CAPÍTULO 19
La victoria francesa se tornó prácticamente en algo seguro cuando cayó La Haye Sainte. Los alemanes que defendían la granja se quedaron sin munición y los atacantes franceses derribaron las puertas cerradas con barricadas e irrumpieron en los edificios de la granja. Durante un rato se vieron repelidos por las bayonetas y espadas mientras los defensores luchaban con furia por los pasillos y los establos. Los alemanes hicieron barricadas con sus propios muertos y con los franceses, y embistieron con sus bayonetas por encima de los cadáveres apilados, por lo que durante un tiempo pareció que con su acero y su furia todavía podrían retener la granja, pero entonces las descargas de los mosquetes franceses arremetieron contra los fusileros y el relleno de las armas francesas incendió la paja del establo, con lo que los defensores, diezmados y asfixiados, se vieron obligados a salir.
Los fusileros que pudieron escapar de La Haye Sainte subieron corriendo por la ladera de la colina mientras los victoriosos franceses entraban en tropel en los edificios de la granja. Hacía rato que a los fusileros del 95.º los habían hecho retroceder del arenal adyacente, con lo que el bastión central de la línea del duque había desaparecido. Los franceses llevaron cañones al jardín de la cocina de la granja y, desde una distancia peligrosamente corta, abrieron fuego contra la colina. Los Voltigeurs, que contaban con un nuevo territorio del que aprovecharse, se desplegaron por la ladera frontal para iniciar un mortífero fuego sobre las tropas cercanas al olmo.
Un contraataque inmediato hubiera podido recuperar la granja mientras el dominio de sus edificios por parte de los franceses era todavía reciente y endeble, pero al duque no le quedaban reservas. Todo soldado del ejército del duque que se encontraba en condiciones de combatir estaba asignado en aquellos momentos a defender la colina, mientras que el resto de sus tropas habían huido, o bien estaban heridas o muertas. Lo que quedaba del ejército del duque era una delgada línea de soldados que se extendía a lo largo de una colina empapada en sangre. La línea tenía dos filas de profundidad, no más, y había lugares en los que la loma parecía vacía, porque los batallones allí situados se habían visto obligados a contraerse en cuatro filas como precaución contra la caballería, que seguía acechando entre la humareda que se movía empujada por el viento al pie de la colina.
Los franceses estaban ganando.
El duque, que no era precisamente una persona dada a desesperarse, masculló una plegaria para que llegaran los prusianos o para que cayera la noche. Pero aquel día, ambas cosas se acercaban con una lentitud que exasperaba.
Los primeros ataques franceses sobre la colina británica habían fracasado, pero en aquellos momentos, sus artilleros y fusileros subyugaban las defensas británicas. Los hombres morían de uno en uno o de dos en dos, de forma constante.
Los ya truncados batallones se veían reducidos a medida que los sargentos supervivientes ordenaban a las filas que cerraran las brechas. Soldados que habían empezado el día a cuatro filas de distancia uno de otro se convirtieron en vecinos, y el cañoneo seguía mermando las filas, los Voltigeurs seguían disparando desde la humareda y los sargentos seguían salmodiando la letanía de la muerte de un batallón: «¡Cierren filas! ¡Cierren filas!».
La victoria se hallaba a un mero toque de tambor, porque poco a poco habían raído la línea británica hasta que quedó tan delgada como el parche de un timbal.
El emperador sintió la gloriosa certeza de la victoria. Su voluntad se extendía entonces por todo el campo de batalla. Eran las siete de la tarde de un día de verano, el sol se inclinaba abruptamente a través de los restos de nubes y capas de humo y el emperador tenía en sus manos las vidas y muertes de los tres ejércitos. Había ganado. Lo único que tenía que hacer entonces era rechazar a los prusianos con la mano derecha y aniquilar a los británicos con la izquierda.
Había vencido. No obstante, esperaría un poco antes de saborear la victoria. Dejaría que los cañones de la recién capturada La Haye Sainte terminaran con su destrucción del centro británico y sólo entonces daría rienda suelta a sus inmortales.
Para alcanzar la gloria.
* * * *
El bombardeo seguía arreciando, pero con más lentitud, pues los tubos de los cañones franceses se estaban deteriorando a causa del fuego constante. Las chimeneas de algunos de los cañones habían salido despedidas y habían dejado un enorme agujero donde antes estaba el oído, mientras que otros rompieron sus cureñas y uno de doce libras explotó cuando una burbuja de aire en su cañón de metal fundido finalmente cedió. Con todo, siguieron en funcionamiento cañones franceses más que suficientes para continuar con la matanza. Los supervivientes de la infantería británica estaban petrificados y ensordecidos por los disparos. Menos de la mitad del ejército de Wellington se encontraba en condiciones de seguir combatiendo. Tenían el rostro ennegrecido por la batalla y el sudor abría surcos blancos en él, mientras que sus ojos estaban enrojecidos a causa de la irritación provocada por los residuos de pólvora que habían salido despedidos de las cazoletas de los mosquetes.
