misma manera que un artista escudriñaría su obra en busca de un acabado brillante que convirtiera un cuadro simplemente bonito en una obra maestra.

—¿Dirías que mis mejillas tienen color? —le preguntó a lord John.

—Sí —sonrió aliviado de que ella hubiera dejado el tema de Richard Sharpe—. En realidad tienes un aspecto verdaderamente saludable.

—Maldita sea —le dirigió una mirada fulminante a su imagen—. Debe de ser el calor. —Se volvió cuando su doncella salió de la antesala con dos vestidos, uno dorado y uno blanco, que sostuvo en alto para que Jane los examinara. Jane señaló el vestido de color oro pálido y volvió su atención al espejo. Metió un dedo en un tarro de colorete y con infinito cuidado se enrojeció los pezones. Luego, de una forma obsesiva, se puso otra vez a blanquearse la cara. La mesa estaba abarrotada de recipientes y ampollas: había bergamota y almizcle, eau de chipre, eau de lucey un frasco de perfume Sans Pareil que le había costado a lord John Rossendale una pequeña fortuna. A él no le molestaban tales regalos porque encontraba la belleza de Jane aún más extraordinaria y cautivadora. Tal vez la sociedad desaprobara que aquella relación adúltera se exhibiera tan descaradamente, pero lord John pensaba que la belleza de Jane lo excusaba todo. No podía soportar pensar en perderla, o en no poseerla del todo. Estaba enamorado.

Jane se hizo una mueca a sí misma ante el espejo.

—¿Y qué pasa si Richard está en el baile esta noche?

Lord John suspiró para sus adentros al tiempo que se daba la vuelta hacia la ventana.

—Me desafiará, por supuesto, y entonces habrá césped antes del desayuno de mañana —lo dijo quitándole importancia pero en realidad le aterraba tener que enfrentarse a Sharpe en un duelo al amanecer. Para lord John, Sharpe no era más que un asesino que había sido adiestrado y endurecido para la muerte en innumerables campos de batalla mientras que lo único que había matado lord John habían sido algunos zorros—. No hace falta que vayamos esta noche —dijo en tono abatido.

—¿Y que toda la sociedad diga que somos unos cobardes? —Jane, como era una amante, pocas veces tenía ocasión de asistir a los acontecimientos más elegantes de la sociedad y no iba a dejar pasar aquella oportunidad de que la vieran en el baile de una duquesa. Ni siquiera la delicada digestión de Jane le impediría ir al baile de esa noche, y tampoco tenía verdadero temor de encontrarse con Sharpe porque sabía muy bien lo reacio que era él a bailar o a ponerse elegante con un vistoso uniforme, pero la posibilidad de su presencia era una idea alarmante que no podía resistirse a considerar.

—Trataré de evitar encontrarme con él —dijo lord John con impotencia.

Jane se dio unos vacilantes toquecitos con el dedo para comprobar si se había secado el colorete de sus pezones.

—¿Cuánto tardará en haber una batalla?

—Me han dicho que el par no espera que los franceses hagan ningún movimiento antes del mes de julio.

Jane hizo una mueca ante el lapso de tiempo que eso suponía y después se puso de pie con sus esbeltos brazos en alto para que su doncella le pasara el vaporoso vestido por la cabeza.

—¿Sabes lo que ocurre en combate? —le preguntó a lord John por debajo de la cascada de tela dorada.

Parecía una pregunta bastante general, para la que a lord John no se le ocurrió ninguna respuesta específica.

—Un montón de cosas desagradables, me imagino —dijo no obstante.

—Richard me contó que muchos oficiales impopulares mueren en combate a manos de sus propios hombres. —Jane se giró a uno y otro lado enfrente del espejo para asegurarse de que el vestido caía adecuadamente. El vestido tenía la cintura alta y la delantera baja, una vaporosa película de tela a través de la cual sus pezones brillantemente coloreados se transparentaban como sombras tentadoras. Sin duda habría otras mujeres que llevarían vestidos como aquél, pero ninguna, pensaba Jane, se atrevería a ponerse uno sin combinación como iba a hacer ella. Satisfecha, tomó asiento mientras su doncella empezaba a desenroscar las tenacillas de plomo del pelo y a cardar los rizos para que quedaran perfectos—. Me explicó que no puedes saber lo que ocurre durante la batalla porque hay demasiado humo y ruido. En resumen, que un campo de batalla es un lugar idóneo para cometer un asesinato.

—¿Insinúas que debería matarle? —Lord John se sorprendió de verdad ante el deshonor de aquella sugerencia.

Jane, en efecto, había querido aludir a la oportunidad de asesinar a su marido, pero no podía admitirlo.

—Insinúo —mintió sin ningún problema— que tal vez él no quiera arriesgar su carrera batiéndose en duelo y que, en lugar de eso, intente matarte durante una batalla. —Hundió el dedo en una aromática pasta negra que se aplicó en las pestañas—. Es un hombre excesivamente orgulloso y de una brutalidad extraordinaria.

—¿Tratas de asustarme? —Lord John intentó quitarle importancia a la conversación.

—Trato de hacer que actúes con resolución. Hay un hombre que amenaza tu vida y nuestra felicidad, así que lo que sugiero es que tomes medidas para protegernos. —Era lo más parecido a una proposición directa de asesinato que Jane se atrevió a apuntar, aunque no pudo resistirse a añadir otro señuelo—. Es probable que corras más peligro de ser alcanzado por una bala de fusil británico que por cualquier arma francesa.

—Puede ser que los franceses se ocupen de él de todas formas —dijo lord John preocupado.

—Hasta ahora han tenido muchas oportunidades —replicó Jane en tono áspero— y no han conseguido nada.

