CAPÍTULO 2
Una hora después de que el bote de metralla hubiera abatido y destrozado al sargento de los dragones francés y a su caballo, otro soldado de caballería cabalgaba bajo el brillante sol estival.
Ese soldado se encontraba en Bruselas, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte del lugar donde el emperador inició la invasión de Bélgica. Era un oficial alto y bien parecido que iba vestido con las galas de color rojo escarlata y azul de la caballería real. Montaba un formidable corcel negro magníficamente almohazado y obviamente caro. El jinete llevaba un casco griego dorado con lana de color negro y rojo en la cimera y un penacho de plumas blancas. Sus descoloridos pantalones de gamuza todavía estaban húmedos, puesto que para lograr que quedaran bien ajustados a los muslos era mejor ponérselos mojados y dejar que se encogieran. Su pesada y recta espada, metida en una vaina dorada, colgaba de la gualdrapa de color azul real de su silla, que llevaba bordado el monograma del rey. Las botas negras del oficial le llegaban hasta las rodillas, las espuelas eran de acero dorado, la alforja refulgía por las lentejuelas y el bordado de oro, su casaca corta de color rojo escarlata iba rodeada de un fajín dorado, y el alto y duro cuello estaba cubierto de brillante galón blanco. Su silla de montar estaba revestida con lana de cordero y las cadenas de la barbada del caballo eran de plata pura; sin embargo, a pesar de toda aquellas llamativas galas, era el rostro del oficial británico lo más sorprendente.
Era un joven apuesto, y en las primeras horas de aquella mañana su expresión de plena felicidad lo hacía parecer aún más atractivo. Las lecheras y los barrenderos de la Rue Royale no tuvieron ninguna duda de que aquel oficial británico se alegraba de estar vivo, de que estaba encantado de encontrarse en Bélgica y de que esperaba que todo el mundo en Bruselas compartiera su evidente disfrute de la vida, la salud y la felicidad.
Se llevó la mano a la negra visera esmaltada de su casco, como respuesta al saludo del centinela con casaca roja que se hallaba ante una cara puerta principal, y siguió adelante a medio galope a través de las calles de Bruselas hasta que llegó a una gran casa en la Rue de la Blanchisserie. Todavía era temprano, pero en el patio de la casa había mucho movimiento de comerciantes y carretas que traían sillas, atriles, comida y vino. Un palafrenero se llevó la montura del soldado de caballería, al tiempo que un lacayo de librea se ocupó de su casco y de su pesada y voluminosa espada. El oficial de caballería se pasó una mano por el cabello largo y dorado mientras subía corriendo las escaleras que llevaban a la casa.
No esperó a que los criados abrieran las puertas, entró directamente al vestíbulo y luego a la gran sala de baile donde una veintena de pintores y tapiceros terminaban el trabajo de una larga noche durante la cual habían transformado el salón de baile en una fantasía de seda suspendida. Unas brillantes bandas de tejido en color dorado, rojo escarlata y negro cubrían el techo, mientras que, entre las chillonas tiras de tela, un flamante papel pintado con emparrados cubiertos de rosas disimulaba las manchas de humedad que había en el enlucido de la habitación. Habían bajado las enormes arañas de la estancia al nivel del suelo, donde los sirvientes metían laboriosamente cientos de velas en los soportes de plata y cristal acabados de limpiar. Otros trabajadores enroscaban unas enredaderas de hiedra en unos pilares recién pintados de color naranja, al tiempo que una anciana esparcía tiza de sastre por el suelo para que los zapatos de baile no resbalaran sobre el lustrado parqué.
El oficial de caballería, claramente encantado con los esmerados preparativos, cruzó la habitación a grandes zancadas.
—¡Bristow! ¡Bristow! —Sus botas altas dejaron huellas sobre la tiza recién esparcida—. ¡Bristow! ¡Granuja! ¿Dónde está?
