NOTA HISTÓRICA

En efecto, fue algo casi precipitado, «lo más precipitado que nadie vio en toda su vida», según confesó el duque de Wellington el día después de la batalla, pero Napoleón, como también dijo el duque, «se limitó a avanzar al viejo estilo, en columnas, y fue ahuyentado también al viejo estilo».

Probablemente, el mismísimo duque se hubiera contentado con dejar que eso constituyera un informe completo sobre la batalla de Waterloo, puesto que era un hombre bien conocido tanto por la brevedad de sus despachos como por su antipatía por los escritores. Posteriormente explicó que había estado demasiado expuesto a los escritores. A uno de ellos, que buscaba la ayuda del duque para un proyectado relato de la batalla, le aconsejó con vehemencia que no se metiera en camisas de once varas: «Puede estar seguro de que nunca hará de ello un buen trabajo». A otro esperanzado escritorzuelo semejante le comentó con desdén que, para el caso, era lo mismo que uno quisiera escribir la historia de un baile como la de una batalla.

Sin embargo, hubo muchos que no hicieron caso de los consejos del duque, y debo confesar mi enorme deuda con todos aquellos cuya temeridad ha dado como fruto la extensa biblioteca que existe sobre Waterloo. Hay demasiados libros para citarlos aquí, pero sería un desvergonzado si no mencionara a dos de ellos. Hasta el duque hubiese dado su aprobación a la obra de Jac Weller, Wellington at Waterloo, el último volumen de su admirable trilogía sobre la carrera militar del duque. Cuando encontré alguna discrepancia entre mis fuentes y me sentí incapaz de aclarar el asunto mediante mi propia investigación, me basé en la interpretación de Jac Weller, y dudo que me fallara.

Tiemblo al imaginar lo que el duque pensaría en cuanto a que una mujer escribiera sobre su batalla, pero, a mi parecer, el mejor relato de Waterloo es el que pone fin a Wellington, The Years of the Sword, de Elizabeth Longford. He utilizado la obra de la señora Longford como fuente para mis citas exactas del duque, pero también para muchas más cosas, y dudo que nadie pueda volver a escribir sobre Wellington o sobre Waterloo sin basarse en el maravilloso libro de la señora Longford.

Existen cientos de versiones contemporáneas sobre la batalla y sin embargo sigue habiendo controversia. Incluso en el mismo momento de la batalla los soldados no siempre vieron lo que creían ver, lo cual es el motivo de que ahora Gran Bretaña tenga un regimiento llamado la Guardia de Granaderos. Ése es el regimiento que derrotó a la columna más grande de la Guardia Imperial, que iban convencidos de que habían vencido a los Granaderos de la Guardia y que, para celebrar su victoria, adoptaron el nombre de su enemigo. En realidad se enfrentaron y derrotaron a los Cazadores de la Guardia, pero ahora parece un poco tarde para corregirlo.

Hay otros misterios. ¿De verdad el príncipe de Orange expuso a la infantería en línea ante la caballería en tres ocasiones? Yo sigo convencido de que lo hizo, aunque algunos dicen que no fue el responsable del descalabro en Quatre Bras. Tampoco existe un acuerdo sobre lo que ocurrió frente a la columna más pequeña de la Guardia Imperial. Sin duda hubo algunos casacas rojas que huyeron, pero no hay ni dos versiones que concuerden completamente en la manera en que fueron vueltos a formar para vencer a la Guardia, al igual que tampoco hay dos versiones que concuerden sobre cuántas veces la caballería francesa cargó contra los cuadros; los soldados que sobrevivieron a esos asaltos dieron unas cifras tan diversas como seis o veintiséis. Al menos un oficial francés legó a los historiadores un excelente relato sobre cómo rompieron uno de los cuadros británicos y de cómo pasaron una y otra vez por encima de sus restos hasta que no quedó más que unos rojos destrozos, pero, aunque la versión es magnífica, no hay ni una sola prueba que la confirme.

Sin embargo, hay muchas pruebas que respaldan la historia del oficial más gordo del ejército prusiano al que se le confió la noticia de la invasión francesa, igual que es lamentablemente cierto que el general Dornberg interceptó un despacho para Wellington y se negó a remitirlo aduciendo que no lo creía. De este modo, Wellington fue embaucado por Napoleón, cuya concentración de fuerzas y la rapidez con la que las hizo avanzar por la frontera holandesa fue una de sus más grandes hazañas de guerra.

