CAPÍTULO 3
Un único jinete se aproximaba a Charleroi, por el oeste. Cabalgaba por la orilla norte del Sambre atraído hacia la ciudad por el sonido de las descargas de mosquete que una hora antes habían resonado con fuerza, pero que en aquellos momentos se habían apagado para dar paso al silencio.
El hombre montaba un caballo grande y dócil. Se notaba que no le gustaban los caballos y cabalgaba mal. Era un hombre alto de rostro curtido en el que la hoja de una espada había dejado una cicatriz que le proporcionaba un semblante burlón y sardónico, salvo cuando sonreía. Tenía el cabello negro con un mechón blanco, como un tejón. Un perro iba trotando obedientemente detrás del caballo. El perro era adecuado compañero del hombre, porque era grande, fiero y desaliñado.
El hombre llevaba puestas unas botas de la caballería francesa, muy remendadas, pero que todavía eran flexibles y se ajustaban a la pantorrilla. Por encima de las rayadas botas, vestía unos pantalones de peto de la caballería francesa que estaban reforzados con cuero allí donde la entrepierna y el interior de las perneras rozaban con la silla. Las rayas de color rojo de las costuras externas del peto hacía tiempo que se habían desteñido y eran de un apagado tono púrpura. Por encima del peto llevaba una descolorida casaca de color verde adornada con los restos de un negro ribeteado. La casaca era el uniforme de los fusileros británicos del 95.º, aunque tan gastado y remendado que bien podría pertenecer a un vagabundo. El sombrero tricornio de color marrón que llevaba aquel hombre no provenía ni del ejército francés ni del británico, sino que había sido adquirido en el mercado de la ciudad normanda de Caen. La escarapela con los colores rojo escarlata, oro y negro de los Países Bajos resaltaba de manera llamativa en el sombrero.
En una pistolera de la silla de montar de aquel hombre había un rifle Baker fabricado en Gran Bretaña. Metida en el cinturón con hebilla en forma de serpiente había una pistola alemana de cañón largo, mientras que en la cadera izquierda llevaba una estropeada vaina metálica que albergaba una espada de la caballería pesada británica. Aquel hombre era una pantomima de un soldado, vestido con los harapos de un uniforme combinado y sentado sobre su caballo con la misma gracia que un saco de harina.
Se llamaba Sharpe, Richard Sharpe, y era soldado británico. Provenía de los bajos fondos, era el hijo de una prostituta y solamente se había salvado de la horca aceptando el chelín del rey y alistándose como soldado raso del 33.º Regimiento de Infantería. Se convirtió en sargento, y posteriormente, merced a un acto de valentía suicida, fue uno de los pocos soldados que ascendieron desde la tropa para convertirse en oficial. Se había unido a los fusileros del 95.º y más adelante estuvo al mando de los Voluntarios del Príncipe de Gales de casaca roja. Había combatido en Flandes, en la India, en Portugal, España y Francia. Casi toda su vida había sido soldado, y últimamente granjero en Normandía, atraído hacia la tierra de sus enemigos por una mujer que había conocido por casualidad en medio del caos de la paz. En aquellos instantes, debido al caos de la guerra y a que el exiliado Napoleón había regresado a Francia y había provocado un nuevo período de lucha en Europa, Sharpe era un teniente coronel de los dragones ligeros belgas del 5.º, un regimiento al que no conocía, no tenía ningún deseo de conocer y al que no habría reconocido aunque se hubieran alineado y le hubiesen atacado. El ascenso no era más que una estratagema para otorgarle a Sharpe algo de categoría en el estado mayor del príncipe de Orange, pero, en lo que al propio Sharpe concernía, él seguía siendo un fusilero.