Un hombre de cabello cano y chaqueta negra, con el abrumado aspecto de ser el funcionario encargado de los preparativos para el baile, salió del comedor al oír que lo llamaban de aquella forma perentoria. Su expresión de fastidio se transformó de repente en una sonrisa de alegría en cuanto reconoció al joven oficial de caballería. Hizo una profunda reverencia.
—¡Señor!
—¡Buenos días, Bristow! Es un verdadero placer verle.
—Y es un placer volver a ver a su señoría. No sabía que su señoría estaba en Bruselas.
—Llegué ayer. Anoche. —El soldado de caballería, que se llamaba lord Rossendale, paseaba la mirada por la suntuosa decoración del comedor, donde las largas mesas estaban cubiertas con mantelerías blancas y copiosamente preparadas con cuberterías de plata y porcelana fina—. No podía dormir —dijo para explicar su temprana llegada—. ¿A cuántos invitados van a tener esta noche?
—Hemos repartido cuatrocientas cuarenta invitaciones, señor.
—Cuatrocientas cuarenta y dos. —Lord Rossendale sonrió a Bristow, y entonces, como si fuera un mago, sacó una carta que blandió ante el rostro del anciano sirviente—. Dos invitaciones, si es usted tan amable.
Bristow cogió la carta, la desdobló y la leyó. La carta era del secretario privado de su excelencia y admitía con mucho gusto que a lord John Rossendale se le entregara una invitación para el baile.
—Aquí sólo dice una invitación, señor.
—Dos, Bristow. Dos, dos, dos. Finja que no sabe leer. Insisto en que sean dos. ¡Tienen que ser dos! ¿O acaso quiere que cause estragos en las mesas para la cena?
Bristow sonrió.
—Estoy seguro de que podremos conseguir que sean dos, señor.
Bristow era el mayordomo del duque de Richmond, cuya esposa daba el baile en aquella enorme casa alquilada. Existía una reñida competición por asistir. Una gran parte de la sociedad londinense se había trasladado a Bruselas para pasar el verano, había oficiales del ejército a los que les daría mucha pena que no los invitaran, y también había que entretener a la aristocracia local. La respuesta de la duquesa ante el entusiasmo que tantas personas mostraban por asistir había consistido en que imprimieran entradas pero, aun así, Bristow creía que como mínimo habría el mismo número de intrusos que de personas con invitación. No hacía ni dos días que la duquesa había dado instrucciones de que no se regalaran más pases, pero era muy poco probable que tal prohibición se aplicara a lord Rossendale, cuya madre era íntima amiga de la duquesa de Richmond.
—Su excelencia ya está desayunando. ¿Le gustaría acompañarla? —le preguntó Bristow a lord John.
Lord John siguió al mayordomo hacia las estancias privadas, donde, en un pequeño y soleado salón, la duquesa mordisqueaba una tostada.
—Nunca puedo dormir antes de un baile —le dijo a lord John a modo de saludo; luego lo miró parpadeando de asombro—. ¿Y tú qué haces aquí?
Lord John besó la mano de la duquesa. Ella llevaba puesta una bata de seda china y tenía el pelo recogido bajo una cofia. Era una mujer de mucho genio y extraordinario atractivo.
—Vine a buscar invitaciones para vuestro baile, por supuesto —dijo lord John con ligereza—. Supongo que lo dais para celebrar mi llegada a Bruselas.
—¿Qué estás haciendo en Bruselas?
—Me han destinado aquí —explicó lord John—. Llegué anoche. Hubiera venido antes, pero a uno de los caballos de nuestro carruaje se le cayó una herradura y tardamos cuatro horas en encontrar a un herrero. Tampoco pude dormir. Es demasiado emocionante —sonrió alegremente, esperando que la duquesa compartiera su alegría.
—¿Estás con el ejército?