Por fin lista, se puso de pie. Su cabello, ensortijado, enjoyado y emplumado, coronaba una belleza etérea y sensual que deslumbró a lord John. Él le hizo una reverencia, le besó la mano y la condujo abajo hasta el patio donde les aguardaba el carruaje. Era hora de ir a bailar.

* * * *

Su alteza serenísima el príncipe Bernhard de Saxe-Weimar echó un vistazo a las órdenes de Rebecque, dio un gruñido de aceptación y le pasó bruscamente el papel a su comandante de brigada.

—Dígale al príncipe que estaremos en la encrucijada dentro de una hora —le dijo a Sharpe.

Sharpe no reveló que el príncipe de Orange no sabía nada de aquellas órdenes. En lugar de eso le dio las gracias a su alteza serenísima, salió haciendo reverencias de la posada que hacía las funciones de cuartel general del príncipe Bernhard y volvió a montar su caballo. El teniente Simon Doggett, al que se le había encomendado la tarea de procurar que Nosey no matara a los pollos que picoteaban por el patio de la posada, siguió a Sharpe hacia el camino.

—¿Y bien, señor? —le preguntó a Sharpe, pero lo hizo con una voz nerviosa, dando a entender que esperaba que su osadía al preguntar topara con una violenta reprobación.

—Estará en la encrucijada dentro de una hora con cuatro mil soldados. Esperemos que esos cabrones sepan luchar. —Los soldados de Saxe-Weimar eran en su mayoría tropas alemanas al servicio de Holanda que habían combatido a favor de Napoleón en las guerras anteriores, y ni siquiera el propio Saxe-Weimar estaba seguro de si combatirían contra sus antiguos camaradas.

Doggett cabalgó hacia el este al lado de Sharpe. Al igual que muchos de los ingleses que servían al príncipe de Orange, Doggett era un antiguo alumno de Eton. Era entonces teniente del primer regimiento de la Guardia de a Pie, pero lo habían trasladado temporalmente al estado mayor del príncipe porque su padre era un viejo amigo del barón Rebecque. Doggett tenía el pelo rubio, la piel blanca y, a ojos de Sharpe, era absurdamente joven. De hecho tenía dieciocho años, nunca había visto un combate y le tenía miedo al famoso teniente coronel Sharpe, quien contaba con treinta y ocho y había perdido la cuenta de todas sus batallas.

En aquel momento Sharpe preveía otra: la batalla por una encrucijada que unía a dos ejércitos.

—Si los franceses han tomado ya Quatre Bras tendrá que volver y avisar a Saxe-Weimar —le dijo Sharpe—. Luego transmítale la mala noticia a Rebecque.

—Sí, señor —Doggett hizo una pausa y luego se armó de coraje para hacer una pregunta—. ¿Y qué hará usted, señor? Quiero decir, si los franceses han capturado el cruce.

—Cabalgaré hasta Bruselas para decirle al duque que corra como si le persiguiera el diablo.

Doggett echó un vistazo para ver si el fusilero sonreía y estaba bromeando, pero no lo estaba. Los dos soldados se quedaron en silencio mientras hacían avanzar a sus caballos a medio galope entre setos en los que brillaban las tempranas briznas de las dedaleras. Más allá de los setos los trigales estaban poblados de amapolas y ribeteados de centaureas. Las golondrinas atravesaban rápidamente los campos en vuelo bajo mientras que los grajos se alzaban torpemente hacia sus altos nidos. Sharpe se giró en su silla y vio que el cielo del oeste seguía estando nublado, aunque había grandes claros entre las amontonadas nubes a través de las cuales el sol vertía un incandescente chorro de luz. Ya era bien entrada la tarde, pero todavía quedaban cuatro horas de luz solar. Dentro de una semana iba a ser el día más largo del año cuando, en aquellas latitudes, un artillero podía divisar con total precisión un cañón de doce libras a las nueve y media de la noche.

Pasaron junto a un enorme bosque oscuro que crecía al sur del camino y, de forma totalmente repentina, apareció la pálida franja de la carretera adoquinada que se extendía inhóspita a través del paisaje que tenían ante sus ojos. Instintivamente Sharpe frenó su caballo y se quedó mirando el pequeño grupo de viviendas que señalaban la encrucijada llamada Quatre Bras.

No había ningún movimiento en el cruce, al menos nada que amenazara la vida de un soldado. No había tropas y la carretera estaba vacía, no era más que una pálida franja polvorienta entre sus vívidos arcenes de color verde. Sharpe dio un golpe suave con los talones para que su caballo se pusiera en marcha de nuevo.

Unas volutas de humo revelaban que los habitantes de las casitas estaban cocinando sus viandas vespertinas en las chimeneas de la pequeña aldea situada al norte del cruce. Había una gran granja de piedra en cuyo exterior una chica de cabello oscuro jugaba con unos gatitos junto a un carro vacío. Tres gansos cruzaron anadeando el camino. Dos ancianas con sombrero y chal estaban sentadas haciendo encaje fuera de una casita con techo de paja. Un cerdo hozaba en un huerto y las vacas lecheras mugían en el corral. Una de las mujeres con chal debió de ver que Sharpe y Doggett se acercaban, pues de pronto llamó a la joven y ésta se fue corriendo nerviosamente a la casita. Más allá de la diminuta aldea el camino más estrecho sin adoquinar subía por un cerro poco elevado antes de desaparecer por el este en medio de un grupo de árboles oscuros.

—¿Comprende usted la importancia que tiene este camino? —Sharpe señaló el camino más estrecho por donde él y Doggett viajaban.

—No, señor —respondió Doggett con sinceridad.

—Es el camino que nos une a los prusianos. Si los franceses lo cortan nos quedamos solos, así que si perdemos esta encrucijada los franchutes habrán ganado la maldita campaña.