El sol naciente que sesgaba el valle del Sambre deslumbraba a Sharpe. Se echó el sombrero tricornio hacia los ojos. El terreno por el que cabalgaba era pantanoso y le obligaba a trazar un intrincado recorrido para evitar las zonas más traicioneras. Iba mirando al norte para asegurarse de que no aparecían tropas enemigas que lo inmovilizaran contra el río. No es que pensara que los disparos que había oído los hubieran ocasionado los franceses. No se esperaba que avanzaran hasta julio y, por supuesto, no en aquella parte de Bélgica, por lo que Sharpe sospechaba que las descargas de mosquete habían sido provocadas por soldados prusianos que hacían prácticas de tiro; sin embargo, la larga relación con las sorpresas de la guerra había alentado a Sharpe a investigar el asunto.
Su caballo hacía que las aves acuáticas alzaran el vuelo, y en una ocasión perturbó a todo un campo de conejos que se fueron correteando hasta los setos presas del pánico. Su perro, al olfatear el desayuno, salió en su persecución.
—¡Nosey, cabrón! ¡Ven aquí! —El perro se llamaba Nosey en recuerdo del duque de Wellington; «Nosey», o «el entrometido» para sus soldados, se había pasado veinte años dándole órdenes a Sharpe, por lo que, cuando éste encontró al perro, en tiempos de paz, había decidido devolverle el cumplido.
Nosey volvió de mala gana hacia Sharpe con el rabo entre las piernas; entonces vio algo al otro lado del río y emitió un ladrido de advertencia. Sharpe vio a unos jinetes. Por un segundo supuso que eran prusianos, pero luego reconoció la forma de los cascos cubiertos de tela. Dragones. Franceses. Su corazón se aceleró. Había pensado, tras la batalla de Toulouse, que sus días de combate se habían terminado, que un emperador exiliado en Elba auguraba una Europa en paz, pero ahora, catorce meses después, el antiguo enemigo volvía a estar a la vista.
Espoleó a su caballo a medio galope. Así que los franceses habían cabalgado hasta Bélgica. Tal vez no fuera nada más que una incursión de caballería. Los dragones enemigos habían visto a Sharpe, y condujeron sus caballos hacia el borde del agua aunque ninguno de ellos intentó cruzar el profundo río. Dos de los jinetes de casaca verde desenfundaron sus carabinas y apuntaron a Sharpe, pero su oficial gritó a los soldados de caballería que no dispararan. El fusilero estaba demasiado lejos para que las escopetas de cañón corto y ánima lisa fueran efectivas.
Sharpe torció su camino, alejándose del río, y guió a su caballo junto a un campo de centeno que había crecido tan alto como una persona. La senda del prado conducía colina arriba y, tras escoger una delicada senda a través de un enmarañado bosquecillo en el que las raíces de los árboles proporcionaban un punto de apoyo traicionero para el caballo, Sharpe se deslizó por un montículo de tierra hasta un camino lleno de surcos donde le envolvieron las sombras y quedó oculto a los ojos de los dragones gracias a los árboles que se arqueaban por encima de su cabeza. De la alforja sacó un mapa raído y arrugado. Lo desplegó con cuidado, cogió un cabo de lápiz de su bolsa de munición e hizo una cruz sobre el lugar en el que había visto a la caballería enemiga. La posición era aproximada, puesto que no estaba seguro de lo lejos que se encontraba de Charleroi.
Guardó el mapa, sacó el tapón de su cantimplora y tomó un trago de té frío. Se quitó el sombrero, que dejó la marca del borde de la copa en su cabello sucio. Se frotó la cara, bostezó y volvió a embutir la cabeza en el sombrero. Chasqueó la lengua y espoleó a su caballo hacia el extremo de una zanja sobre un terraplén, desde donde obtuvo una distante vista por encima de las bajas colinas que había al norte de Charleroi. En el centro de aquel paisaje una columna de humo se levantaba en un camino, pero, aun con la ayuda del viejo y estropeado catalejo, Sharpe no pudo distinguir qué clase de tránsito era el que levantaba aquella polvareda ni en qué dirección viajaba.