—Claro. —Lord John tiró de la chaqueta de su uniforme como si eso demostrara sus credenciales—. Harry Paget preguntó por mí, le supliqué a Prinny que me diera permiso y al final cedió. —A lord John, aunque era oficial de caballería, nunca le habían permitido servir en el ejército. Era oficial de campo del príncipe regente, el cual se había negado rotundamente a prescindir de sus servicios; pero Henry Paget, conde de Uxbridge, que era otro amigote del príncipe y que también estaba al mando de la caballería británica, había logrado persuadir a este último para que diera una oportunidad a lord John. Lord John se rió mientras se acercaba al aparador, donde se sirvió tostadas, jamón y café—. Prinny está terriblemente celoso. Cree que debería estar aquí para luchar contra Napoleón. Y hablando de él, ¿hay alguna noticia?
—Arthur no espera saber de sus tonterías hasta julio. Creemos que tal vez haya abandonado París, pero nadie está completamente seguro. —Arthur era el duque de Wellington—. Le pregunté a Arthur si corríamos algún peligro al dar nuestro baile esta noche y me aseguró que no. Él mismo va a celebrar un baile la próxima semana.
—Debo decir que la guerra es un verdadero suplicio. —Lord John sonrió a la duquesa desde el aparador.
La duquesa hizo caso omiso de su poca seriedad, y en cambio dedicó al elegante joven una mirada de lo más suspicaz.
—¿Has venido solo?
Lord John sonrió de manera encantadora mientras regresaba a la mesa.
—Bristow tendrá la gentileza de conseguirme dos invitaciones.
—¿Supongo que se trata de esa mujer?
Lord John vaciló y luego asintió.
—Es Jane, en efecto.
—Maldito seas, Johnny.
La duquesa lo había maldecido en un tono muy suave, pero aun así sus palabras molestaron a lord John. Sin embargo, se sentía demasiado intimidado por la anciana mujer para protestar de una manera locuaz.
La duquesa supuso que tendría que escribir a la madre de lord John y confesarle que ese estúpido muchacho había llevado a su amada a Bruselas. Ella le echaba la culpa al ejemplo de Harry Paget, que se había escapado con la esposa del hermano menor de Wellington. Las muestras de adulterio tan manifiestas como aquélla se convirtieron de pronto en el deporte de moda entre los soldados de caballería, pero muy fácilmente podía transformarse en un deporte sangriento, y la duquesa temía por la vida de lord John. También la ofendía el hecho de que un joven tan encantador y tan buen partido como lord John hiciera alarde de su insensatez.
—Si estuviéramos en Londres, Johnny, ni se me ocurriría dejar que ella asistiera a un baile, pero supongo que Bruselas es diferente. De hecho, no hay manera de saber quiénes son la mitad de esas personas. Pero a mí no me presentes a esa chica, John, porque no la recibiré, ¡de verdad que no lo haré! ¿Comprendes?
—Jane es sumamente encantadora… —Lord John inició una defensa de su desairada amada.
—No me importa si es igual de hermosa que Titania y tan encantadora como Cordelia; sigue siendo la mujer de otro hombre. ¿No te preocupa su marido?
—Lo haría si estuviera aquí, pero no está. Cuando terminó la última guerra encontró a una criatura francesa y se fue a vivir con ella, y, por lo que sabemos, todavía se encuentra en Francia —lord John soltó una risita—. Es probable que Napoleón encarcelara a ese pobre idiota.
—¿Crees que está en Francia? —la duquesa sonó aterrada.
—Lo que es seguro es que no está con el ejército, me aseguré de ello.
—Ah, mi querido Johnny… —la duquesa bajó su taza de café y dirigió una mirada compasiva a su joven amigo—. ¿Se te ocurrió comprobar la lista del ejército holandés?
Lord John Rossendale no respondió. Se limitó a quedarse mirando fijamente a la duquesa.
Ella hizo una mueca.
—El teniente coronel Sharpe se encuentra en el estado mayor del Esbelto Billy, Johnny.
Rossendale palideció. Durante un segundo dio la impresión de que sería incapaz de reaccionar, pero al final recuperó el habla.