Sharpe apretó el paso y bajó hacia el cruce, se llevó la mano al sombrero para saludar a las ancianas que miraban alarmadas a los dos jinetes y luego se volvió para dirigir la vista hacia el largo camino del sur que llevaba a Charleroi. La carretera se extendía pálida y desierta bajo el sol de la tarde; era la misma vía en la que Sharpe había visto marchar a los cuerpos franceses aquella mañana. Eso lo había visto a sólo unos veinte kilómetros al sur de aquel cruce de caminos, sin embargo, en esos momentos no había señales de ningún francés. ¿Se habrían detenido? ¿Se habrían retirado? Sharpe sintió un temor repentino de que hubiera dado una falsa alarma y de que las fuerzas que había visto no hubieran sido más que un amago. ¿O quizá los franceses habían pasado por aquel cruce y ya se estaban acercando a Bruselas? No. Desechó ese temor al instante porque allí no había ningún indicio del paso de un ejército. El alto centeno de los campos que había a ambos lados del camino no estaba pisoteado, y el rudimentario empedrado de la carretera hecho de adoquines adheridos sobre caliza y pedernal no presentaba rodadas profundas causadas por el paso de la artillería pesada. Así que ¿dónde diablos estaban los franceses?

—Vamos a buscar a esos cabrones —gruñó Sharpe, y en cuanto lo dijo se maravilló de lo fácil que era volver a caer en la vieja costumbre de hablar sobre el enemigo. Vivió en Normandía durante siete meses, había aprendido el idioma francés y había llegado a amar la campiña francesa, sin embargo, en aquellos momentos, como si nunca hubiera conocido a Lucille, hablaba de los franceses como del aborrecido enemigo. Lo extraño de aquella idea hizo que de pronto añorara el castillo. Al hogar de Lucille lo llamaban presuntuosamente castillo, aunque en realidad no era más que una gran granja rodeada de un foso con una torre almenada para recordar a los transeúntes que había sido una pequeña fortaleza. Ahora el castillo era el hogar de Sharpe, el primer hogar que de verdad había conocido. Durante la guerra se habían descuidado las fincas y Sharpe emprendió la ardua tarea de remediar los años de abandono. En esa época del año, si Napoleón no hubiera regresado, Sharpe habría estado entresacando los cultivos de manzanas, llenando cestas de frutas jóvenes para ofrecerles al resto una mejor oportunidad de madurar en otoño, pero en lugar de eso se encontraba cabalgando por un camino polvoriento de Bélgica en busca de un enemigo que había desaparecido misteriosamente.

La carretera descendía suavemente hasta un vado. A la izquierda de Sharpe la corriente desembocaba en un lago, y delante de él, al otro lado del vado poco profundo, había una granja con un portalón arqueado situada en el lado izquierdo del camino. Una mujer miró con desconfianza a los dos soldados desde el arco de la granja, luego volvió a entrar en el patio y cerró la pesada puerta dando un portazo. Sharpe se había detenido en el vado para dejar que los caballos bebieran. Las libélulas de brillante color azul se cernían y se abalanzaban sobre los carrizos. Era una tarde cálida, un atardecer suave y tranquilo en el que sólo se oía el susurro del agua y el ligero crepitar de los tallos del centeno al moverse con la brisa. Parecía imposible que aquel lugar pudiera convertirse en un campo de batalla, y tal vez no llegara a ocurrir, puesto que Sharpe ya estaba empezando a dudar de lo que había visto aquella misma mañana. ¿Adónde diantre habían ido los franceses?

Rozó los ijares del caballo, atravesó chapoteando el vado y empezó a subir por la leve pendiente que había al otro lado. Los perros ladraban en la granja y Nosey respondió con aullidos hasta que Sharpe le dijo bruscamente que se callara. El conocido y hogareño hedor de un estercolero flotaba por la carretera. Sharpe cabalgaba lentamente, como si al darse prisa pudiera echar a perder la calma de aquella perfecta tarde de verano. La carretera no tenía setos, se extendía entre anchas franjas invadidas de hierba en las que crecían lágrimas de la Magdalena, dedaleras, aguileñas y lamio. Unos arbustos de saúco y endrino proporcionaban sombra en algunas zonas. Un conejo, alarmado a la vista de los jinetes que se acercaban, cruzó ruidosamente la cuneta y se adentró a toda velocidad entre los tallos de centeno. La tarde era fragante, cálida y plena, iluminada por el inmenso baño de luz dorada que emergía de entre los abismos de nubes del oeste.

A su izquierda, a poco más de un kilómetro y medio de distancia, Sharpe divisó los tejados de dos granjas más, y a su derecha el bosque daba paso a unos ondulados trigales atravesados por el sendero de una granja que serpenteaba entre los cultivos. No había ningún movimiento adverso en el paisaje. ¿Se habría dirigido al cruce equivocado? Le invadió un repentino temor de que aquélla no fuera la carretera que iba de Charleroi a Bruselas. Sacó el mapa que, en efecto, indicó que estaba cabalgando por la carretera principal de Bruselas, pero la inexactitud de los mapas era bien conocida. Buscó un mojón pero no se veía ninguno. Se detuvo de nuevo, pero no oyó ni descargas de mosquetes ni el sonido de los soldados marchando. ¿Se había imaginado al enemigo esa mañana? ¿O el sonido de los mosquetes aquella tarde? Pero Rebecque también había oído el ruido de las descargas. Entonces, ¿dónde estaban los franceses? ¿Se los habrían tragado los cálidos prados?

La carretera se torcía ligeramente a la derecha. El centeno estaba tan alto que Sharpe no podía ver lo que había una vez pasada la curva. Aflojó su rifle en la funda y llamó con un grito a Nosey. Simon Doggett, que cabalgaba al lado de Sharpe con el caballo de repuesto, parecía compartir el nerviosismo del fusilero. Ambos estaban frenando a sus caballos de forma instintiva.