Sin embargo, maltrechos y sangrando, se aferraron a la colina bajo la empequeñecedora cortina de agitado humo que salía de los carros de munición en llamas. Hacía ya rato que el cañoneo francés había adquirido una indefectibilidad inhumana, como si los artilleros hubiesen liberado alguna fuerza malévola del interior de la mismísima tierra, una fuerza que en aquellos momentos y sin apasionamiento pulverizaba el campo de batalla para convertirlo en sangre, rescoldos y terreno irregular. No se veía a un solo humano en la colina dominada por los franceses, sólo había el banco de humo en el que los cañones hendían con destellos de fuego que se difuminaba en una brillante erupción de refulgentes llamaradas que luego se iban apagando para dar paso a la penumbra.
Sharpe, que se encontraba de pie a pocos pasos de distancia de su antiguo batallón, observó cómo los inquietantes estallidos de luz roja se inflamaban y se extinguían, y cada uno de aquellos resplandores no naturales señalaba unos segundos más de supervivencia. El miedo había llegado con la inactividad, y cada minuto que Sharpe pasaba esperando sin moverse en la colina lo hacía sentir más vulnerable, como si, capa a capa, su coraje se estuviera pelando. Harper, agachado en silencio junto a Sharpe, se estremeció mientras miraba con unos ojos como platos a las extrañas e inhumanas llamaradas que afloraban pulsátiles entre el humo.
Aquello era distinto a todo campo de batalla que cualquier soldado hubiera conocido. En España había parecido que los campos se extendían hasta el infinito, pero allí el combate se concentraba en el reñidero del pequeño valle sobre el cual el humo creaba una penumbra prematura y antinatural. Más allá del margen de la batalla, donde las cosechas permanecían intactas y la sangre no se deslizaba por los surcos de la arada, la luz del sol brillaba a través de los jirones de nubes sobre unos tranquilos campos, pero el valle en sí era un pedazo de infierno en la tierra que parpadeaba con las llamas y escupía humo.
Ni Harper ni Sharpe hablaban demasiado. Nadie hablaba mucho en la línea británica. A veces un sargento ordenaba a las filas que se cerraran, pero entonces las órdenes eran innecesarias. Cada uno de los soldados se limitaba sencillamente a aguantar lo mejor que podía.
Los fusileros franceses se estaban replegando a medida que se agotaba su munición. Eso, al menos, proporcionó un poco de alivio y dejó que los batallones británicos se tumbaran sobre el barro y la paja aplastados. Los Voltigeurs no se retiraron del todo a su propia colina, esperaron en el fondo del valle a que les trajeran un nuevo suministro de cartuchos. Tan sólo por el centro británico, frente a la recién capturada La Haye Sainte, unos fusileros a los que acababan de asignar avanzaban cuesta arriba entre el barredero fuego de metralla de los dos cañones de ocho libras que los franceses habían colocado en el jardín de la cocina de la granja.
Peter D’Alembord, insistiendo en que estaba bien, había vuelto junto al coronel Ford. Todavía llevaba el caballo de Sharpe que situó entonces bajo el estandarte del batallón que las balas de los fusileros habían convertido en jirones amarillos. El coronel Ford tenía los oídos tan embotados que apenas oía los pequeños comentarios que le hacía D’Alembord. No es que a Ford le importara. Agarraba las riendas de su caballo como si fueran su última sujeción a la cordura.
Un jinete solo cabalgaba sin prisas por el desolado paisaje tras los batallones británicos. Su caballo tomó lentamente un camino entre las cureñas rotas y pasó junto a las hileras de casacas rojas muertos. Fragmentos de granadas humeaban en las chamuscadas y pisoteadas cosechas. El jinete era Simon Doggett y buscaba entonces su propio batallón de la Guardia Real, pero cuando se dirigía hacia el oeste vio a los dos fusileros agachados cerca de la cima de la colina. Doggett hizo girar a su caballo hacia los casacas verdes y lo detuvo a sus espaldas.
—Lo volvió a hacer, señor. Lo hizo de nuevo, ¡maldita sea! —La escandalizada indignación de Doggett lo hacía parecer muy joven—. Así que le dije que era una media de seda llena de mierda.
Sharpe se dio la vuelta. Por un segundo parpadeó sorprendido, como si no reconociera a Doggett, y luego pareció salir del trance inducido por el aturdidor cañoneo.
—¿Que hizo qué?
A Doggett le daba vergüenza.
—Le dije que era una media de seda llena de mierda.
Harper se rió en voz baja. Una granada pasó con un gemido por encima de sus cabezas y explotó a lo lejos por detrás. Le siguió una bala que cayó en la colina frente a Sharpe y lanzó una lluvia de tierra mojada. El caballo de Doggett apartó la cara de una sacudida para evitar las salpicaduras de barro.
—Los mató —dijo Doggett como patética explicación.
—¿Mató a quiénes? —preguntó Harper.
—A los soldados de la LAR. Había dos batallones, todo lo que quedaba de una brigada, los puso en línea y los mandó donde los aguardaba la caballería.
—¿Otra vez? —Sharpe parecía incrédulo.
—Murieron, señor. —Doggett no podía olvidar la visión de las espadas y los sables alzándose y cayendo. Había visto a un alemán huir de aquella carnicería; el hombre había perdido el brazo derecho cercenado por un sable pero había dado la impresión de que el soldado iba a escapar, sin embargo, un coracero había apretado el paso tras él y le clavó un golpe con su pesada espada, y Doggett hubiera podido jurar que el moribundo lanzaba una mirada de odio hacia la colina, donde estaba su verdadero asesino—. Lo siento, señor. No sirve de nada contárselo. Traté de detenerle, pero me echó.