—¿Está con el príncipe de Orange? ¿Aquí?
—No en Bruselas, pero sí muy cerca. El Esbelto Billy quería a algunos oficiales del estado mayor británicos porque está al mando de tropas británicas.
Rossendale tragó saliva.
—¿Y tiene con él a Sharpe?
—Así es.
—¡Oh, Dios mío! —El rostro de Rossendale se había vuelto blanco como el papel—. ¿Va a venir Sharpe esta noche? —preguntó, despavorido.
—Desde luego, yo no lo he invitado, pero tuve que darle al Esbelto Billy una veintena de invitaciones, así que, ¿quién sabe a quién puede traer? —La duquesa vio el miedo en el rostro de su joven amigo—. Tal vez sea mejor que te vayas a casa, Johnny.
—No puedo hacer eso. —El hecho de huir hubiera sido considerado el más vergonzoso de los actos por parte de lord John; sin embargo, le aterrorizaba quedarse. No sólo había convertido a Sharpe en un cornudo, sino que, además, durante el proceso le había robado con eficacia su fortuna y ahora descubría que su enemigo no estaba perdido en Francia, sino que se encontraba con vida y cerca de Bruselas.
—Pobre Johnny —dijo con sorna la duquesa—. De todos modos, ven a bailar esta noche. El coronel Sharpe no se atreverá a matarte en mi sala de baile porque no le voy a dejar.
Pero yo en tu lugar le devolvería a su mujer y procuraría encontrar a alguien más adecuado. ¿Qué me dices de la chica Huntley? Tiene una fortuna decente y no es fea del todo.
—La duquesa mencionó a otra media docena de chicas, todas ellas un buen partido y de familia noble, pero lord John no la escuchaba. Estaba pensando en un soldado de cabello oscuro y lleno de cicatrices a quien había empobrecido y convertido en un cornudo; un soldado que había jurado matarle como venganza.
A unos sesenta y cinco kilómetros al sur, el teniente de los dragones que había sido golpeado por su caballo moribundo se desangraba en las ortigas que había junto a la cuneta. Murió antes de que ningún cirujano pudiera llegar hasta él. El criado del teniente le robó las posesiones al difunto.
Se quedó con las monedas del oficial, el relicario que llevaba alrededor del cuello y sus botas, pero tiró el libro sobre frenología. Los soldados de la primera infantería francesa descuartizaron el caballo muerto del teniente con sus bayonetas y marcharon sobre Bélgica con los trozos de carne sangrantes colgando de sus cinturones. Una hora después el carruaje del emperador pasó por delante del cadáver y molestó a las moscas que habían estado paseándose sobre el rostro del teniente muerto y poniendo huevos en su boca y en sus ensangrentados orificios nasales.
Hacía cuatro horas que había empezado la campaña.
* * * *
Los cañones prusianos se retiraron al norte de Charleroi. El oficial de artillería se preguntó por qué no se le había ocurrido a nadie volar el puente que cruzaba el río Sambre en el centro de la ciudad, pero supuso que cerca de Charleroi debía de haber vados que hubieran convertido la destrucción del magnífico puente de piedra en un gesto inútil. En cuanto los cañones se hubieron marchado, la caballería prusiana, uniformada de negro, se quedó esperando en la ciudad, al norte del río, como refuerzo de la brigada de infantería, mientras ésta registraba de arriba abajo las casas cercanas al puente en busca de muebles que, con bastante desgana, transformaron en una barricada en el extremo septentrional del mismo. Los habitantes de la ciudad, en un alarde de sensatez, se metieron en sus casas y cerraron los postigos. Muchos de ellos sacaron sus banderas tricolores de los escondites en los que las habían guardado cuidadosamente. Bélgica había formado parte de Francia hasta hacía sólo un año, y a mucha gente de aquella zona de la provincia les molestaba haberse convertido en parte de los Países Bajos.