Avanzaron poco a poco por la curva del camino. Más adelante había un cruce al que dos enormes castaños daban sombra. La carretera se torcía hacia la izquierda mientras que un sendero más pequeño se dirigía a la derecha. Pasado el cruce, a lo lejos, había un pueblo que el alto centeno apenas dejaba ver. El mapa coincidía con lo que Sharpe estaba viendo, así que el pueblo tenía que ser Frasnes.

—Iremos hasta el pueblo —dijo Sharpe.

—Sí, señor.

El sonido de sus voces rompió el nervioso hechizo y los dos hombres clavaron sus tacones para poner sus caballos al trote. Sharpe tuvo que agacharse para pasar por debajo de una rama de castaño al girar por la siguiente curva, y vio la ancha calle del pueblo a unos quinientos metros por delante.

Se volvió a detener. La calle parecía vacía. Desplegó el abollado telescopio de capitán de barco que había comprado en Caen para reemplazar el caro anteojo que había perdido después de Toulouse. Enfocó con el incómodo y pesado instrumento la única calle del pueblo.

Había tres hombres sentados en el exterior de lo que debía de ser la posada del pueblo. Una mujer con una falda de gruesa tela negra guiaba un asno cargado de heno. Dos niños corrían hacia la iglesia. La imagen de la iglesia tembló, Sharpe controló el temblor y se quedó inmóvil.

—¡Dios santo!

—¿Señor? —preguntó Doggett alarmado.

—¡Ya tenemos a esos cabrones! —la voz de Sharpe rebosaba de satisfacción.

Los franceses no habían desaparecido y él no los había imaginado. Estaban en Frasnes. En el otro extremo de la calle del pueblo acababa de aparecer, escorzado por la distancia y las viejas lentes, un batallón de la infantería francesa. Debían de estar cantando puesto que, aunque Sharpe no oía nada, vio que abrían y cerraban la boca al unísono. El batallón vestía unas casacas de un color azul más oscuro que el de la mayor parte de la infantería francesa y llevaban unos pantalones también de un color azul muy oscuro.

—Son un batallón de Voltigeurs —le dijo Sharpe a Doggett—. Infantería ligera. Fusileros. Entonces ¿dónde diablos están sus dragones? —dirigió el telescopio a izquierda y derecha pero no se veía a ningún jinete bajo la luz del sol de la tarde.

Doggett había sacado su propio catalejo y miraba fijamente a los franceses. Eran las primeras tropas enemigas que había visto; aquella visión lo había hecho palidecer. Oyó el palpitar de su torrente sanguíneo que le resonaba con rapidez en los oídos. Con frecuencia había imaginado que veía al enemigo por primera vez, pero era extraño cuán común y, sin embargo, cuán emocionante fue aquel bautismo.

—¿Cuántos hay? —preguntó.

—¿Seiscientos? —calculó Sharpe—. Y son unos cabrones engreídos por marchar sin la protección de la caballería. —Los únicos jinetes que pudo ver eran diez oficiales franceses a caballo, pero sabía que la caballería y los cañones no podían estar mucho más atrás. Ningún general hacía avanzar a unos fusileros sin apoyo muy por delante del contingente principal. Se volvió hacia Doggett—. ¡De acuerdo! Vuelva a Quatre Bras. Espere allí a Saxe-Weimar. Salúdele de mi parte y dígale que hay un batallón de fusileros franceses que se acerca en su dirección. Sugiérale que avance hasta el riachuelo y los detenga allí, pero hágalo con tacto. Llévese a Nosey y al caballo de repuesto, luego espéreme en el cruce. ¿Comprendido?

—Sí, señor —Doggett dio vuelta su caballo y con torpeza hizo girar al otro en círculo—. ¿Qué va a hacer usted, señor?

—No perderé de vista a esos hijos de puta. Si oye disparos no se preocupe. Será porque estaré jugando un poco con ellos. Dele al cabrón de Nosey un buen puntapié si le causa algún problema.

Doggett espoleó a su caballo y se alejó, seguido de mala gana por Nosey, mientras que Sharpe desmontaba y guiaba a su caballo de vuelta a los castaños que había en la bifurcación del camino. Justo detrás de los castaños, en medio de la alta hierba de la cuneta, había una pesada rastra de madera abandonada. Sharpe ató las riendas del caballo a la sólida estructura de la rastra y sacó el fusil de la pistolera. Comprobó que el arma estuviera cargada y que el pedernal se hallara bien asentado en las mordazas forradas de cuero.

Regresó sobre sus pasos dejando atrás los castaños sin apartarse de la sombra que proporcionaba el alto centeno que crecía en el lado oeste del camino. Fue corriendo a un ritmo constante, acercándose cada vez más al pueblo y al enemigo que se aproximaba. Las tropas francesas no se habían detenido en Frasnes, seguían adelante marchando obstinadamente en dirección a Sharpe, quien imaginó que tendrían órdenes de tomar la encrucijada de Quatre Bras antes del anochecer. Si Saxe-Weimar podía llegar primero al cruce y si sus soldados luchaban, los franceses caerían, pero sería una carrera muy reñida.

Sharpe quería retrasar el avance francés. Tan sólo unos pocos minutos serían de ayuda. Se echó al suelo en un surco poco profundo junto ala carretera, medio oculto bajo un avellano que los rosados escaramujos habían invadido. Ninguno de los enemigos que se acercaban parecía haberse dado cuenta de su presencia. Deslizó el fusil entre la gruesa hierba y se echó el tricornio hacia atrás para que el pico no se enganchara en el martillo del arma.