Sharpe no reaccionó, excepto para desenfundar su fusil y meter un dedo en la cazoleta para comprobar si el arma todavía estaba cebada.
Doggett quería que Sharpe compartiera su ira ante el cruel comportamiento del príncipe.
—¡Señor! —suplicó. Entonces, como seguía sin obtener respuesta, habló en un tono más autocompasivo—. He arruinado mi carrera, ¿no es cierto?
Sharpe levantó la mirada hacia el joven.
—Al menos eso podemos arreglarlo, Doggett. Usted espere aquí.
Sharpe, sin decir una palabra más, empezó a andar hacia el centro de la línea británica mientras que Harper tomaba la brida de Doggett y le daba la vuelta a su caballo para alejarlo del valle.
—Todavía quedan algunos fusileros a los que no les importaría hacerle un agujero con sus mosquetes —le explicó el irlandés a Doggett—. ¿De verdad llamó a ese cabrón flacucho media de seda llena de mierda?
—Sí. —Doggett observaba a Sharpe mientras se alejaba.
—¿En su cara? —insistió Harper.
—Sí, así es.
—¡Es usted un hombre magnífico, señor Doggett! Estoy orgulloso de usted. —Harper soltó al caballo de Doggett a unos pocos pasos por detrás del grupo de abanderados del Voluntarios del Príncipe de Gales—. Ahora aguarde aquí, señor. El coronel y yo no tardaremos mucho.
—¿Adónde van? —le gritó a Harper cuando éste ya se iba.
—¡No muy lejos! —le respondió Harper, luego siguió a Sharpe hacia un banco de humo de pólvora que el viento empujaba y desapareció.
* * * *
Sharpe estaba a mitad de camino del olmo cuando Harper lo alcanzó.
—¿Qué va a hacer? —preguntó el irlandés.
—Estoy harto de ese hijo de puta real. ¿A cuántos hombres más va a matar?
—¿Y qué va a hacer? —insistió Harper.
—Lo que alguien tendría que haber hecho en el maldito momento en que nació. Voy a estrangular a ese cabrón.
Harper le puso una mano en el brazo a Sharpe.
—Escuche…
Sharpe se zafó de la mano y se volvió hacia su amigo con un rostro furioso.
—Voy a ir, Patrick. ¡No me lo impida!
—Me importa un carajo si lo mata. —Harper estaba igual de enojado—. Pero no me diga que va a dejar que lo ahorquen por ello.
—¡A la mierda la maldita cuerda! —Sharpe siguió andando con el fusil en la mano derecha.
En el centro de la colina el humo era más denso y asfixiante que en los flancos. El estallido de las bocas de los dos cañones que los franceses habían colocado en el jardín de la cocina de La Haye Sainte llegaba casi hasta la cima de la loma y cada disparo bombeaba una mugrienta y hedionda niebla que cubría la ladera. Los franceses estaban disparando botes de metralla, lanzando una masiva carga de balas de mosquete al corazón de las defensas británicas. Los artilleros británicos, expuestos al fuego enemigo en el horizonte mientras trataban de responder a los ataques, habían muerto o estaban heridos, lo cual permitió a los fusileros enemigos seguir arrastrándose para acercarse aún más al olmo marcado por las balas, cuyas hojas y la mayor parte de la corteza habían saltado por los aires.
Los oficiales de estado mayor que permanecían aún con vida, que no eran muchos, se habían alejado sensatamente del malparado árbol y en aquellos momentos mantenían sus caballos bien apartados por detrás de la cima. Sharpe no vio al duque, pero encontró al príncipe con su uniforme ribeteado en piel. El príncipe se encontraba a unos doscientos pasos de distancia, cerca de la carretera y rodeado por su estado mayor de holandeses. Era un blanco distante para un rifle cargado con un cartucho corriente en lugar de pólvora extrafina, y sería un disparo difícil a causa de los soldados que se amontonaban cerca del príncipe.
—¡Aquí no! —insistió Harper.
No muy lejos había un armón de cañón destrozado y dos caballos muertos; Sharpe se agachó entre los restos para ver si le proporcionaban la cobertura que necesitaba.
—No alcanzará a ese cabrón desde esta distancia —dijo Harper—. No lo llaman el Esbelto Billy por nada.
—Lo haré si Dios está de mi lado.
—Yo hoy no me fiaría mucho de Dios. —El irlandés observó la parte superior de la loma mientras trataba de que se le ocurriera alguna idea, vio entonces a una fila de fusileros de casaca verde que corrían hacia el valle. El príncipe había espoleado su caballo para seguir a los fusileros, acercándose así a la asediada cima de la colina.
—¿Adónde van esos muchachos? —preguntó Harper.
Sharpe vio a los casacas verdes y comprendió. El duque debía de haber reunido al resto de sus fusileros y les habría ordenado que acallaran los cañones que disparaban desde La Haye Sainte. Era un movimiento desesperado, pero los fusileros eran los únicos que podían silenciar con éxito aquellos cañones asesinos. Cincuenta casacas verdes se preparaban para atacar desde la cima y el príncipe, al que nunca le había faltado coraje, no pudo resistirse a avanzar para observar el combate.
De repente, Sharpe echó a correr hacia los fusileros que se habían detenido precisamente a corta distancia de la cima y que se hallaban agrupados y en cuclillas mientras calaban sus largas espadas con mango de bronce en los cañones de sus fusiles.