Podría ser que hubiera una explicación inocente para esa nube de polvo; podría haberla causado una manada de vacas conducidas al mercado, o un regimiento prusiano de maniobras, o incluso una cuadrilla de trabajadores dando martillazos a los adoquines en la calzada de caliza y pedernal de la carretera; sin embargo, los disparos de mosquete que Sharpe había oído con anterioridad y la presencia de dragones enemigos en la ribera sur del Sambre sugerían una causa más siniestra.
¿Una invasión? Hacía días que no habían llegado noticias desde Francia, lo cual demostraba que el emperador había prohibido todo tipo de tránsito por la frontera; pero ese silencio no era necesariamente un indicio de una invasión inmediata, sino más bien del encubrimiento del lugar exacto en el que estaban concentradas las fuerzas francesas. Los mejores servicios de inteligencia aliados insistían en que los franceses no estarían preparados hasta el mes de julio y que su ataque avanzaría por Mons, no por Charleroi. La carretera de Mons ofrecía la ruta más corta hacia Bruselas, y, si Bruselas caía, el emperador conseguiría hacer retroceder a los británicos hasta el mar del Norte y a los prusianos hacia el otro lado del Rin. Para los franceses, Bruselas significaba la victoria.
Sharpe espoleó a su caballo y bajó por el sendero surcado de rodadas que descendía hasta un valle poco profundo antes de subir entre dos pastos que no estaban cercados con setos. Se desvió hacia la derecha porque no quería que el polvo del barro seco del sendero revelara su presencia. La yegua respiraba pesadamente mientras subía al trote por las praderas. Estaba acostumbrada al ejercicio, pues cada mañana durante las últimas dos semanas Sharpe la había ensillado a las tres en punto y había cabalgado con ella hacia el sur para ver despuntar el amanecer sobre el valle del Sambre; pero aquella mañana, al oír el traqueteo de los mosquetes al este, había llevado a la yegua mucho más lejos de lo habitual. Ese día también amenazaba con ser el más caluroso de todo el verano, pero los temores que a Sharpe le ocasionó la misteriosa presencia del enemigo hicieron que obligara a la bestia a seguir adelante.
Si eso era la invasión francesa, la noticia debía llegar rápidamente al cuartel general aliado. Los ejércitos británico, holandés y prusiano vigilaban casi ciento treinta kilómetros de vulnerable frontera holandesa; los prusianos por el este y los británicos y holandeses por el oeste. Las fuerzas aliadas se habían desplegado como una red para atrapar a un emperador, pero se suponía que, en cuanto el emperador tocara la red, ésta se contraería y la presa quedaría enredada en ella. Ésa era la táctica, pero el emperador era tan consciente de aquellas esperanzas aliadas como cualquier oficial británico o prusiano, y estaría planeando cortar la red en pedazos y destrozarlos a todos por separado. La urgente obligación de Sharpe era descubrir si aquél era el golpe cortante del emperador, o si simplemente se trataba de una incursión de caballería emprendida en lo más profundo de la provincia belga.
Desde la cima de la siguiente colina vio a más dragones franceses. Se hallaban a unos ochocientos metros de distancia, pero estaban en el mismo lado del río que Sharpe y le impedían aproximarse a Charleroi. Ellos lo vieron y espolearon a sus caballos hacia delante, así que Sharpe hizo girar a su cansada yegua hacia el norte y la puso al galope. Cruzó el camino, atravesó ruidosamente un prado y descendió hasta un pequeño valle donde una maraña de espinos crecía a ambos lados de un hilito de agua. Sharpe obligó al caballo a atravesar los arbustos y entonces volvió a girar hacia el este. Vio un bosque a lo lejos delante de él. Pensó que, si pudiera alcanzar el refugio de aquellos árboles, tal vez habría ocasión de observar la carretera desde el otro lado del bosque.
Los dragones franceses se contentaron con perseguir al jinete solitario hasta que se alejó y no lo siguieron. Sharpe le dio unas palmadas en el cuello a la yegua, que estaba empapada de sudor.
—¡Vamos, chica! ¡Vamos! —Era un caballo de caza de seis años, dócil y fuerte, uno de los caballos que el amigo de Sharpe, Patrick Harper, había traído consigo de Irlanda.