Esperó. La pistola que llevaba en el cinturón se le clavaba en el vientre. La hierba que cubría la cuneta de la carretera estaba tibia y húmeda. Había llovido a principios de semana y la tierra bajo la espesa vegetación todavía estaba mojada. Una mariquita subía lentamente por un tallo seco y luego pasó con delicadeza a la maltrecha y engrasada culata del fusil. El enemigo iba marchando despreocupado y confiado. Las sombras se alargaban encima de la carretera. Era una de las tardes de verano más hermosas con las que Dios había bendecido un mundo malvado.

En la cuneta de enfrente apareció una liebre, se estremeció durante un segundo y luego echó a correr rápidamente carretera arriba para acabar echándose a un lado de un brinco, fuera del camino de la infantería francesa que se acercaba. El enemigo se encontraba entonces a unos trescientos metros de distancia y marchaba en una columna de cuatro filas. Sharpe oía sus fuertes cantos. Un oficial cabalgaba encabezando la columna sobre un caballo gris. El oficial llevaba un penacho rojo en su chacó de color azul y un alto cuello de color rojo en su desabrochada casaca azul. El penacho rojo se mecía al ritmo de los pasos del caballo. Sharpe apuntó al penacho, suponiendo que a esa distancia extrema la bala descendería y le daría al caballo.

Disparó. Los pájaros graznaron y salieron de los cultivos como un estallido.

Con el disparo salió humo de la cazoleta junto al ojo derecho de Sharpe y los pedacitos de pólvora ardiendo le despellejaron la mejilla. Con el retroceso, la pesada culata metálica del fusil le golpeó en el hombro. Se movió antes de que cesaran los cánticos; rodó para meterse entre los gruesos tallos de centeno y allí, sin molestarse en ver el daño que había causado con su disparo, empezó a recargar. Cebar la cazoleta, cerrarla, dejar caer el cartucho de pólvora en el cañón humeante y luego atacar el cartucho de papel y la bala. Extrajo la baqueta, la metió por el largo cañón y volvió a sacarla de un tirón. Nadie había devuelto el disparo. Rodó otra vez para cobijarse bajo la sombra del avellano donde el maloliente humo de la pólvora siguió presente.

La columna se había detenido. El oficial había desmontado el caballo gris que corría nervioso por el borde del camino. Los pájaros revoloteaban en lo alto. El oficial estaba ileso y al parecer ninguno de los soldados había sido alcanzado. ¿Quizás el caballo estuviera herido? Sharpe cogió la pistola cargada de su cinturón, la amartilló y la dejó en el suelo junto a él. Volvió a apuntar con el fusil, esa vez a uno de los soldados de la primera línea.

Disparó. A los pocos segundos volvió a disparar, vaciando en esa ocasión la pistola hacia los franceses. El segundo disparo no causaría daños, pero tal vez convenciera a los franceses de que tenían delante a un grupo de enemigos. Sharpe se volvió a la derecha y esa vez se adentró más entre los tallos de centeno antes de recargar el fusil. Guardó la pistola en el cinturón.

Los mosquetes franceses estallaron. Escuchó el sonido de las pesadas balas de plomo al pasar entre el centeno, aunque ninguna fue a parar cerca de él. Sharpe cargaba deprisa, haciendo uso de la instrucción que había recibido veintidós años antes. Estalló otra descarga de mosquetes de los franceses que disparaban al azar contra los crecidos cultivos. Sharpe hizo lo mismo, se limitó a apuntar el fusil en la dirección de la columna y a apretar el gatillo para que la bala pasara a toda velocidad entre los tallos. Metió el siguiente cartucho por la boca del cañón y no se molestó en utilizar la engorrosa baqueta, sino que golpeó con fuerza la culata del fusil contra el suelo con la esperanza de que con la sacudida la bala bajara hasta la floja carga. Disparó de nuevo y sintió el culatazo más suave, con lo cual supo que la bala había quedado en el medio del cañón. Con suerte esa bala recorrería unos cien metros; pero se trataba de disparar deprisa para persuadir a los franceses de que se habían encontrado con una fuerte línea de piquetes.

Disparó otro proyectil más que cargó sin utilizar la baqueta y luego retrocedió a toda prisa en paralelo al camino. Se abrió camino entre el centeno hasta que hubo pasado los castaños y entonces giró a la derecha. Cruzó corriendo la carretera y oyó el grito de los franceses cuando lo vieron, pero para cuando apretaron los gatillos él ya se había refugiado bajo los altos árboles. El nervioso caballo puso los ojos en blanco y movió las orejas en dirección al chasquido de los mosquetes.

Sharpe volvió a cargar el fusil y en esa ocasión atacó la bala con fuerza contra la carga, después desató al caballo, un gran semental de color negro, uno de los mejores que había en las caballerizas del príncipe, y Sharpe esperaba que la bestia estuviera entrenada para la batalla. Habían muerto soldados a causa de un caballo sin entrenar que se había asustado con el sonido de las descargas de mosquete. Subió a la silla, se acomodó los doloridos muslos y enfundó el fusil. Hizo girar al caballo para encararlo hacia el este y lo hizo entrar en el crecido campo de centeno. Hasta aquel momento a los franceses les habían disparado desde el campo que tenían a su izquierda, ahora iban a ver a un oficial a su derecha.

Un grito le dio a entender a Sharpe que, en efecto, le habían visto. El centeno lo mantenía oculto a los soldados rasos franceses y sólo los oficiales que iban a caballo podían ver al fusilero por encima de la alta cosecha. Sharpe agitó el brazo derecho como si estuviera haciendo señas a una línea de fusileros para que avanzaran. Por lo que los oficiales franceses sabían, el espeso centeno podía haber escondido a dos batallones enteros de casacas verdes.