—Usted no viene —le gritó a Harper, que había empezado a seguirle.
—¿Y cómo me lo va a impedir?
—¡Merece morir, maldita sea! —Sharpe se echó al suelo detrás del pelotón de fusileros, quienes tenían el rostro ennegrecido por los restos de la pólvora que estallaba en las cazoletas de sus fusiles. Su oficial al mando era el comandante Warren Dunnett, cuyo semblante reflejó un comprensible resentimiento cuando reconoció a Sharpe.
—¿Va a asumir el mando? —le preguntó fríamente.
—Sería un gran honor servir a vuestras órdenes una vez más, Dunnett. —Sharpe sabía ser muy diplomático cuando quería.
Dunnett, satisfecho con el cumplido, esbozó una sonrisa forzada.
—¡Vamos a hacerlo rápido! —les dijo a sus cincuenta hombres—. ¡Usen las bayonetas para despejar la cuesta y luego saquen provecho de sus disparos! Cuando hayan tirado, recarguen y derroten a los Voltigeurs. ¿Lo han entendido? —Los soldados movieron la cabeza en señal de asentimiento y Dunnett esperó. Esperó tanto que Sharpe se preguntaba si Dunnett habría perdido el valor, pero parecía ser que había otro grupo idéntico de fusileros que iban a atacar desde el otro lado de la carretera y los hombres de Dunnett sencillamente esperaban su señal para que los dos grupos cruzaran la cima de la loma al mismo tiempo.
Sharpe miró a sus espaldas. El príncipe se encontraba a menos de cincuenta metros de distancia, pero miraba por encima de las cabezas de los fusileros hacia La Haye Sainte. Sharpe, para disminuir el riesgo de que lo reconocieran, se embadurnó con fango el rostro lleno de cicatrices y se metió el sombrero tricornio en el cinturón.
Desde algún lugar al otro lado de la carretera una corneta hizo sonar los familiares tresillos consecutivos que daban la orden de abrir fuego.
—¡Ésta es la señal, muchachos! ¡Vamos! —Dunnett había esperado seis años para vengarse de los franceses y en aquel momento, con el sable desenvainado, condujo a los fusileros al otro lado de la cima.
Fue tan brusca la aparición de los fusiles que los fusileros franceses más cercanos quedaron atrapados. Los soldados clavaron las bayonetas, las soltaron de nuevo dando un empujón con el pie y siguieron adelante. Dunnett gritó un incoherente desafío y arremetió con su sable como un loco sin darle a nadie, haciendo silbar la hoja a través del humo con tanta ferocidad que los franceses se apresuraban a escapar de semejante apariencia de maníaco. Los cincuenta fusileros situados al otro lado de la carretera atacaron con la misma repentina y salvaje desesperación e hicieron retroceder a los aterrorizados Voltigeurs hacia el pie de la extensa ladera. El demencial ataque se detuvo a unos cien metros de La Haye Sainte cuando los fusileros abandonaron la persecución de los franceses para ocupar sus posiciones de tiro. Primero, antes de apuntar, desengancharon las bayonetas para que las pesadas hojas no les desequilibraran los fusiles.
Todos los soldados habían cargado con cuidado. Habían limpiado los cañones de sus rifles empleando el viejo recurso de orinarse dentro de los tubos, desprendiendo así las capas de pólvora endurecida, tirando después el infecto líquido. Luego, cuando los cañones se habían secado, utilizando la pólvora extrafina que llevaban en los cuernos, los fusileros habían cargado sus armas. Habían envuelto las balas en pedazos de cuero engrasado, los cuales no sólo ayudaban a que el proyectil se ajustara a la superficie acaracolada del interior del cañón, sino que cuando se disparaba el arma, se expandían e impedían que el gas de la detonación se escapara por delante de la bala a través de las estrías del tubo. Se tardaba más de un minuto en cargar un fusil de forma tan meticulosa, pero el disparo resultante sería tan certero como el de cualquier otra arma del mundo.
En aquellos momentos, en el breve espacio y tiempo que habían ganado, los fusileros apuntaron a los artilleros que se divisaban por encima del seto del jardín de la cocina de La Haye Sainte. Estaban a un alcance de unos cien metros: un simple disparo de fusil, pero empañado con el humo que se movía con la brisa. Los artilleros del jardín estaban demasiado ocupados atendiendo a sus cañones como para darse cuenta de la amenaza.
Dunnett no metió prisa a sus hombres. Debió de estar tentado de instarles a disparar deprisa, puesto que los fusileros franceses se estaban reagrupando al pie de la ladera, pero confió en sus soldados y ellos no le defraudaron.
Los primeros fusiles, con sus culatas recubiertas de latón, golpearon contra los hombros amoratados tras todo un día de combate. Un humo blanco se levantó por toda la ladera. Los fusileros franceses empezaron a disparar cuesta arriba y dos casacas verdes retrocedieron tambaleándose. Otros fusileros seguían apuntando concienzudamente. Un artillero miró por encima de su baqueta hacia la ladera y una bala le alcanzó en la boca abierta. Un oficial de la artillería francesa cayó rodando hacia atrás, se puso medio de pie con dificultad y empezó a arrastrarse bajo las gualderas de su cañón. Más fusiles hicieron fuego. El oficial se desplomó en el suelo. Un puñado de artilleros huyeron hacia la granja, donde se amontonaron y se obstruyeron unos a otros el paso por la estrecha puerta y donde los alcanzó una descarga de fusilería. Los casacas verdes que ya habían disparado recargaron, no con la pólvora extrafina y la bala envuelta, sino con un cartucho normal y corriente. Entonces apuntaron sus armas hacia los fusileros.