En el bosque, enmarañado con viejos árboles enormes, hacía más fresco y reinaba el silencio. Nosey iba trotando detrás de la yegua. Sharpe iba despacio, abriéndose paso con el caballo entre los antiguos troncos y los leños cubiertos de musgo caídos tiempo atrás. Mucho antes de llegar al extremo del bosque supo que aquello no era una simple incursión de caballería. Tuvo la certeza cuando oyó el característico e inolvidable golpeteo y sonido metálico de la artillería al desplazarse.
Frenó el caballo, desmontó y ató las riendas a una rama baja de un roble. De la alforja sacó un trozo de cuerda, que anudó en forma de traílla alrededor del cuello de Nosey; luego extrajo su fusil de la funda de la silla, lo amartilló y avanzó en silencio. Llevaba la cuerda del perro en la mano izquierda y el fusil en la derecha.
El bosque terminaba en un campo de trigo que descendía en pendiente por la colina hacia el camino sin setos desde donde se levantaba el polvo para quedar suspendido en la calurosa atmósfera. Sharpe, que había desplegado su catalejo, miraba fijamente al antiguo y conocido enemigo.
La infantería francesa, con sus casacas de color azul, marchaba sobre el trigo pisoteado a ambos lados del camino, dejando así la superficie más dura de la carretera libre para el paso de la artillería. Los cañones eran de doce libras. Cada pocos minutos los cañones hacían un alto cuando alguna obstrucción interceptaba el camino de la larga columna. Los oficiales del estado mayor galopaban sobre magníficos caballos por las anchas cunetas de la carretera. En la pendiente del otro lado del valle un escuadrón de lanceros rojos atravesaba un trigal a medio galope y cada uno de los caballos iba dejando unos rectos surcos de plantas aplastadas.
Sharpe no tenía reloj, pero calculó que estuvo en el extremo del bosque unas dos horas, durante las cuales contó veintidós cañones y cuarenta y ocho carros de avituallamiento. Vio también dos carruajes que quizá transportaran a oficiales de alto rango, y le dio vueltas a la idea de que uno de los carruajes podría pertenecer al mismísimo emperador. Sharpe había combatido contra los franceses durante veinte años, pero nunca había visto al emperador; y de golpe y porrazo, una repentina y pueril imagen de un hombre con rabo hendido, cuernos afilados y colmillos demoníacos acechó los temores de Sharpe, que se avivaron con la verdadera reputación que tenía el emperador de ser un genial soldado cuya presencia en un campo de batalla era más valiosa que todo un cuerpo de soldados.
Los franceses seguían su marcha hacia el norte. Sharpe contó dieciocho batallones de infantería y cuatro escuadrones de caballería, uno de los cuales, formado por dragones, cabalgaba muy cerca de su escondite en el extremo del bosque, pero ninguno de los soldados de caballería franceses dirigió la mirada a la izquierda para ver el lugar donde el inglés y su perro permanecían entre las sombras. Los jinetes franceses estaban tan cerca que Sharpe pudo ver sus cadenettes, las trenzas que enmarcaban el rostro de cada uno de aquellos hombres como señal de distinción. El equipo que llevaban tenía aspecto de ser nuevo y de calidad, y sus caballos estaban bien alimentados. En España los franceses habían fustigado y hecho correr a sus caballos hasta extenuarlos, pero aquellos escuadrones acababan de montar en unos animales fuertes y sanos.
Una caballería recién montada, dieciocho batallones de infantería y veintidós cañones no constituían un ejército, pero sin duda representaban una amenaza. Sharpe era consciente de que lo que estaba viendo era mucho más que una incursión de caballería, aunque no estaba seguro de si se trataba de la verdadera invasión. Era posible que aquellos hombres no fueran más que un poderoso amago pensado para atraer a los aliados hacia Charleroi, mientras la auténtica ofensiva francesa, estimulada por la presencia del emperador, atacaba a unos cuarenta kilómetros al oeste en Mons.