Sonó una trompeta de los franceses. Sharpe fue trotando en semicírculo hacia el flanco del enemigo para simular un ataque en línea, luego se dio la vuelta y espoleó a su caballo para regresar a Quatre Bras. Desperdiciaron una descarga contra él, pero se encontraba demasiado lejos del alcance de las armas, y las balas se malgastaron entre los gruesos tallos. Tres oficiales a caballo se adentraron en el campo tras la descarga, pero Sharpe ya se había alejado lo suficiente para que ninguno de ellos le supusiera una amenaza. Se limitó a dirigirse al trote hacia el norte con la idea de disparar unos cuantos disparos de fusil más desde la granja que había junto al vado.

El ruido de cascos resonó a la izquierda de Sharpe y vio a otro oficial francés que bajaba por la carretera principal galopando frenéticamente. Sharpe espoleó a su semental, pero el suelo bajo el centeno era traicionero; la tierra estaba húmeda y mantenía la forma de los surcos del arado, por lo que el semental no podía igualar la velocidad del francés que iba por encima del camino adoquinado. El semental tropezó, Sharpe casi se cayó y cuando se recuperó vio que el francés había dado un brusco viraje alejándose del camino y que, con el sable desenvainado, iba directo a cargar contra él. Era un soldado joven, probablemente un teniente.

¡Maldito fuera el condenado soldado! En todos los ejércitos había oficiales que necesitaban demostrar su coraje mediante el combate individual. El duelo también podía ser de ayuda en la carrera militar: si aquel joven teniente francés podía volver a su batallón con el caballo y las armas de Sharpe sería un héroe. Tal vez incluso lo nombrarían capitán.

Sharpe frenó la marcha de su caballo y desenvainó su gran espada, pesada y difícil de manejar.

—¡Retroceda!

—¡Cuando esté usted muerto, monsieur! —respondió alegremente el francés. Parecía tan joven como Doggett. Su caballo, al igual que el de Sharpe, tuvo que reducir la marcha debido a los surcos del arado en el campo de centeno, pero el francés lo espoleó para que siguiera adelante a medida que se iba acercando a Sharpe.

Sharpe no cedió terreno e hizo frente al ataque con su brazo derecho. El teniente, lo mismo que todos los oficiales fusileros franceses, llevaba un ligero sable curvo; era una buena arma cortante, pero no la más certera para embestir. Aquel soldado, ansioso por anotarse el primer tanto, viró bruscamente al aproximarse a Sharpe y luego se ladeó sobre su silla para asestar un golpe destripador con la hoja resplandeciente.

Sharpe simplemente paró el golpe sosteniendo su pesada espada en posición vertical. El choque del acero le sacudió el brazo hacia arriba, entonces clavó sus talones para obligar al semental a dirigirse hacia el camino. El francés había pasado rápidamente por su lado y en esos momentos trataba de dar la vuelta en medio del pegajoso centeno.

Lo único que quería Sharpe era llegar al camino. No le hacía falta demostrar nada en un combate singular. Miró por encima de su hombro izquierdo y vio que los otros tres oficiales seguían estando a unos doscientos metros de distancia, entonces un grito desafiante a su derecha reveló que el teniente francés había conseguido dar la vuelta a su caballo y lo espoleó para realizar un nuevo ataque. Se aproximaba por detrás, un poco a la derecha de Sharpe. Eso era una estupidez porque significaba que el francés tendría que dirigir el golpe de su sable por delante de su propio cuerpo y del de su caballo.

—¡No sea estúpido! —le gritó Sharpe.

—¿Tiene miedo, inglés? —dijo riendo el teniente.

Entonces fue cuando Sharpe sintió la ira, esa ira fría que parecía ralentizar el transcurso del tiempo en si y hacer que las cosas se vieran con muchísima claridad. Vio el pequeño bigote del francés encima de los dientes que enseñaba. El chacó del soldado tenía una escarapela de color rojo, blanco y azul, y en la correa de cuero del mismo faltaban algunas de las chapas metálicas superpuestas. El caballo del teniente sacudía la cabeza, resoplaba y levantaba mucho sus brillantes cascos al pisotear la cosecha. En su arremetida el caballo hacía saltar cascabillos de centeno y trozos de paja. El sable del teniente estaba alzado y reflejaba la mortecina luz del sol en su brillante lustre, listo para el golpe descendente que tenía que destrozarle el cráneo a Sharpe. Sharpe sostenía su espada a la altura del estribo, casi como si le diera pereza luchar. Los tallos de centeno golpeaban la larga hoja como si fueran látigos. Sharpe frenó deliberadamente al semental para que fuera más lento y dejar así que el ansioso francés lo alcanzara, pero justo un instante antes de que el iluminado sable golpeara hacia abajo con fuerza, Sharpe impulsó la larga espada hacia atrás y hacia arriba.

La pesada hoja chocó con una fuerza brutal contra la boca del caballo del teniente. La bestia se alzó sobre sus patas traseras con un alarido y con los labios y los dientes ensangrentados. Sharpe ya estaba dando la vuelta a su semental por delante. El teniente trataba desesperadamente de aguantar en su silla. Agitó el brazo con el que sostenía el sable para recuperar el equilibrio y entonces dio un grito al ver que la pesada espada iba directa a su garganta. Intentó dar la vuelta para alejarse, pero su caballo cayó sobre sus patas delanteras y el teniente salió despedido hacia delante con toda la fuerza de su peso.

Sharpe sostuvo su espada de hoja recta apuntando a la garganta del teniente y mantuvo la posición del codo mientras el francés caía sobre el acero. Hubo un instante de resistencia y la punta de la espada perforó piel y músculo para hundirse en los principales vasos sanguíneos del cuello del francés.