Los franceses se aproximaron a Charleroi por todos los caminos del sur. Los dragones de casaca verde fueron los primeros en llegar a la ciudad, seguidos por los coraceros y los lanceros rojos. Ninguno de los jinetes intentó abrirse camino a la fuerza por la barricada y cruzar el puente. En lugar de eso, los lanceros rojos, muchos de los cuales eran belgas, se dirigieron al trote hacia el este en busca de un vado. En la orilla norte del río, un escuadrón de húsares prusianos seguía de cerca a los lanceros rojos, y fueron esos húsares los que, al dar la vuelta a una curva del Valle del Sambre, descubrieron a un grupo de ingenieros franceses levantando un pontón en la orilla sur. Seis de los ingenieros habían ido nadando hasta la ribera septentrional, donde estaban atando una cuerda a un enorme olmo. Los húsares desenvainaron sus sables para hacer retroceder a aquellos hombres desarmados de vuelta al río, pero la artillería francesa ya se había acercado a la orilla del sur y, en cuanto los húsares se pusieron al trote, la primera descarga cayó al otro lado del agua. Rebotó a unos pocos metros por delante del avance de los húsares y fue a parar a un bosque, cuyas ramas cubiertas de hojas atravesó y rompió con estrépito.
El capitán de los húsares les gritó a sus hombres que volvieran. Vio uniformes rojos más arriba, en la misma orilla del río, lo cual demostraba que los lanceros habían encontrado un sitio por el que cruzar. Condujo a sus hombres de vuelta a Charleroi, donde se observaba el parpadeo de un poco entusiasta combate de mosquetes. Los dragones franceses habían tomado posiciones en las viviendas que había al sur, mientras que la infantería prusiana, con sus casacas de color azul oscuro y sus chacós negros, se alineaban en la barricada. El capitán de los húsares informó a un comandante de brigada prusiano de que la ciudad ya estaba flanqueada, y la noticia fue suficiente para hacer que la mayor parte de la infantería prusiana marchara con brío hacia el norte. Una última y burlona descarga francesa astilló la barricada hecha de muebles y la ciudad quedó en silencio. Los húsares prusianos, a los que habían dejado con un batallón de infantería para guarnecer la mitad norte de Charleroi, esperaron a que la infantería francesa llegara a la ciudad y ocupara las casas de la ribera sur del río. Los vidrios se estrellaron estrepitosamente contra los adoquines cuando los soldados rompieron los cristales de las ventanas para usarlas como burdas aspilleras para los mosquetes.
A unos ochocientos metros al sur del puente, los primeros oficiales del estado mayor francés revolvían la correspondencia en la oficina de correos en busca de cartas que hubieran podido enviar los oficiales aliados y que proporcionaran alguna pista sobre los planes de británicos y prusianos. Esas pistas aumentarían la vergonzosa riqueza de información que hacía poco había entrado en el cuartel general de Napoleón gracias a los belgas que deseaban desesperadamente volver a formar parte de Francia. Las brillantes banderas tricolores que colgaban de los pisos superiores de las casas recién liberadas de Charleroi eran una prueba de ese anhelo.
Un general francés de los dragones encontró a un coronel de infantería con anteojos en una taberna cercana al río, y exigió furiosamente que se le explicara por qué no se había capturado el puente de la barricada. El coronel le contó que él todavía estaba a la espera de recibir órdenes, y el general, como soldado de caballería que había sido antaño, maldijo y le gritó que a un oficial francés no le hacían falta órdenes cuando el enemigo estaba tan a la vista.
—¡Ataque ahora, maldito estúpido, si no quiere renunciar a formar parte de las fuerzas del emperador!
El coronel, ducho en dirigir una guerra de manera apropiada, interpretó como excitación el grosero entusiasmo del general, y con tacto intentó calmar al anciano explicándole que lo más sensato era esperar que la artillería llegara a la ciudad y sólo entonces preparar un ataque contra la infantería que defendía el puente desde la barricada.