—¡Retirada! —gritó a sus hombres Dunnett, cuyas órdenes se habían llevado a cabo a la perfección.
—¡Ya tengo a ese cabrón! —exclamó Harper.
—¿Dónde?
—Mire al árbol y luego a la izquierda unos treinta metros.
Sharpe estaba más abajo que Harper en la cuesta.
—Arrodíllese. Apunte con su fusil hacia la granja.
Harper obedeció, desconcertado. Apoyó la pierna izquierda delante, puso en el suelo la rodilla derecha y apuntó su fusil hacia el jardín de la cocina que parecía estar lleno de soldados de artillería muertos. Los primeros fusileros ya corrían cuesta arriba.
—¡Apresúrese, por el amor de Dios! —dijo Harper entre dientes.
Sharpe estaba tumbado en el suelo y metió su fusil entre el muslo derecho y la pantorrilla izquierda de Harper. Sharpe se encontraba bien oculto a los oficiales de estado mayor cercanos al príncipe, que estaban todos mirando a los masacrados artilleros en el jardín de la granja. El caballo del príncipe se hallaba perpendicular al valle, de manera que el hombro izquierdo de éste se presentaba ante la mira del rifle de Sharpe.
Sharpe no había tenido tiempo de cargar con la pólvora buena ni de envolver la bala en cuero. En cambio, estaba utilizando el cartucho corriente de pólvora gruesa, pero si Dios era benévolo aquella tarde, un cartucho normal y corriente bastaría para vengar a un millar de soldados muertos y tal vez para salvarles la vida a otros mil más.
—¡Dios salve a Irlanda! —masculló Harper—. ¿Quiere hacer el puñetero favor de darse prisa?
—No dispare hasta que yo lo haga —dijo Sharpe con calma.
—¡Moriremos juntos si no se apresura, maldita sea! —Sharpe y Harper eran casi los últimos fusileros que quedaban en la ladera. El resto retrocedían corriendo para ponerse a salvo mientras que los enfurecidos Voltigeurs iban tras ellos a toda prisa. Harper cambió su objetivo y apuntó su fusil a un oficial francés que parecía particularmente animado.
Sharpe apuntó al príncipe en el vientre. El Joven Franchute se encontraba a no más de unos cien pasos de distancia, lo bastante cerca para que Sharpe distinguiera la empuñadura de marfil de su gran sable. La bala del fusil descendería unos centímetros al cabo de unos cien pasos, por lo cual Sharpe alzó muy ligeramente la boca del cañón.
—¡Por el amor de Irlanda! ¿Quiere matar ya a ese cabrón?
—¿Preparado? —dijo Sharpe—. ¡Fuego!
Ambos dispararon a la vez. El rifle de Sharpe le golpeó el hombro al tiempo que se levantaba una nube de humo que ocultó al príncipe.
—¡Salgamos de aquí! —Harper vio que su objetivo daba una sacudida hacia atrás, tiró entonces de Sharpe para que se pusiera de pie y los dos salieron corriendo hacia la cima. Sharpe acababa de perpetrar un asesinato delante de todo un ejército, pero nadie le gritó, ni hubo nadie que se quedara boquiabierto de asombro porque nadie, al parecer, se había dado cuenta de nada. Una descarga francesa pasó silbando por encima de ellos. La bala de un Voltigeur golpeó contra la vaina de la espada de Sharpe y cayó al suelo con un ruido sordo.
Sharpe se empezó a reír. Harper se unió a él. Juntos subieron a la cima dando tumbos, sin parar de reír.
—¡Justo en el maldito vientre! —exclamó Sharpe con manifiesto regocijo.
—Con su mierda de puntería probablemente habrá matado al duque.
—Fue un buen disparo, Patrick. —Sharpe habló con la misma vehemencia que cualquier joven fusilero que empezara a dominar aquella compleja arma—. ¡Noté que daba en el blanco!
El comandante Warren Dunnett vio a los dos fusileros que sonreían como monos y supuso que compartían su satisfacción ante una tarea bien hecha.
—¿Una operación con éxito, me da la impresión? —dijo Dunnett modestamente aunque no había duda de que estaba ansioso por recibir elogios.
Sharpe se los dedicó con mucho gusto.
—Permítame que lo felicite, Dunnett. —La eficiente incursión de los casacas verdes había dejado los cañones franceses de La Haye Sainte fuera de combate. Sus artilleros estaban muertos, abatidos por los mejores tiradores de los dos ejércitos.
Sharpe condujo a Harper detrás de una batería británica y desde allí vio que Rebecque y un grupo de otros oficiales holandeses ayudaban a llevarse de allí al príncipe. Éste había caído de lado y sólo se sostenía en su silla gracias al apoyo de su jefe de estado mayor.
—¡Harry! —gritó Sharpe al teniente Webster, el único ayudante de campo británico que le quedaba al príncipe—. ¿Qué ha ocurrido, Harry?
Webster se acercó adonde estaba Sharpe.