Su grito de terror se apagó en el acto. Parecía tener los ojos clavados en Sharpe mientras moría, ofreciéndole al inglés una mirada de sorpresa y remordimiento a la vez; luego, un chorro de sangre, brillante como el mismísimo sol, brotó de la herida y empapó el brazo y hombro derechos de Sharpe. Las gotas de sangre salpicaron su rostro, el francés cayó y su agonizante peso le arrancó del cuerpo la larga hoja de acero.

Sharpe hizo girar a su semental y se alejó. Por un momento pensó en llevarse el caballo del teniente, pero no quería tener que cargar con la bestia. Vio que los otros tres oficiales franceses frenaban su avance. Blandió la ensangrentada espada hacia ellos con un saludo burlón y, al trote, regresó a la carretera.

Allí se detuvo, se limpió la hoja en los pantalones y envainó la espada. La fina manga de color verde de su viejo uniforme se había teñido de rojo. Hizo una mueca de asco ante el olor de la sangre fresca y sacó el fusil cargado de la pistolera. Los tres oficiales lo observaron, pero ninguno trató de acercársele.

Se quedó mirando la curva que describía el camino junto a los castaños. Al cabo de un minuto aparecieron los primeros fusileros franceses. Se detuvieron al verlo y se lanzaron al ataque a izquierda y derecha, pero a cincuenta metros el fusil era mortífero y Sharpe vio como su bala tiraba directamente al suelo a un soldado.

Pero a cincuenta metros los mosquetes franceses eran casi tan certeros como el rifle Baker. Sharpe clavó los talones y se lanzó carretera abajo como si el demonio o el infierno le persiguieran. Contó hasta ocho, entonces viró bruscamente hacia la izquierda y se adentró en el crecido centeno justo cuando la descarga de los franceses atravesaba la nube de polvo que habían dejado los cascos de su caballo.

La pequeña descarga no dio en el blanco. Sharpe siguió cabalgando cuesta abajo hasta llegar al riachuelo donde, mientras el semental bebía, volvió a cargar el fusil y metió el arma en su pistolera. Entonces, convencido de que los franceses frenarían su avance hasta estar seguros de que no les aguardaba ningún piquete emboscado, dirigió la mirada al oeste, hacia las nubes, y dio un largo y hondo suspiro.

Estaba evaluando el miedo que acababa de sentir. Los recuerdos de la batalla de Toulouse lo habían perseguido durante meses, haciéndole revivir el terror laxante que había sentido en aquel último conflicto de la última guerra. No había habido ningún horror especial asociado a Toulouse que explicara aquel extraordinario miedo, la batalla había resultado menos amenazadora que media docena de los combates en España, no obstante, Sharpe nunca había olvidado aquel miedo atroz ni su alivio cuando se declaró la paz. Había colgado su maltrecha espada sobre el armario de las especias en la cocina de Lucille y había afirmado alegrarse de que nunca más tuviera que sacar la hoja deslucida por la guerra de su vaina metálica. Sin embargo, desde Toulouse, se había preguntado si el coraje lo había abandonado para siempre.

Mientras sostenía en alto la mano manchada de sangre bajo la luz del atardecer, encontró su respuesta. La mano no se movía, sin embargo en Toulouse esa misma mano había temblado como la de un hombre aquejado del baile de San Vito. Sharpe cerró lentamente el puño. Sintió un inmenso alivio al ver que había recuperado el coraje, pero también se avergonzó de que el descubrimiento le hubiera gustado.

Levantó la vista hacia las nubes. Le había asegurado a Lucille que combatía solamente para no ver peligrar su pensión, pero en realidad él había querido saber si sus antiguas habilidades seguían estando o si, al igual que un cañón disparado con demasiada rapidez y frecuencia, sencillamente se había agotado como soldado, pero lo sabía, y había sido todo facilísimo. El joven teniente se había abalanzado sobre la hoja de su espada y Sharpe no había sentido nada. Dudaba incluso que se le hubiera acelerado el pulso al matar. Veintidós años de guerra habían mejorado aquella destreza hasta casi rozar la perfección y, como resultado, pronto habría una madre llorando en Francia.

Miró hacia el sur. No se percibía ningún movimiento entre las crecidas cosechas. Los franceses estarían reuniendo a sus bajas y los oficiales mirarían fijamente hacia el norte en busca de una línea de piquetes inexistente.

Sharpe le dio unos golpecitos al caballo y lo llevó al paso siguiendo el riachuelo hasta llegar al vado, donde una vez más se quedó esperando el avance del enemigo. La mujer había vuelto al arco de entrada de la granja y desde allí, ella y dos hombres miraban nerviosamente hacia la carretera que conducía a Frasnes. Un tábano se posó en el cuello del semental. Sharpe le dio un palmetazo y le brotó sangre; luego desenfundó el fusil y lo sostuvo cruzado sobre la silla. Dispararía una vez más a los franceses antes de retirarse de vuelta al cruce.

En ese momento, por detrás de él, desde el norte, oyó el sordo estruendo de los tambores y las débiles notas alegres de una flauta. Al darse la vuelta en la montura vio una columna de infantería en la encrucijada de Quatre Bras. Por un instante, le dio un vuelco el corazón al creer que había llegado un batallón de fusileros, entonces vio los cinturones cruzados de color amarillo sobre las casacas verdes y supo que tenía ante sus ojos a las tropas de Nassau del príncipe Bernhard de Saxe-Weimar. Los oficiales de brigada alemanes espolearon a sus caballos carretera abajo hacia donde estaba Sharpe.