Sharpe se deslizó alejándose de la línea de los árboles y trepó cansinamente a la silla. Ahora su trabajo consistía en comunicar al cuartel general de los aliados lo que había visto: que los franceses habían cruzado la frontera y que, por lo tanto, la campaña había empezado. Sharpe recordó que Lucille, que fielmente había abandonado Francia para permanecer a su lado, había sido invitada a un caro baile de moda que se celebraría en Bruselas aquella misma noche. El gasto sería en vano, pues el emperador había modificado el calendario social. Sharpe, que detestaba bailar, sonrió ante la idea, dio la vuelta y espoleó al caballo para regresar a casa.
A unos tres kilómetros de distancia, en las calles de Charleroi, el emperador estaba sentado a la puerta de la posada Belle Vue. Habían aparcado su carruaje donde no se viera, y a su blanco caballo de silla lo habían amarrado a un poste al borde del camino, así los soldados que pasaban creerían que su emperador se dirigía a la guerra a caballo y no transportado con tapizada comodidad. Los hombres vitoreaban a su monarca: Vive l’Empereur! Vive l’Empereur! Los tambores, que con sus redobles marcaban tediosamente el ritmo de la marcha, prorrumpían en jubilosas ráfagas de sonido cuando su emperador estaba cerca. Las tropas no podían acercarse a su ídolo ya que lo protegían unos miembros de la guardia con sombreros de piel de oso, pero algunos soldados rompieron filas para besar el pálido caballo del emperador.
Napoleón no mostró ninguna reacción ante la adulación de sus soldados. Se quedó sentado sin moverse, envuelto en un gabán a pesar del opresivo calor que hacía y con el rostro oculto por el pico de su sombrero puesto de adelante hacia atrás para que sus ojos quedaran ensombrecidos. Estaba sentado en una silla baja, la cabeza inclinada con un aspecto que a todo el mundo le parecía el de un genio sumido en la contemplación; sin embargo, estaba profundamente dormido.
Al otro lado del puente capturado, un oficial de artillería francés le dio un puntapié al fallecido soldado de infantería prusiano y lo tiró al río Sambre. Por unos instantes el cadáver quedó atrapado en un tronco medio hundido, luego un remolino liberó al muerto y se lo llevó hacia el oeste.
Hacía seis horas que había empezado la campaña.
* * * *
Sharpe salió del bosque e hizo girar a la yegua hacia el noroeste. El fatigado caballo se enfrentaba a un viaje de al menos treinta kilómetros a través del frondoso campo, por lo que lo mantuvo a un trote reposado. El sol estaba alto y apretaba tanto como en los días que Sharpe recordaba de las largas campañas en España. El perro, sin aparentes muestras de cansancio, iba delante deambulando con entusiasmo.
Pasaron cinco minutos antes de que Sharpe advirtiera la presencia de los dragones franceses que lo seguían. Los jinetes enemigos se perfilaban contra el horizonte al sur y Sharpe supuso que debían de haberle seguido la pista desde que había salido de entre los árboles. Se maldijo por su falta de cuidado y clavó sus talones para que la cansada yegua fuera más deprisa. Esperaba que los franceses se contentaran con echarlo de la carretera y no con perseguirlo y apresarlo, pero en cuanto hizo que la yegua acelerara el paso, los franceses espolearon igualmente a sus caballos.
Sharpe puso rumbo hacia el oeste alejándose de la carretera que iba a Bruselas y donde se suponía que los dragones estaban vigilando. Durante treinta minutos forzó al caballo, siempre con la esperanza de que su huida convenciera a los dragones para que abandonaran la persecución, pero los franceses eran testarudos, o tal vez la caza representaba un cambio agradable en su aburrido día. Sus caballos estaban más frescos y paulatinamente se iban acercando a Sharpe, quien, para ahorrarle fuerzas a la yegua, trató de evitar las peores colinas, pero al final se encontró atrapado en un largo valle y se vio obligado a conducir a la yegua por una pronunciada cuesta cubierta de hierba que conducía a un horizonte desnudo.