Entonces, ¿quién ganó en Waterloo? ¿O quién perdió? Son preguntas que se siguen debatiendo. El príncipe de Orange, en una carta dirigida a sus padres que escribió la noche de la batalla, no tenía ninguna duda: «Mis queridos padres: Hoy hemos tenido un glorioso encuentro con Napoleón y fueron mis tropas las más castigadas por el combate y a quienes debemos la victoria». Luego continúa diciendo que fueron los prusianos los que en realidad ganaron la batalla, avivando así el debate entre los partidarios de Blücher y los de Wellington. La verdad es muy simple: Wellington no habría combatido en Waterloo si no hubiese creído que los prusianos marchaban en su ayuda, y los prusianos, a pesar de Gneisenau, no habrían marchado si no hubiesen creído que Wellington tenía intención de oponer resistencia. En suma, fue una victoria aliada, y la sugerencia de Blücher de La Belle Alliance como nombre para la batalla era sin duda más apropiada que nombrarla extrañamente Waterloo, sobre lo que insistió Wellington simplemente porque había dormido allí las noches anterior y posterior al conflicto.

Es una ironía que la muy poco razonable desconfianza hacia Wellington por parte de Gneisenau probablemente hiciera la victoria completa. Si los prusianos hubiesen llegado al campo a primera hora de la tarde, cuando se les esperaba, sin duda Napoleón se habría replegado tras cubrir duramente la retirada. Habría conservado su ejército para luchar otro día entre la cortina de fortalezas que aguardaban a los aliados justo al otro lado de la frontera francesa. Pero ocurrió que el ejército del emperador quedó tan destrozado aquella tarde en Waterloo y estaba tan profundamente entregado cuando los prusianos llegaron, que Napoleón no lo pudo sacar de allí y de esa forma sus soldados cayeron hacia una completa derrota, una derrota tan espantosa que la moral de las guarniciones de la fortaleza y de todos los demás soldados de Francia se vino abajo ante la noticia.

Si bien existe una infructuosa controversia sobre si fue Wellington o Blücher el máximo responsable de la victoria, aún hay más discusiones sobre el don de mando del emperador. Las versiones francesas de la batalla describen Waterloo como una gloriosa victoria francesa que por algún motivo se torció en el último minuto. El peor general de la batalla, afirma con seguridad un historiador francés, fue Wellington, y luego cita una lista nada desdeñable de errores de los ingleses, todo ello utilizado para demostrar la supremacía de Napoleón. A lo cual podríamos responder, como el general Cambronne de la Guardia Imperial cuando se le exigió que se rindiera al final de la batalla, «merde». La educada historia francesa insiste en que en realidad Cambronne dijo: «La Vieja Guardia muere, nunca se rinde», pero ese magnífico desafío fue invención de un periódico, y ambas versiones ignoran el hecho de que Cambronne se rindió de todas formas. Los mismos historiadores que denigran a Wellington son también los primeros en alegar que el emperador tenía hemorroides o cualquier otra excusa médica que supuestamente le hizo perder el ritmo aquel día, lo cual hace que uno se pregunte por qué, para empezar, optó por combatir. Napoleón lo eligió así, y perdió, y se pasó los siguientes (y últimos) seis años de su vida construyendo una leyenda de su gloria que todavía creen en Francia.

En ningún lugar fuera de Francia es más visible esa gloria que en el propio Waterloo. El campo de batalla es un auténtico monumento a Napoleón y a su ejército, tanto es así que a un visitante ignorante se le podría perdonar si creyera estar visitando el escenario de un gran triunfo francés. El cambio más grande en el escenario se hizo, lamentablemente, en la derecha británica, en la colina donde la caballería francesa fue destruida y donde fue derrotada la Guardia Imperial. Los holandeses quitaron un metro o metro y medio de tierra de la cima de aquella loma para construir su inmenso monumento de un león que actualmente domina el campo. Más merde. De todas formas, la colina sigue allí, aunque un poco más baja de lo que era en 1815, y cuenta ahora con un aparcamiento para automóviles, cafeterías, museos y tiendas que venden toda una variedad de souvenirs de lo más vulgar, rimbombante y deteriorado. El único artículo que vale la pena adquirir es la excelente guía del campo de batalla en inglés de David Howarth. La Belle Alliance es una discoteca. La Haye Sainte no está abierta al público, pero si haces frente al tráfico que ahora cruza el campo de batalla a toda velocidad en cuestión de segundos, es posible quedarse en la puerta y mirar el interior del corral. Hougoumont, todavía con sus cicatrices es más acogedora y bien vale la pena visitarla; está señalizada como «Goumont» y puedes acercarte a través de las puertas que el coronel MacDonnell cerró a los intrusos franceses, un acto al que Wellington se refirió como el más valiente realizado durante la batalla. En la ciudad de Waterloo, la casa donde el duque pasó las noches anterior y posterior a la batalla es un museo, mientras que la iglesia de enfrente tiene algunos monumentos conmemorativos magníficos. Quatre Bras también merece una visita, y aunque el bosque que guarneció Saxe-Weimar hace tiempo que ha desaparecido, el prado está relativamente igual y es fácil de encontrar si vas hacia el sur desde Waterloo.