—Malas noticias, señor. El príncipe fue alcanzado en el hombro izquierdo. No es demasiado grave, pero no puede quedarse en el campo de batalla. Me temo que le dio uno de esos malditos fusileros.
—¡Oh, no, mierda! —Sharpe habló con aparente pesadumbre.
—En efecto, son malas noticias, señor —asintió Webster ofreciendo su comprensión—. Pero su alteza sobrevivirá. Se lo están llevando con los cirujanos y luego regresará a Bruselas.
Harper trataba de contener la risa. Sharpe frunció el ceño.
—Una lástima. —Su voz era ferviente—. ¡Una maldita lástima!
—Es usted muy amable al preocuparse de esta forma, señor, especialmente después de cómo lo ha tratado a usted —dijo Webster, incómodo.
—¿Lo saludará de mi parte, teniente?
—¡Claro que lo haré, señor! —Webster se llevó la mano al sombrero y luego se dio la vuelta para salir cabalgando detrás del príncipe herido.
Harper esbozó una sonrisa burlona y se mofó de Sharpe, imitándolo.
—Fue un buen disparo. Noté que daba en el blanco.
—El cabrón ya no está, ¿no es cierto? —dijo Sharpe a la defensiva.
—Sí —admitió Harper, y luego miró atribulado a lo largo de la línea británica—. Y no pasará mucho tiempo antes de que todos nosotros desaparezcamos también. Nunca he visto nada igual, nunca.
Sharpe oyó al irlandés desesperar de la victoria y estuvo tentado de coincidir con él de no haber sido porque una pequeña parte de Sharpe se negaba a perder las esperanzas aun cuando sabía que en aquellos momentos haría falta un milagro para conseguir la victoria. El ejército británico había quedado reducido a una irregular línea de mermados y ensangrentados batallones agachados sobre el barro cerca de la cima de la colina que el humo coronaba y que hendían las explosiones de fango que lanzaba el continuo cañoneo. Tras los batallones, en la parte posterior de la colina no había nada más aparte de los muertos, los moribundos y los cañones rotos. En la linde del bosque los carros de munición ardieron hasta quedar reducidos a cenizas. No quedaban reservas.
Los dos fusileros caminaron con dificultad entre el humo hacia los Voluntarios del Príncipe de Gales, mientras que los cañones franceses, todos menos los dos que habían emplazado en el jardín de La Haye Sainte, seguían disparando. El valle estaba cubierto por la nube de humo que destellaba con la luz sobrenatural de los cañones.
Junto a La Belle Alliance sonó un vacilante toque de tambor. Hubo una pausa mientras el tambor apretaba los círculos de cuero en las blancas cuerdas para tensar el parche de su instrumento y luego los palillos hicieron sonar un garboso y confiado redoble. Se hizo otra pausa, se gritó una orden y todo un cuerpo de tambores empezaron a tocar el pas de charge.
Para decirles a los franceses que la Guardia Imperial estaba a punto de entrar en combate.
* * * *
El emperador abandonó La Belle Alliance y se dignó a bajar por la carretera montado en su caballo blanco hasta que casi llegó a La Haye Sainte. Se detuvo a pocos metros de la capturada granja y observó cómo su querida Guardia pasaba marchando. Los postreros honores de aquel día serían para los inmortales de Napoleón. La invicta Guardia cruzaría el abismo del infierno y acabaría con los últimos restos de un ejército derrotado.
La Guardia marchó con las bayonetas caladas. Los fogonazos del fuego de artillería francés se reflejaban en aquella fronda de hojas de acero y en el brillante lustre negro de sus sombreros de piel de oso. La Guardia llevaba los sombreros sin ningún adorno para la batalla, pero todos los soldados tenían una funda de lona encerada de unos cuarenta y cinco centímetros de largo sujeta con una correa a su sabre-briquet, y en las fundas estaban los penachos que fijarían en sus sombreros de piel de oso para su desfile de la victoria en Bruselas.
Siete batallones de la Guardia Imperial pasaron junto al emperador. Con ellos iban los ligeros y potentes cañones de ocho libras tirados por caballos que les ofrecerían un estrecho apoyo cuando llegaran a la colina.
Los tambores de la Guardia hacían avanzar la columna. Por encima de ellos, las alas extendidas y las ganchudas garras de las águilas refulgían, brillando en la penumbra del valle. La Guardia llevaba su estandarte sujeto a las águilas y las rígidas banderas de seda ofrecían unas vivas motas de color que contrastaban con los negros sombreros de piel de oso. La Guardia iba equipada con los más excelentes mosquetes de las armerías francesas, sus cartuchos estaban llenos de la mejor pólvora de los molinos franceses y sus bayonetas y sables cortos estaban afilados como navajas de afeitar. Eran los invictos héroes de Francia que marchaban hacia la victoria.
Sin embargo, la Guardia nunca había combatido contra la infantería de Wellington.
Aclamaron a su emperador al pasar. Él movió la cabeza en señal de satisfecho reconocimiento hacia los soldados del interior de las columnas que marchaban y alzó una mano para bendecirlos a todos. Apenas una hora antes, dos batallones de la Guardia habían expulsado de Plancenoit a todo un cuerpo de prusianos y entonces siete batallones caerían sobre un enemigo desgastado hasta el límite de sus fuerzas. Los últimos soldados de la caballería imperial cabalgaban a los flancos de la Guardia, y mientras la enorme columna avanzaba para adentrarse en el humo y el calor del fondo del valle, los fusileros fueron hacia ella y formaron filas para seguir a la Guardia. Quince mil soldados de infantería llevarían a cabo aquel último y triunfal ataque.