La yegua enfiló valerosamente la ladera de la colina, pero ni siquiera el largo descanso en el oscuro y fresco bosque le había devuelto todas sus fuerzas. Sharpe la espoleó para alcanzar un desgarbado galope que hizo que su pesada espada se sacudiera en la vaina y que el disco de la empuñadura le golpeara dolorosamente contra el muslo izquierdo. Los dragones, agrupados como jinetes de una carrera de obstáculos, llegaron al pie de la pendiente. Uno de los franceses había desenfundado su carabina y probó a disparar a Sharpe de lejos, pero la bala pasó silbando por encima de su cabeza sin causarle daño.
La yegua resollaba cuando alcanzó la cima. Quiso pararse en seco pero Sharpe la hizo pasar a través del hueco de un seto que crecía desordenadamente, y la espoleó para atravesar un prado ondulante que había sido arado años atrás, y los viejos surcos formaban todavía ondulaciones que se presentaban ante Sharpe como olas de pálida hierba. Sharpe galopaba por las olas herbosas y la yegua recorría pesadamente el terreno duro y desigual sacudiéndolo a él con cada paso que daba. Nosey se adelantó a toda velocidad, retrocedió describiendo un círculo, ladró alegremente y luego corrió junto a la sufrida yegua. Sharpe se giró para mirar a sus espaldas y vio que los primeros dragones alcanzaban la línea del horizonte. Se habían dispersado y corrían a toda velocidad con intención de capturarlo. El campo acaballonado se extendía en declive por delante de Sharpe y descendía hacia un extenso y oscuro robledal desde el cual salía un camino de carro en dirección norte que iba hacia una granja grande con paredes de piedra y aspecto de un fuerte en miniatura. Sharpe volvió a mirar atrás, los dragones más próximos estaban sólo a unos cincuenta metros de distancia. Habían desenfundado sus largas espadas y sus caballos ensenaban los dientes. Sharpe intentó desenvainar su espada pero al soltar la mano derecha de las riendas casi se cayó e inmediatamente la yegua trató de detenerse.
—¡Vamos! —le gritó a la yegua, y con las espuelas le raspó con fuerza las ijadas—. ¡Vamos!
Miró hacia la derecha, media docena de dragones galopaba a toda velocidad para impedirle la retirada por el camino de carro. Soltó unas feroces maldiciones e hizo virar de nuevo a la yegua un poquito hacia el oeste, pero no hizo más que proporcionar a sus perseguidores un mejor ángulo para acercarse a él. El bosque sólo estaba a unos cien pasos de distancia, pero la sudorosa yegua estaba reventada y aminoraba la velocidad. Aunque el caballo lograra llegar a los árboles los dragones enseguida alcanzarían a Sharpe en medio de la maraña de maleza. Maldijo en silencio. Si sobrevivía estaría condenado a pasarse la guerra como prisionero.
A lo lejos, el sonido de una trompeta atronó el aire con un desafío e hizo que Sharpe se girara asombrado para ver que unos jinetes con casacas negras salían en tropel sin orden ni concierto de los edificios con aspecto de fortaleza de la granja. Debía de haber al menos veinte soldados de caballería que bajaban espoleando a sus caballos por el camino de carro. Sharpe reconoció a una caballería prusiana. Los cascos de los caballos levantaban montones de nubes de polvo y el brillante sol refulgía, hermoso y cruel, en los desenfundados sables de los soldados.
Los dragones que se encontraban más cerca de los prusianos se dieron la vuelta inmediatamente y galoparon de nuevo colina arriba para reunirse con sus camaradas. Sharpe le propinó un último y desesperado golpe de talones a su yegua y agachó la cabeza cuando ésta atravesó estrepitosamente un helechal y entró así en el fresco margen del bosque. No iría más lejos, se limitó a subir y quedarse bajo los árboles temblando, sudando y resoplando. Sharpe desenvainó su enorme espada.
