CAPÍTULO 1
Amanecía en la frontera norte de Francia, un límite señalado únicamente por un riachuelo poco profundo que corría entre los troncos raquíticos de los desmochados sauces. Una carretera adoquinada vadeaba el arroyo. La carretera conducía al norte de Francia y se adentraba en la provincia holandesa de Bélgica, pero no había ningún puesto de guardia ni ninguna puerta que indicaran el lugar donde el camino abandonaba el Imperio francés para entrar en el Reino de los Países Bajos. Sólo había el riachuelo mermado por el estío del que emanaba una pálida neblina que se extendía sobre los densos campos de trigo, centeno y cebada.
El sol naciente apareció como una bola roja e hinchada suspendida a poca altura en medio de la tenue bruma. Al oeste el cielo todavía estaba oscuro. Un búho pasó volando por encima del vado, se ladeó, se metió en un hayedo y lanzó un último reclamo apagado que se perdió en medio del fuerte coro del amanecer, que parecía presagiar un día de verano radiante y caluroso en aquella fértil y plácida campiña. Un cielo completamente despejado prometía un día espléndido para la siega del heno, o un día para que los enamorados dieran un paseo a través de los bosques de espeso follaje y descansaran junto al verde frescor de la orilla de un riachuelo. Era un amanecer de pleno verano ideal en la frontera norte de Francia y, por un momento, por un último y doloroso momento, el mundo estaba en paz.
Entonces, cientos de cascos retumbaron al atravesar el vado y salpicaron de brillante agua la neblina. Unos hombres de uniforme con largas espadas en la mano cabalgaban hacia el norte, alejándose de Francia. Esos hombres eran dragones con cascos metálicos cubiertos de una apagada tela para que el sol naciente no se reflejara en el brillante metal y revelara su posición. Los jinetes llevaban mosquetes de cañón corto metidos en las pistoleras de sus sillas de montar.
Los dragones eran la vanguardia de un ejército. Ciento veinticinco mil soldados se dirigían marchando hacia el norte por todos los caminos que conducían al paso que atravesaba el río en Charleroi. Se trataba de una invasión; un ejército atravesaba en tropel una frontera sin vigilancia, con sus carros, carruajes, ambulancias, trescientos cuarenta y cuatro cañones, treinta mil caballos, fraguas portátiles, pontones, putas, esposas, estandartes, lanzas, mosquetes, sables y todas las esperanzas de Francia. Era el Ejército del norte del emperador Napoleón, y marchaba hacia las fuerzas holandesas, británicas y prusianas que le aguardaban.
Los dragones franceses cruzaron la frontera con las espadas desenvainadas, pero las armas no sirvieron para otra cosa que para dignificar ese momento con la escenografía apropiada, ya que no había ni siquiera un simple oficial de aduanas que se opusiera a la invasión. Sólo estaban la niebla y las carreteras vacías, y el distante cacareo de los gallitos al amanecer. Unos cuantos perros ladraron cuando los soldados de caballería invasores capturaron los primeros pueblos holandeses sin encontrar resistencia. Los dragones golpeaban las puertas y los postigos de las ventanas con la empuñadura de sus espadas, y exigían que se les dijera si había algún soldado británico o prusiano que allí se alojara.
—Están todos en el norte. ¡Casi nunca aparecen por aquí! —Los aldeanos hablaban francés; de hecho, se consideraban ciudadanos franceses y por consiguiente recibían con copas de vino y ofrecimientos de comida a aquellos dragones con casco. Para los reacios holandeses la invasión era una liberación, e incluso el tiempo armonizaba con su alegría; el sol ascendía hacia un cielo totalmente despejado y empezaba a disipar la neblina que todavía ceñía los frondosos valles.
Los dragones avanzaban repiqueteando a buen paso por la carretera principal que conducía a Charleroi y a Bruselas, casi como si aquello fueran unas maniobras en Provenza en lugar de una guerra. Había un teniente de los dragones que daba tan poca importancia al peligro que contaba con entusiasmo a su sargento cómo la nueva ciencia de la frenología evaluaba las aptitudes humanas a partir de la forma del cráneo de una persona. El teniente opinaba que, cuando la ciencia se comprendiera adecuadamente, todos los ascensos en el ejército se basarían en cuidadosas mediciones de cráneo.