Y sería un triunfo, porque la Guardia imperial nunca había fallado, pero tampoco se había enfrentado nunca a los casacas rojas.
Los soldados de la Guardia salieron de la carretera y se dirigieron en diagonal hacia su izquierda en cuanto hubieron pasado por delante del emperador. Atravesarían los campos y subirían a medio camino de la ladera por la derecha de los británicos, siguiendo el camino de la caballería. Avanzaban al compás de los tambores. Iban al mando del mariscal Ney, el más valiente entre los valientes, a quien aquel día le habían matado cuatro caballos de un disparo, pero que en ese instante, sobre su quinto caballo, desenvainaba la espada y ocupaba su puesto a la cabeza de la columna.
La Guardia atravesó el prado lleno de muertos bajo el humo de los cañones en busca de la malparada y ennegrecida colina, donde esperaba la escoria de Gran Bretaña La batalla había llegado al momento de la verdad y el emperador, cuya Guardia se había ido a combatir, regresó lentamente a aguardar la victoria.
* * * *
El duque galopaba por la derecha de su línea. Vio a la caballería francesa al pie de la ladera, pero no se atrevió a hacer formar a su infantería en cuadro porque había visto que se acercaba la Guardia y sabía que debían enfrentarse a ella en línea.
—¡Formen cuatro filas! —le gritó a los restos de la brigada de Halkett—. ¡Luego vuelvan a tumbarse en el suelo! ¡Cuatro filas! ¡Al suelo!
En aquellos momentos el fuego de la artillería francesa era irregular. Los casacas rojas se echaron al suelo, no para escapar al esporádico cañoneo, sino porque así permanecerían ocultos hasta el último momento del ataque de la Guardia. Sólo los oficiales británicos podían mirar por encima de la cresta de la colina hacia el punto donde la infantería francesa era una sombra oscura sobre la que caía el oblicuo resplandor de sus bayonetas. La columna fue avanzando lentamente por el fondo del valle, al parecer impulsados por el enorme despliegue de tambores que tocaban el pas de charge y que únicamente se detenían para dejar que la Guardia soltara el gran grito del imperio en guerra: «Vive l’Empereur!».
El coronel Joseph Ford miró desesperado el descomunal asalto. A su lado, todavía montado en el caballo de Sharpe, Peter D’Alembord se agarraba al pomo de su silla. El lado derecho de su gualdrapa estaba empapado con la sangre que había rezumado de su herida vendada. La pierna le dolía intensamente, con un dolor punzante. Se sentía débil, por lo que la sombra de la Guardia que avanzaba eclipsada bajo el humo parecía dar vueltas ante sus ojos. Quería pedir a gritos que lo ayudaran porque sabía que las fuerzas le abandonaban y sospechaba que el cirujano le había cortado una vena, pero no iba a darse por vencido, no precisamente entonces, no en aquel desesperado momento en el que la infantería enemiga finalmente iba a lanzar su ataque final.
—¡Señor! ¡Coronel Ford, señor! —Un oficial de estado mayor de la brigada, montado en un caballo que cojeaba, se acercó por la parte trasera del batallón—. ¿Coronel Ford, señor?
Ford se volvió sin ánimo para mirar al oficial, pero no dijo nada.
—¿Qué pasa? —logró decir D’Alembord.
—Los estandartes a la retaguardia —respondió el oficial de estado mayor.
Por unos instantes D’Alembord se olvidó de su herida, de su náusea y de su debilidad. Olvidó sus miedos porque nunca había oído una orden semejante, ni una sola vez en todos sus años de combatiente.
—¿Los estandartes a la retaguardia? —pudo preguntar finalmente con voz de asombro.
—Son órdenes del general, señor. No vamos a darles a los franchutes la satisfacción de capturarlos. Lo siento, señor, de verdad que lo siento, pero son órdenes. —Hizo un gesto hacia la zona de retaguardia donde ya se estaban llevando los estandartes de otros batallones—. Los abanderados tienen que reunirse detrás de nuestra caballería ligera, señor. Rápido, por favor, señor.
D’Alembord dirigió la mirada al lugar donde dos sargentos sostenían el estandarte de seda del batallón que estaba acribillado por los disparos de los mosquetes, ennegrecido por el humo y manchado de sangre. Siete soldados habían muerto aquel día mientras llevaban el estandarte, pero ahora las brillantes banderas tenían que enrollarse, deslizarse en sus tubos de cuero y esconderse. D’Alembord pensó que había algo vergonzoso en aquel gesto, pero imaginó que era preferible a dejar que los franceses capturaran los estandartes de todo un ejército, así que hizo una señal a los sargentos para que se dirigieran a la retaguardia.
—Ya han oído la orden. Llévenselos.