—Dos descargas de los cañones serán suficientes para acabar con ellos —explicó el coronel—, y por nuestra parte no habrá necesidad de sufrir ninguna baja. Es lo más prudente, ¿no lo cree? —El coronel dedicó al general una sonrisa condescendiente—. ¿Tal vez al general le apetecería tomar una taza de café?
—¡A la mierda su café! ¡Ya la mierda usted! —El general de los dragones agarró al coronel por la chaqueta de su uniforme y tiró de él hasta que estuvo tan cerca que pudo oler el aliento a ajo y brandy del general—. Voy a atacar el puente ahora —gruñó el general—, y si lo capturo volveré aquí, le arrancaré sus malditas pelotas prudentes y pondré al frente de su regimiento a un hombre de verdad.
Soltó al coronel y se escabulló por la puerta de la taberna hacia la calle. Una bala de mosquete prusiano le pasó volando por encima de la cabeza y fue a dar contra la pared de una casa cubierta de carteles que anunciaban una feria que iba a celebrarse en la festividad de San Pedro y San Pablo. Alguien había pintado con cal un eslogan con letras enormes por encima de la sarta de carteles: VIVE L’EMPEREUR!
—¡Usted! —le gritó el general a un teniente de infantería que se refugiaba en un callejón del intermitente fuego prusiano—. ¡Traiga a sus hombres! Sígame. ¡Corneta! ¡Toque de reunión! —El general le hizo señas a su ordenanza para que le trajera el caballo y, haciendo caso omiso de los disparos de los mosquetes prusianos, se subió a la silla y desenvainó su espada—. ¡Franceses! —gritó para reunir a todo aquel soldado que pudiera oírle—. ¡Bayonetas! ¡Sables!
El general sabía que debían tomar la ciudad, y el día seguía avanzando con rapidez; se disponía a dirigir un variopinto ataque contra los soldados de la infantería prusiana que flanqueaban la burda barricada. En uno de los extremos de la pila de muebles creyó ver un punto más bajo por donde un caballo tal vez podría saltar el obstáculo. Espoleó a su caballo para ponerlo al trote y los cascos hicieron saltar chispas de los adoquines.
El general era consciente de que probablemente iba a morir, puesto que la infantería disfrutaba matando a la caballería y él iba a ser el jinete que encabezaría el ataque contra el puente, pero el general era un soldado y ya hacía tiempo que había aprendido que el verdadero enemigo de un soldado es el temor a la muerte. Si se vencía ese miedo, la victoria era segura, y la victoria traía consigo gloria y fama, medallas y dinero y, lo mejor de todo, lo más dulce, lo más glorioso y maravilloso de todo: la modesta sonrisa burlona de un bajito emperador de pelo negro que le daría unas palmaditas al general de los dragones como si se tratara de un perro fiel. La idea de aquel favor imperial hizo que el general apretara el paso de su caballo y alzara su maltrecha espada.
—¡A la carga! —Detrás de él, estimulados con su ejemplo, una irregular concentración de dragones desmontados e infantería sudorosa se dirigió en tropel hacia el puente. El general, con los blancos bigotes manchados de tabaco, espoleó a su caballo en dirección al puente.
La infantería prusiana apuntó sus mosquetes por encima de la barricada.
El general vio que los destellos del sol brillaban reflejados en las decoraciones metálicas de los mosquetes.
—¡Maten a esos cabrones! ¡Maten a esos cabrones! —gritaba para ahuyentar su propio miedo.