La campaña creó muchos héroes. Entre los famosos se encuentra el coronel MacDonnell, que cerró la puerta de Hougoumont, y su enemigo directo, el gigantesco teniente Legros, que empuñaba el hacha en su asalto al castillo. Es memorable la defensa del estandarte del abanderado Christie en Quatre Bras, así como el escalofriante relato del sargento Ewart sobre cómo capturó el águila durante la carga de la caballería británica. El mariscal Ney, cuyo último caballo fue alcanzado por un disparo durante el ataque de la Guardia Imperial, se lanzó furiosamente con una espada rota a hacer formar de nuevo a los derrotados franceses. Ney, que verdaderamente era un hombre valiente, sobrevivió sólo para ser ejecutado por un restaurado Luis XVIII a pesar de la petición de clemencia de Wellington. Corre la feliz leyenda de que el mariscal pelirrojo escapó a ese castigo y pasó el resto de sus días en el anonimato en Carolina del Sur. Ojalá fuera cierto.

La guerra no terminó con la victoria en Waterloo, aunque casi. Gneisenau, pese a su empecinamiento durante el día de la batalla, realizó una magnífica persecución a lo largo de toda la corta noche veraniega que terminó con las esperanzas francesas de volver a formar a los supervivientes del ejército. Los ejércitos aliados cruzaron entonces la frontera y el 4 de julio París se rindió. Napoleón abandonó Francia once días después para volver únicamente como un cadáver sagrado en 1840.

El siglo XIX no iba a ver una matanza comparable hasta la Guerra Civil americana. Gettysburg fue una batalla tan atroz como Waterloo, con un contingente y un número de bajas similar. Las dos batallas decidieron grandes cuestiones pero al precio de un gran horror. Lo que hizo que Waterloo fuera tan horrible fue la pequeñez de la zona en la que estaban metidos tantos soldados y máquinas de matar. Hoy, desde el lugar donde estuvo el olmo (sus restos fueron reducidos a mobiliario), se puede ver prácticamente todo el campo de batalla. Un tercio de los soldados que lucharon en el valle se convirtieron en bajas. No es de extrañar que Wellington después rezara para que aquélla hubiera sido su última batalla.

No todos los soldados de los ejércitos británico y francés combatieron en Waterloo. Napoleón había separado todo un cuerpo para perseguir a los prusianos, el cual se las arregló para perseguirlos en la dirección equivocada y por lo tanto estuvieron ausentes de la batalla. Sin duda su presencia hubiera cambiado las cosas, pero también las hubiese cambiado la presencia de los diecisiete mil soldados de la excelente infantería que el duque mandó para que guardaran su supuesta línea de retirada. Por supuesto, si los franceses hubieran vencido en Quatre Bras, no habría habido ninguna batalla en Waterloo; y, extrañamente, un cuerpo francés se pasó todo el día marchando entre Ligny y Quatre Bras. Precisamente cuando estaban a punto de quedarse en Quatre Bras, recibieron una orden que los mandaba regresar a Ligny, y cuando estuvieron a punto de entrar en combate en Ligny, otra orden los hizo marchar de nuevo hacia Quatre Bras. Si ese cuerpo hubiera entrado en acción contra Wellington, dudo que entonces hubiésemos oído hablar tanto sobre las hemorroides del emperador durante los últimos ciento setenta y cinco años.

Tanto si fue a causa de las hemorroides de un emperador como si no, las largas guerras de Europa contra la Francia revolucionaria e imperial finalmente habían terminado. Para los veteranos peninsulares del ejército británico había sido un largo camino desde Portugal hasta Bélgica y por último hasta París, un camino que ahora Sharpe y Harper ya han recorrido en toda su sangrienta extensión. Tal vez emprendan de nuevo la marcha, pero hacia dónde, o cuándo, ni ellos ni yo lo sabemos aún.