La voz de D’Alembord tenía un dejo de resignación. Hasta ese momento había albergado una pizca de optimismo, pero la orden de llevar los estandartes a un lugar seguro demostraba que la batalla estaba perdida. Los franceses habían ganado, así que los estandartes iniciarían la retirada británica. Tal vez el emperador tuviera su victoria, pero no le darían la satisfacción de amontonar los estandartes capturados en medio de las alborozadas multitudes de París. Se llevaron los grandes cuadrados de pesada seda con flecos donde los últimos miembros de la caballería británica esperaban para galopar con ellos a un lugar seguro. D’Alembord siguió con la mirada a las banderas mientras éstas desaparecían en el humo y se sintió desposeído.
Sharpe también vio cómo se llevaban los estandartes a la retaguardia. Había regresado del Voluntarios del Príncipe de Gales pero, como no quería interferir ni en el mando de Ford ni en el de D’Alembord, se situó a propósito a unos cincuenta pasos del flanco izquierdo del batallón. Cargó su fusil.
Harper, que había recargado el suyo, observó a la Guardia Imperial y se santiguó.
El teniente Doggett vio que los dos fusileros habían regresado y avanzó con su caballo para unirse a ellos. Sharpe lo miró y se encogió de hombros.
—Lo siento, teniente.
—¿Lo siente, señor?
—El príncipe no quiso atender a razones.
—¡Oh! —Doggett, que vio la ruina de su carrera, no pudo decir nada más.
—Ya ve, le di a ese cabrón en el hombro —explicó Sharpe— en lugar de en el vientre. Fue claramente una cuestión de mala puntería. Lo siento.
Doggett se quedó mirando fijamente a Sharpe.
—Usted… —no pudo terminar.
—Pero yo no me inquietaría —dijo Sharpe—, el hijo de puta ya tiene bastantes cosas por las que preocuparse sin tener que perder el tiempo en degradarle. Y si combate con nosotros ahora, teniente, me aseguraré de que su coronel reciba un elogioso informe sobre usted. Y no quiero parecer engreído, pero tal vez mi recomendación valga más que la del príncipe.
Doggett sonrió.
—Sí, señor.
Parecía engreído suponer siquiera la supervivencia. Doggett se volvió para mirar hacia el valle cargado de humo e invadido por el incontenible ataque enemigo. Un errante rayo de sol originaba unos brillantes destellos dorados en una de las águilas. Por debajo del oro, los largos abrigos oscuros y los altos sombreros negros de piel de oso les daban a los atacantes el aspecto de siniestros gigantes. La caballería, con las banderolas y las lanzas en alto, seguía a la inmensa columna, mientras que, más atrás, una cambiante masa de sombras revelaba el avance del resto de la infantería francesa. Los tambores eran claramente audibles por debajo de la más fuerte percusión de los cañones franceses que aún quedaban.
—¿Y ahora qué pasa? —Doggett no pudo evitar preguntarlo.
—Esos cabrones que van delante se llaman la Guardia Imperial —dijo Sharpe—, y su columna atacará nuestra línea, y nuestra línea tendría que destrozar su columna, pero ¿y después qué? —Sharpe no podía responder a su propia pregunta porque aquella batalla ya había llegado mucho más allá de su experiencia personal. La línea británica debería vencer a la columna francesa, porque siempre había sido y seguía siendo un artículo de fe del soldado de infantería el hecho de que así ocurriera siempre, pero Sharpe tenía la sensación de que aquella columna era distinta, que incluso si al principio retrocedía ante las descargas cerradas, de algún modo sobreviviría y traería detrás de sí al resto del enemigo en una última y catastrófica acometida. El orgullo de un imperio y el de un emperador dependían de aquel ataque impulsado por tambores.
—Usted no se preocupe por lo que ocurra, señor Doggett. —La voz de Harper sonó triste mientras atacaba la última bala de media pulgada en su pistola de siete cañones—. En cuanto oiga el Old Trousers, mate a tantos cabrones de ésos como pueda. Porque si no lo hace, esos hijos de puta lo matarán a usted, tan seguro como que dos y dos son cuatro.
Sharpe miró a Harper mientras el irlandés cebaba la enorme pistola y comprobaba que el pedernal estuviera bien asentado.
—Usted no debería estar aquí —le dijo.
—Un poco tarde para decírmelo. —Harper sonrió.
—Se lo prometió a Isabel —comentó Sharpe, pero sin contundencia. La verdad era que él no quería que Harper se fuera. El coraje no era algo inspirado por un rey o un país, ni siquiera por un batallón. El coraje era lo que un hombre le debía a sus amigos. Era mantener el orgullo y la fe frente a ellos. Para Sharpe y Harper era incluso un hábito; habían luchado uno junto a otro durante demasiado tiempo para que alguno de los dos se hiciera a un lado al final.
Y aquel momento parecía el final. Sharpe nunca había visto un ejército británico menoscabado hasta el punto de la fragilidad, ni una carga como la monstruosa columna impulsada por los tambores que entonces tomaba forma en la penumbra de más abajo. Trató de sonreír para demostrarle a Doggett que en realidad no había necesidad de tener miedo, pero tenía los labios agrietados por el aire que la pólvora resecaba, y todo lo que consiguió fue una mueca ensangrentada.
Harper miró fijamente a la columna y amartilló su arma.
—Dios salve a Irlanda.
Los artilleros de la línea británica que aún seguían con vida metieron botes de metralla encima de las balas, clavaron las agujas para romper los saquetes de pólvora e introdujeron las plumas en las chimeneas ennegrecidas. Los cañones, así como los casacas rojas, estaban preparados.
Y la Guardia Imperial vitoreó.