—Podremos calcular el coraje y la firmeza, el sentido común y la honradez, ¡y todo con un calibrador y una cinta métrica!
El sargento no respondió. Él y su oficial cabalgaban a la cabeza de su escuadrón, y por lo tanto se encontraban justo en el extremo del ejército francés que avanzaba. A decir verdad, el sargento no escuchaba la entusiasta explicación del teniente; en lugar de eso estaba en parte esperando a las chicas belgas y en parte preocupado por el momento en el que aquel precipitado avance se topara con los piquetes enemigos. Era inconcebible que los británicos y los prusianos hubieran huido, ¿no?
El teniente estaba un tanto resentido por la aparente falta de interés de su sargento por la frenología, aunque las cejas bajas y el ceño fruncido del sargento testimoniaban la razón científica de su incapacidad para aceptar nuevas ideas. No obstante, el teniente persistió en su intento de ilustrar a aquel soldado veterano:
—Se han realizado estudios sobre las clases criminales en París, sargento, y se ha descubierto una sorprendente correlación entre…
La sorprendente correlación siguió siendo un misterio, porque el seto que había a unos treinta metros por delante de los dos jinetes estalló en fuego de mosquetes y el caballo del teniente se desplomó con un disparo en el pecho. El caballo soltó un alarido. Se le llenaron los dientes de sangre espumosa y sacudió los cascos desesperadamente. El teniente, que salió despedido de la silla, recibió una patada en la pelvis con la sacudida de una pezuña. Gritó tan fuerte como su caballo, que en esos momentos bloqueaba la carretera con su agonía convulsiva. Los asombrados dragones podían oír el golpeteo de las baquetas enemigas en los cañones de sus mosquetes. El sargento volvió la vista hacia los soldados de caballería:
—¡Que alguien mate a ese maldito caballo!
Más disparos martillearon desde el seto. Los emboscados eran buenos. Habían esperado a que los jinetes franceses estuvieran muy cerca antes de abrir fuego. Los dragones envainaron sus largas espadas y desenfundaron sus carabinas, pero su puntería a caballo era poco certera, y la imprecisión de la carabina de cañón corto era sobradamente conocida. El caballo del teniente seguía agitándose y pataleando en el camino. El sargento gritaba a sus hombres que avanzaran. Sonó una trompeta por detrás que ordenaba a otro escuadrón que se colocara en fila dentro de un campo donde crecía el trigo. Un soldado de caballería le pegó un tiro al caballo del teniente, inclinándose sobre su silla para meter la bala justo en el cráneo del animal. Cayó otro caballo, con el hueso de una pata destrozado por una bala de mosquete. Un dragón yacía en la cuneta, con el casco caído sobre unas ortigas. Los caballos pasaron retumbando junto al teniente herido, y sus cascos lanzaban al aire el barro y el pedernal del camino. La larga espada del sargento brillaba con un resplandor plateado.
Más disparos, pero en esa ocasión las partículas de humo blanco estaban más dispersas a lo largo del seto.
—¡Se están retirando, señor! —le gritó el sargento a un oficial que había a lo lejos detrás de él; y entonces, sin esperar ninguna orden, espoleó a su caballo hacia adelante—. ¡A la carga!
Los dragones franceses atravesaron rápidamente la línea del seto. No vieron a ningún enemigo en el paisaje de sombras alargadas, pero sabían que los emboscados debían de andar cerca. El sargento, al sospechar que la infantería enemiga se ocultaba en el campo de trigo envuelto por la neblina, apartó su caballo del camino, lo obligó a cruzar una cuneta y subir hasta el trigal. Percibió movimiento al otro extremo del campo, cerca de un bosque de hojas oscuras. Eran soldados que corrían hacia los árboles. Vestían casacas de uniforme de color azul oscuro y llevaban unos chacós negros con ribetes plateados: infantería prusiana.
—¡Allí están! —El sargento señaló al enemigo con su espada—. ¡Vamos a por esos cabrones!