Dos dragones con uniforme de color verde siguieron a Sharpe entre los árboles. Se acercaban a toda velocidad, el soldado que iba en cabeza se dirigía hacia Sharpe por su izquierda y el otro por su derecha. Sharpe se encontraba de espaldas a sus atacantes, y la yegua estaba demasiado exhausta y era demasiado terca para darse la vuelta. Dio un golpe con la espada por delante de su cuerpo para parar el ataque del soldado que estaba a su izquierda. La hoja del francés sonó como una campana contra la espada de Sharpe y bajó rozando el acero hasta que la detuvo el pesado disco de la empuñadura. Sharpe se quitó de encima la hoja del dragón y desesperadamente dio un revés con la larga espada para recibir la arremetida del segundo soldado. Fue un golpe tan furioso que Sharpe perdió el equilibrio, pero también aterrorizó al segundo dragón que evitó la sibilante hoja dando un frenético viraje. Sharpe se agarró a la crin de su yegua para volver a ponerse derecho. Los dos dragones habían pasado galopando junto a Sharpe y en ese momento intentaban dar la vuelta a sus caballos para una segunda acometida.
En el prado que había detrás de Sharpe los jinetes prusianos se estaban alineando para enfrentarse a los dragones que quedaban, los cuales, superados en número, se habían retirado cautelosamente hacia la línea del horizonte. Aquel enfrentamiento no era asunto de Sharpe; lo que sí le concernía eran los dos jinetes que en ese instante estaban frente a él en el bosque. Dirigieron la mirada más allá de donde se encontraba Sharpe para calcular la mejor manera de reunirse con sus camaradas, aunque estaba claro que primero querían ver muerto a Sharpe.
Uno de ellos empezó a sacar la carabina de su pistolera.
—¡A por él, Nosey! —gritó Sharpe, y al mismo tiempo clavó sus espuelas de una manera tan salvaje que la exhausta y asombrada yegua avanzó con una sacudida y casi hizo caer a Sharpe de su alta silla de húsar. Les gritó a los dos soldados tratando de asustarles. El perro se echó encima del soldado más próximo quien, cargado con la carabina y la espada, no pudo atravesar al perro con su acero, entonces la yegua de Sharpe chocó con el caballo del francés y la enorme espada embistió al dragón. La hoja golpeó en la visera del casco cubierto de tela del soldado, que resonó en sus oídos como un toque de difuntos. El asediado francés chilló desesperadamente pidiendo ayuda a su compañero que trataba de situarse detrás de Sharpe para propinarle al inglés una estocada directa en la espalda.
Sharpe volvió a acometer con su espada y en esa ocasión el golpe aterrizó en la parte trasera del casco. El acero rasgó el forro de lona y dejó al descubierto un destello del metal mellado. El dragón dejó caer su carabina y a tientas trató de asir su espada que le colgaba de la muñequera. Fue torpe y no pudo cogerla. Sharpe arremetió contra él, pero Nosey había asustado al caballo del francés que se dio la vuelta y se alejó llevándose al dragón fuera del alcance de Sharpe, a quien le escocían los ojos por el sudor. Todo parecía difícil. Espoleó a su caballo y avanzó con la espada en alto cuando un grito que sonó por detrás le hizo girarse en la silla. Vio a dos soldados de caballería alemanes que apretaban el paso de cara al segundo soldado francés.
Se oyó el sonido del choque de espada contra sable y un grito que fue acallado súbitamente. Sharpe buscó de nuevo a su propio adversario pero el primer dragón ya había tenido suficiente y ofrecía su espada en sumisa rendición.
—¡Nosey! ¡Baja! ¡Suéltalo!
El segundo dragón estaba muerto, le cortó el cuello un sable de húsar. Su asesino, un desdentado sargento prusiano, sonrió abiertamente a Sharpe y luego limpió su hoja curva pasándola por un manojo de pelos de la crin de su caballo. El sargento llevaba una calavera pirata de plata en su chacó de color negro, una visión que hizo que el prisionero de Sharpe se pusiera aún más nervioso. Los demás franceses se batían en retirada ladera arriba, no estaban dispuestos a presentar batalla contra los más numerosos húsares de uniforme negro. El oficial de los húsares iba al frente de sus hombres y provocaba al oficial francés para que se batiera en duelo, pero éste era demasiado astuto como para arriesgar su vida con tan vanas heroicidades.
