EPÍLOGO
Los heridos estaban tendidos bajo una luna humeante mientras que los vivos, exhaustos, dormían.
Era una noche cálida. Poco a poco una suave brisa del oeste se llevó el hedor a pólvora, aunque el olor de la sangre iba a persistir en la tierra durante semanas. Los saqueadores se arrastraban en medio de la oscuridad. Para los belgas pobres cualquier ápice de basura valía dinero, ya fuera un peto de coracero con hendiduras de bala, una espada rota, un par de botas, la silla de un soldado de caballería, una bayoneta o incluso una tira de tela. Desnudaron a los muertos y mataron a los heridos para llevarse sus uniformes. Los caballos malheridos relinchaban lastimosamente mientras esperaban la muerte en un campo que susurraba con el movimiento de ladrones y asesinos. Unas cuantas hogueras parpadeaban entre la carnicería. Más de cuarenta mil soldados yacían muertos o heridos en el valle, y los supervivientes no podían más.
Lord John Rossendale seguía tendido en el valle, donde se veía arrastrado dentro y fuera de la conciencia. El dolor había disminuido durante la noche, pero también lo había hecho su lucidez. Soñó. En ocasiones hasta fue feliz en sus sueños, pero en aquellos momentos unas manos empezaron a tirarle del pecho y él gimió y trató de zafarse de aquellos dedos que lo agarraban y le causaban tanto dolor. Una mujer le dijo que se quedara tumbado y no se moviera, pero lord John se sacudía mientras un dolor punzante se le clavaba y le imprecaba. La mujer, una habitante del pueblo de Waterloo, estaba intentando arrancar la casaca del cuerpo de lord John. Su hija, una niña de ocho años, vigilaba por si veía a los pocos centinelas que trataban de evitar el saqueo.
Lord John creyó que la mujer era Jane. Estaba ciego, por lo que no sabía que todavía se hallaban en mitad de una oscura noche; él creía en cambio que era de día y que Jane lo había encontrado, y empezó a sollozar de dicha al tiempo que levantaba el brazo para cogerla de la mano. La mujer maldijo a lord John por complicarle tanto la vida, pero estaba preparada para esa clase de víctimas tan poco dispuestas a colaborar. Llevaba un cuchillo de veinticinco centímetros que usaba para matar a los cerdos que criaba en su patio trasero.
—¡No se mueva! —le dijo a lord John en francés.
—¡Jane! —gritó él con desespero, y la mujer temió que aquel ruido atrajera a los centinelas, así que, con un movimiento fuerte y rápido del cuchillo, le cercenó la garganta, pálida bajo la luz de la luna. Salió un chorro de sangre oscura. Él se atragantó, dio una única sacudida como un pez fuera del agua y luego se quedó inmóvil.
La mujer cogió la casaca de lord John con sus valiosas charreteras, pero le dejó la camisa porque estaba empapada en sangre. En un bolsillo de la casaca encontró un astroso trozo de cuerda sucia que usó para atar el fardo que hizo con la ropa que había robado. Al otro lado de la colina del sur, una raposa le aullaba al cielo cubierto con el humo de las hogueras de los campamentos de los vencedores.
Los Voluntarios del Príncipe de Gales dormían en la colina que habían defendido. A Peter D’Alembord le habían amputado la pierna, por lo que todavía podría sobrevivir. El soldado Clayton había muerto, lo había matado la Guardia Imperial en el preciso momento de la victoria. Charlie Weller vivía, así como el coronel Ford, aunque al coronel lo habían mandado de vuelta a Bruselas, y si él quería seguir con vida o no era otra cuestión. Harry Price era el siguiente oficial más joven que había sobrevivido, por lo que Sharpe lo había nombrado comandante y había otorgado una capitanía a Doggett, pero advirtiéndoles que los ascensos tal vez no resistieran el escrutinio de los funcionarios del gobierno británico. Los soldados podían luchar, desangrarse y escribir un capítulo de la historia de Gran Bretaña, aunque los malévolos cabrones de culo blando de Whitehall siempre tendrían la última palabra.
Sharpe durmió una hora, luego se despertó y se sentó junto a una fogata que había hecho con fragmentos de astiles de lanza y los rayos rotos de una rueda de cañón destrozada. Pronto aparecieron las primeras luces del día, una horrible claridad gris que dispersó a los saqueadores y trajo consigo a las aves carroñeras de alas negras para que se dieran un festín con los muertos. La atmósfera ya era húmeda y prometía un día de calor sofocante. Al oeste, las hogueras de los campamentos prusianos formaban delgadas madejas de humo en la estela de nubes altas. En algún lugar por detrás de la colina, una corneta tocó diana y otras se unieron a aquella llamada de la que parecía hacer eco el cacareo de los gallos de las aldeas distantes.
—¿Órdenes, señor? —Harry Price tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando, aunque probablemente no fuera más que el cansancio.
Sharpe se sentía fatigado y vacío, por lo que le costó un enorme esfuerzo pensar incluso en las tareas más sencillas.