Treinta dragones siguieron al sargento. Metieron sus carabinas en las pistoleras de sus monturas y desenvainaron sus largas espadas de hoja recta. Los mosquetes prusianos soltaron una fogarada desde la linde del bosque, pero los disparos fueron realizados a demasiada distancia y sólo un caballo francés cayó sobre el trigo. Los dragones restantes avanzaron rápidamente. El piquete enemigo que había emboscado a la vanguardia francesa se apresuraba a refugiarse en el bosque, pero algunos de ellos habían esperado demasiado para batirse en retirada, y los dragones les alcanzaron. El sargento pasó al galope junto a un soldado, y con un cortante movimiento hacia atrás le propinó una cuchillada salvaje con su espada.
El soldado de infantería prusiano se tapó el rostro azotado por el acero con las manos e intentó volver a embutirse los ojos en sus cuencas. Otro soldado alcanzado por dos dragones se atragantó con su propia sangre.
—¡A la carga! —El sargento llevaba su espada hacia la infantería que se encontraba entre los árboles. Vio a los soldados prusianos que huían adentrándose en el sotobosque y sintió la violenta exultación de un soldado de caballería a quien le ofrecían un enemigo indefenso al que matar salvajemente, pero no vio la batería de cañones ocultos entre las profundas sombras del bosque, ni al oficial de artillería prusiano que ordenó a voz en cuello:
—¡Fuego!
El sargento gritaba a sus hombres que cargaran con fuerza contra el objetivo, y al minuto siguiente él y su caballo fueron alcanzados por el estallido metálico de un bote de metralla que explotó. Ambos murieron al instante. Por detrás del sargento los dragones se separaron a izquierda y derecha, pero murieron otros tres caballos y cuatro hombres más. Dos de los soldados eran franceses y los otros dos eran infantes prusianos que se habían retirado demasiado tarde.
El oficial de artillería prusiano vio que otro escuadrón de dragones amenazaba con flanquear su posición. Volvió la mirada hacia la carretera donde había aparecido todavía más caballería napoleónica y supo que no podía pasar mucho tiempo antes de que llegara el primer cañón de ocho libras francés.
—¡Enganchen los cañones a los armones!
Los cañones prusianos galoparon hacia el norte, y cubrieron su retirada unos húsares de uniforme color negro que llevaban insignias con la calavera pirata en sus chacós. Los dragones franceses no les siguieron inmediatamente; en lugar de eso, espolearon a sus caballos y se adentraron en el bosque, donde encontraron las fogatas del campamento prusiano todavía ardiendo. Un plato de salchichas se había caído al suelo junto a una de las hogueras.
—¡Sabe igual que la mierda alemana! —Un soldado de caballería escupió en el fuego un bocado de carne.
Un caballo herido andaba cojeando por el trigal, intentando alcanzar a los demás potros de la caballería. Entre los árboles, dos prisioneros prusianos estaban siendo despojados de sus armas, comida, dinero y bebida. Los demás prusianos habían desaparecido hacia el norte. Los franceses, al tiempo que avanzaban hacia el extremo norte del bosque, observaron la retirada del enemigo. La niebla se había disipado. Las ruedas de los cañones prusianos que se retiraban habían dejado marcados unos senderos de cebada aplastada a través de los campos septentrionales.
Dieciséis kilómetros al sur, todavía en Francia, el pesado carruaje del emperador esperaba al borde de la carretera. Los oficiales del estado mayor informaron a su majestad de que la frontera holandesa se había cruzado con éxito. Informaron que se había encontrado muy poca resistencia y que ésta había sido anulada.
El emperador recibió la noticia con un gruñido, y luego dejó caer la cortina de cuero para sumir en la oscuridad el interior del carruaje. Sólo habían pasado ciento siete días desde que, después de zarpar desde su exilio en Elba con apenas mil hombres, había tomado tierra en una playa desierta del sur de Francia. Sólo habían pasado ochenta y ocho días desde que reconquistara París, pero en esos pocos días había demostrado al mundo cómo formaba ejércitos un emperador. Doscientos mil veteranos habían vuelto a ser llamados a las filas de las águilas, los oficiales con media paga habían sido reintegrados a sus batallones y los arsenales de Francia se habían llenado. En aquellos momentos, ese nuevo ejército marchaba contra la escoria de Gran Bretaña y los mercenarios de Prusia. Era un amanecer de pleno verano y el emperador iniciaba su ataque.
El cochero hizo restallar su látigo, el carruaje del emperador dio una sacudida hacia delante, y empezó la batalla por Europa.