Sharpe alargó la mano y tomó las riendas del caballo del dragón.
—Desmonte —le habló en francés.
—¡El perro, monsieur!
—¡Desmonte! ¡Dese prisa!
El prisionero desmontó y salió del bosque a trompicones. Cuando se quitó el abollado casco resultó tener un hirsuto cabello rubio sobre un rostro de nariz respingona. A Sharpe le recordó a Jules, el hijo del molinero de Seleglise que solía ayudarle con el rebaño de ovejas de Lucille y que tanto se había entusiasmado con el regreso a Francia de Napoleón. El dragón apresado tembló cuando la caballería alemana lo rodeó.
El capitán prusiano se dirigió a Sharpe en un enojado alemán. Sharpe dijo que no con la cabeza.
—¿Habla usted inglés?
—Nein. Français, peut-être?
Hablaron en francés. La ira del capitán de los húsares la había provocado la negativa del francés de luchar con él.
—¡Hoy no está permitido que nadie luche! Nos ordenaron salir de Charleroi. ¿Por qué diablos hemos venido a los Países Bajos? ¿Por qué no le damos a Napoleón las llaves de Berlín y acabamos con todo esto? ¿Quién es usted, monsieur?
—Me llamo Sharpe.
—Británico, ¿eh? Yo me llamo Ziegler. ¿Sabe usted qué demonios está ocurriendo?
Un regimiento entero de lanceros rojos había obligado a Ziegler y a sus hombres a dirigirse hacia el oeste. Al igual que los dragones en el prado, Ziegler se había batido en retirada antes que lanzarse a un enfrentamiento de desiguales posibilidades. Él y sus soldados estaban descansando en la granja cuando vieron la ignominiosa huida de Sharpe.
—Al menos matamos a uno de esos cabrones.
Sharpe le contó a Ziegler lo que sabía y no hizo más que confirmar lo que el capitán prusiano ya había descubierto por sí mismo. Las fuerzas francesas avanzaban hacia el norte desde Charleroi y probablemente su objetivo era el hueco que había entre los ejércitos británico y prusiano. En aquellos momentos Ziegler se encontraba con el paso cortado en el lado equivocado de la carretera que iba a Bruselas, pero el aprieto no le preocupaba.
—Cabalgaremos hacia el norte hasta que no haya más malditos franceses y luego iremos hacia el este —volvió su torva mirada hacia el dragón capturado—. ¿Quiere usted al prisionero? —le preguntó a Sharpe.
—Me llevaré su caballo.
El aterrorizado joven francés intentó responder a las preguntas de Sharpe, pero o bien sabía muy poca cosa o bien estaba ocultando hábilmente lo que sabía. Dijo que creía que el emperador se encontraba con las tropas en el camino hacia Bruselas pero que él personalmente no lo había visto. No sabía nada sobre ningún avance más hacia el oeste cerca de Mons.
Ziegler no quería que el prisionero lo hiciera ir más lento, así que ordenó al francés que se despojara de las botas y la chaqueta, y luego dio orden a su sargento para que le cortara los tirantes de sus pantalones de peto.
—¡Váyase! ¡Dé gracias a Dios que no lo haya matado! —El francés, descalzo y agarrándose los pantalones, se fue hacia el sur a toda prisa.
Ziegler le dio a Sharpe un trozo de salchicha fría, un huevo duro y un pedazo de pan negro.
—¡Buena suerte, inglés!
Sharpe le dio las gracias. Había montado en el caballo del dragón y llevaba de las riendas a la cansada yegua. Supuso que para entonces los generales aliados ya debían de ser conscientes del avance francés, pero seguía siendo su deber informar de lo que había visto, así que espoleó al caballo, dijo adiós con la mano a los prusianos y siguió adelante.