—Quiero una lista de la carnicería como es debido, Harry. —Era la lista de los muertos y heridos—. Dele al alférez Huckfield un grupo de trabajo para rescatar los mosquetes y mire qué otro equipo puede recoger. —El período que seguía a la batalla era un momento excelente para surtir al batallón del equipo necesario—. Nos hace falta un poco de comida. Recuérdeme quién vigila a los prisioneros.
—El sargento Ryan.
—Dígale que conduzca a esos cabrones a la brigada. Si allí no los quieren, que los suelte sin botas ni cinturones.
—Vamos a necesitar más sargentos —le advirtió Harry Price.
—Pensaré en ello. —Sharpe se volvió a mirar los cuerpos de los muertos que acababan de ser despojados de sus ropas y que yacían muy blancos entre los calcinados tallos de centeno—. Y empiece a cavar una fosa, Harry. Que sea grande.
—Sí, señor.
Un soldado le trajo una taza de té hirviendo a Sharpe y éste se la bebió mientras contemplaba el valle. Los restos del castillo de Hougoumont y de La Haye Sainte todavía humeaban. El castillo se había quemado por completo y no había quedado nada más que unas ennegrecidas vigas del tejado encima de la chamuscada estructura de piedra, en tanto que los pasillos de La Haye Sainte estaban repletos de muertos. Al pie de la ladera, por debajo de Sharpe, un caballo que había sobrevivido a la noche sin sus patas traseras estaba sentado sobre sus ancas ensangrentadas y gañía lastimeramente pidiendo ayuda.
Los primeros soldados bajaron de la colina. Algunos fueron a enterrar a los muertos mientras que otros fueron en busca de algún botín. Un hombre encontró la correa de una espada que tenía un hermoso e intrincado trenzado dorado y la guardó para regalársela a su chica. Otro cogió una brocha de afeitar con mango de plata de un consistente charco de sangre coagulada. Las moscas zumbaban por encima de los muertos. Un casaca roja recogió con cuidado una baraja de cartas que se habían desparramado alrededor del cadáver de un fusilero francés. La suave brisa agitaba las páginas de un libro manchado de sangre. Los disparos de pistola sonaban monótonos mientras los soldados sacrificaban a los caballos para librarlos de su largo sufrimiento. Un grupo de oficiales de caballería, cuyos uniformes brillaban de forma extraña en el pálido amanecer, bajaron de la colina a medio galope para registrar el montón de cuerpos que señalaban el paso de la caballería británica de la gloria a la derrota.
Llegaron los primeros civiles desde Bruselas. Aparcaron sus carruajes cerca del olmo y caminaron en horrorizado silencio hacia el valle donde los grupos de trabajo buscaban a los heridos. Los cuervos desgarraban a los muertos de piel blanca. Una mujer encontró a su marido y vomitó. Un cura local, que había acudido para atender a los franceses heridos, fue tambaleándose hacia el camino sin poder evitarlo, tapándose la boca con la mano.
El grupo de trabajo de Simon Doggett regresó al batallón con dos toneles de ternera en salazón, un saco de pan y un barril de ron. Le dijo a Sharpe con orgullo que le había robado la comida a la caballería.
—¿Y ahora qué va a suceder? —preguntó Doggett.
A Sharpe le costaba trabajo pensar. Era como si la batalla hubiera entorpecido sus sentidos.
—Iremos a París, supongo. —No podía imaginar que el emperador se recuperara de aquella derrota.
—¿A París? —Doggett pareció sorprendido, como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces de lo que el ejército de Wellington había conseguido en aquel valle que apestaba a humo y a sangre—. ¿En serio piensa que iremos a París? —preguntó con excitación.
Sharpe no respondió. Estaba observando a un jinete que subía con mucho cuidado por la cara de la colina y atravesaba los largos y oscuros surcos que el cañoneo francés había abierto en la tierra. Reconoció al capitán Christopher Manvell y caminó a su encuentro.
—Buenos días. —El saludo de Sharpe fue seco.
Manvell se llevó una mano enguantada a su sombrero.
—Buenos días, señor. Esperaba encontrarle. —Parecía avergonzado y se volvió para mirar a los soldados de Sharpe que, agotados y cubiertos de barro, le devolvieron una mirada malévola al elegante soldado de caballería—. Está muerto —dijo Manvell sin esforzarse más por ser educado.
—¿Rossendale?
—Sí. Está muerto. —El rostro de Manvell reflejaba tristeza cuando volvió a mirar a Sharpe—. Creí que tenía usted que saberlo, señor.
—¿Por qué iba a querer saberlo? —preguntó Sharpe con brutalidad.
Manvell pareció desconcertado, pero se encogió de hombros.
—¿Creo que le dio un pagaré, señor? Me temo que no tiene ningún valor, señor. No tenía ni un penique que fuera suyo. Y luego también está… —Manvell se detuvo de pronto.
—¿Luego está el qué? —lo apremió Sharpe.
—Está la señora Sharpe, señor. —Manvell reunió el coraje para pronunciar aquellas palabras—. Alguien tendrá que decírselo.