De pronto, la barricada se desvaneció en medio de una explosión de humo que los fogonazos de los mosquetes hendieron como fragmentos de luz, y el largo bigote blanco del general recibió el golpe de una bala y le arrancó el lóbulo de la oreja izquierda; pero ésa fue la única herida que recibió, siempre había sido un hombre afortunado. Alcanzó a ver unos altos hierbajos que se agitaban dentro del agua plateada bajo el puente. Dio un fuerte golpe de talones hacia atrás y su poco elegante y feo caballo saltó torpemente por encima de las sillas amontonadas que había en el extremo derecho de la barricada. El caballo se alzó a través de la humareda maloliente, y el general vio que una bayoneta se dirigía hacia el vientre del animal; blandió su espada hacia abajo y desvió de un golpe la bayoneta y de pronto el caballo había aterrizado sin ningún percance al otro lado de los muebles y corría para escapar del humo. Los húsares prusianos que habían estado esperando a unos cincuenta metros del puente para tener espacio suficiente y poder cargar contra cualquier atacante que se abriera paso a través de la infantería espolearon a sus caballos y avanzaron, pero el general no les hizo caso. Dio media vuelta a su caballo de nuevo hacia la barricada y dirigió a toda prisa al animal contra los asustados soldados de infantería.
—¡Cabrones! ¡Cabrones!
Mató a un soldado prusiano hundiéndole con fuerza la espada en la garganta por encima del duro cuello de color negro de su chaqueta. Los soldados de infantería huían corriendo. No había muchos prusianos en el puente, pues sólo se esperaba de ellos que retrasaran el avance francés. Desde el lado francés los fogonazos hendían el aire hacia el otro lado de los muebles, y el general gritó a sus soldados que cesaran sus disparos y echaran abajo la barricada.
La infantería prusiana se dirigía corriendo hacia el norte. La caballería, al ver que los franceses habían capturado el puente con una facilidad insolente, se dio la vuelta para seguir a los soldados de a pie. El general francés, consciente de que se había ganado la palmadita en la cabeza por parte del emperador, gritó con burla y desdén ante su retirada:
—¡Cabrones pusilánimes! ¡Mariquitas! ¡Gallinas! ¡Quedaos y luchad, escoria! —Escupió y luego envainó su espada. La sangre que brotaba de su oreja le estaba empapando la charretera izquierda, con sus cadenas faltas de lustre y su águila dorada.
La infantería francesa empezó a desmantelar la barricada. El único infante prusiano muerto, cuyo uniforme ya habían desvalijado en busca de comida y monedas, yacía junto al puente. Un sargento de los dragones apartó el cuerpo, al tiempo que otros soldados de caballería cruzaban el puente en tropel. Una mujer salió corriendo de una de las casas de la orilla norte, y casi fue atropellada por un estrepitoso escuadrón de dragones. La mujer llevaba un ramillete de violetas secas cuyos pétalos descoloridos casi eran de color lila. Se dirigió hacia el estribo del general francés y levantó el patético ramillete ofreciéndoselo a aquel hombre de rostro adusto.
—¿Él va a venir? —preguntó ella.
No hacía falta decir quién era «él», bastaba con ver la ansiosa expresión de su cara.
El ensangrentado general sonrió.
—Va a venir, ma poule.
—Son para usted. —Ofreció al general las flores mustias.
Desde el principio al fin del exilio de Napoleón, la violeta había sido el símbolo de los bonapartistas porque era la flor que, al igual que el destronado emperador, resurgiría en primavera.
El general bajó la mano y cogió el pequeño ramo. Se prendió las frágiles flores en un ojal de su ribeteado uniforme y luego se inclinó y le dio un beso a la mujer. Al igual que ella, el general había rezado y esperado el retorno de la violeta; ahora había llegado y seguramente florecería más gloriosamente que nunca. Francia estaba en camino, Charleroi había caído y ya no había más ríos entre el emperador y Bruselas. El general, presintiendo la victoria, hizo girar a su caballo para ir a buscar al coronel de infantería que se había negado a atacar el puente y cuya carrera militar, por consiguiente, había terminado. A Francia no le hacía falta prudencia, sólo audacia y victoria, y aquel hombre bajito de pelo negro que sabía cómo hacer que la gloria fuera brillante como el sol y dulce como el aroma de las violetas. Vive l’Empereur.