Saxe-Weimar había llegado justo a tiempo. En la larga pendiente que se extendía por encima de Sharpe, el batallón francés se había desplegado en formación de escaramuza. No se les veía entre el alto centeno, sin embargo, se podía seguir la pista de su resuelto avance debido a la alteración que causaban en las cosechas que atravesaban. El batallón de tropas de Nassau bajaba por la carretera a paso ligero al tiempo que sus oficiales cabalgaban hacia el arroyo para señalar el lugar donde la infantería formaría una línea.

Sharpe retrocedió y cabalgó tras las tropas que avanzaban. Algunos soldados le lanzaron curiosas miradas a causa de la sangre que cubría su brazo derecho. Destapó su cantimplora y bebió un largo trago de agua. Más tropas de infantería de Nassau bajaban corriendo por la carretera y sus pesadas botas levantaban un polvo espeso. Unos pequeños jóvenes tambores, con los labios cubiertos de endurecido polvo del camino, marcaban un desigual ritmo de avance mientras corrían. Las tropas parecían bastante entusiasmadas, pero los próximos segundos serían la prueba de fuego de su disposición para luchar contra su antiguo señor, Napoleón.

El primer batallón de tropas de Nassau se formó en una línea de cuatro filas en el lado izquierdo del camino. El coronel del batallón se quedó mirando fijamente el azote de soldados ocultos en el campo de centeno situado al otro lado del arroyo, y luego ordenó a sus hombres que se prepararan.

Los soldados se llevaron los mosquetes al hombro.

El coronel hizo una pausa.

—¡Fuego!

Tras un silencio de milésimas de segundo la descarga retumbó con una fuerza tremenda en la tranquila atmósfera de la tarde. Las balas de mosquete salieron despedidas por encima del arroyo y doblaron el centeno de la cosecha, como si una ráfaga de viento hubiera azotado sus tallos. Al borde del camino los grajos batieron furiosamente las alas en señal de protesta ante aquel alboroto.

—¡Carguen! —A ojos de Sharpe, la actuación de los mosquetes del batallón era lamentablemente lenta, pero no importaba: estaban luchando.

Unos cuantos fusileros franceses devolvieron el fuego, pero eran muy superados en número y disparaban totalmente al azar. Otro batallón de tropas de Nassau se había alineado en el lado derecho del riachuelo.

—¡Fuego! —Fue de nuevo el primer batallón. Se acercaban aun más soldados desde el cruce, desplegándose a izquierda y derecha por detrás de las dos primeras unidades. Los oficiales de estado mayor galopaban afanosamente tras las líneas donde el estandarte del batallón brillaba en la penumbra. Los tambores seguían con su estruendo.

—¿Cuántos son? —El comandante de brigada, que hablaba inglés con un marcado acento alemán, frenó su caballo al lado de Sharpe.

—Yo sólo vi a un batallón de fusileros.

—¿Cañones? ¿Caballería?

—No los he visto, pero no pueden estar muy lejos.

—Los retendremos aquí todo el tiempo que podamos —el comandante de brigada dirigió la mirada al sol. Ya no faltaba mucho para que anocheciera y sin duda el avance francés se detendría al caer la noche.

—Informaré al cuartel general de que están aquí —dijo Sharpe.

—Necesitaremos ayuda por la mañana —dijo con fervor el comandante de brigada.

—La tendrán. —Sharpe esperó haber dicho la verdad.

El teniente Simon Doggett aguardaba en el cruce y frunció el ceño al ver el brazo ensangrentado de Sharpe.

—¿Está usted herido, señor?

—Es sangre de otra persona —Sharpe frotó la mancha de sangre pero todavía estaba húmeda—. Tiene que regresar a Braine-le-Comte. Dígale a Rebecque que la encrucijada de Quatre Bras está a salvo pero que seguramente por la mañana los franceses atacarán con un mayor número de efectivos. Dígale que aquí necesitamos soldados, ¡cuantos más mejor!

—¿Y usted, señor? ¿Se va a quedar aquí?

—No. Cogeré el caballo de refresco —Sharpe bajó deslizándose de la silla y empezó a desabrochar la cincha—. Usted llévese éste de vuelta al cuartel general.

—¿Adónde va, señor? —Doggett, al ver el atisbo de irritación en el rostro de Sharpe, justificó su pregunta—. Seguro que el barón me lo pregunta, señor.

—Dígale a Rebecque que voy a Bruselas. El príncipe quiere que asista a un maldito baile.

Simon Doggett palideció mientras miraba el raído uniforme de Sharpe empapado de sangre.

—¿Así, señor? ¿Va a ir a un baile vestido así?

—Estamos en guerra, maldita sea. ¿Qué espera el Joven Franchute? ¿Galones y bombachos? —le dio a Doggett la brida del semental y se llevó la silla para ponérsela al caballo de repuesto—. Dígale a Rebecque que me dirijo a Bruselas para hablar con el duque. Alguien tiene que explicarle lo que está ocurriendo aquí. ¡Vamos, muévase!

Por detrás de Sharpe los disparos se habían extinguido. Los franceses se habían retirado, era de suponer que a Frasnes, en tanto que los soldados de Saxe-Weimar habían empezado a montar sus campamentos. Se oía con fuerza el sonido de sus hachas en el largo bosque cuando cortaban la leña para encender las hogueras y hacer la comida. Los habitantes de la aldea, intuyendo la destrucción que seguiría a la llegada de aquellos soldados, estaban metiendo sus escasas pertenencias en el carro de la granja. La niña pequeña lloraba y buscaba a sus gatitos perdidos. Un hombre le soltó una maldición a Sharpe y se fue para ayudar a enganchar la mula al carro.

Sharpe montó cansinamente su caballo de refresco. La encrucijada estaba a salvo, al menos por esa noche. Chasqueó los dedos para que Nosey lo siguiera y se puso a cabalgar hacia el norte en la penumbra. Se dirigía a un baile.