Sharpe soltó una áspera y breve carcajada.
—No voy a ser yo quien lo haga, capitán. Es una maldita puta y por mí se puede pudrir en el infierno. Que tenga un buen día, capitán.
—Buenos días, señor. —Manvell observó a Sharpe mientras éste se alejaba y luego dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia la carretera, donde, sin que Sharpe lo supiera, Jane esperaba noticias dentro de su carruaje. Manvell suspiró y fue a romperle el corazón.
Sharpe regresó junto a la mortecina hoguera, sacó el pagaré de su bolsillo y lo rompió en pedazos. Después de todo no iba ser fácil poner un tejado nuevo en el castillo. Dejó que la brisa se llevara los trozos de papel y luego se volvió hacia sus hombres.
—¡Señor Price!
—¿Señor?
—Nos quedan con vida algunos miembros de la banda, ¿no es cierto?
—¡En efecto, señor! ¡Tenemos incluso a un director de banda!
—¡Pues entonces haga que esos cabrones haraganes toquen algo! ¡Se supone que estamos celebrando una maldita victoria!
En algún lugar del valle, una mujer gritó y gritó, hizo una pausa para tomar aliento y luego volvió a gritar porque su marido estaba muerto. Detrás de la línea de batalla, en la granja de Mont-Saint-Jean, el montón de miembros amputados era más alto que la pila de estiércol. Un cirujano de rostro lívido se dirigió al borde del camino para tomar el aire, mientras que en el piso de arriba, donde habían llevado a los oficiales para que se recuperaran o murieran, D’Alembord se agitaba en su sueño poco profundo. El señor Little, el rechoncho director de la banda de los Voluntarios del Príncipe de Gales, lanzó a sus hombres a interpretar una irregular versión de Over the Hills and Far Away. Sharpe ordenó que desplegaran el estandarte, que había sido devuelto al batallón, y que lo colocaran sobre la fosa cada vez más profunda para que la sombra de las banderas de seda acariciara a los muertos.
Una mujer lloraba en el borde de la tumba. Era una de las sesenta esposas a las que se les había permitido viajar con el batallón, y aunque en aquel momento era una viuda, probablemente volvería a estar casada antes de que acabara el mes, porque a la mujer de un soldado nunca le faltaban pretendientes. Otra esposa que acababa de enviudar, Sally Clayton, estaba sentada junto a Charlie Weller, y Sharpe vio el nerviosismo con el que el joven alargaba la mano para coger la de ella.
—Hágame una taza de té, Charlie —dijo Sharpe—, y lo nombraré sargento.
—¿Señor? —Charlie levantó la vista, asombrado.
—¡Hazlo, Charlie! —Sally fue más rápida en comprender que Sharpe les estaba ofreciendo el sueldo de un sargento—. Y gracias, señor Sharpe.
Sharpe sonrió y se alejó cuando un grito le dijo que Harper había regresado de Bruselas. El irlandés había traído al perro de Sharpe de vuelta con él. En aquel momento soltó a Nosey, que corrió hacia Sharpe y dio un salto para acariciar con el hocico a su amo y juguetear con él. Los soldados del batallón esbozaron una sonrisa burlona. Sharpe hizo bajar al perro, esperó que Harper se deslizara de la silla y luego caminó junto a su amigo hacia el borde del valle.
—Ella está bien —confirmó Sharpe. Lucille había llorado cuando supo que Sharpe se encontraba a salvo e ileso, pero le había hecho prometer a Harper que no diría nada sobre sus lágrimas—. Y el niño también está perfectamente.
—Gracias por haber ido por mí.
Harper soltó un gruñido. Había salido hacia Bruselas antes del amanecer y ahora miraba el campo de batalla por primera vez en aquel nuevo día. Su rostro no mostró ninguna reacción ante aquel espanto. Al igual que Sharpe, ya lo había visto cientos de veces. Eran soldados; les pagaban para soportar el horror y por eso lo comprendían mejor que otras personas. Eran soldados y, al igual que los hombres que con las palas sacaban las heces fecales de los pozos de Londres, o que las mujeres que cuidaban de los moribundos apestados en las salas de beneficencia, realizaban un trabajo desagradable que los hombres y mujeres más maniáticos despreciaban. Eran soldados, cosa que los convirtió en la escoria de la sociedad hasta que un tirano amenazó a Gran Bretaña y entonces, de pronto, fueron héroes de casaca roja y muchachos excelentes.
—Que Dios salve a Irlanda, pero hemos convertido este lugar en un buen montón de mierda ensangrentada —comentó Harper refiriéndose al valle.
Sharpe no dijo nada. Tenía la mirada fija más allá del campo de batalla, donde la luz del sol brillaba en unos árboles que el fuego no había tocado y donde el aire olía agradablemente a verano. El cielo completamente despejado prometía un día para la siega del heno, o un día para que los enamorados dieran un paseo a través de los bosques de espeso follaje y descansaran junto al verde frescor de la orilla de un riachuelo. Era un día de pleno verano en la frontera con Francia y el mundo estaba en paz.